domingo, 29 de mayo de 2011

El Viejo Victoria

Crucé la infancia y la adolescencia en un colegio con piscina, una piscina azul celeste de 25 metros de largo, enmarcada en palmeras, rejas con enredaderas, un gimnasio alto y blanco y un edificio de aulas y oficinas administrativas. Tenía un lado más profundo, al norte, el cual solo conocimos despues de varios años de clases en el lado sur, a donde los más pequeños dábamos brazadas en las mañanas, de este a oeste, bajo las ventanas de algunos salones reservados a los estudiantes de bachillerato.


Por aquello de la mente sana en el cuerpo sano, una o dos veces a la semana, durante todo el año escolar, año tras año, desfilábamos por aquella piscina, traje de baño arena azul marino - lentes plásticos speedo, y hacíamos series en los distintos estilos, bajo las órdenes de los profesores, el principal de ellos, Alfonso Victoria, a quien -con los años- pasamos de decirle "profesor Victoria" a decirle simplemente "el viejo Victoria", quizas como una forma de diferenciarlo de su hijo, que tambien daba clases en el colegio Santiago de León de Caracas.

El viejo Victoria tenía un tipo atlético, una calvicie evidente, poseía un caracter fuerte, aunque no era raro verle sonreir mientras nos miraba detras de unos lentes RayBan de marco dorado y vidrios verdes, desde la orilla de la piscina. Habia llegado de España en los primeros años de la postguerra, antes de contar con la mayoría de edad. No se en que año comenzó a dar clases en la piscina del Santiago, tampoco se en que año dejó de darlas, durante toda mi primaria y bachillerato estuvo allí, casi como parte de la infraestructura del Colegio. Simplemente, llegó antes que yo, y se fué despues de mi.

El viejo, junto al lado sur de la piscina del Santiago
A mi, en lo personal, lo del cuerpo sano nunca se me dió muy bien, y prefería ver la piscina desde afuera y no desde adentro. En más de una oportunidad escuché los regaños del viejo, quien nos exigía, a mi y a otros compañeros, más y nos ponía como ejemplo a alguno de los estudiantes de años superiores, que durante horas daba brazadas en un carril de la piscina, normalmente el del extremo este, para orgullo del entrenador y verguenza de los que tragábamos agua, tratando de terminar las series de estilo pecho o mariposa.

Esos estudiantes de años superiores terminaron siendo la selección de Venezuela que asistió a los Juegos Olimpícos de Moscú, en 1980, cuando aún estaban rematando el bachillerato y, cuatro años más tarde, ya siendo estudiantes universitarios, pero siempre vinculados al viejo Victoria, en los juegos de Los Angeles, dos de ellos, Rafael Vidal y Alberto Mestre, obtuvieron, respectivamente, la medalla de bronce y un cuarto lugar, que los ubicaban en la élite del deporte mundial.

Rafael Vidal
Más de una vez los vi nadar durante horas, desde las ventanas de los salones de clases, con las palmeras y el Avila como fondo, en donde dejaba de prestar atención a la física, la química o la geografía, para quedarme embelezado viendo la luz sobre la montaña y las ondas sobre el agua.

El periódico de hoy domingo trae la noticia de que al viejo Victoria se le acabó la piscina, a sus cerca de 80 años, en la Isla de Margarita; pero lejos de darme tristeza, desde esta mañana, solo me ha dado por imaginármelo, como siempre, con una Chemisse Lacoste blanca , los lentes Rayban, un silbato colgado al cuello y la piel quemada por el sol, parado en la orilla de una piscina, en la que Rafael Vidal no se cansa de nadar .Esa sería una buena imagen publicitaria para el cielo.  

  
  

martes, 17 de mayo de 2011

El último tren

A Arica ya no llegan trenes. El último tren de la línea que va al sur de Perú, a Tacna, llegó hace más de 3 meses. El último tren de la línea que va a Bolivia, el que subía a La Paz, llegó hace varios años.

Se dice que volverán y que con ellos vendran tiempos mejores. También he oído en estos días que no importa si vuelven, porque se sabe que volverán a irse, más temprano que tarde. Funcionan unos meses, unos años, me dicen, y siempre, luego de períodos de precariedad, vuelven a parar. Eso nos hace pensar que pueden volver; pero tambien nos hace dudar, no tener la certeza de que estarán aquí si volvemos alguna vez en nuestra vida al norte de Chile, a donde estoy ahora escuchando rugir al oceano Pacífico junto a la ventana de mi habitación.

Vivimos tiempos de últimos trenes. Nuestros hijos no conocen muchas de las tecnologías que acompañaron nuestros días. Todo pasa y todo queda, como dijo el poeta español, aquel que murió lejos de su hogar. Crecí con máquinas de escribir, cassettes, camaras de película, proyectores de diapositivas, retroproyectores, betamaxes y vheses, tocadiscos, ataris, buscapersonas, telegramas e hilos musicales...

Línea  Arica Tacna

Acaba de pasar un barco pesquero frente a mi ventana, veo sus luces en medio de la noche, balanceándose sobre las olas, mientras el pacífico se hace sordo a su nombre y sigue golpeando con fuerza las piedras que bordean el Hotel Arica.

El ferrocarril es una referencia lejana para los caraqueños de mi edad. Para mi, en mi infancia y adolescencia, solo existía cuando se apagaban las luces del cine. Quizas por eso les asigno a los trenes un valor romántico que supera con creces su valor funcional.



Estación de laLínea Arica La Paz

Quizas por eso, al pararnos frente a la estación de Arica esperamos ver los pasajeros que no están, ver los viajeros que no existen. Quizas por eso es que nos gustaría volver a estas tierras en medio del desierto y subir junto a la familia al altiplano a bordo de un tren. Quizas por eso soñamos con ir a ver a la señorita de Tacna en un ferrocarril que nos traslade, más que a otras tierras, a otros tiempos, los tiempos en que eramos felices al ver oscurecerse lasala de la Cinemateca Nacional, el Radio City, el Broadway o El Trebol...

Estación Arica


Estación Arica






sábado, 14 de mayo de 2011

Serrat x2 en el Municipal

Saliendo de la Carnicería Trebol con unos paquetes de milanesas, medallones, bistecks y otras joyas de urgente necesidad de reposición en el congelador de la casa, me he parado en la tienda Recordland de Las Mercedes, otrora emporio del disco que, como todos los exemporios del disco, vive sus horas bajas ante la cada vez menor venta de grabaciones legales en formato físico.

No tenían lo que andaba buscando, pero a un lado de la puerta de entrada tenían a  precio de remate -más o menos un tercio de lo que valen los cds recien llegados- buena parte de los discos de Joan Manuel Serrat de los 70s y comienzos de los años 80s, la época en que las letras y la música del nano todavía andaban de la mano, justamente los discos que solía poner -en formato cassette, claro está-  en el laboratorio de fotografía del Santiago, cuando me quedaba encerrado ahí por las tardes, luego de las clases.

Salí del negocio con una bolsita en la mano, tarareando mentalmente -para suerte de quienes me rodeaban, que el cante no se me ha dado nunca bien- los versos de "Pueblo Blanco", ansioso por sentarme en el carro y poner a sonar el disco, camino a mi casa.

Mientras manejaba, escuchando el disco, recordé la primera vez que vi en vivo a Serrat, aunque con la confianza que le tenemos de este lado del charco, bien podría decirle directamente Joan Manuel.


El disco que compré a precio de saldo

Era 1983 y el país estaba inmerso en los festejos del bicentenario de Simón Bolívar. La fiesta de los 70s ya había llegado a su fin y los opinadores de oficio hablaban de la resaca que nos había quedado, ignorantes que el verdadero dolor de cabeza se prolongaría por las décadas sucesivas. Sin embargo, recuerdo a aquel año, el año en que estaba en cuarto de bachillerato y pasé al último año de la secundaria,  como uno lleno de actividades culturales, conciertos, obras de teatro, exposiciones y otros eventos de diferente monta.

Con la mitad del dinero que me pagó Levi Rossell en un teatro que estaba en los sótanos de Parque Central - a donde llegué por recomendación de Luigi Polisano- por unas fotos que le tomé con la Yashica TL Electro de mi padre mientras presentaba una obra de teatro sobre Reverón en el Teatro Municipal (la otra mitad del dinero se la di a Victor Quintero, que puso el laboratorio de su abuelo en Las Palmas y los materiales para revelar y copiar) me compré con varias semanas de anticipación una entrada para asistir un domingo en la tarde, casi noche, al concierto de Serrat en el Teatro Municipal de Caracas. Como el dinero de las fotos no era mucho, la entrada en cuestión me daba derecho a escuchar a Serrat - eso sí- pero apenas a verle, siempre desde arriba, muy arriba, porque mi asiento estaba en gallinero lateral derecho, más arriba que la lámpara que ilumina la sala.

Pero nada más llegar a Venezuela el viernes antes del espectáculo, Joan Manuel anunció que, adicionalmente al concierto previsto, daría uno gratis para los jóvenes de Venezuela que celebraban el bicentenario del libertador (suena cursi, tan de la retórica gubernamental de estos  tiempos de hoy, pero recuerdo que fue exactamente así como lo anunciaba la prensa de aquellas fechas). A tal fin, se ofrecía un concierto adicional, de puertas abiertas, en el mismo Teatro Municipal, a primera hora de la tarde.


Serrat en 1982

Varios de los amigos/as de entonces, que no habían tenido la oportunidad de comprar una entrada para las funciones de pago, hablaron de presentarse temprano a las puertas del Teatro Municipal, anticipando  la fuerte competencia por las sillas, que no son muchas en el viejo teatro del centro de la ciudad. Y así lo hicieron, se fueron desde la mañana, apertrechados con panes de jamón y queso envueltos en papel de aluminio y otras reservas producto del reciclaje de lo que había esa mañana de 1983 en las respectivas neveras.

Yo, por mi parte, tenedor de una entrada al portador para la función de pago, manifesté mis dudas al respecto, pero, finalmente, movido por la ingenuidad propia del quinceañero que yo era entonces y que me hizo pensar en algún momento que esa función de regalo era algo especial, diferente a las otras funciones ofrecidas, me decidí a última hora, más o menos al mediodía, a subirme a una camionetica por puestos que hacía la ruta Los Chorros- El Silencio y que tenía su parada final junto al viejo edificio de Identificación y Extranjería, en la parcela contigua al oeste del Teatro Municipal.

Era fin de semana y a esa hora del mediodía pocos eran los pasajeros que hacían el recorrido desde Los Chorros hacia el centro de la ciudad, así que en el tramo final recuerdo estar solo junto al chofer , en el asiento individual que queda al otro lado del motor de las camionetas Dogde que conformaban la flota de transportes de la línea de Los Chorros. Nada más llegar a la parada final, alrededor de la una de la tarde, la hora prevista para el concierto, comencé a caminar los 40 metros que me separaban  del Teatro Municipal.

Desde donde yo iba caminando, desde el noroeste del teatro, me sorprendió no ver a nadie afuera. No había filas para entrar ni aglomeraciones de ningún tipo. Mi primera reacción fue pensar que ya estaban todos adentro y que, incluso, ya había comenzado el concierto, y que acababa de hacer un viaje en vano desde el otro lado de la ciudad.


El disco más reciente de aquellos días

Los últimos metros de caminata los hice junto a alguien que andaba con evidente apuro y al parecer iba al mismo sitio adonde iba yo. Cuando llegamos, uno junto al otro, a la reja de la escalera noroeste del Teatro Municipal, él empujó la reja, que estaba parcialmente abierta y comenzó a subir los escalones, y yo tras él. Por un momento pensé que, al igual que yo, él, pantalón blue jean, camisa blanca y chaqueta de cuero negro, estaba llegando tarde y no quería perderse lo que faltaba del espectáculo, pero pronto supe que en realidad trabajaba allí.

Al final de las escaleras, bajo el atrio de entrada,  al momento en que nosotros llegábamos alguien, desde adentro, abría una de las 2 hojas de madera de la puerta y por allí pasamos rápidamente, primero él, luego yo, que seguí, casi corriendo, hacia el patio de butacas. Solo cuando estuve allí, en medio del teatro vacío, sin nadie más entre el público, caí en cuenta que aún no abrian las puertas para quienes esperaban desde la mañana frente a la fachada este del Teatro Municipal.

A los 5 minutos de estar allí, dudando si sentarme en primera fila o en segunda, o si a la derecha del pasillo central o a la izquierda, adivinando por la ubicación de los instrumentos a dónde se pararía a cantar Joan Manuel, sonó un ruido similar al que deben haber sentido los pasajeros del Titanic al escuchar el agua inundando el barco y, de repente, aparecieron montones de personas, empujándose unos a otros, corriendo, tratando de llegar a los mejores puestos. Mientras escribo esto, me viene claramente a la cabeza la imagen de Maureen López -overall de blue jean, franela blanca- preguntándome que dónde me había metido, que no me habían visto afuera, que ellos estaban afuera desde la mañana;a la par que se quejaba porque en medio del tumulto que se formó al abrir las puertas le habian empotrado en la ropa un cambur y algo más que había traido para comer, un sandwich, tal vez.

El concierto fue exactamente igual al otro, al que vería despues con mi entrada de gallinero, las mismas canciones, el mismo orden.Incluso los comentarios y los chistes. Me puso en evidencia, no sin algo de decepción, que lo que sonaba tan natural era en realidad algo planificado, producto del ensayo. La diferencia estaba en que en este caso, escuchaba a Joan Manuel cantar señora, aquellas pequeñas cosas o mediterraneo, viéndole directamente a la cara y no desde los tejados del teatro.

Que yo recuerde, ha sido la única vez que he visto a artista alguno dos  veces en una misma gira. Y puedo decir, ahora, mientras escucho uno de sus viejos discos, que lo disfruté por partida doble.