lunes, 25 de febrero de 2013

explicando la inflación, o la economía sentimental

Mientras venimos en el carro desde el colegio hacia la casa, en plena hora del almuerzo, en la hora de las colas y del calor de la exsucursal del cielo, en el programa de la radio un economista habla de la inflación y de las diferencias entre las cifras oficiales y la percepción de los ciudadanos de a pié. La devaluación de la moneda, un mal endémico que vuelve a repetirse por enésima vez en las últimas tres décadas es un tema de portada en todos los periódicos del país. Diego -mi hijo de 8 años- me pregunta algo sobre el tema que comentan en el programa, pero casi de inmediato pide que le baje el volumen al radio y que mejor nos dediquemos a algún otro asunto más interesante, como las navidades o la posibilidad de ir algún día a conocer el parque de Disney en Orlando.
 
Pero yo, en medio de las colas de los padres que buscan a sus hijos en los colegios de Las Mercedes - a medio camino entre la escuela de mis 3 hijos y nuestra casa- me quedo pensando en cómo explicarle lo de la inflación a un niño de 8 años y que se entienda el enorme cambio que hemos vivido quienes hemos estado en estos lares las últimas décadas.
 
Lo primero que hay que explicar es que los precios de antes no eran iguales a los de ahora, que nuestra moneda ha extraviado 3 ceros en un intento vano de restarle dramatismo a la pérdida de poder de compra de esos papelitos en los cuales los héroes patrios y algunas especies animales características del país son manoseados sin descanso, a la par que devaluados. Y aclarado lo anterior, traté de explicarme haciendo un repaso de los precios asociados a los hechos trascendentes de la vida de uno.
 
Mis padres compraron su primer apartamento, en el edificio Issa, de Santa Bárbara a Canonigos, en el centro de Caracas, en los mediados años 60s, por la suma de unos 80.000 bolívares, es decir, 80 bolívares de los de ahora, más o menos lo que le daba a Lucía, la mayor de mis hijas, para ir a ver una película al cine hace unos seis meses atrás, porque ahora con menos de 100 no se conforma, ni porque alguno de sus amigos le invite la entrada.
 
Cuando yo era pequeño, mi papá compró un terreno de 11.000 metros cuadrados en la isla de Margarita pensando en algún día construir una casa que nunca hizo, por 3500 bolívares de entonces, es decir, 3,5 bolívares de los de ahora (iba a usar la denominación oficial, Bolívar Fuerte, pero en un ataque de pena con risa me he detenido a tiempo de hacer en ridículo) lo que yo acabo de pagar por una hora de estacionamiento.
 
A mediados de los 70s, en la misma época en que compró el terreno de Margarita, Papá bajó desde Caracas al mercado de La Guaira en su Chevrolet Caprice 1970 color vinotinto a buscar unos pescados y, luego de encontrarse con un familiar que tenía un carro nuevo y acompañarlo al concesionario Veneauto, que funcionó durante muchos años en la Avenida Soublette, frente al mar, regresó a la casa con el pescado y un flamante Chevrolet Caprice Classic color blanco con techo de vinil negro modelo 1974 que costó la pequeña fortuna de 40.000 bolívares, es decir, menos de la mitad de los que costó anoche una pequeña caja de pastas secas en la panadería que Teresa, mi menor hija, debía llevar hoy a una fiesta de navidad en su colegio.

Un año antes del evento del cambio de carro, mis padres habían decidido mudarse del apartamento en el edificio Issa a una quinta en Los Chorros, por la que pagaron entonces 165.000 bolívares, es decir, lo que me costó hoy un helado familiar y unas galletas que compré para la misma fiesta colegial en cuestión, pero ahora como aporte de Diego, mi otro hijo.
 
Cuando terminé el bachillerato, a mediados de los años 80s, las mensualidades del Colegio Santiago de León de Caracas alcanzaban, más o menos, los 700 bolívares, es decir, 0,70 bolívares actuales, un monto insignificante al punto de caer dentro del carro sin justificar mucho esfuerzo en su búsqueda. Cuando entré a la universidad algunos de mis compañeros de clases me señalaban porque recibía de mis padres una mesada muy generosa para pagar el transporte y los almuerzos, unos 25 bolívares diarios, cifra para la cual hoy no hay moneda tan pequeña en nuestro cono monetario.
 
Todavía en los años 80s el cine comercial costaba 10 bolívares por función y en la Cinemateca Nacional pagábamos 4 bolívares los estudiantes, cifras para las cuales tampoco hay hoy moneda de tan baja denominación para pagar con exactitud. Con el premio de la Bienal Pocaterra completé el dinero para comprar mi primer carro en 1988, un VW escarabajo que me costó 20.000 bolívares, lo que vale hoy una empanada y un jugo en la cantina del colegio de mis hijos.
 
Cuando terminé la carrera, hace poco más de 20 años, cobraba a la Universidad Simón Bolívar como investigador la cantidad de 11000 bolívares por mes, es decir, menos de lo que cuesta hoy un cachito de jamón en la panadería de por mi casa. Cuando me fui a España a hacer el postgrado me llevé la pequeña fortuna de 80.000 bolívares, que había ahorrado luego de tener hasta tres trabajos en simultáneo y  casi ningún gasto, como corresponde a un señorito recien graduado que vive en casa de sus padres. Aquellos bolívares, que entonces equivalían a 160.000 pesetas, no alcanzan hoy para comprar una entrada para el cine.
 
Compré mi primer auto nuevo en 1992, a mi regreso de España, un Fiat Uno motor 1.6 con el que salí flamante de una agencia que quedaba en la Avenida Principal de Las Mercedes. Ya la inflación y las devaluaciones comenzaban a hacer estragos, pero aún así aquellos 525000 bolívares de entonces no alcanzan hoy para comprar los dos cartuchos de la impresora de inyección de tinta de mi casa.
 
Patricia y yo nos casamos en 1994 y nos mudamos a un apartamento en La Carlota por el cual comenzamos pagando 45000 bolívares al mes, es decir, lo que hoy compra 20 fotocopias en la papelería que está junto a mi oficina. En 1997, hace solo 15 años, compramos nuestro anterior apartamento de Bello Monte por 25 millones de los de aquellos días, dinero que ahora solo alcanza para pagar el seguro de un año de los autos de la casa. En esos mismos años finales de los 90s compré un Renault Twingo que costó poco más de 5 millones de bolívares de entonces, y por el cual pagué una inicial de 3 millones, una cantidad que hoy no alcanza para pagar el mercado quincenal que hacemos en la casa, y el cual languidece a los 10 días ante las quejas de la falta de pan de sandwich o de jamón o queso.
 
Siempre he sido aficionado a las plumas fuente. Escribo con plumas fuente desde que estaba en primaria, porque tuve la oportunidad de usar las que mi papá no usaba y quedé enganchado con ese vicio. A comienzos de la década pasada compré una Montblanc Boheme con plumín de oro blanco y apliques de platino por 165.000 bolívares, dinero resultante de haber culminado un trabajo. Con ese dinero hoy en día puedo pagar una lavada del carro de la casa, eso sí, sin ser muy generoso en la propina a los muchachos encargados del secado del vehículo. Tambien podría pagarme un corte de cabello en una barbería de medio pelo en Sabana Grande, no en esas, más caras, que se ubican en los centros comerciales.

Estoy llegando a mi casa, dejando atrás las colas, y escucho a un diputado decir flamantemente y que sin se le arrugue una sola pestaña que no entiende por qué tanto ruido por una devaluación del 46%, si su abuela nunca vió un dolar y fue absolutamente feliz durante toda su vida. Me imagino que su padre, el hijo de la señora que nunca vió un dolar, no se tomó el trabajo de explicarse que es eso de los que hablan tanto en estos días nuestras radios.
 
 
 
 

viernes, 1 de febrero de 2013

Ciao Bella ( a propósito de las vacaciones de fin de año)

Italianos eran los dueños de la pastelería donde me comía los canoli de crema en mis primeros años -flequillo hasta cubrir las cejas, pantalón justo sobre la rodilla, botas de cuero encima del tobillo, dejando a la vista las medias blancas-, un local con vitrina a la calle bajo una marquesina curva, de pisos y paredes de marmol negro, granito y espejos con detalles de bronce, letrero de neón dentro del ventanal, que quedaba a mano derecha bajando por la avenida Norte 1 a medio camino desde donde hoy está la Biblioteca Nacional rumbo a la esquina de Las Ibarras, en las proximidades de la avenida Urdaneta de los primeros años 70s.

Italianos eran tambien los dueños de la mueblería -ubicada en la misma calle Norte 1, un poco más al sur, a la vuelta de la esquina de la sede de la logia masónica-, donde mis padres compraron mi cuna y la de mi hermano, italiana esta última, claro está.
 
En aquellos días en los que desde la ventana del apartamento se veía levantar la torre del Banco Central, por los pasillos del edificio Issa, la primera vivienda en propiedad de mis padres, entre las esquinas de Santa Barbara a Canonigos, podía escucharse -entre otras cosas- a Nicola di Bari, Domenico Modugno y luego mis primas escuchaban a Alejandro Cocciante. El constructor del edificio, un ingeniero de origen italiano llegado en la postguerra a la entonces próspera Venezuela, vivía en el penthouse del edificio bautizado con su apellido.
 
Italiano era el sastre de la esquina, la señora de la mercería, italiano el barbero de los primeros cortes de cabello, ubicado al lado de la pescadería, enfrente del edificio en donde vivíamos,  barbería en la que tambien me compraban carritos de metal como premio por haberme portado bien o en generosa contribución de mi tío memé.
 
Italianos eran los vecinos de enfrente cuando mis padres compraron la casa de Los Chorros, en 1973 y nos mudamos al este de Caracas. Daniele y no Daniel se llamaba el niño con el que jugaba en la casa -paredes grises, ventanas con geranios, jardín pequeño al frente- en la que probé, en un cumpleaños infantil, el proseco por primera vez.

Italiano era el señor Amadeo, que me recogía en mi casa de Los Chorros y me llevaba al colegio, primero en un microbus Mercedes con detalles de madera y plástico beige en su interior, y luego en un autobus Ford, más grande, hasta que entré en el bachillerato y pedi a mis padres me dejaran ir en las camioneticas por puesto.
 
Italianos eran los dueños de la panadería de la Avenida El Rosario de Los Chorros - un reducto de emigrantes europeos, españoles, italianos, portugueses, checos, húngaros, que se acomodaron en callecitas alrededor de la avenida por la que entonces apenas si pasaban carros- a la que iba cada tarde a buscar los panes de a locha por encargo de mi madre. En el sur de Italia fueron a morir en un terremoto, pocos meses despues de haber vendido la panadería y de despedirse con bombos y platillos del vecindario rumbo a su tierra natal, hace ya más de tres décadas. 

Entonces, algunos de mis amigos o los de mi hermano se llamaban Daniele, Luigi, Giovanni, Giuseppe, Maurizio, Freddy.
 
Italianas eran las botellas de vino Lambrusco que vendían en Margarita por dos bolívares de los de antes. Italianas eran la botellas de Chianti que vendían en la zona franca por cuatro bolívares de entonces. Italianos los chocolates de Ferrero que me comía derretidos por el calor neoespartano en mis vacaciones de agosto. Italiana la ropa que compraba en el minicentro, en la Avenida 4 de Mayo de Margarita y con la que solía ir a clases durante el año.

Italiano era Bruno, el mecánico bonachón que me arreglaba en su electroauto de la avenida principal de Los Ruices mi primer carro, a finales de los ochentas. Italiano, un Fiat UNO CSE, fue el primer carro que saqué de una agencia forrado en plásticos y con olor a nuevo, una vez graduado de la universidad y a la vuelta del postgrado en España.
 
Italiano era - y es - Victorio, Vito para los amigos, el barbero que me cortó el cabello durante largos años en la Avenida El Rosario, primero, luego en Montecristo y despues, de vuelta en la avenida el rosario. Vito fue el barbero que afeitó gratis a todos los vecinos que desfilaron por su negocio el día que Italia ganó el mundial de futbol de 1982. Italiano era el zapatero que trabaja en el local vecino del primer local de la barbería de Vito. Italianos eran tambien los barberos de la barbería Roma de Los Dos Caminos, a donde comencé a cortarme el cabello cuando me casé con Patricia y me mudé de la casa de mis padres.
 
Italiano era el traje con el que me casé. El mismo con el que se casó luego mi hermano. Italiana era la corbata que usé entonces y tambien los zapatos.Italiana era la correa de Ermenegildo Zegna que me compré durante la luna de miel y aún uso casi a diario.
 
Italianos eran los dueños del edificio a donde nos mudamos Patricia y yo al casarnos, en la avenida principal de La Carlota - un concentrado de italianos, españoles y portugueses y uno que otro francés al sur de la avenida Francisco de Miranda en el este de Caracas-. Italiana la señora Cleila, nuestra vecina de entonces, italianos casi todos los que vivían en el edificio. Italianos los del automercado París, a la vuelta de la esquina del edificio, que me vendían pecorino romano, parmesano reggiano, mortaleda con pistacho, pandoro y galletas de amaretto. Italianos los dueños de la pastelería Doris, entonces allí mismo, en la planta baja del edifico Guarimba, a la vuelta de la esquina del extremo norte de la Carlota- a donde mi madre me compraba las tortas de fresa con crema para mi cumpleaños. Italianos los dueños de la pastelería Las Nieves a donde le compraban las tortas San Honoré a mi hermano.Italiano el señor del camión de los helados Dolomiti que pasaba por la esquina de mi casa.
 
Italiano el Vecchio Mulino, el restaurant al cual solían llevarnos mis padres los fines de semana. El mismo restaurant de la Avenida Solano López al cual fuimos tantas veces Patricia y yo cuando nos mudamos a Bello Monte. Italianos eran el da Vito, la Sarten de Plata y el Da Guido. Italiano era el restaurant de la Casa de Italia, en La Candelaria. Italiano, al menos en parte, el restaurant da Pipo, al cual ibamos con José Enrique en los primeros años noventas. Italiano era el restaurant Rex, a donde ibamos a almorzar los sábados al mediodía Patricia y yo luego de revisar los negocios del centro de Caracas en busqueda de viejos juguetes de metal en los últimos años del siglo pasado.
 
Enrico, Carlo, Annella, se llaman algunos de los hermanos de Patricia, como herencia de la pasantía italiana de los Armas Ponce en los lejanos años 50s.
 
Italianas, Candy si mal no recuerdo, eran la cocina, el horno, la campana y el fregadero de la cocina que remodelamos en el primer apartamento que compramos Patricia y yo. Italiana es la pluma Montegrappa modelo Fortuna con la que estoy escribiendo estas líneas.
 

¿Como no sentirse uno en casa entonces, nada más bajarse del avión en el aeropuerto de Roma? ¿Cómo no pegar la nariz a las vitrinas de las pastelerías como las que hubo y ya casi no quedan en Caracas? ¿Cómo no pensar en un deja vu cuando la carta y la decoración del restaurante de nuestro hotel en Roma, ahí, a tiro de piedra de la Villa Borghese, se parecía tanto a dónde comiamos décadas atras en esa Caracas que ya no existe?