martes, 22 de enero de 2013

En la ciudad de la furia

El tipo golpeaba fuertemente con su mano el vidrio derecho del carro. Sus huellas deben seguir ahi, un día despues, entre la gruesa capa de polvo que recubre integramente al Volkswagen. Ese que manejo de vez en cuando, solo cuando debo ir, como ayer, a una zona de la ciudad diferente de donde duermo y trabajo, no es un auto lujoso, tampoco es un modelo de años recientes, además tiene varios golpes y raspones visibles que contribuyen a su imagen proletaria, que hace justicia a la tradución de la marca, el carro del pueblo. Una imagen promovida exprofeso, en una ciudad donde la conseja popular indica que es mejor "pasar agachado".  
 
El tipo golpeaba el vidrio con una mano mientras con la otra trataba de abrir una puerta que estaba cerrada, afortunadamente, con seguro. Entre un intento y otro me hacia señas, y vociferaba, mientras los conductores de los carros vecinos tocaban repetidamente la corneta, tratando de llamar la atención de alguien inexistente - la autoridad- o provocar la huida del motorizado ante la sensación de inferioridad numérica.
 
Quería el anillo, la alianza de matrimonio que uso desde hace poco más de 18 años.
 
Traté de explicarle al parrillero de la moto, el tipo que golpeba mi carro, que el anillo no sale de mi dedo, ni siquiera usando jabones o cremas, pero el tipo no tenía ganas de entender, no se si alguna vez habrá entendido algo o, tal vez, por lo contrario, estaba ahí golpeando las ventanas o soltando una patada hacia la puerta justamente porque ha entendido el mundo en que vivimos, la ciudad en la que estamos.
 
No es fácil hacer entender por señas, gestos y voces que se entremezclan con el corneteo de varios carros, a la espera del cambio de semáforo o la aparición de un policía de esos que poco se ven en Caracas o que cuando se ven infunden más temor que los propios delincuentes, que quien fue a buscar ese anillo (junto a una pareja de idéntico tamaño pero con distinta inscripción) a donde un joyero muy entrado en años, que trabajaba dos décadas atrás desde su propia casa, de Pinto a Miseria, a la vuelta de la esquina de la avenida Fuerzas Armadas, pesaba entonces unos 20 kilos menos y, en consecuencia, tenía los dedos bastante más flacos que ahora.
 
Patricia perdió el suyo en circunstancias afines, hace ya 16 años. Un tipo la amenazó con un palo, a plena luz del día, a las puertas de la estación del metro de Los Dos Caminos. Tenía, creo, siete meses de embarazo de Lucía, quien ya está este año graduándose del bachillerato.

El tipo se cansó de golpear el vidrio o de intentar abrir la puerta, soltó un golpe final o una patada, no se bien, que retumbó dentro del carro y apagó el grito que lanzó al aire y se fue gesticulando dentro de una nube de humo. Se fue a buscar otra víctima con menos historias, un trámite más sencillo.

La señora del carro de al lado me preguntó entonces, entre señas y gestos, si los tipos querían el teléfono. Le respondí que no, que solo querían el anillo. "Que raro, siempre quieren el celular", me dijo la señora, 60 años, tal vez, poco maquillaje, cabello castaño arreglado, antes de comentarme, ya en una conversación de ventana a ventana, con los vidrios abajo, con la adrenalina reubicándose por todo el cuerpo "¿será que estaba pensando casarse?