jueves, 2 de febrero de 2012

Mediodía en París (notas sobre la ciudad luz escritas bajo las sombras de Corpoelec)


1.    Ciudad Luz

Llegando de la Ciudad Luz se me ha quemado el monitor de mi computadora de la oficina. El que me ha vendido uno nuevo, luego de valorar que la reparación no se justificaba por la pequeña diferencia en costo respecto de la compra de uno nuevo y más grande- dice que ha sido seguramente por las fluctuaciones en la luz – en la energía eléctrica ha querido decir-. Y vaya que las ha habido en los veinte años que separan mi anterior visita a Paris de esta más reciente.

“Moral y luces son nuestras primeras necesidades”, dijo el padre de la patria, y nunca tanto como ahora fueron certeras esas palabras.

2.    París era una fiesta

La primera vez que fui a París fue en una semana santa, la de 1991.

El viaje había comenzado el año anterior, porque José Enrique y Loli me habían dado en los meses finales de 1990 un catálogo de la agencia Mundo Joven (una agencia de turismo especializada en viajes para menores de 28 años, aunque también organizaba algunos paquetes exclusivamente para “adultos mayores, asumo que por aquello de la “juventud prolongada” de la que tanto se habla en Europa, y me imagino ahora se hablará más por lo del cambio de edad en las fechas de jubilación) con la advertencia de que tenía que reservar con tiempo, de ser posible al llegar a Alcalá de Henares en enero de 1991, el plan que escogiera para las vacaciones, pues en caso contrario corría el riesgo de quedarme de Rodríguez, condenando a una semana santa madrileña , lo que visto así en la distancia y desde la perspectiva caraqueña, tampoco me suena nada mal.

Antes de partir de Caracas estudié el catálogo como el devoto que asume el turismo internacional como su religión, aunque debo confesar que también me detuve en los viajes a las distintas regiones de España, los que finalmente nunca tomé a través de la agencia sino como viajero individual en tren o autobús.

Al llegar a Alcalá me apresuré a conseguir el nuevo catálogo de la agencia y a divulgar sus virtudes entre los compañeros de clases. Mi decisión ya estaba hecha: me iría toda la semana santa a París, sin más distracciones y ajetreos. Al principio varios compañeros y compañeras de clases se decantaron por el mismo viaje que yo había seleccionado, pero al paso de las semanas fueron modificando las reservas que habían hecho, cambiándose a viajes que en el mismo tiempo abarcaban otros destinos. Unos se cambiaron a un paquete que incluía por prácticamente el mismo costo París y Londres, otros tomaron un paquete que incluía Paris- Bélgica y Países Bajos (así le llamaba la agencia, lo de Holanda al parecer se usaba sólo para mencionar el origen del “queso de bola”). Al final, cuando se acercaba la fecha del viaje y había que pagar la porción restante para asegurar el cupo (el paquete completo, bus Madrid-Paris, hotel, desayunos, un bolsito y una guía, además de un paseo por la zona del Loira, salía por unas 17.000 pesetas!), me quedé como el único del grupo que se había decantado por pasarse la semana santa en un único lugar.

La verdad, aunque me atraía la posibilidad de viajar a otros lugares, tenía la expectativa de ver tanto en París que seriamente nunca consideré ninguna de las otras opciones. Había vivido los años recientes iluminado por el cine francés que proyectaban en la Cinemateca Nacional y el Cine Prensa. Había escuchado hasta la saciedad – y para sorpresa de amigos y familiares que no entendían tal inclinación- música francesa desde Aznavour hasta Jarré, pasando por Brel y compañía, y mi madre me recordaba de vez en cuando a sus antepasados – que obviamente también eran míos- franceses, hecho que explicaba el que una mujer nacida el Altagracia, Estado Nueva Esparta, fuese blanca transparente y con el cabello claro. París no era una opción, era un destino.

La chica que nos atendía en Mundo Joven estaba al tanto de todo lo que ocurría y el día que fui a llevar el último pago me preguntó si no quería cambiarme a alguno de los otros planes, que estaba al tanto que todos los otros y otras que se habían inscrito inicialmente conmigo se habían cambiado, y que aún había algunos cupos disponibles en viajes que combinaban dos o más países. Le respondí que no, que me quedaría solo, que quería estar toda la semana santa en París. Entonces me comentó, con un gesto pícaro que no entendí  hasta días después, cuando el viaje ya había iniciado, que ya que viajaría solo, me buscaría un “buen grupo” para que pudiera pasarla bien en París.

Para la salida nos citaron como a las 4 de la tarde al final de calle Princesa en Madrid, a donde llegué procedente de Alcalá – tren de cercanías y metro mediante-  con un  morral negro y un bolsito de tela con los 4 trapos que llevaba para la ocasión. Hacía mucha brisa fría y el cielo era azul intenso cuando el autobús arrancó con los viajeros, si mal no recuerdo, a eso de las 5 de la tarde.

Al “buen grupo” al cual me asignó la chica de la agencia podían confundirlo fácilmente con una excursión de un colegio de señoritas. Entre los alrededor de 50 pasajeros del autobús en cuestión, solo éramos del sexo masculino el chofer (un tipo bajito, barrigón, con una chaqueta negra de cuero y lentes oscuros como de los años 70s); el hermano de Pili Puertas, que estudiaba periodismo, creo, y vivía por Entrevías; un arquitecto que me asignaron como compañero de cuarto en París y que viajaba junto a dos amigas- también arquitectas recién graduadas- bastante pijas; otro más a quien no recuerdo específicamente y un chico que subió junto a su hermana  al bus en Burgos, a donde hicimos la primera parada de esa noche.

En ese viaje conocí a Olga Fernández López, a Pili Puertas y a su hermano, y a las hermanas Baños. Pero esa es otra historia, que merece ser contada por separado.



3.    Hoteles parisinos o la memoria como mala consejera

Recordaba con afecto el viejo hotel Home Montmartroise de la calle Chevalier de La Barre, a donde nos alojó la agencia Mundo Joven a nuestra llegada a París, la mañana siguiente a nuestra salida de Madrid y luego de parar en Burgos, en San Sebastián, y en una estación de gasolina a la afueras de nuestro destino, a donde tomamos un desayuno de aspiraciones americanas. Todavía conservo la tarjeta que me daba acceso a la habitación, en el último piso del hotel, y desde cuya ventana tenía una vista privilegiada de los tejados de París.

Cuando comencé a planificar el viaje de vacaciones familiares de este último fin de año, ya con la decisión de recibir el año 2012 en la capital de Francia, me apresuré a averiguar por internet si todavía existía ese hotelito de 4 plantas y 3 estrellas, ubicado en un callejón a los pies de la basílica del Sacre Coeur.

Por no hacerle caso a la canción aquella que reza que “donde has sido feliz no debieras tratar de volver...” me encontré con que el Home Montmartroise aún existe y que las imágenes que lo describen parecieran haber sido tomadas veinte años atrás. No han gastado un centavo en mejoras, lo cual puede ser muy bueno para la nostalgia, pero pésimo para el negocio.

Luego de revisar una parte de las interminables críticas negativas de diverso calibre, me encontré una crítica positiva – creo que la única que vi- que resume toda la situación. Alguien que durmió allí le recrimina a los otros que opinan negativamente diciendo “pero ¿que coño esperaban encontrar por lo que cuesta una noche en este hotel?...”

Visto lo visto, alquilé un apartamento en el 22 de la Rue Pastourelle, al norte del Marais, lo cual terminó siendo una muy buena decisión. Eso sí, cuando llevé a la familia a conocer la iglesia del Sagrado Corazón y a ver la ciudad desde arriba, no dejé de sonreír al reconocer al viejo hotel y recordar que ahí fuimos felices alguna vez.



Estas historias continuarán...