miércoles, 28 de marzo de 2012

Covers: reescribiendo un cuento de Ednodio Quintero

Siempre quise estar en una banda, un grupo musical, aunque desde siempre supe que no tenía el más mínimo asomo de talento para ello. Nunca se me ha dado el cante y a pesar del dinero desperdiciado por mis padres en clases de música e instrumentos, no se tocar nada más allá del timbre de la puerta. Ni siquiera se me dió el baile. Se tiene o no se tiene, es un hecho, y decir lo contrario asumiendo la perserverancia como paliativo no es más que una distracción de la realidad. No pasa nada, pero igual me hubiese gustado estar en una banda, no de esas famosas, sino de esas de patio de colegio, de plaza y fiesta de barrio, de matatigres con poco oficio que hacen covers, versiones para decirlo en cristiano, de las canciones que les gustan, no se, tocar en la fiesta profondos de los graduandos de bachillerato como si fuera lo mismo canciones de Cerati, Police y los Beatles, sin que nadie recuerde pasadas dos horas del final del guateque quien tocaba aquella música o generaba aquel ruido.

Hubo un tiempo en que hacer versiones era toda una industria. Por ejemplo, aqui en Venezuela grupos como los Darts o los 007 hacían versiones de canciones de grupos ingleses y norteamericanos en los 60s traducidas al español, o mejor aún, hacían versiones que mantenían la música y el ritmo, tal vez algún verso o estribillo, pero ante la imposibilidad de la coexistencia de los ritmos con el traducir literalmente los éxitos del extranjero, debían escribir nuevas letras, que sonaban parecidas a las versiones originales, pero con palabras y significados totalmente diferentes. Y para mi gusto, algunas resultaron incluso mejores que las originales. Ya por los 80s me gustaba mucho un grupo cuya única finalidad era tocar en pequeños locales nocturnos, Electrodos era una banda de covers donde cantaba Pedro Castillo, entonces en el tope de la popularidad con Aditus, que mataba tigres algunas noches tocando canciones de Police, Asia, Yes y otros grupos en boga en aquellos primeros años de la universidad.

Todo este cuento viene al caso porque en estos primeros meses de este año he retomado una vieja costumbre, algo que solía hacer décadas atras: covers de los cuentos que me gustaban. En la opción más frecuentemente seleccionada, solía copiar una primera frase o incluso un primer párrafo y a partir de allí escribía de nuevo la misma historia o trataba de hacerlo, porque comúnmente terminaba contando otra cosa. Una opción más sofisticada de este entretenimiento consistía en extraer del cuento original algunas partes, frases sueltas, y luego procedía a reescribirlo o a escribir una nueva historia usando los elementos tomados del cuento original. Es un simil de las grupos de música de patio de colegio, tocando versiones de las canciones que les gustaría componer. Al final, de una forma o la otra, uno de deja de tratar de hacer lo que quiere.

A modo de ejemplo del resultado de esos divertimentos y más concretamente de uno reciente, de este mismo año, voy a poner en estas páginas un caso de lo que explico. Como más de la mitad de los lectores de este blog provienen de otras tierras y no tuvieron la suerte de que les pusieran a leer en bachillerato a Ednodio Quintero, escritor venezolano nacido en 1947, me voy a tomar la libertad de colocar primero el cuento origen de todo este asunto y luego, la versión de este "músico de viernes por la noche".

La Muerte Viaja a Caballo. Ednodio Quintero (1974)

Al atardecer,sentado en la silla de cuero de becerro el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, fragil y alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró a la sala. Y con gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó la escopeta.
A horcajadas en un caballo negro, por el estrecho camino paralelo al rio, avanzaba la muerte en un frénetico y casi ciego galopar. El abuelo, desde su mirador reconocío la silueta del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron la linea ímaginaría del patio. Y el abuelo que había aguardado desde siempre este momento disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete, con el pecho agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre si´mismo y cayó a tierra mordiendo el polvo acumulado en los ladrillos.
La detonación interrumpió nuestras tareas cotidianas, resonó en el viento cubriendo de zozobra nuestros corazones. Salimos al patío y, como si hubiéramos establecido un acuerdo previo, en semicirculo rodeamos al caído. Mi tío se desprendió del grupo, se despojó del sombrero, e inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel desconocido, lo volteó de cara al cielo. Entonces vimos, alumbrado por los reflejos ceniza del atardecer, el rostro sereno y sin vida del abuelo.


Cover: La Muerte Viaja. Gonzalo Tovar (2012)

Con el permiso – y espero que el perdón- de Ednodio Quintero
Al atardecer, sentado frente a la pantalla de plasma de cuarenta y seis pulgadas en una silla de cuero modelo mariposa, diseño del arquitecto Bonet, mientras miraba con el desgano propio de un jubilado una vieja película de vaqueros, creyó ver una figura alada, oscura, frágil, que se alzaba zigzagueante desde la ventana hasta la lámpara encendida en el centro del techo de la sala. Aquel presagio le hizo recordar una vieja lectura de décadas atrás y trató, torpemente, de levantarse de la silla, intentando adelantarse al desenlace que creía conocer, pero enseguida recordó que nunca había habido armas en aquella casa y momentáneamente no supo qué hacer, hundido de nuevo en la silla marrón, sin respuestas frente a la contingencia.
-          Razón tenían quienes me dijeron que leer tantas vainas raras terminaría haciéndome daño.
Un joven Clint Eastwood cabalgaba frenéticamente, vestido íntegramente de negro sobre una montura del mismo color por un estrecho camino paralelo a un río, directamente hacia la cámara, mientras el sonido dolby home cinema con seis cornetas envolventes abrazaba todos los objetos en el cuarto. El abuelo, todavía hundido en la silla de cuero, reconoció en el televisor la imagen de su enemigo y luego de pararse de la silla marrón, no sin dificultad, dio un pequeño salto por encima de los cojines y se atrincheró detrás del sofá negro, con las manos desnudas, clavando las uñas en las rendijas del parquet y apretando la mandíbula hasta hacer rechinar los dientes. El abuelo, a pesar de que había aguardado desde siempre este momento, no sabía qué hacer, dominado por el miedo y sin medios para defenderse, optó por lanzar, ciegamente, sin ver hacia el objetivo que se acercaba a toda velocidad, el pesado cenicero verde y rojo de ICET arte murano, una de las pocas cosas de la vieja casa de Caracas que aún decoraba la sala de la familia en Brooklyn.
El estallido nos hizo bajar a saltos por las escaleras y, sin acuerdo previo, pararnos en semicírculo rodeando al caído. Mamá se separó del grupo e inclinándose sobre la víctima del impacto, la tomó por los extremos firmemente, sacudiéndola, primero, y frotándola, luego, en el lugar en el que presumíamos había recibido el golpe,  mientras apretaba frenéticamente los botones del control remoto, a la vez que pateaba hacia un lado de la sala los trozos de vidrio verde.
Entonces vimos reaparecer la imagen en la pantalla de plasma, que era el centro de nuestro hogar. El abuelo, viejo actor retirado, que durante años se había vanagloriado de sus papeles como extra en películas del lejano oeste, yacía vestido como un campesino mexicano con la mirada perdida hacia el cielo y la boca abierta, mientras el jinete vestido de negro lo remataba de un disparo.  
Lee Friedlander. Tomado del Blog de mi cuñado, Ricardo Armas (entre ojos)


lunes, 19 de marzo de 2012

W Eugene Smith o por qué este blog se llama como se llama

Este blog se llama como se llama porque una mujer de Deleitosa, España, le contestó al fotógrafo W. Eugene Smith en 1950 que "cuando ella cerraba los ojos, todo lo que miraba era suyo...". Aqui va un pequeño homenaje a uno de los más importantes fotógrafos del siglo XX:

Deleitosa

Sus hijos "camino del paraiso..."


Chaplin


Pittsburg

Su casa en distrito de las flores NYC


En su apartamento de NY

Gales

Pittsburg

Deleitosa

Eugene Smith en sus últimos años





jueves, 15 de marzo de 2012

Tardes con Cruz-Diez (Mediodía en París, parte 2)

Aprovechando la visita familiar a París del pasado mes de enero, programamos -luego de mucha insistencia familiar- una visita a Carlos Cruz-Diez, artísta venezolano de amplio reconocimiento internacional, residenciado en Francia desde hace unos 50 años y una de las voces más importantes del movimiento cinético, que tanta fuerza tuvo décadas atrás - especialmente en Europa- y que en años recientes ha resurgido entre la crítica, incluso en los Estados Unidos en donde "los cinéticos" nunca fueron de muy alta estima, con una importante revalorización de las obras y de los artistas que las crearon, a través de múltiples exposiciones, publicaciones e incorporación de obras en espacios públicos.

Desde la perspectiva de los venezolanos que tuvimos nuestra infancia en el período de la "Gran Venezuela", el arte cinético era "el arte moderno", con toda la carga ideológica que ello implica y, por supuesto, fue parte muy importante de nuestra educación sentimental. El país que se soñaba moderno o que al menos tenía aspiraciones de serlo se mostraba, entre otras cosas, a través de un conjunto de artistas que eran referencias internacionales, con trabajos expuestos en importantes museos del mundo u obras instaladas en edificios y espacios públicos de los 5 continentes, y que eran una prueba viviente que el país podía generar motivos de orgullo patrio más allá del petróleo, los boxeadores, las misses y los jugadores de pelota.

Yo, con lo apátrida que suelo ser, no pude evitar sentirme orgulloso hace 20 años al notar que en el techo sobre la entrada del Centro Pompidou estaba una obra azul de Jesús Soto y que en su colección permanente, la más importante en Europa de arte moderno, en el  mismo piso que los Picasso y los Magritte, estaban en paredes enfrentadas, mirándose una a la otra, obras de Jesús Soto y de Carlos Cruz Diez.

Carlos Cruz Diez décadas atrás en Caracas, junto a una de sus obras, hoy muy deteriorada.


Carlos Cruz Diez trabajó como diseñador gráfico y como ilustrador - antes de su partida a Francia- en diferentes publicaciones, como Elite y El Farol, junto a mi suegro, Alfredo Armas Alfonzo, con quien le unió durante décadas una entrañable amistad, aderezada con oporto y pescados con crema preparados por Aída, la abuela de mis hijos. Para Patricia, Cruz-Diez fue un personaje casi cotidiano durante su infancia y juventud temprana, aunque tenía muchos años sin verle. Por ello sólo nos bastó una llamada telefónica para hacer una cita en su apartamento de París, a donde nos recibió rodeado de sus hijos y de sus colaboradores.

Organizamos las tareas de ese día pensando en la visita que habíamos programado para esa tarde, ubicamos en el plano la calle donde Cruz Diez ha vivido desde los años 60s y buscamos otras cosas que hacer o lugares cercanos de interés para asegurarnos de estar cerca de allí desde temprano y llegar puntuales a la hora acordada y allí llegamos, empujando el coche de "La Tere" por la cuesta que lleva al portal del edificio y halando del brazo a Diego, a quien habíamos adoctrinado previamente, haciéndole saber que  aquel que conocería ese día era una persona muy importante y había sido uno de los mejores amigos de su abuelo.

aeropuerto de Maiquetía


Supimos reconocer cuál era el edificio al ver el viejo letrero -perfectamente conservado- de la carnicería en la planta baja, legado de los antiguos ocupantes del local, desde hace años sede de uno de los talleres del artista, que tiene varios espacios de trabajo en esa misma calle, además de la sede de la Fundación Cruz-Diez y su propia casa de habitación, justo encima de la carnicería en cuestión.

Las personas talentosas, creativas, con independencia de su simpatía, suelen tener un aura, un carisma particular que hace que de una u otra forma nos interesemos en ellas. Si ello lo combinamos con la enorme simpatía de "el maestro", como le suelen llamar quienes trabajan con él, así como la energía que irradia al comentar todos los proyectos en los que a sus alrededor de 80 años sigue involucrado (Corea, Argentina, Miami, Boston, Texas, Paris...), nos enfrentamos sin duda a una personalidad encantadora, que enriquece la vivencia de los momentos que compartimos con él y nos impulsa a ser mejores .



Cuando esa noche de enero del 2012 caminamos bajo un llovizna aquella calle de París rumbo al apartamentico del Marais adonde ibamos a dormir todas las noches, luego de pasar la tarde con el maestro y de visitar sus talleres y espacios de trabajo, llevábamos bajo el brazo, junto a una gráfica dedicada de su puño y letra a "Patricia y su combo" -familia cercana de una que está en la pared junto a la computadora de mi oficina y de otra que luce en la sala del apartamento del Altolar- la esperanza de que Lucía, Diego y Teresa hubiesen aprovechado cabalmente aquella experiencia enriquecedora, la oportunidad de conocer a un artista y su espacio vital, un artista que es un pedazo de lo mejor de aquel país lleno de defectos, pero que tenía como slogan "un país para querer".