martes, 30 de agosto de 2011

El Concierto de la Policía Secreta

El actor John Cleese  -uno de los Monthy Phyton, la misma banda de Brazil y Los Viajeros del Tiempo, entre tantas otras películas y obras de teatro- comenzó a organizar en Londres, allá por los años 70s, unas veladas humorísticas para recaudar fondos para Amnistía Internacional y la lucha a favor de los derechos humanos. A comienzos de los años ochenta, concretamente en octubre de 1981, uno de esos eventos tuvo otro perfil, fue un concierto en el Royal Theatre con la participación de Sting, Phill Collins, Eric Clapton, Jeff Beck, Bob Geldorf, Donovan, entre otros músicos.

John Cleese había bautizado sus eventos como "the secret policeman ball" y a ese concierto profondos de 1981 se le puso por nombre "the secret policemans concert" y del cual se sacaría en 1982 un disco bajo el sello Island Records, el mismo que había ayudado a popularizar la música jamaiquina en el Reino Unido; así como un video del concierto en formato VHS. A comienzos de los años 90s se reeditaría el disco del concierto en formato CD y más adelante el video en formato DVD, aunque, curiosamente, el cd no volvió a reeditarse posteriormente, convirtiéndolo en un objeto de interés en los mercados de discos usados.


La versión inglesa del disco tenía la carátula entre azul y morado y el título en letras blancas; la versión norteamericana tenía la carátula con la misma diagramación (salvo la foto de Geldorf) pero con fondo en negro y las letras en dorado. En Venezuela se reprodujo en 1982-1983 la versión inglesa, editada en estas tierras por Sonorodven-Ariola, que todavía conservo. Recuerdo haber comprado mi copia, por 38 bolívares de los de antes (0,038 Bsf, para los que sacan cuentas) de lo que da fe la etiqueta del precio que aún tiene pegada en el envoltorio de papel celofan, en Allums-Maracaibo Import, esa discotienda que aún sobrevive en medio de la masiva desaparición de tiendas de discos en Caracas y que para aquel entonces, comienzos de los años 80s, mostraba orgullosa equipos Nakamichi, discos de música clásica y rock en sus vitrinas de la entrada sur del Centro Plaza, en Los Palos Grandes, ahí, a la vuelta de la esquina del Santiago de León de Caracas.



Como no me gustaba pedir dinero en casa, comprarme un disco como ese, por 38 bolívares de entonces, implicaba irme caminando desde el colegio a mi casa durante dos semanas (para ahorarme el dinero que me daban para el transporte) y evitarme algún almuerzo o algunos desayunos. Pero recuerdo, a cambio de ese pequeño sacrificio, haberlo escuchado hasta el cansancio en el viejo pickup Motorola o en equipo de sonido que mis padres tenían en la biblioteca de la casa de Los Chorros. 



El disco tiene versiones acústicas de gran calidad, como las de Sting de sus éxitos con The Police, Roxanne y Message in a Bottle, que eran entonces parte muy importante de la banda sonora de mi vida,  y la de Phill Collins de dos canciones de su primer disco como solista. Al final del disco, en otra canción cantada por Sting - en este caso una compuesta por Bob Dylan, Shall Be Released- el resto de la banda de "la policía secreta" hace los coros.



Si tuviese que montar la banda sonora de esos años finales de la escuela, antes de entrar a la universidad, seguro las canciones de este disco ocuparían un espacio muy importante. Más importante que la gaveta donde guardo el disco, que sigue esperando que me compre un tocadiscos con salida USB para volver a escucharlo, como tengo tantos años que no lo hago. 


viernes, 19 de agosto de 2011

Agosto

Estamos a la mitad del mes de agosto.

Agosto suele ser asociado, por aquello de las vacaciones escolares, como una mes para el disfrute, para el ocio. Agosto y vacaciones son sinónimo, al menos por estos confines del mundo. Tal vez tenga que ver con las tradiciones que nos vienen de España, en donde agosto y verano son la misma cosa, incluso con una intensidad mayor que la nuestra, con un entender verano y vacaciones como la misma cosa, muy a pesar de los rodriguez. Aquí los agostos son las vacaciones escolares y, por extensión, muchos padres se suman a ellas, al menos durante una parte de ese período; pero en España esto del verano tiene una connotación casi religiosa, y digo esto sin ninguna consideración a la visita papal que ha generado no pocas polémicas por estas fechas en la madre patria.

En mi caso particular, agosto no suele ser un mes de vacaciones. Mis hijos tienen vacaciones y tratamos de organizar algunas cosas, alguna vez nos hemos tomado una semana para ir a la playa, pero normalmente las vacaciones familiares ocurren en otra época del año, principalmente en diciembre o enero. Pero no siempre fue así.

Cuando era niño, es decir, en edad escolar, por supuesto que tenía vacaciones desde julio hasta septiembre, pero a esa circuntancia inherente al calendario escolar venezolano debo sumar la particular circunstancia de que por ser mis padres -ambos dos- educadores, sus periodos vacacionales y los de mi escuela eran practicamente iguales, es decir, en casa saliamos todos de vacaciones más o menos en las mismas fechas y por más o menos el mismo período.

Las vacaciones de mi infancia tenían un factor común: la isla de margarita. Por eso para mi el mes de agosto hace siempre referencia a ese lugar de la geografía venezolana.

Apenas terminaban las clases y los exámenes salíamos todos de casa hacia Margarita. Los preparativos comenzaban dias antes de la partida, con una acumulación de cosas de todo tipo y naturaleza, que incluia cosas para consumir en Margarita (porque allá eran más caras o no se conseguían facilmente), cosas para la casa de vacaciones en Margarita, encargos para llevar a familiares o amigos en Margarita y cosas que iban a Margarita porque no sabiamos que hacer con ellas en la casa de Caracas y alguien decidia que era mejor guardarlas por allá, en donde el espacio no era un problema, antes de botarlas o regalarlas.

Los carros de mi padre siempre fueron carros americanos muy grandes, pero siempre el espacio parecia insufiente para tanta maleta, tanto bolso de mano, tanta caja de cartón, tanto trasto de todo tipo. En algunos años nos acompañaban tambien los perros de la casa, por lo que el Chevrolet Caprice Classic de mi padre solia partir de nuestra casa en Los Chorros rumbo a la carretera de oriente con el matetero meticulosamente lleno y el espacio de los pasajeros compartido por los 4 miembros de la familia, sus perros, bolsos, almohadas, comida para el camino y un montón de otras cosas que iban llenando el espacio siempre insuficiente.

El camino incluia dos grandes etapas, la carretera y el ferry. La carretera que en aquella época solía hacerse entre 5 y 6 horas entre Caracas y Puerto La Cruz; y el ferry que podía tomar 4 o 5 horas más el tiempo de espera en el muelle, que solían ser horas. Era el viaje de todo un día.

La carretera entre Caracas y Puerto la Cruz nos mostraba diferentes paisajes: al principio no existía la autopista hacia Guarenas y el trayecto, nada más salir de Caracas, se hacía por una vieja carretera, siempre congestinada, de la que recuerdo siempre la imagen a la entrada de la urbanización Miranda, ahora integrada dentro de la ciudad. El tramo que lleva hasta Barlovento, hasta la zona de la población de El Guapo, solía tener un tránsito más fluido y su paisaje siempre verde estaba acompañado de ventas de comidas preparadas y frutas a la orilla del camino y paraderos un poco más formales, normalmente asociados a las estaciones de gasolina, en las que se mezclaba la venta de cavas de anime, flotadores, papel sanitario con arepas de mal aspecto, cervezas, rockolas y máquinas de pinball. Para los que ibamos en el carro era la zona para parar a comprar cachapas de maiz o frutas. El segundo tramo en la carretera, más hacia el oriente, ya apuntando hacia Anzoátegui, eran tierras más secas, más ocres, más calurosas y que nos llevaban hasta la entrada de Barcelona, a veces con la angustia de llegar a tiempo al terminal de ferrys, de acuerdo a los horarios de los tickets guardados en la guantera de Caprice.

El tramo final de viaje eran siempre los ferrys que olian a gasoil y a mar, y en los que la brisa barria sus cubiertas, que era el lugar a donde solíamos irnos mi hermano y yo durante casi todo el trayecto, mientras nuestros padres solían dormirse adentro, al cobijo del aire acondicionado.

La estancia en Margarita, a veces por un mes, a veces por mes y medio, eran tiempos tranquilos, sosegados, de playas poco concurridas y paseos en bicicleta, de compras a precios irrepetibles y de visitas familiares, en una isla que tiene poco que ver con lo que es Margarita hoy en día. Era una isla de pueblos que recien despertaban a la zona franca, a los comercios libres de impuestos de cosas importadas, a las mareas de turistas venidos desde Caracas.

La vuelta a Caracas de toda la familia, calcinada luego de tantos días de exposición solar indiscriminada, suponía un proceso de rellenado del carro bastante similar al del viaje previo: los objetos que se quedaban en Margarita eran sustituidos por las compras de la zona franca y luego del puerto libre y, de nuevo, el espacio en el Caprice Classic solía ser insuficiente y requería de largas horas de meter y sacar cosas, hasta encontrar el acomodo a tanto trasto.

Eran los tiempos de las vajillas de melamina a 100 Bs. (de los de antes, no de estos que presumen de una fortaleza que nunca han tenido); de los televisores chinos en blanco y negro de 13 pulgadas; de los radio grabadores de cassete Sanyo o Sony; de las sábanas de pavoreal, de la mantequilla Brum, de las cajas de fósforos de madera; de las botellas de vino lambrusco a 2 bs; de los maletines Sansonite de plástico duro y aluminio; de las botellas de whiskey escoces a 10 bs; de las toallas Cannon; de los zapatos Kickers hechos en Francia; de los chocolates americanos, suizos e ingleses que llegaban a caracas totalmente derretidos; de los pantalones wrangler de pana; de los jabones de lechuga hechos en Inglaterra; del queso Frygo de panela envuelto en una caja de cartón; de las botellas de Duque de Alba metidas en su cajita; de los sartenes de teflón de Bencamar; de los zapatos Converse all star de 90 bs; de la camisas Lightning Bolt; de las barajas de Heraclio Fournier, los cartuchos para jugar en el Atari, de tantas otras cosas de las que solía llenarse el carro junto con latas de suspiros que nos hacía mi abuela, de frascos de delicada de guayaba, de paquetes de huevas de lisa salada, de ruedas de sierra congelada. Realmente, viéndolo así en la distancia, tiene su mérito acomodar todo ese universo en un carro y traerlo de vuelta por la carretera de oriente, a veces haciendo colas por horas, hasta llegar siempre en la noche a la casa de Los Chorros, siempre con ropa y zapatos nuevos, siempre con ganas de ver de nuevo a los amigos.

Estamos a la mitad del mes de agosto, hace años que tomo vacaciones -aunque este último año no las tomé- a finales de año. Hace años que suelo salir a buscar el frío a otros lares, pero durante muchos años, agosto era un mes de vacaciones escolares, un mes que era sinónimo de carretera, ferry, pueblo y playa.














jueves, 4 de agosto de 2011

MEX



En este link pueden ver todas las páginas del libro. Espero les guste.
Si tocan el botón de abajo a la derecha pueden ver en grande cada una de las páginas.

miércoles, 3 de agosto de 2011

MEX fotografías de México

By gonzalo tovar ordaz

Como parte de las fiestas patronales del blog, en su mes aniversario, les invito a ver algunas de mis fotografías de México, reunidas en este libro. Espero les gusten.

lunes, 1 de agosto de 2011

Aniversario - El viajero que huye

Llegó agosto y con la llegada de este mes está por cumplirse un año -la próxima semana, si mis cuentas no están erradas- de la apertura de este blog. Y no es que ello sea importante ni trascendente para alguien más que mi persona, que no lo es, pero en lo personal debo agradecer los comentarios recibidos, las más de 9.000 visitas de más de 20 países -un número insólito para un personaje intrínsecamente antisocial como el que escribe estas líneas-los gestos, las recomendaciones, los saludos. Y debo agradecer especialmente que esta ventana permanezca abierta y quiero pensar que lo ocurrido en estos últimos doce meses pueda mantenerse en el tiempo.

Muchas gracias a todos los que han visitado estas páginas.

A modo de inicio de este mes aniversario del blog, aquí les dejo este cuento, El Viajero que Huye, que a diferencia de los que he publicado aquí anteriormente, es de data reciente, es de este mismo año.



El viajero que huye
Gonzalo Tovar Ordaz (2011)

1
-¿Dónde nos perdimos?- dijo en voz baja, como hablando hacia adentro, mientras apoyaba la frente en el volante de plástico azul desteñido de la Ford Windstar.
-Debimos haber cruzado antes, en la salida que pasamos, atrás, allá donde te dije- se escuchó desde el asiento de al lado.
-Sí, ¿por qué no nos salimos antes, cuando te dijimos?-  dijo mi hermana, desde el asiento de atrás, desde el otro extremo del asiento de atrás.
Volteé la cabeza hacia los dos lados. Voltee primero a verlas, a las dos, y miré luego hacia el otro lado, hacia la autopista, tratando de ver la salida que nos habíamos pasado.
-¿Dónde nos perdimos?- dijo de nuevo, aunque sólo parecía hablar para si mismo, como si estuviese solo en la camioneta. Seguía sin moverse, con la cabeza apoyada en el volante y la mirada fija en el tablero de la camioneta.
- Dijiste que sabías cómo llegar – dijo mamá, en tono de reproche, desde el asiento del acompañante, mientras se llevaba las manos a la cabeza y se pasaba los dedos por entre los cabellos, a la vez que volteaba hacia la ventana, tratando de ver algo en la distancia o, quizás,  tratando de no ver lo que pasaba en la camioneta.
De repente, mientras ellas miraban para otro lado, papá comenzó a balancear la cabeza, a darse, de manera rítmica, pequeños golpecitos en la frente con el extremo superior del volante, sin responder a los comentarios que chocaban contra las ventanas cerradas de la Ford. El seguía hablando, como si estuviera solo en la camioneta.
- Deja de hacer eso, coño, ¿estás loco o qué? Arranca de una vez, vámonos para la casa.– dijo mamá, haciendo gestos con los brazos.
Estábamos estacionados, con el motor y las luces intermitentes encendidas, en una orilla de la New Jersey Turnpike, en dirección al norte. La Ford Windstar saltaba cada vez que pasaba a nuestro lado, por la autopista, un camión a toda velocidad. No se decir exactamente donde estábamos, no conozco tan bien esa zona, pero debíamos estar muy cerca del aeropuerto de Newark, porque los aviones volaban a muy baja altura, casi haciendo tanto ruido como los camiones que pasaban a toda velocidad, a apenas centímetros de donde estaba parada la camioneta.
-¿Dónde nos perdimos?- dijo de nuevo papá, con la mirada fija en sus muslos y la frente apoyada en el volante.
En ese momento me arrimé hacia el centro del asiento de atrás para poder verlo bien, para tratar de escucharlo mejor. La radio estaba prendida, sonaba un cd de tangos, ese que le gustaba a papá y a mamá le molestaba. Ese disco es pavoso, quita esa vaina, decía ella siempre que a papá le daba por poner ese disco.  Seguían diciéndose otras cosas, se hacían gestos, pero era difícil escucharlos entre tanto ruido. Yo me quedé sentado en medio del asiento de atrás, tratando de escuchar el disco, viendo los camiones pasar.
Afuera comenzó a nevar de nuevo y los vidrios se empañaron rápidamente. Se escuchaban los camiones y los aviones, pero no se veía nada a través de los vidrios, sólo una masa blanca, sólo las luces de los camiones pasando a toda velocidad.

2
Como el automercado tenía un horario rotativo para los empleados, no podían sentarse a comer todos al mismo tiempo; pero siempre había un momento en el cual se encontraban los que estaban terminando su comida con aquellos que llegaban, vianda en mano, al espacio en medio del depósito que todos llamaban “el comedor” –así, en español-, un espacio no muy grande,  iluminado desde el techo por una lámpara cuadrada, de esas de tubos blancos. Era un espacio rodeado de estantes, montañas de cajas con mercancía y neveras. No había ventanas hacia la calle. El depósito era una caja alta de cemento, de color beige, adosada al supermercado, que era otra caja, más baja, con paredes de vidrio que dejaban ver la mercancía desde la calle.
El comedor era el sitio en el cual solían tomar su almuerzo los empleados del Key Food de Windsor Terrace, en Brooklyn. Como estaba pensado para atender a los empleados por turnos, no había mesas y asientos para todos, sólo un mesón largo y cuatro sillas de metal y plástico, así que cuando la concurrencia superaba los puestos disponibles, algunos improvisaban sus asientos y mesas con cajas de mercancía, que colocaban cerca de la mesa principal para así poder participar de la tertulia. También estaban los que se sentaban en el piso, con el almuerzo apoyado en las rodillas y la espalda recostada en las pilas de cajas o en alguna nevera. Usualmente, los más nuevos dejaban las sillas a los que tenían más tiempo trabajando en el negocio o a los de mayor edad o a las mujeres, aunque nunca faltaba un joven o un recién llegado que se saltara las normas no escritas; pero esos solían durar poco tiempo trabajando en el negocio, rápidamente se cansaban y renunciaban, o eran despedidos, en respuesta a alguna altanería con los jefes.
-Pásele, siéntese aquí nomas, aquí está su butaca– dijo uno de los que estaba sentado en el extremo de la mesa, en medio de las risas de los que ya estaban tomándose su sopa directamente del tupperware, mientras, otro de los presentes arrastraba una caja de botellas plásticas de refrescos de dos litros y se la señalaba con el puño abierto, las palmas hacia arriba, a modo de oferta.
-¿Trajo su túper, compadre? Si quiere calentar la sopa, ahí en el pasillo está el micro – dijo el mismo que habló antes, ahora con menos ruido y con menos gestos.
Muchos se conocían de afuera del negocio, de antes, y eso se notaba, para bien o para mal, en la hora de la comida. Eran vecinos o compañeros de fiesta, o amigos de los amigos, o familia. También los había que eran pareja. Belkis, la de las frutas, vivía con José Alberto, que acomodaba mercancía en los estantes y limpiaba los pasillos en las noches, antes de cerrar. Luisito, que cargaba cosas en el depósito y ayudaba a vaciar los camiones, era el hijo de Hilaria, que trabajaba pegando las etiquetas a los productos que se empacaban en el negocio y también limpiaba de vez en cuando los pasillos. Norkys era la novia de Adalberto, el de la letra bonita, al que los jefes habían puesto a escribir los anuncios de las ofertas que se pegaban en los vidrios de la entrada del súper. Unos traían a los otros cada vez que aparecía una vacante. Traían a sus familiares, vecinos o a sus amigos. Prácticamente todos vivían en Sunset Park, a unas veinte cuadras al sur del automercado. Ahí nomás, de aquí para allá, pasandito el cementerio Greenwood. Por eso, porque siempre había un vecino echando en falta la chamba, compadre, porque siempre había un recién llegado al vecindario, rara vez hacía falta poner algún aviso solicitando personal, anunciando alguna vacante en el automercado.
-Compadre ¿y de donde es usted?- dijo, viendo su sopa, el mismo que habló antes, el que presidía la mesa.- porque no lo he visto antes por el barrio. ¿Parece gringo, verdad? Así todo güerito el cuate - dijo, dirigiéndose a los otros, mientras soltaba otra carcajada.
La respuesta, que siguió al qué tal, mucho gusto, me llamo Gustavo,  generó murmullos y cruce de miradas. No habían visto antes a ningún venezolano por estos lares.  Sunset Park recibió hace décadas a los mexicanos y, luego, en los tiempos de las guerrillas y los paramilitares, a los centroamericanos. En algún momento se sumaron los colombianos. Luego vinieron dominicanos y haitianos. Y más recientemente los ecuatorianos y algunos africanos y chinos. Pero los venezolanos no eran comunes por el barrio del sur de Brooklyn en el que el banco era el Banco de América, a los restaurantes se les llamaba fonda, al bar bar, al pan pan, el Sears Express era “el siars”, y al Payless Shoes simplemente se le llamaba “el peiles”.
Pronto descubrió que había dos categorías entre los trabajadores del Key Food: los solteros y los que eran el sostén de su familia. Estos últimos tenían un trato especial por parte de sus compañeros de trabajo, de alguna forma se les protegía, siempre y cuando sus faltas o necesidad de cambiar turnos tuviese una justificación familiar. Por eso la segunda pregunta, que no esperó a que terminara de abrir el sándwich de atún que traía envuelto en una bolsa de papel marrón, fue directo al grano: ¿dónde vivía el güey y con quién?.

3
Con el paso de los días se fueron agarrando confianza, comenzaron a hacerse bromas en los pasillos, a llamarse por nombre propio o por el apodo de turno, a darse manotazos en la espalda al pasarse la guardia unos a otros. Pronto, en pocos días, los jefes descubrieron que el nuevo sabía usar la computadora y lo pusieron, primero, en la caja, a pasar las cosas por la máquina y a cobrarle a los clientes, y luego, a cuadrar las cuentas de las cajas al final de la tarde y también a hacer tareas en la máquina de la oficina, eso si, por la misma paga. Y eso que cuando fue a la entrevista con Jay, el administrador, no le dijo todo lo que sabía hacer, sólo le dijo que era una persona decente, que necesitaba el trabajo, que estaba sano, que no le daría problemas, que tenía una familia que mantener, que tenía sus papeles en regla y que estaba dispuesto a entrarle a lo que saliera. Por eso, sin rechistar, cargaba cajas, movía el montacargas -que aprendió a usar el segundo día que fue al supermercado- trapeaba los pasillos, pasaba recogiendo las cosas que se caían de los estantes e, incluso, se ocupaba con gusto de una tarea que los mayores solían dejar sólo a los muchachos, a los más jóvenes del personal: recogía los carritos vacíos,  tirados por todo el estacionamiento y los juntaba, uno dentro del otro, frente a la puerta del automercado, cada mañana y cada tarde, come rain or come shine.
Pero a los compañeros sí les dijo quien era desde el primer día.
- ¿Y eso que se le dió por venirse para el norte, compadre?- le preguntaron, ya entrados en el postre, unas galletas a las que se les había dañado el empaque, que estaban acompañando con un agua negra que sacaban de un termo plateado, a la que llamaban injustamente café. ¿Está muy jodida la cosa en su tierra? Siempre habíamos creído que los venezolanos eran ricos, que tenían harto petróleo, compa.
- Eso era antes de que Chávez los jodiera – dijo el Jairo, el moreno que estaba todo el día cargando cajas y abriendo empaques atrás, en el depósito, siempre con un discman en el bolsillo de la bata blanca y unos audífonos grandes, de colores, que le tapaban las orejas.
Les dijo primero que era una historia larga, que se acomodaran bien, que a lo mejor no daba tiempo ese día de contársela toda, que si no, se la terminaba luego. Rápidamente se dieron cuenta que era bueno para eso de echar cuentos, que cuando comenzaba, lo hacía lentamente, pero al poco tiempo iba tomando fuerza, agarrando velocidad y después el asunto era pararlo, buscar donde cortar la historia para seguir trabajando, que luego Jay les agarraba idea, les ponía el ojo, los lanzaba a la calle por quedarse echadotes oyendo historias después de la hora de la comida. Les dijo que cuando comenzó el problema él trabajaba en una empresa del gobierno, en El Tigre, que es una ciudad del oriente en donde hacía mucho calor, tanto como para derretir las calles, tanto como para que a los perros se les pegaran las patas en el asfalto, y que la gente vivía allí, en El Tigre, en medio de tanto calor, porque había mucho petróleo, porque había mucha plata. Les contó que habían hecho una huelga en la empresa, una huelga arrecha, por todo el país, porque las cosas no estaban bien, porque eso no lo aguantaba nadie, porque no podían dejar que les faltaran el respeto y, también, porque pensaban que así, parando la producción, saldrían de eso en un dos por tres. El no era uno de los jefes, de los líderes de la revuelta, pero cuando comenzó el asunto ahí mismito se sumó al asunto y se puso a la orden con la camioneta de la compañía. Y después de cómo cien días y cien noches de huelga, sí, en las noches también, porque tenían que ir a cuidar las oficinas para que los de la Guardia Nacional o los del gobierno no viniesen a tomarlas, y después de muchas asambleas y muchos rollos, la gente comenzó a cansarse, o a preocuparse porque no estaban cobrando el sueldo y ya no había como comprar la comida para llevar a la casa, y todo se fue cayendo, la gente comenzó a dudar, a dejar de ir a las reuniones, y el gobierno tomó de nuevo la empresa y los echó a toditos, a los que habían participado en la huelga y también a otros que no, así, a la calle, así mismo, sin pagarles nada, que las prestaciones sociales son inalienables en Venezuela, compadre, pero igual no nos las dieron, y lo de la caja de ahorro, que eso no era de la compañía, compa, que era de nosotros, que era la plata que habíamos ahorrado de nuestro sueldo durante años. Pero todo, todito, igual se lo quedaron. Y luego nadie nos echó una mano, que nosotros nos habíamos ido solitos a la huelga y ahora teníamos que asumir nosotros solos nuestras consecuencias.
- Pinches cabrones- dijo uno que estaba sentado en un rincón, al lado de la nevera - todititos son iguales, cuando quieren subirse a buey dicen que van a proteger al pobre, pero en lo que están arriba son capaces de chingarse a su madre. Todos los políticos son iguales, una mierda- dijo.
Casi todos asintieron, en medio de una nube de murmullos, aunque un par bajaron la cabeza para que los otros no viesen su expresión.
- ¿Y fue por eso que se trajo a su familia para el norte?- dijo el que había hablado antes, el del extremo de la mesa, uno que parecía el supervisor de los otros- ¿fue por eso que se vino para acá, compa?
Que no, que eso fue sólo el comienzo. Que al mes vinieron a sacarlo de la casa donde vivía con la mujer y los hijos, que claro que no era de él, que la casa era de la empresa, pero lo sacaron a la mala, en la madrugada, poniéndole los muebles en la calle e incluso lo golpearon en el brazo y lo empujaron hasta caerse en el jardín de enfrente, cuando discutió con el guardia que dirigía el desalojo. Que gritó que no les podían hacer eso, que había una ley del menor y del adolescente, pero igual los sacaron, ahí, delante de los vecinos.  Que como no tenía plata para una mudanza, sólo se pudo llevar lo que le cabía en el carro, que algunos vecinos se ofrecieron a guardarles las cosas que no se podía llevar, pero a ellos también les sacaron las cosas de las casas del Campo Norte en esos mismos días, y a los que no les sacaron las cosas no los volvió a ver y si los vió de nuevo no volvió a preguntarle por sus cosas, que igual no tenía donde ponerlas, porque la mujer que tenía alquilado el apartamento de Puerto La Cruz, el de al lado de la redoma de Molorca, junto a la Universidad de Oriente, ese que estaban pagando con su sueldo y su plan de vivienda de la compañía, porque en Campo Norte no pagaban nada por la casa de la compañía, pero esa no era de uno y siempre hay que tener algo de uno, total, que la mujercita no quería salirse del apartamento y cuando supo que él era uno de los botados de la compañía, con mas ganas se puso a decir que ella no se podía salir de ahí, que ella tenia un contrato de alquiler y que ahí vivía con sus hijos, que estaba la ley del menor y del adolescente, que a ella no la podía sacar así como así y menos un escuálido apátrida de esos que no querían a su país, de esos que se habían ido a la huelga para tumbar el gobierno. Entonces se fueron a vivir a donde unos amigos, pero, claro, después de unos días a nadie le gusta escuchar el llanto de los hijos de otro ni ver siempre la sala llena de gente, ni la ropa ajena colgada en el patio, y comenzaron a vernos mal y el amigo me dijo un día, mientras me invitaba una fría, una cervecita polar, que así se llama la cerveza por allá, que qué plan tenía, que mejor fuésemos buscando otro sitio a donde irnos, que el podía ayudarnos en lo que pudiese, pero que su mujer ya no nos aguantaba más, que a el le daba pena, que sabía por lo que estábamos pasando, pero que cuando llegaba a la casa su mujer comenzaba con la misma historia todas la noches y ahora le había dicho que si no nos íbamos nosotros, se iba ella.
Además, a los botados de la compañía nos pusieron en una lista y nadie nos ofrecía trabajo, y si lo hacían, nos pagaban menos, que en un trabajo que conseguí sólo por seis meses, me dijeron que me pagarían en efectivo y que no podía decirle a nadie que estaba trabajando con ellos, y también supe que a los otros, a los que trabajaban fijos, les pagaban casi el doble y tenían cestatickets y liquidación y a mi y a otro que estaba igual que yo no nos habían ofrecido nada de eso, pero bueno, no hay que ser malagradecido, que con eso que me pagaban hacíamos mercado y nos mudamos todos juntos a un apartamento con dos cuartos, que la casa de El Tigre era mucho más grande y que incluso el apartamento de Molorca tenía tres cuartos y un balcón y estaba más bonito que este que conseguimos alquilado, barato, pero por lo menos ahí no teníamos que pelear con nadie, sino a veces con los vecinos que hacían mucho ruido, y con las cucarachas, claro.
- ¿ Y ahí fue que se vino, compañero?- Dijo uno que no había hablado antes, mientras los otros miraban fijamente al narrador.
Bueno, luego seguimos así, sin mucho trabajo, con poca plata, hasta que nos ofrecieron un trabajo. Un trabajo bueno. Un gringo que había trabajado con nosotros en la compañía, uno que trabajaba para una contratista gringa, pero tenía muchos años trabajando en Venezuela, me dijo que como iba a retirarse de la empresa, con los reales que tenía para su retiro, que en realidad no pensaba jubilarse, que el día que se jubile se muere, que lo único que ha hecho es trabajar en su vida, desde que a los 16 se fue de New Jersey  a Texas a trabajar en las compañías petroleras, que iba a montar su propia compañía de consultoría, que lo ayudáramos a montarla, que él necesitaba unos ingenieros bien trabajadores como nosotros, que éramos tres, todos botados y todos nos conocíamos de antes, de cuando estudiábamos en la Bolívar, y después trabajábamos juntos en El Tigre, y él nos contrataba y nos ayudaba a sacar los papeles. Y me dio un contrato y me ayudó a sacar los papeles y lo conversamos muchas veces en la casa y al final vendimos el carro, que era lo único que nos quedaba de cuando estábamos en El Tigre y con eso compramos los pasajes y nos vinimos, porque esto aquí igual ya lo conocíamos, que tenemos familia aquí, en Brooklyn, y habíamos venido a verlos hace tiempo, cuando todavía trabajaba en la compañía, cuando todavía vivíamos en El Tigre.
-Mire licenciado- dijo uno, mientras los otros se miraban las caras entre si, probablemente haciéndose la misma pregunta – ¿Y qué hace aquí, cargando cajas en el súper, si usted es profesionista? ¿Por qué no está trabajando en la compañía del gringo? Seguro que ahí, en la oficina del gringo, le pagan más que en esta pinche tienda, si hasta en el C-Town de la calle 9 pagan mejor que aquí.

4
Cuando llegamos al Kennedy, ya papá tenía quince días en Brooklyn. El fue a buscarnos con los primos de mi mamá que viven por Parque López, perdón doctora, por Park Slope, es que mi hermana y yo siempre le decimos así, Parque López,  por echar bromas, y nos trajeron del aeropuerto para su casa, la de los primos de mamá. Ahí nos quedamos unos días: dormíamos en la sala, mi papá con mi mamá en un colchón inflable que recogíamos todas las mañanas, mi hermana en otro colchón, más pequeño, que también desinflábamos antes del desayuno, y yo en el sofá. Pero ahí estuvimos sólo unos días, porque al siguiente fin de semana ya nos habíamos mudado al apartamento de la casa de la señora Higgins.
El día que llegamos a Park Slope, apenas dejamos las maletas en la casa de los primos de mi mamá, papá nos llevó a comer por la Séptima Avenida, aquí mismo en Brooklyn, a un restaurant de comida peruana, no me acuerdo como se llama, uno que está junto al hospital, sí, ese mismo, uno peruano, aunque a mi el pollo asado me supo igual que el que vendían en la Intercomunal de El Tigre y en El Tigre nunca nos dijeron que el pollo asado era peruano. Al salir estuvimos caminando un rato, bajando la comida, viendo las casas, bien bonitas, hasta que llegamos al parque. Estábamos cansados del viaje, pero todo estaba bien bonito. Yo de lo que estaba pendiente era de los carros, había muchos modelos nuevos que no había visto en Puerto La Cruz, muchos que sólo había visto en las revistas de carros. Mamá y mi hermana sólo hablaban de las casas, de lo bueno que sería poder vivir en una casa así, como las casas que quedan cerca del parque, de Prospect Park, de lo bien que vive la gente con dinero, que cuánto costaría una casa de esas. Después de comernos unos helados que estaban buenísimos vimos el cine que está junto al parque, queríamos ir al cine, en el cine que vimos, el que está  junto a  la redoma,  ahí estaban dando la nueva de Harry Potter, que todavía no había llegado a Puerto La Cruz, pero papá nos dijo que nos tenía una sorpresa, que lo siguiéramos, que estaba cerca, a pocas cuadras de allí, que fuéramos antes de que se hiciese de noche, que otro día nos traía para el cine, pero a otro cine, a este mejor no, que ahí las películas eran sólo en inglés y no les ponían ni subtítulos.
Eran como las seis de la tarde, había bajado un poco el calor, pero todavía había mucha luz, y la gente – había bastante gente en la calle, menos que en la calle Libertad de Puerto La Cruz, pero bastante gente- caminaba solo por la acera de la derecha, a donde los edificios hacían sombra sobre la acera. Frente a la redoma, cerca del cine, estaban unas muchachas en pantalón corto sentadas en las mesas de afuera de un restaurant, Papá y yo nos quedamos viéndolas y nos reímos juntos, porque estábamos pensando lo mismo. En la acera de enfrente estaba un bar y desde la calle, a través de una vitrina que ocupaba casi toda la fachada, se veían cuatro o cinco personas gesticulando mientras alzaban las botellas de cerveza y brindaban. En las siguientes tres cuadras vimos a unos chinos que acomodaban frutas en la parte de afuera de un abasto, una peluquería, dos pizzerías, un restaurant chino, pequeño, no como los de Venezuela,  este sólo tenía una mesa y un mostrador y nada de dragones ni esas cosas, y también vimos una iglesia y una barbería y dos oficinas donde alquilaban casas. Lo supe porque tenían toda la vitrina llena de fotos de casas, con números de teléfono y precios. Pasaron varias señoras con un cochecito de bebé y mientras caminábamos por ahí nos pasó a un lado un autobús blanco, que se paró en la esquina, a subir y bajar pasajeros. Todo el mundo iba en sandalias, de esas de goma, y bermudas y pantalones cortos.
Seguimos caminando unos minutos más, cinco o diez como máximo, y comenzamos a andar por unas calles en donde ya no había negocios, ni gente, ni nada, sólo casas. Casas y más casas. Todas iguales, con el jardín enfrente o con una escalerita, directo sobre la acera. Y de repente, como quien no quiere la cosa, papá se separó de la acera por donde íbamos caminando y se acercó a la puerta de una casa, en una calle con muchos árboles, se metió la mano en el bolsillo, sacó una llave con una cinta roja y la sacudió para que la viéramos, mientras nos pedía que entráramos. Se quedó parado junto a la puerta y nosotros parados en la acera, viéndolo sin entender. Todos lo mirábamos a unos diez metros de distancia, como si se hubiese vuelto loco, le decíamos que siguiéramos, que nos devolviéramos para la casa de los primos, que estábamos cansados del viaje, que ya se iba a hacer de noche, dijo mamá. Entonces abrió la puerta con la llave que sacó del bolsillo y nos hizo una especie de reverencia. Era la casa de la señora Higgins.
Papá se había puesto a buscar casa desde que llegó a Nueva York, pero como no tenía plata para el alquiler, no se quería gastar lo que había traído, y aun no cobraba su primer sueldo, le pidió un adelanto al gringo de la compañía para pagar el mes de depósito y se lo dieron junto con el pago de su primera quincena de trabajo. El fin de semana anterior a nuestra llegada estuvo viendo varias casas y varios apartamentos y se paraba a ver en todas las vitrinas de las inmobiliarias a ver que conseguía. Comenzó viendo sólo en donde estaba durmiendo, por donde los primos de mamá, en Park Slope, pero pronto vió que era más barato por Windsor Terrace y era ahí mismo, al lado, a pocas cuadras, estaba más lejos del metro, pero también era bonito. Entonces fue a ver un apartamento que alquilaban cerca del parque, en una calle en pendiente desde donde se veía el lago del parque, bueno, en realidad no era un apartamento, era como un anexo, era el segundo piso de una casa, la casa de la Señora Higgins.

4.1
El día que salieron para la casa nueva no se querían ir. Pero cómo se iban a querer ir si la casa nueva era más pequeña, mucho más pequeña, sólo tenía dos cuartos, no tres como la de la señora. Y tenía un solo baño y la sala y el cuarto de nosotros eran casi la misma cosa. Pero les tocaba irse, no había más remedio. Eso decía papá, mientras le daba las gracias a la señora, que muy agradecido señora, que seguro nos seguimos viendo, que los muchachos van a venir a verla, si nos vamos a mudar aquí mismo, al lado, muy cerca, del otro lado del cementerio de Greenwood, si a lo mejor seguimos agarrando el metro por aquí mismo y hasta pasamos a visitarla de vez en cuando, que cuando necesite algo los muchachos seguro vienen a ayudarla, aquí le dejo el número de teléfono.
La renta del nuevo apartamento costaba bastante menos y como, después de la muerte del gringo, sus hijos no quisieron seguir con el negocio, que no, que no, que claro que había clientes, una empresa de New Jersey, pero los hijos del gringo no querían saber nada de eso, que para ellos siempre fue una locura que el viejo, en vez de irse a una casita en Tampa y retirarse tranquilo y dedicarse a pasear al perro en pantalones cortos y medias largas, se pusiese a gastar sus reales en montar una empresa de servicios petroleros, de análisis de no se que historias en unos modelos matemáticos que se hacían en las computadoras, a estas alturas, cuando lo que necesitaba era descanso. Así que los mandaron a todos, bueno en realidad no eran muchos, sólo tres, bueno, a todos para la casa, y papá, como pasaban los días y no salía nada y no había mucha plata, se puso a trabajar en el Key Food, ahí mismo, cerca de donde la señora Higgins, a donde íbamos a hacer mercado los sábados, aunque después que comenzó a trabajar ahí hacíamos el mercado en otro lado, más cerca del apartamento nuevo, del otro lado del cementerio.
En la casa nueva no cabían todas las cosas que habíamos comprado en IKEA para llenar el apartamento de la señora Higgins, así que le pedimos la camioneta prestada a Humberto, el del Key Food, sí, el que vive aquí a la vuelta de la esquina, sí, la azul, la Ford Windstar, y fuimos a llevarlas al depósito que el mismo Humberto le dijo a mi papá, que quedaba en New Jersey, cerca del puente que cruza desde Staten Island, que eran conocidos, que el depósito era de unos mexicanos, que él había trabajado ahí, que ahí se lo guardaban todo por poca lana, que si no le tocaba salir a regalar todas las cosas y a lo mejor luego luego le hacían falta.

4.2
No se si era porque la casa era muy pequeña, porque hacíamos ruido todo el tiempo, o porque no había forma en que todos estuviésemos adentro sin vernos la cara; pero a papá le dió por encerrarse en el baño. Decía que un momentico, que estaba leyendo el Village Voice, o que ya iba a salir, pero no salía, y a veces, si uno pegaba la oreja al hueco de la cerradura, lo escuchaba hablando, hablando solo, porque ahí no había nadie, no había más nadie sino él. Tal vez era porque le gustaba el baño. A mi me gustaba mucho el baño, sobretodo por el techo de vidrio que dejaba entrar la luz de la calle, por el techo de vidrio donde se veía correr el agua cuando llovía.
Primero pensamos que papá estaba mal del estómago, que el estrés pega primero por ahí,  pero cuando mamá comenzó a molestarse y llegó a abrirle la puerta con la llave de repuesto y a decirle que los muchachos tenían que bañarse, que ya era tarde, que por qué uno tenía que aguantarse las ganas de ir al baño, que qué le estaba pasando, que había un solo baño y no podía encerrarse ahí a leer el periódico, que si no sería que estaba fumando escondido o haciendo otra vaina, papá entonces no dijo nada, simplemente comenzó a llegar más tarde del Key Food, a llegar cuando ya habíamos comido, y decía que estaba haciendo horas extras, que el dinero no alcanzaba, que lo habían puesto a hacer el cierre en las computadoras y que no se podía ir hasta que no cerraran el súper, eso fue lo que dijo.
Pero yo lo vi el otro día desde la ventana de la casa. Estábamos en un cuarto piso, escaleras arriba, sin ascensor, el último piso del edificio, por eso era tan barato, y en la parte del apartamento donde dormíamos mi hermana y yo teníamos una ventaba que daba al cementerio. Como  a ella le daban miedo los muertos, que eso no era un parque, que eso era un cementerio, güillo, decía ella, señalando hacia Greenwood con los labios, pegamos mi colchón de la ventana y el de ella para el otro lado del cuarto. Y desde allí, desde mi colchón, de rodillas sobre las sábanas y con los codos en la ventana, lo vi, estoy seguro que era él.
Papá venía caminando desde el Key Food al final de la tarde y en vez de seguir por la calle derecho, bajando hacia la esquina de la casa, por esa calle larga que tiene de un lado la cerca del cementerio y del otro lado unos galpones y las puras paredes del edificio donde guardan los autobuses, en vez de seguir derechito por la calle, se metía en el parque, bueno, en el cementerio, se metía en Greenwood en vez de seguir para la casa. Al principio se devolvía hacia el norte, hacia la parte más alta del cerro, y se quedaba viendo el atardecer desde allí, donde está el monumento de los muertos que puso Brooklyn en la guerra civil, pero luego ya no volvió más para allá arriba, sino que venía y se sentaba frente a la casa, pero del lado adentro del parque, y ahí se quedaba sentado en la grama, rato, rato, un rato largo, se quedaba ahí solo, a veces viendo hacia la casa, a veces viendo hacia la calle, a veces se acostaba sobre la grama a ver el cielo, a ver los aviones pasar. A veces sin ver hacia ninguna parte.

5
Después de que el tipo nos dijera que el recibo estaba vencido, que no había nada que hacer, que allí lo decía, que solo respondían por las cosas hasta treinta días después del vencimiento del recibo, que nosotros ni habíamos llamado ni nada y ya teníamos dos meses sin pagar el depósito, nos quedamos parados un rato, sin decir nada.  Cuando habló fue para decir, vamos a buscar a tu mamá, vamos a decirle que se perdieron los muebles pero que nos pagaron el seguro, que nos vamos a IKEA a comprar otros nuevos, que vamos a comprar dos camas nuevecitas para ustedes.
Lo del seguro era puro invento, el tipo del depósito no dijo nada de eso, yo no lo escuché decir nada de eso, pero bueno, papá sabía lo que hacía. Yo no me iba a meter en eso. Llamamos por teléfono a la casa, para que se fueran arreglando, y volvimos a Brooklyn en un dos por tres, tarareando las canciones que ponían en la radio.
El regreso de Brooklyn hacia New Jersey fue otra cosa, había mucha cola y, además, en el camino comenzó a nevar.
Desde antes de salir de la casa ya estaban discutiendo, parece que a mamá no le gustó nunca lo del depósito y dijo que ella lo había dicho, que seguro ahí se perdían todas las cosas. Papá dijo que para vivir así era mejor irse y ella dijo que para dónde. Pero luego, en la camioneta de Humberto, no se dijeron más nada. Papa le puso el disco de tangos, le puso ese que dice volver y mamá se puso a ver a lo lejos, por la ventana, como la que no escuchaba nada. Siempre que peleaban, él le ponía ese disco, no se si porque a él le gustaba y ella no le dejaba ponerlo o era sólo para provocarla.
-¿Dónde nos perdimos?- dijo, con la mirada fija en sus muslos y la frente apoyada en el volante azul, desteñido.
Estábamos estacionados, con el motor y las luces intermitentes encendidas, en una orilla de la New Jersey Turnpike, en dirección al norte. La Ford Windstar de Humberto saltaba cada vez que pasaba un camión. Debíamos estar muy cerca del aeropuerto de Newark, porque los aviones volaban a muy baja altura sobre la autopista, compitiendo en ruido con los camiones que pasaban a toda velocidad, a apenas centímetros de donde estaba parada la camioneta.
Yo tuve que moverme hacia el centro del asiento de atrás para poder verlo bien, para poder escucharlo mejor. Se decían cosas. El seguía golpeándose la frente con el volante de la camioneta. También seguía sonando el disco.
Afuera comenzó a nevar de nuevo y los vidrios se empañaron rápidamente. Se escuchaban los camiones y los aviones, pero no se veía nada a través de los vidrios, solo una masa blanca, sólo las luces, luces blancas y también alguna amarilla o roja, de vez en cuando.
Entonces papá abrió la puerta y, sin decir palabra, salió de la camioneta y tiró la puerta con fuerza, sacudiendo parte de la nieve que se había acumulado en las ventanas y el techo. Froté el vidrió de mi ventana tratando de ver hacia dónde iba. Pegué la nariz a la ventana fría, mientras trataba de ver a donde estaba. Comenzó a caminar hacia el centro de la autopista. Esa fue la última vez que lo vi. Escuché las cornetas de los camiones. Escuché los carros frenando.
Mamá no nos dejó verlo.