sábado, 19 de noviembre de 2011

Sábados con Auster

Sumergidos, como solemos estar, en la diatriba política, en la cotidiana supervivencia, en la permanente motivación al desánimo, en el estímulo a la parálisis o a la huida, los habitantes de Caracas no solemos tener la oportunidad que tuve hoy. Oportunidad que quiero compartir con ustedes. 

Ayer llegue a Nueva York en vuelo procedente de Caracas (Atlanta mediante, todo sea por aquello de las millas), en una suerte de peregrinación anual que ya se prolonga por 16 años y que ayuda a mantenerme vivo y sano, sobretodo sano de lo de la mente, aunque al cuerpo estos aires tambien le vienen bien, al menos en mi caso. Y hoy, en el primer día de mi viaje, me encuentro con que Paul Auster, uno de mis dioses del olimpo, lee extractos de sus escritos en el cementerio Greenwood, aquí, a solo cuadras de donde me encuentro, la casa de mi familia en Brooklyn. 

Greenwood es un lugar mágico, uno de los primeros grandes cementerios rurales de la Estados Unidos, fundado en 1838 y aún activo como sitio de reposo para más de medio millón de muy privilegiadas almas, que incluyen desde el inventor del telégrafo, el Sr. Morse, hasta Leonard Bernstein y Jean Miquel Basquiat, por mencionar inquilinos más recientes. Hace 150 años recibió 500.000 visitantes al año que lo usaban como sitio de recreo y contemplación y esa actividad de mediados del siglo 19 sirvió como inspiración para la creacion del Central Park en Manhattan o del vecino a Greenwood, el parque Prospect, en Brooklyn oeste.

En un futuro Greenwood también será el destino final de los esposos Auster, que hoy 19 de noviembre, según se mencionó en algún momento de la presentacion de hoy, formalizaron la adquisición de una parcelita en este oasis brooklyniano del mas allá, con monumentos de piedra dispersos entre valles, colinas y lagos, bajo la sombra de unos 7000 arboles, incluyendo muchos cerezos que florecen generosamente una vez al año, y con vista a la estatua de la libertad y al "skyline" de Manhattan.



Volviendo a la actividad de hoy, en Caracas este asunto de una lectura de Paul Auster seria un gran acontecimiento, pero aqui en Nueva York, se trató de un acto relajado, tranquilo, intimo. Paul Auster reunido en una capilla neogotica con 50 de sus lectores, rodeado de vitrales de colores y escuchando el zumbido de la brisa bajo la luz amarilla del otono. Luego de las presentaciones del caso y el correspondiente agradecimiento de los administradores del cementerio, leyó durante una hora extractos de su novela Sunset Park -que se desarrolla en los alrededores de Greenwood- contestó las preguntas que se le hicieron desde el publico y firmó sus libros a todos los presentes, incluyéndome, que hice mi fila para esperar que me firmara una copia de Sunset Park para mi y otra para mi cuñado Ricardo, consabido seguidor del escritor. Luego de finalizado el acto, Auster salió a caminar por el cementerio con su esposa Siri, tambien escritora, y finalmente se marchó a su casa, en el vecino barrio de Park Slope, en un carro negro y grande, como corresponde a una escena como esta, bajo un cielo azul y bañados por la luz amarilla y envolvente del otoño.



Srs. de Delta Airlines. No me importa que ahora solo pueda traerse una maleta, ni que en el vuelo entre Caracas y Atlanta sustituyeran la comida caliente por un sandwich pequeno. En lo que a mi respecta, con lo ocurrido hoy, este viaje ya esta totalmente pagado.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

El cuarto oscuro de las revelaciones


Premio Bienal José Rafael Pocaterra 1987-1988. Prólogo de Luis Felipe Castillo.

Disponible en las librerías El Buscón (CC Paseo Las Mercedes, Centro Cultural Trasnocho, Sótano) y Kalathos (Centro Cultural Los Galpones, Urbanización Los Chorros). A partir del 19 de Noviembre, también estará disponible en las librerías Alejandría I y II del CC Paseo Las Mercedes y CC Cada Las Mercedes.

Para quienes dispongan de un iphone o un ipad con el programa iBook o cualquier otro aparato compatible (Sony eReader, etc) con archivos formato epub, escríbanme un correo electrónico a la dirección gtovarordaz@gmail.com y con gusto les enviaré -sin costo alguno- el libro en formato digital. 

Desde ya los invito a la presentación y brindis del caso, a realizarse el 19 de enero del 2012 en la Librería El Buscón del CC Paseo Las Mercedes a las 6.30 pm. 

viernes, 21 de octubre de 2011

En 1988 me fui de casa por primera vez (para Valerie, que cumplió años esta semana)

Corría 1988, estábamos viendo las últimas materias necesarias para terminar la carrera de urbanismo en la Universidad Simón Bolívar, esas que entonces se agrupaban todas bajo la etiqueta de "talleres de urbanismo" y que para aquellas fechas (a diferencia de hoy en día, cuando el término taller se aplica a un número mayor de materias de la carrera, distribuidas a lo largo de varios años del pensum) eran un síntoma de culminación inminente de algo, de cambio de status, eramos los que estábamos en los talleres, el lugar donde se reunian las distintas cadenas temáticas de los estudios y los estudiantes poníamos (o hacíamos el intento) en práctica todo aquello de la visión sistémica con la que se ensalzaba y a la vez se justificaba ante su entorno de "instituto tecnológico" el estudio del urbanismo como carrera de pregrado en la Universidad Simón Bolívar.

Los trabajos  de los talleres de urbanismo eran trabajos en equipo: se hacían en equipo y se presentaban en equipo. Como todas las cosas en la vida, las circunstancias en las cuales nos ocurren las cosas suelen ser la sumatoría de lo que somos y lo que hacemos a lo largo de un período de tiempo. Tambien ocurren otras cosas a nuestro alrededor sobre las cuales no tenemos control, eso que llaman el azar, y que tambien mete su mano para que las cosas ocurran de una manera en particular y no de otra.

Por la suma de muchas circunstancias propias y tambien por otros temas más propios del azar, a diferencia de otras personas, un servidor no tenía un equipo preestablecido cuando llegué a los talleres de urbanismo y terminé en uno, junto a Valerie Pérez Leray  y Mabel Penaloza, dos estudiantes de urbanismo que habían entrado a la universidad antes que yo y, por esa razón, no habíamos visto ninguna materia juntos, previamente, a lo largo de la carrera. Es decir, no nos conocíamos de antes. Adicionalmente, por provenir de cohortes diferentes de la universidad, nuestros horarios y materias en cursos - aparte de los talleres- no solían coincidir. Todo un reto de convivencia, al que se le sumaban los diferentes intereses de cada quien y las distintas circunstancias personales de cada uno de nosotros. No voy a gastar tinta en los detalles, voy a simplifircarlo diciendo que yo era a mis 21, si mal no recuerdo el número, un "carajito de su casa", haciendo equipo de taller con ese par de mujeres hechas y derechas.

Dado que nuestros horarios no coincidían, la única opción de adelantar algo del trabajo de los talleres era por las noches y ahí apareció el primer problema. Cada uno de nosotros vivía distante del otro: Mabel vivía con su mamá en Manzanares, en el extremo sureste de la ciudad; Valerie vivía en casa de unos familiares en Los Pomelos, en la subida de El Cafetal a Los Naranjos, y yo vivía en la casa de mis padres en Los Chorros, al noreste de Caracas. Unir aquellos tres puntos en las noches no era una tarea fácil, aún cuando el tránsito y la inseguridad en la Caracas de veintitantos años atrás eran temas menores en relación a la situación actual. Valerie no tenía carro, Mabel tenía un Renault con más golpes y abolladuras que piezas sanas y yo tenía el viejo Volkswagen blanco modelo 66, quer a pesar de sus achaques mostró ser más confiable que el carro de Mabel. Si la reunión era en mi casa, Mabel pasaba buscando a Valerie y venían juntas a trabajar; si la reunión era casa de Valerie, Mabel y yo nos íbamos en nuestros carros; si la reunión era casa de Mabel, donde no solíamos reunirnos (creo q sólo fuimos 1 o 2 veces), yo buscaba a Valerie y luego la dejaba de vuelta en su casa.

Era aparatoso e incómodo. También era improductivo, porque entre contarse los chismes - las desaventuras de Mabel con su novio de entonces solían ser un tópico fijo- y comerse la torta que, por ejemplo, mi madre invitaba para que "esos pobre muchachos no estuviesen trabajando hasta tarde con el estómago vacío" se consumía buena parte del tiempo disponible y el trabajo no avanzaba. Pero lo que puso en evidencia la insostenibilidad del modelo fue la poca confiabilidad del carro de Mabel: una noche, tarde, cerca de la medianoche, se quedó accidentada luego de dejar a Valerie en su casa y eso disparó los mecanismos para montar un plan B.

Los padres de Mabel, en proceso de separación, tenían una casa en Santa Fe, desocupada en remodelación, esperando por una próxima venta. El plan B consistía en mudarse los tres - Valerie, Mabel y yo- allí mientras terminábamos los talleres de urbanismo. Y eso hicimos, porque sin importar los horarios de cada quien, a la hora de la cena estábamos todos trabajando en nuestras entregas y a la hora de decir basta, tengo ganas de dormir, no había que salir a repartir a nadie, recorriendo media Caracas, sino sólo había que cepillarse los dientes y tirarse en una cama del piso de arriba.

Mis padres pusieron cara de no entender mucho cuando se los expliqué, pero antes de que comentaran algo, ya yo estaba saliendo de la casa de Los Chorros con mi almohada y mi cobija. Esa fue la primera vez que me fui de la casa de mis padres, así, como dice la canción de Serrat, aunque en realidad, la banda sonora de esa casa de Santa Fé no venía de España sino de México: Mabel y Valerie escuchaban día tras día y noche tras noche a Emmanuel, el cantante mexicano tan en boga por aquellos días de finales de los años 80s.





Emmanuel desapareció luego de nuestras vidas hasta que en estos días, luego de muchos años sin venir a Caracas y sin verlo en la televisión ni escucharlo en la radio, estuvo de paso por estas tierras. Quizas por eso sus canciones reaparecieron en las emisoras locales y me tropecé con una de ellas mientras llevaba a mi hija a una fiesta, casualmente cerca de Santa Fe. 

- Papá, ¿qué oyes?, por favor... me dijo Lucía, poniendo un gesto de asco en la cara.

Y entonces le conté que a su mamá le encantaba como cantaba y bailaba ese mexicano 20 años atras y que, además, el tipo le había puesto música a mi último año en la universidad, aunque era completamente incompatible con mis discos de Genesis, Yes y Pink Floyd.

- !Que horrendo!, ustedes tenían problemas... - me dijo.

Y probablemente sea cierto.

jueves, 13 de octubre de 2011

Grupo de Historia Arquitectura y Ciudad

Descubriendo  América

Antes que el descubrimiento de América pasara a considerarse políticamente incorrecto, era considerado, por el contrario, algo obvio, evidente. Tanto así que mis compañeros de clases de primaria en el Colegio Santiago de León de Caracas le lanzaban - a modo de reclamo-  a cualquiera de nosotros que se atreviera a señalar algo que ya el resto de la humanidad conocía perfectamente aquello de “gran vaina, chamo, descubriste América”, que era una forma con hondas raíces históricas y geográficas de decirle a uno pendejo, desubicado e, incluso, ignorante.
Lo anterior viene al caso porque hoy es 12 de octubre y porque -más importante aún que la diatriba entre descubridores, resistentes y resentidos- viene al caso para mencionar cosas que parecen obvias y no lo son en la práctica.
Uno asume como obvio que quien escribe tiene como fin último publicar, divulgar lo que escribe, darlo a conocer, contrastarlo con las opiniones de los demás y preservarlo en el tiempo. Sin embargo, lo que parece obvio no lo es así en la realidad, pues es muy poco lo que se publica y, consecuentemente, menos aún es la creación o el conocimiento que se divulga, se discute y se preserva.
Hoy 12 de octubre damos comienzo al proceso de cerrar un círculo, de afrontar lo obvio, de “descubrir América”. A partir de hoy echamos a andar un proyecto de colectivo editorial que da continuidad al Grupo de Historia, Arquitectura y Ciudad, que sirvió de base para la discusión, la investigación y el desarrollo de actividades de extensión en la Universidad Simón Bolívar en los años finales del siglo pasado y que ahora se ha propuesto publicar obras de los propios miembros del Grupo, así como de otros autores, haciendo uso de las facilidades que hoy ofrece la imprenta digital y el libro electrónico y con un compromiso con la calidad de los contenidos y el diseño de los libros a producir.
Hoy 12 de octubre comenzamos a Descubrir América. Esperen noticias nuestras, estamos planificando nuevos viajes.
Muy pronto estaremos anunciando los primeros títulos a publicar.

jueves, 6 de octubre de 2011

Good Job(s)

Hoy ha muerto Steve Jobs, a una edad en la que muchas personas son absolutamente productivas. Estoy por pensar que hay alguna rara atracción entre el cancer y la luz, el brillo de ciertas personas. 

El trabajo de Steve puede evaluarse de muchas maneras, pero ni siquiera aquellos que siempre discutieron la validez y profundidad de sus propuestas, aquellos que le vieron más como un gurú religioso que como el visionario carismático que yo creo que fue pueden negar que Jobs deja una enorme huella: cambió la forma como trabajamos y como nos entretenemos y esos cambios van a ser evidentes, probablemente, por muchos años, incluso generaciones. Su solo nombre solía significar polémica en torno al mundo de la tecnología de consumo personal, pero hoy pocos pueden discutir el enorme impacto de esta persona en los tiempos que nos ha tocado vivir.

Yo sólo quiero decir gracias Steve. Gracias en nombre de la Mac 512 en la que escribí el informe de mi pasantía para graduarme de urbanista. Gracias por las Mac Classic por las que nos peleábamos los urbanistas del IERU. Gracias por la Mac II en la cual descubrimos el color. Gracias en nombre de la Mac 165C, la primera portatil que me compré en mi vida, cuando volví de España. Gracias por la Mac 1125 que compramos Patricia y yo, recien casados, y en la cual descubrí el internet. Gracias por la iMac que introdujo a Lucía, mi hija, en el mundo de las computadoras. Gracias por el iPod 20 Mb que compré luego de hacer cola en la tienda Apple del Soho y que me acompañó durante años, haciendo realidad mi sueño de un cassette infinito, que se prolonga hoy en mi iPod Classic. Gracias por la Mac Book que recibió Lucía como regalo por sus 15 años. y que sea muy probablemente su propiedad terrenal más preciada. Gracias por  la MacBook Pro que recibió Patricia el pasado fin de semana, a modo de regalo de navidad anticipado y que le ha devuelto la sonrisa luego de pasar por una HP que le trajo bastantes más problemas que alegrias.






A partir de ahora, cuando comienzan a sucederse las reacciones y homenajes que parecen destinados a una estrella pop más que a un empresario, comenzamos a decirnos "te extrañaremos", aunque en realidad confiamos en que eso no sea cierto. Confiamos en que no estemos hablando de "God Jobs" sino del producto del Good Job, en cuyo caso, podremos esperar muchas otras buenas noticias del equipo de Apple.

En cualquier caso, muchas gracias Steve, nos vemos en el iCloud. 

jueves, 15 de septiembre de 2011

Bruce Davidson

Ayer, mientras buscaba un libro en Amazon, me encontré con que están reeditando dos de los libros más importantes de uno de mis fotógrafos preferidos, Bruce Davidson, uno de fotografías en el metro de NY (Subway) y otro de imagenes de jovenes pandilleros de Brooklyn cinco décadas atras...así que mientras espero que salgan los libros y me arme de valor respecto al precio de las susodichas reediciones (a menos que nuestros amigos de Strand se conduelan de nosotros y se animen con una oferta al respecto), aquí les dejo algunas imágenes de uno de los fotografos legendarios de la agencia Magnum.






Bruce Davidson



jueves, 8 de septiembre de 2011

El 11 de septiembre en Maiquetía

No recuerdo exactamente cómo dormí la noche anterior. Ellos, al parecer, tampoco durmieron esa noche. He leído diversas versiones, ya uno no sabe si basadas en alguna evidencia constatable o en la creatividad del periodista de turno, que hablan de celebraciones, rituales y movimientos de quienes iban a subir con una misión en mente a aquellos aviones del 11 de septiembre del 2001. En aquel momento no pensaba en ellos, cómo adivinar lo que iba a ocurrir; pero ahora que los pienso en estos días de décimo aniversario, pienso que tal vez, desde la noche antes, tal vez desde el momento de hacerse parte de esa historia, ya estaban muertos.

Yo, al igual que todos ellos, me desperté aquel día muy temprano, en la madrugada, porque mi agenda señalaba una visita por motivos laborales a Anaco, una ciudad pequeña del medio-oriente venezolano, a medio camino entre Puerto La Cruz y El Tigre, en medio de las sabanas de Anzoátegui. Tenía prevista a media mañana una reunión en la oficinas de la Gerencia de Desarrollo Urbano de PDVSA  Campo Norte con la finalidad de discutir un contrato de trabajo para el Instituto de Estudios Regionales y Urbanos de la Universidad Simón Bolívar, que era dónde yo trabajaba entonces, y en la Universidad se decidió que entre las dos opciones de que disponía para viajar, (vuelo Maiquetía -Barcelona en avión jet comercial y traslado en carro de aproximadamente una hora 15 minutos entre Barcelona y Anaco con riesgo de no llegar a la hora de la cita versus vuelo directo entre Maiquetía y Anaco en una línea aérea entonces desconocida, sólo con pequeños aviones bimotores y sin servicio de venta remota de boletos) usaría la del vuelo directo hacia la ciudad que creció alrededor de un campamento petrolero, hace unos 60 años aproximadamente.

aproximación al aeropuerto de Anaco

El día anterior recibí instrucciones de llegar al aeropuerto con mayor antelación a la usual, porque al ser RUTACA una línea aérea pequeña, no vendían en aquel entonces los boletos a través de las agencias de viaje que prestaban sus servicios a la Universidad, sino sólo directamente en sus oficinas del aeropuerto. Es decir, sólo tenía una reservación, pero debía, al igual que los otros pasajeros, comprar el boleto en el aeropuerto antes de chequearme para el viaje entre Maiquetía y Anaco. Por esa razón salí de madrugada de mi casa, entonces en el Conjunto Residencial Bello Monte, y llegué aún en medio de la oscuridad al aeropuerto que, tal y como lo dicen las aeromozas, sirve a la ciudad de Caracas.

Las primeras señales no fueron buenas. Sólo dos personas se encargaban de todas las funciones de las oficinas y el mostrador de RUTACA en Maiquetía aquella mañana del 11 de septiembre, que incluían la venta de boletos, la reservación de pasajes, la atención de los teléfonos, el chequeo de pasajeros, el chequeo de equipajes, el cobro de las tasas de aeropuerto, la carga de los equipajes hacia las entrañas del aeropuerto, etc, etc. Evidentemente era una empresa pequeña y con poco personal. El "boarding pass" también daba luces sobre ello, pues era un cartón, si mal no recuerdo entre marrón y beige, con el logo de la empresa y un número, forrado en plástico, que debía devolver el pasajero al subir al avión.

A los pocos minutos descubrimos que quien manejaba el autobús de RUTACA que nos llevaba desde el terminal hasta la escalera del avión era una de las mismas dos personas que se encargaba "de todo" en el mostrador de la empresa, y al pie de la escalerilla descubrimos que el segundo empleado en cuestión (llamémoslo, para simplificar, “cosa 2”) también nos esperaba allí, para repartirnos el refrigerio: un cuartico de jugo y una galleta. En ese momento comencé a imaginármelos a ambos (Cosa 1 y Cosa 2) poniéndose, a toda prisa, el uniforme de piloto, allí, a los pies del avión y delante del pasaje, que sumaba unas 8 personas, más o menos.

El avión merecía una descripción por si mismo: era un viejo Beechcraft bimotor color beige con algunos detalles en marrón, motores sucios por fuera y señales de haber recibido trabajos en su “carrocería”. El aparato  mostraba una decoración interna que ponía en evidencia que la disposición de las sillas no se correspondía necesariamente con el diseño original del avión. Tenía varios tipos de asientos y se veían reparaciones y remiendos por doquier. Los plásticos y paneles hablaban de gustos de diseño de otros tiempos. Así, de primera mirada, transmitía una sensación más cercana a un autobús por puestos que a un flamante vehículo de alta tecnología. Parecía un Ford Maverick de los 70s, eso sí, con alas.

A los pocos minutos comenzó el proceso de despegue, una vez el piloto y el copiloto subieron a acompañarnos -luego de llegar en una pequeña camioneta que manejaba Cosa 2- a los pasajeros que esperábamos en el avión, entre resignados y dormidos. Los dos personajes, piloto y copiloto del pequeño avión, parecían jubilados de alguna línea aérea y sus uniformes seguramente formaban parte de esas etapas pasadas de sus vidas, en la que era probable tuviesen otra contextura física.

A la hora en que los terroristas del 9/11 estaban ya en los aeropuertos escogidos para comenzar a implementar su plan, el pequeño bimotor de RUTACA inició su correr por la pista de Maiquetía, mientras el cielo empezaba a aclarar al fondo de la pista, sobre el mar Caribe. Yo iba sentado junto al ala izquierda, justo al lado de uno de los dos motores, y en el momento en que el avión comenzó a acelerar sobre la pista percibí algunos ruidos que hicieron poner mi atención en el motor a mi lado. En el instante en que el avión comenzaba a despegar del piso y hacía su máximo esfuerzo los ruidos fueron a más y se hicieron acompañar, primero, por chispas, y luego, por una llamarada. Aún a tiempo de abortar el despegue, el avión rebotó varias veces sobre la pista y regresamos, todos en silencio, al lugar a donde nos había llevado el autobús de RUTACA.

Una vez detenido el avión, al piloto no se le ocurrió una frase más feliz que dar gracias a dios, no sin antes aclarar “que no nos tocaba ese día”. Los terroristas del 9 / 11hicieron una invocación similar. Nadie vino por nosotros en un buen rato y, luego de varias llamadas desde el teléfono celular del piloto, finalmente apareció Cosa 1 manejando el autobús y, como no podía ser de otra forma,  Cosa 2 apareció manejando una pequeña camioneta con la etiqueta “servicio técnico” en su costado.
La línea aérea ofreció viajar al día siguiente “porque para mañana el avión ya debe estar reparado” a lo cual, un servidor se negó rotundamente, prometiéndose no viajar nunca más con semejante equipo. Avisé a PDVSA el inconveniente (asunto que ya era de su conocimiento, porque a los pasajeros que esperaban el avión en Anaco les avisaron que debido a una falla técnica, no había vuelo ese día) y compré un boleto a Barcelona en otra línea aérea con la esperanza de salvar la reunión con alguna demora.

Mientras volaba a la capital de Anzoátegui se estrelló el primero de los aviones contra el WTC, pero entre tanto apuro, no supe nada al respecto hasta que, ya terminando la reunión en Anaco, alguien comentó lo que pasaba en Nueva York, eso sí, atribuyéndolo a un accidente. Sólo tomé conciencia de lo que pasaba viendo las pantallas del aeropuerto de Barcelona, mientras esperaba mi vuelo de vuelta a Caracas.

Ahora que lo pienso, si los terroristas hubiesen escogido, por casualidad, como quien no quiere la cosa, por un azar del destino, un avión de RUTACA para llevar a cabo sus planes, probablemente en estos días no estaríamos hablando de un evento que cambió la historia. O tal vez, quien sabe, si Cosa 1 y Cosa 2 no eran acaso agentes encubiertos de la CIA y los 8 malagradecidos que subimos esa mañana del 11 de septiembre a ese bimotor beige, seguimos adelante nuestras vidas sin hacerles justicia. Mi papá siempre me lo ha dicho, de malagradecidos está lleno el mundo.

martes, 30 de agosto de 2011

El Concierto de la Policía Secreta

El actor John Cleese  -uno de los Monthy Phyton, la misma banda de Brazil y Los Viajeros del Tiempo, entre tantas otras películas y obras de teatro- comenzó a organizar en Londres, allá por los años 70s, unas veladas humorísticas para recaudar fondos para Amnistía Internacional y la lucha a favor de los derechos humanos. A comienzos de los años ochenta, concretamente en octubre de 1981, uno de esos eventos tuvo otro perfil, fue un concierto en el Royal Theatre con la participación de Sting, Phill Collins, Eric Clapton, Jeff Beck, Bob Geldorf, Donovan, entre otros músicos.

John Cleese había bautizado sus eventos como "the secret policeman ball" y a ese concierto profondos de 1981 se le puso por nombre "the secret policemans concert" y del cual se sacaría en 1982 un disco bajo el sello Island Records, el mismo que había ayudado a popularizar la música jamaiquina en el Reino Unido; así como un video del concierto en formato VHS. A comienzos de los años 90s se reeditaría el disco del concierto en formato CD y más adelante el video en formato DVD, aunque, curiosamente, el cd no volvió a reeditarse posteriormente, convirtiéndolo en un objeto de interés en los mercados de discos usados.


La versión inglesa del disco tenía la carátula entre azul y morado y el título en letras blancas; la versión norteamericana tenía la carátula con la misma diagramación (salvo la foto de Geldorf) pero con fondo en negro y las letras en dorado. En Venezuela se reprodujo en 1982-1983 la versión inglesa, editada en estas tierras por Sonorodven-Ariola, que todavía conservo. Recuerdo haber comprado mi copia, por 38 bolívares de los de antes (0,038 Bsf, para los que sacan cuentas) de lo que da fe la etiqueta del precio que aún tiene pegada en el envoltorio de papel celofan, en Allums-Maracaibo Import, esa discotienda que aún sobrevive en medio de la masiva desaparición de tiendas de discos en Caracas y que para aquel entonces, comienzos de los años 80s, mostraba orgullosa equipos Nakamichi, discos de música clásica y rock en sus vitrinas de la entrada sur del Centro Plaza, en Los Palos Grandes, ahí, a la vuelta de la esquina del Santiago de León de Caracas.



Como no me gustaba pedir dinero en casa, comprarme un disco como ese, por 38 bolívares de entonces, implicaba irme caminando desde el colegio a mi casa durante dos semanas (para ahorarme el dinero que me daban para el transporte) y evitarme algún almuerzo o algunos desayunos. Pero recuerdo, a cambio de ese pequeño sacrificio, haberlo escuchado hasta el cansancio en el viejo pickup Motorola o en equipo de sonido que mis padres tenían en la biblioteca de la casa de Los Chorros. 



El disco tiene versiones acústicas de gran calidad, como las de Sting de sus éxitos con The Police, Roxanne y Message in a Bottle, que eran entonces parte muy importante de la banda sonora de mi vida,  y la de Phill Collins de dos canciones de su primer disco como solista. Al final del disco, en otra canción cantada por Sting - en este caso una compuesta por Bob Dylan, Shall Be Released- el resto de la banda de "la policía secreta" hace los coros.



Si tuviese que montar la banda sonora de esos años finales de la escuela, antes de entrar a la universidad, seguro las canciones de este disco ocuparían un espacio muy importante. Más importante que la gaveta donde guardo el disco, que sigue esperando que me compre un tocadiscos con salida USB para volver a escucharlo, como tengo tantos años que no lo hago. 


viernes, 19 de agosto de 2011

Agosto

Estamos a la mitad del mes de agosto.

Agosto suele ser asociado, por aquello de las vacaciones escolares, como una mes para el disfrute, para el ocio. Agosto y vacaciones son sinónimo, al menos por estos confines del mundo. Tal vez tenga que ver con las tradiciones que nos vienen de España, en donde agosto y verano son la misma cosa, incluso con una intensidad mayor que la nuestra, con un entender verano y vacaciones como la misma cosa, muy a pesar de los rodriguez. Aquí los agostos son las vacaciones escolares y, por extensión, muchos padres se suman a ellas, al menos durante una parte de ese período; pero en España esto del verano tiene una connotación casi religiosa, y digo esto sin ninguna consideración a la visita papal que ha generado no pocas polémicas por estas fechas en la madre patria.

En mi caso particular, agosto no suele ser un mes de vacaciones. Mis hijos tienen vacaciones y tratamos de organizar algunas cosas, alguna vez nos hemos tomado una semana para ir a la playa, pero normalmente las vacaciones familiares ocurren en otra época del año, principalmente en diciembre o enero. Pero no siempre fue así.

Cuando era niño, es decir, en edad escolar, por supuesto que tenía vacaciones desde julio hasta septiembre, pero a esa circuntancia inherente al calendario escolar venezolano debo sumar la particular circunstancia de que por ser mis padres -ambos dos- educadores, sus periodos vacacionales y los de mi escuela eran practicamente iguales, es decir, en casa saliamos todos de vacaciones más o menos en las mismas fechas y por más o menos el mismo período.

Las vacaciones de mi infancia tenían un factor común: la isla de margarita. Por eso para mi el mes de agosto hace siempre referencia a ese lugar de la geografía venezolana.

Apenas terminaban las clases y los exámenes salíamos todos de casa hacia Margarita. Los preparativos comenzaban dias antes de la partida, con una acumulación de cosas de todo tipo y naturaleza, que incluia cosas para consumir en Margarita (porque allá eran más caras o no se conseguían facilmente), cosas para la casa de vacaciones en Margarita, encargos para llevar a familiares o amigos en Margarita y cosas que iban a Margarita porque no sabiamos que hacer con ellas en la casa de Caracas y alguien decidia que era mejor guardarlas por allá, en donde el espacio no era un problema, antes de botarlas o regalarlas.

Los carros de mi padre siempre fueron carros americanos muy grandes, pero siempre el espacio parecia insufiente para tanta maleta, tanto bolso de mano, tanta caja de cartón, tanto trasto de todo tipo. En algunos años nos acompañaban tambien los perros de la casa, por lo que el Chevrolet Caprice Classic de mi padre solia partir de nuestra casa en Los Chorros rumbo a la carretera de oriente con el matetero meticulosamente lleno y el espacio de los pasajeros compartido por los 4 miembros de la familia, sus perros, bolsos, almohadas, comida para el camino y un montón de otras cosas que iban llenando el espacio siempre insuficiente.

El camino incluia dos grandes etapas, la carretera y el ferry. La carretera que en aquella época solía hacerse entre 5 y 6 horas entre Caracas y Puerto La Cruz; y el ferry que podía tomar 4 o 5 horas más el tiempo de espera en el muelle, que solían ser horas. Era el viaje de todo un día.

La carretera entre Caracas y Puerto la Cruz nos mostraba diferentes paisajes: al principio no existía la autopista hacia Guarenas y el trayecto, nada más salir de Caracas, se hacía por una vieja carretera, siempre congestinada, de la que recuerdo siempre la imagen a la entrada de la urbanización Miranda, ahora integrada dentro de la ciudad. El tramo que lleva hasta Barlovento, hasta la zona de la población de El Guapo, solía tener un tránsito más fluido y su paisaje siempre verde estaba acompañado de ventas de comidas preparadas y frutas a la orilla del camino y paraderos un poco más formales, normalmente asociados a las estaciones de gasolina, en las que se mezclaba la venta de cavas de anime, flotadores, papel sanitario con arepas de mal aspecto, cervezas, rockolas y máquinas de pinball. Para los que ibamos en el carro era la zona para parar a comprar cachapas de maiz o frutas. El segundo tramo en la carretera, más hacia el oriente, ya apuntando hacia Anzoátegui, eran tierras más secas, más ocres, más calurosas y que nos llevaban hasta la entrada de Barcelona, a veces con la angustia de llegar a tiempo al terminal de ferrys, de acuerdo a los horarios de los tickets guardados en la guantera de Caprice.

El tramo final de viaje eran siempre los ferrys que olian a gasoil y a mar, y en los que la brisa barria sus cubiertas, que era el lugar a donde solíamos irnos mi hermano y yo durante casi todo el trayecto, mientras nuestros padres solían dormirse adentro, al cobijo del aire acondicionado.

La estancia en Margarita, a veces por un mes, a veces por mes y medio, eran tiempos tranquilos, sosegados, de playas poco concurridas y paseos en bicicleta, de compras a precios irrepetibles y de visitas familiares, en una isla que tiene poco que ver con lo que es Margarita hoy en día. Era una isla de pueblos que recien despertaban a la zona franca, a los comercios libres de impuestos de cosas importadas, a las mareas de turistas venidos desde Caracas.

La vuelta a Caracas de toda la familia, calcinada luego de tantos días de exposición solar indiscriminada, suponía un proceso de rellenado del carro bastante similar al del viaje previo: los objetos que se quedaban en Margarita eran sustituidos por las compras de la zona franca y luego del puerto libre y, de nuevo, el espacio en el Caprice Classic solía ser insuficiente y requería de largas horas de meter y sacar cosas, hasta encontrar el acomodo a tanto trasto.

Eran los tiempos de las vajillas de melamina a 100 Bs. (de los de antes, no de estos que presumen de una fortaleza que nunca han tenido); de los televisores chinos en blanco y negro de 13 pulgadas; de los radio grabadores de cassete Sanyo o Sony; de las sábanas de pavoreal, de la mantequilla Brum, de las cajas de fósforos de madera; de las botellas de vino lambrusco a 2 bs; de los maletines Sansonite de plástico duro y aluminio; de las botellas de whiskey escoces a 10 bs; de las toallas Cannon; de los zapatos Kickers hechos en Francia; de los chocolates americanos, suizos e ingleses que llegaban a caracas totalmente derretidos; de los pantalones wrangler de pana; de los jabones de lechuga hechos en Inglaterra; del queso Frygo de panela envuelto en una caja de cartón; de las botellas de Duque de Alba metidas en su cajita; de los sartenes de teflón de Bencamar; de los zapatos Converse all star de 90 bs; de la camisas Lightning Bolt; de las barajas de Heraclio Fournier, los cartuchos para jugar en el Atari, de tantas otras cosas de las que solía llenarse el carro junto con latas de suspiros que nos hacía mi abuela, de frascos de delicada de guayaba, de paquetes de huevas de lisa salada, de ruedas de sierra congelada. Realmente, viéndolo así en la distancia, tiene su mérito acomodar todo ese universo en un carro y traerlo de vuelta por la carretera de oriente, a veces haciendo colas por horas, hasta llegar siempre en la noche a la casa de Los Chorros, siempre con ropa y zapatos nuevos, siempre con ganas de ver de nuevo a los amigos.

Estamos a la mitad del mes de agosto, hace años que tomo vacaciones -aunque este último año no las tomé- a finales de año. Hace años que suelo salir a buscar el frío a otros lares, pero durante muchos años, agosto era un mes de vacaciones escolares, un mes que era sinónimo de carretera, ferry, pueblo y playa.














jueves, 4 de agosto de 2011

MEX



En este link pueden ver todas las páginas del libro. Espero les guste.
Si tocan el botón de abajo a la derecha pueden ver en grande cada una de las páginas.

miércoles, 3 de agosto de 2011

MEX fotografías de México

By gonzalo tovar ordaz

Como parte de las fiestas patronales del blog, en su mes aniversario, les invito a ver algunas de mis fotografías de México, reunidas en este libro. Espero les gusten.

lunes, 1 de agosto de 2011

Aniversario - El viajero que huye

Llegó agosto y con la llegada de este mes está por cumplirse un año -la próxima semana, si mis cuentas no están erradas- de la apertura de este blog. Y no es que ello sea importante ni trascendente para alguien más que mi persona, que no lo es, pero en lo personal debo agradecer los comentarios recibidos, las más de 9.000 visitas de más de 20 países -un número insólito para un personaje intrínsecamente antisocial como el que escribe estas líneas-los gestos, las recomendaciones, los saludos. Y debo agradecer especialmente que esta ventana permanezca abierta y quiero pensar que lo ocurrido en estos últimos doce meses pueda mantenerse en el tiempo.

Muchas gracias a todos los que han visitado estas páginas.

A modo de inicio de este mes aniversario del blog, aquí les dejo este cuento, El Viajero que Huye, que a diferencia de los que he publicado aquí anteriormente, es de data reciente, es de este mismo año.



El viajero que huye
Gonzalo Tovar Ordaz (2011)

1
-¿Dónde nos perdimos?- dijo en voz baja, como hablando hacia adentro, mientras apoyaba la frente en el volante de plástico azul desteñido de la Ford Windstar.
-Debimos haber cruzado antes, en la salida que pasamos, atrás, allá donde te dije- se escuchó desde el asiento de al lado.
-Sí, ¿por qué no nos salimos antes, cuando te dijimos?-  dijo mi hermana, desde el asiento de atrás, desde el otro extremo del asiento de atrás.
Volteé la cabeza hacia los dos lados. Voltee primero a verlas, a las dos, y miré luego hacia el otro lado, hacia la autopista, tratando de ver la salida que nos habíamos pasado.
-¿Dónde nos perdimos?- dijo de nuevo, aunque sólo parecía hablar para si mismo, como si estuviese solo en la camioneta. Seguía sin moverse, con la cabeza apoyada en el volante y la mirada fija en el tablero de la camioneta.
- Dijiste que sabías cómo llegar – dijo mamá, en tono de reproche, desde el asiento del acompañante, mientras se llevaba las manos a la cabeza y se pasaba los dedos por entre los cabellos, a la vez que volteaba hacia la ventana, tratando de ver algo en la distancia o, quizás,  tratando de no ver lo que pasaba en la camioneta.
De repente, mientras ellas miraban para otro lado, papá comenzó a balancear la cabeza, a darse, de manera rítmica, pequeños golpecitos en la frente con el extremo superior del volante, sin responder a los comentarios que chocaban contra las ventanas cerradas de la Ford. El seguía hablando, como si estuviera solo en la camioneta.
- Deja de hacer eso, coño, ¿estás loco o qué? Arranca de una vez, vámonos para la casa.– dijo mamá, haciendo gestos con los brazos.
Estábamos estacionados, con el motor y las luces intermitentes encendidas, en una orilla de la New Jersey Turnpike, en dirección al norte. La Ford Windstar saltaba cada vez que pasaba a nuestro lado, por la autopista, un camión a toda velocidad. No se decir exactamente donde estábamos, no conozco tan bien esa zona, pero debíamos estar muy cerca del aeropuerto de Newark, porque los aviones volaban a muy baja altura, casi haciendo tanto ruido como los camiones que pasaban a toda velocidad, a apenas centímetros de donde estaba parada la camioneta.
-¿Dónde nos perdimos?- dijo de nuevo papá, con la mirada fija en sus muslos y la frente apoyada en el volante.
En ese momento me arrimé hacia el centro del asiento de atrás para poder verlo bien, para tratar de escucharlo mejor. La radio estaba prendida, sonaba un cd de tangos, ese que le gustaba a papá y a mamá le molestaba. Ese disco es pavoso, quita esa vaina, decía ella siempre que a papá le daba por poner ese disco.  Seguían diciéndose otras cosas, se hacían gestos, pero era difícil escucharlos entre tanto ruido. Yo me quedé sentado en medio del asiento de atrás, tratando de escuchar el disco, viendo los camiones pasar.
Afuera comenzó a nevar de nuevo y los vidrios se empañaron rápidamente. Se escuchaban los camiones y los aviones, pero no se veía nada a través de los vidrios, sólo una masa blanca, sólo las luces de los camiones pasando a toda velocidad.

2
Como el automercado tenía un horario rotativo para los empleados, no podían sentarse a comer todos al mismo tiempo; pero siempre había un momento en el cual se encontraban los que estaban terminando su comida con aquellos que llegaban, vianda en mano, al espacio en medio del depósito que todos llamaban “el comedor” –así, en español-, un espacio no muy grande,  iluminado desde el techo por una lámpara cuadrada, de esas de tubos blancos. Era un espacio rodeado de estantes, montañas de cajas con mercancía y neveras. No había ventanas hacia la calle. El depósito era una caja alta de cemento, de color beige, adosada al supermercado, que era otra caja, más baja, con paredes de vidrio que dejaban ver la mercancía desde la calle.
El comedor era el sitio en el cual solían tomar su almuerzo los empleados del Key Food de Windsor Terrace, en Brooklyn. Como estaba pensado para atender a los empleados por turnos, no había mesas y asientos para todos, sólo un mesón largo y cuatro sillas de metal y plástico, así que cuando la concurrencia superaba los puestos disponibles, algunos improvisaban sus asientos y mesas con cajas de mercancía, que colocaban cerca de la mesa principal para así poder participar de la tertulia. También estaban los que se sentaban en el piso, con el almuerzo apoyado en las rodillas y la espalda recostada en las pilas de cajas o en alguna nevera. Usualmente, los más nuevos dejaban las sillas a los que tenían más tiempo trabajando en el negocio o a los de mayor edad o a las mujeres, aunque nunca faltaba un joven o un recién llegado que se saltara las normas no escritas; pero esos solían durar poco tiempo trabajando en el negocio, rápidamente se cansaban y renunciaban, o eran despedidos, en respuesta a alguna altanería con los jefes.
-Pásele, siéntese aquí nomas, aquí está su butaca– dijo uno de los que estaba sentado en el extremo de la mesa, en medio de las risas de los que ya estaban tomándose su sopa directamente del tupperware, mientras, otro de los presentes arrastraba una caja de botellas plásticas de refrescos de dos litros y se la señalaba con el puño abierto, las palmas hacia arriba, a modo de oferta.
-¿Trajo su túper, compadre? Si quiere calentar la sopa, ahí en el pasillo está el micro – dijo el mismo que habló antes, ahora con menos ruido y con menos gestos.
Muchos se conocían de afuera del negocio, de antes, y eso se notaba, para bien o para mal, en la hora de la comida. Eran vecinos o compañeros de fiesta, o amigos de los amigos, o familia. También los había que eran pareja. Belkis, la de las frutas, vivía con José Alberto, que acomodaba mercancía en los estantes y limpiaba los pasillos en las noches, antes de cerrar. Luisito, que cargaba cosas en el depósito y ayudaba a vaciar los camiones, era el hijo de Hilaria, que trabajaba pegando las etiquetas a los productos que se empacaban en el negocio y también limpiaba de vez en cuando los pasillos. Norkys era la novia de Adalberto, el de la letra bonita, al que los jefes habían puesto a escribir los anuncios de las ofertas que se pegaban en los vidrios de la entrada del súper. Unos traían a los otros cada vez que aparecía una vacante. Traían a sus familiares, vecinos o a sus amigos. Prácticamente todos vivían en Sunset Park, a unas veinte cuadras al sur del automercado. Ahí nomás, de aquí para allá, pasandito el cementerio Greenwood. Por eso, porque siempre había un vecino echando en falta la chamba, compadre, porque siempre había un recién llegado al vecindario, rara vez hacía falta poner algún aviso solicitando personal, anunciando alguna vacante en el automercado.
-Compadre ¿y de donde es usted?- dijo, viendo su sopa, el mismo que habló antes, el que presidía la mesa.- porque no lo he visto antes por el barrio. ¿Parece gringo, verdad? Así todo güerito el cuate - dijo, dirigiéndose a los otros, mientras soltaba otra carcajada.
La respuesta, que siguió al qué tal, mucho gusto, me llamo Gustavo,  generó murmullos y cruce de miradas. No habían visto antes a ningún venezolano por estos lares.  Sunset Park recibió hace décadas a los mexicanos y, luego, en los tiempos de las guerrillas y los paramilitares, a los centroamericanos. En algún momento se sumaron los colombianos. Luego vinieron dominicanos y haitianos. Y más recientemente los ecuatorianos y algunos africanos y chinos. Pero los venezolanos no eran comunes por el barrio del sur de Brooklyn en el que el banco era el Banco de América, a los restaurantes se les llamaba fonda, al bar bar, al pan pan, el Sears Express era “el siars”, y al Payless Shoes simplemente se le llamaba “el peiles”.
Pronto descubrió que había dos categorías entre los trabajadores del Key Food: los solteros y los que eran el sostén de su familia. Estos últimos tenían un trato especial por parte de sus compañeros de trabajo, de alguna forma se les protegía, siempre y cuando sus faltas o necesidad de cambiar turnos tuviese una justificación familiar. Por eso la segunda pregunta, que no esperó a que terminara de abrir el sándwich de atún que traía envuelto en una bolsa de papel marrón, fue directo al grano: ¿dónde vivía el güey y con quién?.

3
Con el paso de los días se fueron agarrando confianza, comenzaron a hacerse bromas en los pasillos, a llamarse por nombre propio o por el apodo de turno, a darse manotazos en la espalda al pasarse la guardia unos a otros. Pronto, en pocos días, los jefes descubrieron que el nuevo sabía usar la computadora y lo pusieron, primero, en la caja, a pasar las cosas por la máquina y a cobrarle a los clientes, y luego, a cuadrar las cuentas de las cajas al final de la tarde y también a hacer tareas en la máquina de la oficina, eso si, por la misma paga. Y eso que cuando fue a la entrevista con Jay, el administrador, no le dijo todo lo que sabía hacer, sólo le dijo que era una persona decente, que necesitaba el trabajo, que estaba sano, que no le daría problemas, que tenía una familia que mantener, que tenía sus papeles en regla y que estaba dispuesto a entrarle a lo que saliera. Por eso, sin rechistar, cargaba cajas, movía el montacargas -que aprendió a usar el segundo día que fue al supermercado- trapeaba los pasillos, pasaba recogiendo las cosas que se caían de los estantes e, incluso, se ocupaba con gusto de una tarea que los mayores solían dejar sólo a los muchachos, a los más jóvenes del personal: recogía los carritos vacíos,  tirados por todo el estacionamiento y los juntaba, uno dentro del otro, frente a la puerta del automercado, cada mañana y cada tarde, come rain or come shine.
Pero a los compañeros sí les dijo quien era desde el primer día.
- ¿Y eso que se le dió por venirse para el norte, compadre?- le preguntaron, ya entrados en el postre, unas galletas a las que se les había dañado el empaque, que estaban acompañando con un agua negra que sacaban de un termo plateado, a la que llamaban injustamente café. ¿Está muy jodida la cosa en su tierra? Siempre habíamos creído que los venezolanos eran ricos, que tenían harto petróleo, compa.
- Eso era antes de que Chávez los jodiera – dijo el Jairo, el moreno que estaba todo el día cargando cajas y abriendo empaques atrás, en el depósito, siempre con un discman en el bolsillo de la bata blanca y unos audífonos grandes, de colores, que le tapaban las orejas.
Les dijo primero que era una historia larga, que se acomodaran bien, que a lo mejor no daba tiempo ese día de contársela toda, que si no, se la terminaba luego. Rápidamente se dieron cuenta que era bueno para eso de echar cuentos, que cuando comenzaba, lo hacía lentamente, pero al poco tiempo iba tomando fuerza, agarrando velocidad y después el asunto era pararlo, buscar donde cortar la historia para seguir trabajando, que luego Jay les agarraba idea, les ponía el ojo, los lanzaba a la calle por quedarse echadotes oyendo historias después de la hora de la comida. Les dijo que cuando comenzó el problema él trabajaba en una empresa del gobierno, en El Tigre, que es una ciudad del oriente en donde hacía mucho calor, tanto como para derretir las calles, tanto como para que a los perros se les pegaran las patas en el asfalto, y que la gente vivía allí, en El Tigre, en medio de tanto calor, porque había mucho petróleo, porque había mucha plata. Les contó que habían hecho una huelga en la empresa, una huelga arrecha, por todo el país, porque las cosas no estaban bien, porque eso no lo aguantaba nadie, porque no podían dejar que les faltaran el respeto y, también, porque pensaban que así, parando la producción, saldrían de eso en un dos por tres. El no era uno de los jefes, de los líderes de la revuelta, pero cuando comenzó el asunto ahí mismito se sumó al asunto y se puso a la orden con la camioneta de la compañía. Y después de cómo cien días y cien noches de huelga, sí, en las noches también, porque tenían que ir a cuidar las oficinas para que los de la Guardia Nacional o los del gobierno no viniesen a tomarlas, y después de muchas asambleas y muchos rollos, la gente comenzó a cansarse, o a preocuparse porque no estaban cobrando el sueldo y ya no había como comprar la comida para llevar a la casa, y todo se fue cayendo, la gente comenzó a dudar, a dejar de ir a las reuniones, y el gobierno tomó de nuevo la empresa y los echó a toditos, a los que habían participado en la huelga y también a otros que no, así, a la calle, así mismo, sin pagarles nada, que las prestaciones sociales son inalienables en Venezuela, compadre, pero igual no nos las dieron, y lo de la caja de ahorro, que eso no era de la compañía, compa, que era de nosotros, que era la plata que habíamos ahorrado de nuestro sueldo durante años. Pero todo, todito, igual se lo quedaron. Y luego nadie nos echó una mano, que nosotros nos habíamos ido solitos a la huelga y ahora teníamos que asumir nosotros solos nuestras consecuencias.
- Pinches cabrones- dijo uno que estaba sentado en un rincón, al lado de la nevera - todititos son iguales, cuando quieren subirse a buey dicen que van a proteger al pobre, pero en lo que están arriba son capaces de chingarse a su madre. Todos los políticos son iguales, una mierda- dijo.
Casi todos asintieron, en medio de una nube de murmullos, aunque un par bajaron la cabeza para que los otros no viesen su expresión.
- ¿Y fue por eso que se trajo a su familia para el norte?- dijo el que había hablado antes, el del extremo de la mesa, uno que parecía el supervisor de los otros- ¿fue por eso que se vino para acá, compa?
Que no, que eso fue sólo el comienzo. Que al mes vinieron a sacarlo de la casa donde vivía con la mujer y los hijos, que claro que no era de él, que la casa era de la empresa, pero lo sacaron a la mala, en la madrugada, poniéndole los muebles en la calle e incluso lo golpearon en el brazo y lo empujaron hasta caerse en el jardín de enfrente, cuando discutió con el guardia que dirigía el desalojo. Que gritó que no les podían hacer eso, que había una ley del menor y del adolescente, pero igual los sacaron, ahí, delante de los vecinos.  Que como no tenía plata para una mudanza, sólo se pudo llevar lo que le cabía en el carro, que algunos vecinos se ofrecieron a guardarles las cosas que no se podía llevar, pero a ellos también les sacaron las cosas de las casas del Campo Norte en esos mismos días, y a los que no les sacaron las cosas no los volvió a ver y si los vió de nuevo no volvió a preguntarle por sus cosas, que igual no tenía donde ponerlas, porque la mujer que tenía alquilado el apartamento de Puerto La Cruz, el de al lado de la redoma de Molorca, junto a la Universidad de Oriente, ese que estaban pagando con su sueldo y su plan de vivienda de la compañía, porque en Campo Norte no pagaban nada por la casa de la compañía, pero esa no era de uno y siempre hay que tener algo de uno, total, que la mujercita no quería salirse del apartamento y cuando supo que él era uno de los botados de la compañía, con mas ganas se puso a decir que ella no se podía salir de ahí, que ella tenia un contrato de alquiler y que ahí vivía con sus hijos, que estaba la ley del menor y del adolescente, que a ella no la podía sacar así como así y menos un escuálido apátrida de esos que no querían a su país, de esos que se habían ido a la huelga para tumbar el gobierno. Entonces se fueron a vivir a donde unos amigos, pero, claro, después de unos días a nadie le gusta escuchar el llanto de los hijos de otro ni ver siempre la sala llena de gente, ni la ropa ajena colgada en el patio, y comenzaron a vernos mal y el amigo me dijo un día, mientras me invitaba una fría, una cervecita polar, que así se llama la cerveza por allá, que qué plan tenía, que mejor fuésemos buscando otro sitio a donde irnos, que el podía ayudarnos en lo que pudiese, pero que su mujer ya no nos aguantaba más, que a el le daba pena, que sabía por lo que estábamos pasando, pero que cuando llegaba a la casa su mujer comenzaba con la misma historia todas la noches y ahora le había dicho que si no nos íbamos nosotros, se iba ella.
Además, a los botados de la compañía nos pusieron en una lista y nadie nos ofrecía trabajo, y si lo hacían, nos pagaban menos, que en un trabajo que conseguí sólo por seis meses, me dijeron que me pagarían en efectivo y que no podía decirle a nadie que estaba trabajando con ellos, y también supe que a los otros, a los que trabajaban fijos, les pagaban casi el doble y tenían cestatickets y liquidación y a mi y a otro que estaba igual que yo no nos habían ofrecido nada de eso, pero bueno, no hay que ser malagradecido, que con eso que me pagaban hacíamos mercado y nos mudamos todos juntos a un apartamento con dos cuartos, que la casa de El Tigre era mucho más grande y que incluso el apartamento de Molorca tenía tres cuartos y un balcón y estaba más bonito que este que conseguimos alquilado, barato, pero por lo menos ahí no teníamos que pelear con nadie, sino a veces con los vecinos que hacían mucho ruido, y con las cucarachas, claro.
- ¿ Y ahí fue que se vino, compañero?- Dijo uno que no había hablado antes, mientras los otros miraban fijamente al narrador.
Bueno, luego seguimos así, sin mucho trabajo, con poca plata, hasta que nos ofrecieron un trabajo. Un trabajo bueno. Un gringo que había trabajado con nosotros en la compañía, uno que trabajaba para una contratista gringa, pero tenía muchos años trabajando en Venezuela, me dijo que como iba a retirarse de la empresa, con los reales que tenía para su retiro, que en realidad no pensaba jubilarse, que el día que se jubile se muere, que lo único que ha hecho es trabajar en su vida, desde que a los 16 se fue de New Jersey  a Texas a trabajar en las compañías petroleras, que iba a montar su propia compañía de consultoría, que lo ayudáramos a montarla, que él necesitaba unos ingenieros bien trabajadores como nosotros, que éramos tres, todos botados y todos nos conocíamos de antes, de cuando estudiábamos en la Bolívar, y después trabajábamos juntos en El Tigre, y él nos contrataba y nos ayudaba a sacar los papeles. Y me dio un contrato y me ayudó a sacar los papeles y lo conversamos muchas veces en la casa y al final vendimos el carro, que era lo único que nos quedaba de cuando estábamos en El Tigre y con eso compramos los pasajes y nos vinimos, porque esto aquí igual ya lo conocíamos, que tenemos familia aquí, en Brooklyn, y habíamos venido a verlos hace tiempo, cuando todavía trabajaba en la compañía, cuando todavía vivíamos en El Tigre.
-Mire licenciado- dijo uno, mientras los otros se miraban las caras entre si, probablemente haciéndose la misma pregunta – ¿Y qué hace aquí, cargando cajas en el súper, si usted es profesionista? ¿Por qué no está trabajando en la compañía del gringo? Seguro que ahí, en la oficina del gringo, le pagan más que en esta pinche tienda, si hasta en el C-Town de la calle 9 pagan mejor que aquí.

4
Cuando llegamos al Kennedy, ya papá tenía quince días en Brooklyn. El fue a buscarnos con los primos de mi mamá que viven por Parque López, perdón doctora, por Park Slope, es que mi hermana y yo siempre le decimos así, Parque López,  por echar bromas, y nos trajeron del aeropuerto para su casa, la de los primos de mamá. Ahí nos quedamos unos días: dormíamos en la sala, mi papá con mi mamá en un colchón inflable que recogíamos todas las mañanas, mi hermana en otro colchón, más pequeño, que también desinflábamos antes del desayuno, y yo en el sofá. Pero ahí estuvimos sólo unos días, porque al siguiente fin de semana ya nos habíamos mudado al apartamento de la casa de la señora Higgins.
El día que llegamos a Park Slope, apenas dejamos las maletas en la casa de los primos de mi mamá, papá nos llevó a comer por la Séptima Avenida, aquí mismo en Brooklyn, a un restaurant de comida peruana, no me acuerdo como se llama, uno que está junto al hospital, sí, ese mismo, uno peruano, aunque a mi el pollo asado me supo igual que el que vendían en la Intercomunal de El Tigre y en El Tigre nunca nos dijeron que el pollo asado era peruano. Al salir estuvimos caminando un rato, bajando la comida, viendo las casas, bien bonitas, hasta que llegamos al parque. Estábamos cansados del viaje, pero todo estaba bien bonito. Yo de lo que estaba pendiente era de los carros, había muchos modelos nuevos que no había visto en Puerto La Cruz, muchos que sólo había visto en las revistas de carros. Mamá y mi hermana sólo hablaban de las casas, de lo bueno que sería poder vivir en una casa así, como las casas que quedan cerca del parque, de Prospect Park, de lo bien que vive la gente con dinero, que cuánto costaría una casa de esas. Después de comernos unos helados que estaban buenísimos vimos el cine que está junto al parque, queríamos ir al cine, en el cine que vimos, el que está  junto a  la redoma,  ahí estaban dando la nueva de Harry Potter, que todavía no había llegado a Puerto La Cruz, pero papá nos dijo que nos tenía una sorpresa, que lo siguiéramos, que estaba cerca, a pocas cuadras de allí, que fuéramos antes de que se hiciese de noche, que otro día nos traía para el cine, pero a otro cine, a este mejor no, que ahí las películas eran sólo en inglés y no les ponían ni subtítulos.
Eran como las seis de la tarde, había bajado un poco el calor, pero todavía había mucha luz, y la gente – había bastante gente en la calle, menos que en la calle Libertad de Puerto La Cruz, pero bastante gente- caminaba solo por la acera de la derecha, a donde los edificios hacían sombra sobre la acera. Frente a la redoma, cerca del cine, estaban unas muchachas en pantalón corto sentadas en las mesas de afuera de un restaurant, Papá y yo nos quedamos viéndolas y nos reímos juntos, porque estábamos pensando lo mismo. En la acera de enfrente estaba un bar y desde la calle, a través de una vitrina que ocupaba casi toda la fachada, se veían cuatro o cinco personas gesticulando mientras alzaban las botellas de cerveza y brindaban. En las siguientes tres cuadras vimos a unos chinos que acomodaban frutas en la parte de afuera de un abasto, una peluquería, dos pizzerías, un restaurant chino, pequeño, no como los de Venezuela,  este sólo tenía una mesa y un mostrador y nada de dragones ni esas cosas, y también vimos una iglesia y una barbería y dos oficinas donde alquilaban casas. Lo supe porque tenían toda la vitrina llena de fotos de casas, con números de teléfono y precios. Pasaron varias señoras con un cochecito de bebé y mientras caminábamos por ahí nos pasó a un lado un autobús blanco, que se paró en la esquina, a subir y bajar pasajeros. Todo el mundo iba en sandalias, de esas de goma, y bermudas y pantalones cortos.
Seguimos caminando unos minutos más, cinco o diez como máximo, y comenzamos a andar por unas calles en donde ya no había negocios, ni gente, ni nada, sólo casas. Casas y más casas. Todas iguales, con el jardín enfrente o con una escalerita, directo sobre la acera. Y de repente, como quien no quiere la cosa, papá se separó de la acera por donde íbamos caminando y se acercó a la puerta de una casa, en una calle con muchos árboles, se metió la mano en el bolsillo, sacó una llave con una cinta roja y la sacudió para que la viéramos, mientras nos pedía que entráramos. Se quedó parado junto a la puerta y nosotros parados en la acera, viéndolo sin entender. Todos lo mirábamos a unos diez metros de distancia, como si se hubiese vuelto loco, le decíamos que siguiéramos, que nos devolviéramos para la casa de los primos, que estábamos cansados del viaje, que ya se iba a hacer de noche, dijo mamá. Entonces abrió la puerta con la llave que sacó del bolsillo y nos hizo una especie de reverencia. Era la casa de la señora Higgins.
Papá se había puesto a buscar casa desde que llegó a Nueva York, pero como no tenía plata para el alquiler, no se quería gastar lo que había traído, y aun no cobraba su primer sueldo, le pidió un adelanto al gringo de la compañía para pagar el mes de depósito y se lo dieron junto con el pago de su primera quincena de trabajo. El fin de semana anterior a nuestra llegada estuvo viendo varias casas y varios apartamentos y se paraba a ver en todas las vitrinas de las inmobiliarias a ver que conseguía. Comenzó viendo sólo en donde estaba durmiendo, por donde los primos de mamá, en Park Slope, pero pronto vió que era más barato por Windsor Terrace y era ahí mismo, al lado, a pocas cuadras, estaba más lejos del metro, pero también era bonito. Entonces fue a ver un apartamento que alquilaban cerca del parque, en una calle en pendiente desde donde se veía el lago del parque, bueno, en realidad no era un apartamento, era como un anexo, era el segundo piso de una casa, la casa de la Señora Higgins.

4.1
El día que salieron para la casa nueva no se querían ir. Pero cómo se iban a querer ir si la casa nueva era más pequeña, mucho más pequeña, sólo tenía dos cuartos, no tres como la de la señora. Y tenía un solo baño y la sala y el cuarto de nosotros eran casi la misma cosa. Pero les tocaba irse, no había más remedio. Eso decía papá, mientras le daba las gracias a la señora, que muy agradecido señora, que seguro nos seguimos viendo, que los muchachos van a venir a verla, si nos vamos a mudar aquí mismo, al lado, muy cerca, del otro lado del cementerio de Greenwood, si a lo mejor seguimos agarrando el metro por aquí mismo y hasta pasamos a visitarla de vez en cuando, que cuando necesite algo los muchachos seguro vienen a ayudarla, aquí le dejo el número de teléfono.
La renta del nuevo apartamento costaba bastante menos y como, después de la muerte del gringo, sus hijos no quisieron seguir con el negocio, que no, que no, que claro que había clientes, una empresa de New Jersey, pero los hijos del gringo no querían saber nada de eso, que para ellos siempre fue una locura que el viejo, en vez de irse a una casita en Tampa y retirarse tranquilo y dedicarse a pasear al perro en pantalones cortos y medias largas, se pusiese a gastar sus reales en montar una empresa de servicios petroleros, de análisis de no se que historias en unos modelos matemáticos que se hacían en las computadoras, a estas alturas, cuando lo que necesitaba era descanso. Así que los mandaron a todos, bueno en realidad no eran muchos, sólo tres, bueno, a todos para la casa, y papá, como pasaban los días y no salía nada y no había mucha plata, se puso a trabajar en el Key Food, ahí mismo, cerca de donde la señora Higgins, a donde íbamos a hacer mercado los sábados, aunque después que comenzó a trabajar ahí hacíamos el mercado en otro lado, más cerca del apartamento nuevo, del otro lado del cementerio.
En la casa nueva no cabían todas las cosas que habíamos comprado en IKEA para llenar el apartamento de la señora Higgins, así que le pedimos la camioneta prestada a Humberto, el del Key Food, sí, el que vive aquí a la vuelta de la esquina, sí, la azul, la Ford Windstar, y fuimos a llevarlas al depósito que el mismo Humberto le dijo a mi papá, que quedaba en New Jersey, cerca del puente que cruza desde Staten Island, que eran conocidos, que el depósito era de unos mexicanos, que él había trabajado ahí, que ahí se lo guardaban todo por poca lana, que si no le tocaba salir a regalar todas las cosas y a lo mejor luego luego le hacían falta.

4.2
No se si era porque la casa era muy pequeña, porque hacíamos ruido todo el tiempo, o porque no había forma en que todos estuviésemos adentro sin vernos la cara; pero a papá le dió por encerrarse en el baño. Decía que un momentico, que estaba leyendo el Village Voice, o que ya iba a salir, pero no salía, y a veces, si uno pegaba la oreja al hueco de la cerradura, lo escuchaba hablando, hablando solo, porque ahí no había nadie, no había más nadie sino él. Tal vez era porque le gustaba el baño. A mi me gustaba mucho el baño, sobretodo por el techo de vidrio que dejaba entrar la luz de la calle, por el techo de vidrio donde se veía correr el agua cuando llovía.
Primero pensamos que papá estaba mal del estómago, que el estrés pega primero por ahí,  pero cuando mamá comenzó a molestarse y llegó a abrirle la puerta con la llave de repuesto y a decirle que los muchachos tenían que bañarse, que ya era tarde, que por qué uno tenía que aguantarse las ganas de ir al baño, que qué le estaba pasando, que había un solo baño y no podía encerrarse ahí a leer el periódico, que si no sería que estaba fumando escondido o haciendo otra vaina, papá entonces no dijo nada, simplemente comenzó a llegar más tarde del Key Food, a llegar cuando ya habíamos comido, y decía que estaba haciendo horas extras, que el dinero no alcanzaba, que lo habían puesto a hacer el cierre en las computadoras y que no se podía ir hasta que no cerraran el súper, eso fue lo que dijo.
Pero yo lo vi el otro día desde la ventana de la casa. Estábamos en un cuarto piso, escaleras arriba, sin ascensor, el último piso del edificio, por eso era tan barato, y en la parte del apartamento donde dormíamos mi hermana y yo teníamos una ventaba que daba al cementerio. Como  a ella le daban miedo los muertos, que eso no era un parque, que eso era un cementerio, güillo, decía ella, señalando hacia Greenwood con los labios, pegamos mi colchón de la ventana y el de ella para el otro lado del cuarto. Y desde allí, desde mi colchón, de rodillas sobre las sábanas y con los codos en la ventana, lo vi, estoy seguro que era él.
Papá venía caminando desde el Key Food al final de la tarde y en vez de seguir por la calle derecho, bajando hacia la esquina de la casa, por esa calle larga que tiene de un lado la cerca del cementerio y del otro lado unos galpones y las puras paredes del edificio donde guardan los autobuses, en vez de seguir derechito por la calle, se metía en el parque, bueno, en el cementerio, se metía en Greenwood en vez de seguir para la casa. Al principio se devolvía hacia el norte, hacia la parte más alta del cerro, y se quedaba viendo el atardecer desde allí, donde está el monumento de los muertos que puso Brooklyn en la guerra civil, pero luego ya no volvió más para allá arriba, sino que venía y se sentaba frente a la casa, pero del lado adentro del parque, y ahí se quedaba sentado en la grama, rato, rato, un rato largo, se quedaba ahí solo, a veces viendo hacia la casa, a veces viendo hacia la calle, a veces se acostaba sobre la grama a ver el cielo, a ver los aviones pasar. A veces sin ver hacia ninguna parte.

5
Después de que el tipo nos dijera que el recibo estaba vencido, que no había nada que hacer, que allí lo decía, que solo respondían por las cosas hasta treinta días después del vencimiento del recibo, que nosotros ni habíamos llamado ni nada y ya teníamos dos meses sin pagar el depósito, nos quedamos parados un rato, sin decir nada.  Cuando habló fue para decir, vamos a buscar a tu mamá, vamos a decirle que se perdieron los muebles pero que nos pagaron el seguro, que nos vamos a IKEA a comprar otros nuevos, que vamos a comprar dos camas nuevecitas para ustedes.
Lo del seguro era puro invento, el tipo del depósito no dijo nada de eso, yo no lo escuché decir nada de eso, pero bueno, papá sabía lo que hacía. Yo no me iba a meter en eso. Llamamos por teléfono a la casa, para que se fueran arreglando, y volvimos a Brooklyn en un dos por tres, tarareando las canciones que ponían en la radio.
El regreso de Brooklyn hacia New Jersey fue otra cosa, había mucha cola y, además, en el camino comenzó a nevar.
Desde antes de salir de la casa ya estaban discutiendo, parece que a mamá no le gustó nunca lo del depósito y dijo que ella lo había dicho, que seguro ahí se perdían todas las cosas. Papá dijo que para vivir así era mejor irse y ella dijo que para dónde. Pero luego, en la camioneta de Humberto, no se dijeron más nada. Papa le puso el disco de tangos, le puso ese que dice volver y mamá se puso a ver a lo lejos, por la ventana, como la que no escuchaba nada. Siempre que peleaban, él le ponía ese disco, no se si porque a él le gustaba y ella no le dejaba ponerlo o era sólo para provocarla.
-¿Dónde nos perdimos?- dijo, con la mirada fija en sus muslos y la frente apoyada en el volante azul, desteñido.
Estábamos estacionados, con el motor y las luces intermitentes encendidas, en una orilla de la New Jersey Turnpike, en dirección al norte. La Ford Windstar de Humberto saltaba cada vez que pasaba un camión. Debíamos estar muy cerca del aeropuerto de Newark, porque los aviones volaban a muy baja altura sobre la autopista, compitiendo en ruido con los camiones que pasaban a toda velocidad, a apenas centímetros de donde estaba parada la camioneta.
Yo tuve que moverme hacia el centro del asiento de atrás para poder verlo bien, para poder escucharlo mejor. Se decían cosas. El seguía golpeándose la frente con el volante de la camioneta. También seguía sonando el disco.
Afuera comenzó a nevar de nuevo y los vidrios se empañaron rápidamente. Se escuchaban los camiones y los aviones, pero no se veía nada a través de los vidrios, solo una masa blanca, sólo las luces, luces blancas y también alguna amarilla o roja, de vez en cuando.
Entonces papá abrió la puerta y, sin decir palabra, salió de la camioneta y tiró la puerta con fuerza, sacudiendo parte de la nieve que se había acumulado en las ventanas y el techo. Froté el vidrió de mi ventana tratando de ver hacia dónde iba. Pegué la nariz a la ventana fría, mientras trataba de ver a donde estaba. Comenzó a caminar hacia el centro de la autopista. Esa fue la última vez que lo vi. Escuché las cornetas de los camiones. Escuché los carros frenando.
Mamá no nos dejó verlo.