sábado, 27 de diciembre de 2014

Regalos de navidad

Mis tres hijos ya han abierto sus regalos de este año, una muñeca, un caja de auto mercado, con su carrito repleto de productos simulados (casi un chiste cruel considerando el estado de los supermercados venezolanos o podrían interpretarse como un juguete de ciencia ficción, como cuando me regalaban una nave espacial varias décadas atrás), un juego de video de Pokemón, libros y un vale para que Lucía, la mayor, escoja ropa a su gusto.

En la sala de la casa de Colinas de Bello Monte, a la que hemos llegado recién el día anterior de la navidad, han quedado las cajas regadas y los trozos de papel de regalo junto a un pequeño nacimiento italiano, de porcelana, que trajimos de París hace unos años. Este año, por primera vez que yo recuerde, no hay pino de ningún tipo o tamaño en casa, tampoco corona en la puerta. Pero no se nota mucho el desorden, ya que nuestra sala está repleta de cuadros, cajas y muebles, sumando a las cosas que normalmente la llenan las otras cosas que nos trajimos de la oficina cuando no mudamos a Lima hace un año.

Todos en casa se han ido a visitar amigos y familiares y yo me he quedado entre las cajas y las cosas, en el único extremo vacío de la mesa de comedor, tratando de terminar un informe que tengo que entregar en otro país, correo mediante, antes de que el año cierre sus puertas. Suena de vez en cuando el teléfono, preguntándonos por nuestro viaje, por cuántos días nos quedamos, por cómo vemos la cosa, por cuándo podemos vernos para conversar. Ganas de trabajar en estas fechas hay pocas, debo decirlo, y una ciudad en silencio, con nubes y brisa de lluvia, poco ayuda a la concentración. El internet que viene y va y se mueve muy lentamente y una computadora prestada a la que no le funciona bien el teclado tampoco colaboran (la mía anunció su muerte a través de un técnico el viernes pasado, en Lima, negándose a volver a su tierra de adopción y me prestaron la que usó una ex-empleada de mi oficina de Lima hasta hace un año). Se respira tristeza en el aire. Así hemos encontrado a Caracas, triste, y hoy ni siquiera se ve el Ávila ni el cielo azul, los principales atributos que le quedan a la ciudad de la eterna primavera, esa luz que nos acompañó hace pocos días mientras veníamos desde el aeropuerto.

Viendo las cajas regadas por mis hijos me ha dado por recordar lo que me dieron mis padres en las navidades de mi infancia. No tengo el registro de cada año, mi padres nunca fueron muy dados a la fotografía, no hay muchas imágenes de nuestra navidades. Algunas fueron en Caracas, otras fueron en Margarita, pero siempre hubo un regalo al pie de la cama o la hamaca, según fuese navidades en la casa de Caracas o en la de la playa. Pero no había cenas ni eventos importantes. Mis pdres siempre se han acostado temprano, incluso la noche en la que finaliza el año.

A veces llegaban cosas que yo había pedido, otras no. Varias veces me dieron ropa. Temprano, a sabiendas que no había ningún ser sobrenatural que se encargase de los regalos, comencé a escoger los regalos yo mismo, en los días previos a la navidad, pero eso tampoco era garantía de éxito. A veces me compraba yo mismo regalos que luego no eran lo que me había imaginado.

Recuerdo especialmente un año en el cual me compraron un álbum de estampillas forrado en cuero marrón claro y un sobre con 1000 estampillas de todo el mundo. Me lo compraron (yo fui con mi mamá, que le explicaba al encargado, español si mal no recuerdo, que yo a mis 11 años había pedido eso por navidades) en una tienda llamada Filven, Filatelia Venezuela, en la avenida Urdaneta, en el centro de Caracas. Luego volví a esa tienda varias veces, a buscar sobres con estampillas organizadas por países. Recuerdo que me sentaba en el escritorio de mi papá a organizarlas en el álbum y mientras lo hacía me imaginaba como eran los lugares de dónde procedían. Todavía conservo el álbum.

Recuerdo un año donde me compraron mi primer reloj de pulsera, un reloj Oris con la correa de cuero negro con agujeritos que al parecer no salió muy bueno. Era a cuerda y lo usé menos de un año. Mi madre aún lo guarda, espero que me lo de alguna vez. Lo compraron en una joyería que quedaba a una cuadra hacia el este de la esquina de La Torre, en el centro de Caracas. Como ese reloj no salió muy bueno (aunque lo recuerdo muy bonito), al año siguiente me regalaron uno más grande, automático, uno Seiko como de submarinismo, con la correa de plástico negro y el fondo de la pantalla color naranja. Ese Seiko me lo compraron en una joyería a la que íbamos todos los años cuando viajábamos a Margarita, a la playa. Era una joyería un poco extraña, pero así eran muchas tiendas de los primeros años del puerto libre de Margarita: quedaba en medio de la nada, al borde de la carretera, cerca del pueblo de San Juan Bautista. Detrás de la tienda estaba la casa del joyero, mis padres lo conocían de toda la vida. Mi madre también conserva ese reloj que usé varios años, hasta entrado en el bachillerato.

Mi Seiko era similar a este, pero con el fondo color naranja

Un año me regalaron un avión que me compraron en una tienda de la avenida 4 de mayo. Bencamar se llamaba la tienda, me imagino que, como tantas cosas, ya no existe. Afuera, en la tapa de la caja, el avión, un Spitfire de la real fuerza aérea británica, venía pintado de camuflaje y andaba entre las nubes. A mis pocos años siempre me sentó mal que el que venía dentro de la caja no volara y solo hiciese un ruidito al rodar, empujado por la mano de su propietario, sobre el piso de cemento de la casa de mis vacaciones. No recuerdo hasta cuando lo tuve, no se si estará en algún closet de la casa de mis padres.

Otro año me trajeron unos trenes marca Lima, eléctricos, muy bonitos. Mi hermano también tuvo alguno y, en algún momento se quedó con todos, los suyos y los mío.Venían en cajas con varios vagones y tramos de pista, pero también vendían vagones individuales, transformadores y piezas de decoración. Siempre quise hacer una maqueta que pudiese meter debajo de la cama, o colgarla del techo, como vi en un revista de la época, pero nunca tuve la maqueta, aunque la dibujé muchas veces.

Trenes Lima

Algún año, de finales de los 70s completaron el dinero que tenía guardado y me compré una consola Atari con 2 cartuchos de juegos. Alguna vez me regalaron libros. Y ropa. Ropa. Ropa. Alguna vez ya me dijeron que estaba muy grande para eso de los regalos, aunque mi madre nunca ha dejado de regalarme algo. Todos lo últimos años me ha regalado una pluma, que sabe las colecciono. Este año ha ido una Cross de color rojo.

Atari

Llueve en Caracas. Apenas se escuchan carros pasar por la autopista que veo desde la ventana de mi apartamento. No parece navidad. Este año hay muy pocos fuegos artificiales, hay poca publicidad de navidad en las calles, pocos adornos. La gente va con la cara amarrada. hay violencia contenida, hay resignación. Las calles están sucias, las luces alumbran poco, la luz en las calles es amarilla y tenue. Esta mañana vi colas en una venta de electrodomésticos cercana a mi casa, allí venden a precios regulado por el gobierno, pero me explican que la mayor parte del tiempo no hay nada para vender.

Solo voy a estar dos semanas en Caracas, pronto voy a volver a Lima a ocuparme de un nuevo trabajo, pero antes de irme voy a buscar mis dos relojes, el Oris y el Seiko de submarinismo, en casa de mis padres. Verlos funcionar de nuevo sería un bonito regalo de navidad.

  


jueves, 6 de noviembre de 2014

Recordar es vivir


Ella está en un hospital.
Quisiera imaginarlo desde la distancia.
Solo una vez he estado en un hospital en España, pero fue hace mucho, mucho tiempo, el siglo pasado. Solo de visita, un domingo por la tarde, entrando el verano. Solo por una vez, un tío de Olga estaba allí, recién operado, si mal no recuerdo. Estoy seguro de la pared de ladrillos y la luz amarilla de la tarde, pero no sobre quién era el enfermo. Me llamó la atención que dieran pijamas azules con el nombre del paciente y que hubiese que poner pesetas por una rendija al televisor para mirar un rato el telediario o una película. Recuerdo que me preguntaron y respondí que no era como los hospitales de Caracas, tampoco como las clínicas que conocía. Conocía clínicas mejores y peores y hospitales mucho peores.Acaso me recordaba un poco al Hospital Clínico Universitario donde nací y al que iba a veces siendo aún niño.
No sé cómo son los hospitales de Barcelona. Nunca he estado en uno. Mentira. He ido varias veces al hospital de la Santa Cruz, es bonito, pero he ido a ver el edificio, sin imaginarme a los enfermos.

Ella está en un hospital, pero no se en cual.
Quisiera saber si es un edificio grande o pequeño, si queda en el centro o en las afueras. En el ensanche o junto al mar.
Quisiera saber de qué color es la pared frente a la cama. Si está sola en el cuarto o con otros pacientes. Si hay una ventana que mire hacia la calle, si se escucha a los carros pasar, si hay árboles al otro lado de los vidrios o si, acaso, se ve el mar.
Tenía en casa -no en la de aquí, en la otra, la de Caracas- una revista de arquitectura donde había un hospital junto al mar, en Barcelona. Quisiera imaginarte allí, cerca de la arena, aunque muy probablemente me equivoque.
Quisiera que la pared fuese blanca y la ventana grande, que el mar se viese azul, desde la cama, al alcance con solo voltear la cara. Que entrase la brisa cálida desde la playa y que se escucharan las olas golpear contra la arena.
Quisiera pensar que el azul te recuerda el azul de la bahía de pozuelos, que el ruido del mar te recuerde Playa Colorada. Quisiera pensar que puedes imaginar los cocoteros, que puedes ver los ferrys pasar frente a la playa, que puedes contar los tanqueros y los veleros amarrados frente al paseo Colón, como lo hacías desde tu balcón.

¿Te acuerdas aquella vez que nos vimos en Madrid, aquella noche en casa de tu amiga, la que vivía junto a la estación de metro Vinateros? Yo te había recogido en la estación de autobuses y te llevé allí el día anterior. Venías de La Coruña ¿Recuerdas que me diste un sobre al despedirte y me pediste no abrirlo hasta que llegase a mi casa en Alcalá? ¿Recuerdas lo qué habías puesto adentro del sobre?
He fantaseado con esas 5000 pesetas durante casi veinticinco años.
Suelo hablar solo mientras manejo, o cuando camino por la calle o sentado en el baño a media luz. Lo hacía cuando tenía diez años y lo hago aún. No puedo controlarlo. Antes me daba pena al darme cuenta que estaba haciéndolo de nuevo, ahora cada vez menos. A veces soy quien no soy. A veces soy yo mismo haciendo cosas que me tocará hacer más tarde o que ya hice y quisiera haber hecho de otra forma. Hablo con los clientes con los que me voy a reunir al día siguiente, o soy un cantante, o un músico, o un atleta de alta competencia, o un escritor famoso o el ganador del premio gordo de la lotería. Cosas para los que no tengo talento o para las que no hago el menor esfuerzo, como lo de la lotería.
Es difícil ganarse la lotería, más sin comprar un boleto.
Mil veces he hecho listas en mi cabeza describiendo cómo distribuiría el dinero y en todas ellas siempre me veo entregándote un sobre con un cheque dentro. Unas veces han sido diez mil, otras veces cien mil, de cuando en cuando un millón o dos. El sobre siempre es igual al de aquella noche en Madrid. La sonrisa no cabe en la cara.

Quisiera terminar un informe que debe viajar lejos, pero esto es lo que me ha salido.

Ella está en un hospital.
Quisiera imaginarlo desde la distancia.
Quisiera que fuese un hospital junto al mar.
Quisiera entrar al cuarto y que me llamaras por mi nombre.
Quisiera que supieras que estoy hablando de ti sin que haga falta decir tu nombre.

Quisiera que pudieras recordar esto como lo recuerdo yo.

lunes, 27 de octubre de 2014

Mi cielo

El cielo era la lámina izquierda de un tríptico.

Me gustaba ir al Prado a verle, en su vecindad con el infierno. El Bosco los puso a ambos así, ni tan lejos ni tan cerca, con el purgatorio al centro. Uno junto al otro. Pero ya entonces sabía que aquello solo era una representación, una hermosa representación, pero nada más. Una representación del cielo, comparable a la Anunciación que podía ver bajo el mismo techo, pero ambas representaciones al fin, símiles, semicuero del alma, imitaciones de una realidad, o de una ilusión.



El cielo tambien era sentarse en el banco que estába al otro lado del salón de Las Meninas. Ese era un cielo más real, pero efímero. Un cielo de prender y apagar, de esperar que salgan los turistas de la sala, de cruzar los dedos porque hoy por la mañana no vaya la gente al museo, porque me pueda sentar un rato aislado del mundo, olvidando los minutos que faltan para tener que salir corriendo a Atocha a tomar el tren de Alcalá.

El cielo está en muchas partes.

En el pasillo desde donde se ve la escalinata coronada por la Victoria de Samotracia. En las bancas de Santa María del Mar mientras al otro lado de la nave se celebra un matrimonio y el organo suena. Bajo los arcos de un claustro en Salamanca. En la casa de mis padres, en Los Chorros, en los primeros 80s, solitaria por las tardes, sin agenda y sin ruidos cercanos, con sombras de los árboles sobre el muro de la casa de atrás.

Pero no.

Cuando visitaba años atrás El Prado casi cada semana ya yo sabía que el cielo no tenía esa forma ni ese color. Sabía que esa mercancía que vendían allí y que a mi no me costaba nada gracias a un carnet de estudiante becado era una droga de efecto temporal, un shot de licor de prende y apaga, vámonos. Una alegría que viene y va.

Yo lo sabía.

Yo sabía que el cielo medía 4 x 3 metros, tenía una ventana larga, de piso a techo, de romanilla metálica pintada. El cielo tenía paredes blancas y  un piso de mosaicos de terracotas hexagonales color naranja quemado recubierto por una alfombra gris de poco pelo. El cielo tenía un equipo de sonido Sony 3 en 1 con tapa plástica transparente y caja de imitación a la madera. El cielo tenía una puerta blanca recubierta con las cuatro fotos de Los Beatles que traía dentro el disco doble blanco. El cielo tenía un colchón de agua en una esquina y gatos dando vueltas, surfeando sobre las olas de la cama. En ese cielo, el cielo de mi hermana Viena cuando yo tenía 14-15 años, los angeles tocaban So Lonely, o Shine on your Crazy Diamond, o Our House, o The Turn of a Friendly Card, o Simpatía por el diablo, o Escaleras al Cielo, o Aqualung o Honey Pie o Lluvia.

Lluvia, esa canción de La Misma Gente que escuché esta semana.

Debe ser por eso que hoy, este domingo de sorprendente luz limeña de primavera con tonos de otoño o primeros días de invierno, este domingo de ruidos lejanos y televisores prendidos que nadie ve, domingo del cuerpo revuelto contra las almohadas mientras la luz de la tarde se cuela por la ventana, tarde de ruido del viento contra la cortina interrumpido por la campana de la iglesia de Fátima, he estado acordándome del cielo de mis primeros años fuera de casa.

lunes, 13 de octubre de 2014

El oso bipolar y otros animales de la ciudad gótica

Lucía, en medio de una visita familiar a un zoológico del norte de Lima, descubrió este fin de semana que Gus había dejado de ocupar su rincón del zoológico de Manhattan hace ya casi un año. ¿Quién pondrá ahora la pata contra el vidrio? se preguntó mi hija mayor en voz alta, ¿quién nadará dando vueltas en el estanque de agua fría? dijo, desentendiéndose de los búfalos de agua que tenía enfrente y de la jirafa que se rascaba el cuello contra un tubo, a sus espaldas.

Gus

Gus murió en año pasado a los 27 años, una edad muy avanzada para los de su especie, los osos polares nacidos y criados en cautiverio. Nosotros lo vimos casi durante toda la última década, quizá algunos años más, primero con Lucía, luego con Diego y, finalmente, con Teresa, que ya lo conoció viudo, sin su compañera de casi toda la vida, que murío algún tiempo antes que él.


Gus

Gus se hizo famoso por reproducir la conducta de sus vecinos de ciudad, fue excéntrico, nervioso, neurótico, compulsivo. Una suerte Woody Allen gordo y con pelo blanco, encerrado en una sección al fondo a la izquierda del zoologico de Manhattan, en Central Park. Gus, el oso bipolar, como le bautizó la prensa niuyorquina de manera burlona tiempo atrás, cuando se hizo conocido por tratarse con antidepresivos y calmantes y por tener entre el personal a su disposición a un psiquiatra veterinario. Los artículos de prensa le asignaron a lo largo de los años muchas conductas extrañas, siendo la de dedicarse a nadar de manera compulsiva durante más de 12 horas al día la más evidente, pero a nosotros siempre nos llamó la atención que parecía no gustarle el agua fría en el invierno y parecía más animado en los días más calurosos del verano niuyorquino que en los días fríos del mes de enero.

El recordar la muerte de Gus en estos días de polémica internacional por el caso de Excálibur, el perro de la enfermera, y el ébola, nos hizo pensar en los otros animales de Nueva York, en tratar de rescatar algunos de nuestra memoria, en intentar describir la ciudad desde sus animales.

Comencé por hacer una lista:

  • El día que volé en un 747 de Pan Am desde Madrid a Nueva York en el verano de 1991  me llamó la atención la cantidad de gaviotas que había ese día en el aeropuerto Kennedy. Cientos, miles, tal vez. Llovía a cántaros, había mucha niebla, al punto de dificultar e, incluso, suspender de a ratos las actividades aéreas. Y había muchas gaviotas, por eso las he asociado siempre a Nueva York. Más que el águila, más que ninguna otra, estas aves deberían estar en el escudo de la ciudad.
  • Había ratas en el metro cuando Patricia y yo nos metimos en esos túneles grises en enero de 1995, escapando del frío, la nieve y el cansancio en las piernas. El metro ha mejorado su aspecto en estos veinte años, se ve más limpio, dentro de las limitaciones del caso y con las variaciones presupuestarias de estas dos décadas; éro de vez en cuando se ve una rata correr entre los rieles, buscar las oscuridad, evadir los compuestos con veneno que suele haber junto a los rieles.
  • En Union Square hay un mercado de productos naturales y artesanías algunos días a la semana. La primera vez que Patricia y yo nos tropezamos con ese evento, tambien en 1995, había una vaca en uno de los puestos. Vendían leche fresca, desafiando normas sanitarias, aun muchos años antes que el asunto orgánico se pusiera de moda. Cada vez que vuelvo, sin confesarlo, busco con la mirada el puesto de la vaca, que, por supuesto, ya no será la misma (El que la busca con la mirada tampoco lo es). No está siempre, la he vuelto a ver 3 o 4 veces en 20 años, pero la feria en cuestión quedó bautizada en el tiempo como "el mercado de la vaca", esté dicho animal o no justo al norte de la calle 14, entre vegetales, panes, frutas, galletas y mieles.
  • Hay muchos perros en Nueva York. Hay clases sociales perrunas e, incluso, temas raciales entre ellos. Hay paseadores de perros con 20 animalitos tirando de las cuerdas, ansiosos por llegar al parque. Hay perros de compañía más parecidos a sus dueños que a nadie más en el mundo. Hay perros de perros. Y está Max, el perro de mi familia en Brooklyn. Max, un tipo grande, blanco con manchas como un caballo de la pradera, como los caballos de la películas de vaqueros e indios que veía en mi casa de Los Chorros en los 70s y en los 80s, un perro mestizo adicto a las galletas y a la comida hecha en casa, que fue primero de mi sobrino Sebastían, luego fue adoptado, durante varios años, por mi cuñado Ricardo, y ahora, este año, ha vuelto a las manos de su dueño original, que lo recibió junto con la casa de sus padres en Brooklyn. Salir a pasearlo por las noches, llegando hasta el borde del cementerio de Greenwood, es una de las cosas que más extraño de mis viajes a la gran manzana. Es un perro de Nueva York, eso explique que le guste sentarse en el sofá a ver televisión (sentarse, no echarse, insisto) y que caminando sin correa, desafiando las leyes de la ciudad, sepa pararse en los semáforos y respetar las normas de tránsito mucho mejor que la mayoría de los limeños, caraqueños y niuyorquinos. 
  • Antes de Max, hace muchos, muchos años, en una lejana galaxia ubicada a una cuadra de Prospect Park y a unas 20 cuadras de la casa de la calle 18, mis sobrinos tuvieron un acure (un cuy, dicho en peruano, un guinea pig, en niuyorquino) marrón que, como no podía ser de otra forma, se llamaba Brownie. A Brownie lo dejaron al cuidado de unos amigos en unas vacaciones en las que fueron a Venezuela, un verano ardiente en el que hubo un mega apagón en Nueva York y Brownie cayó víctima de tal infortunio, de tal combinación de desastres. En Perú, cada vez que me ofrecen sin éxito ese lujo de la gastronomía local, el cuy chantado, no puedo evitar pensar en el verano de Brownie, y entonces se me quita cualquier gana de probar uno de los platos típicos del Perú. 
  • Hay pericos y otras aves tropicales en el oeste de Brooklyn, en Prospect Park y en Greenwood. Cuenta la leyenda urbana que los habitantes a partir de los años 60s de Sunset Park y otros barrios vecinos al sur del cementerio trajeron de sus países de origen, México, Honduras, El Salvador, Guatemala, entre otros, aves tropicales que, fugitivas de su cautiverio lograron adaptarse al clima de Brooklyn, sobreviviendo al frío extremo y reproduciénndose. No es raro verles, con sus ruidos y sus ademanes de tierra caliente entre las tumbas de marmol de los heroes de la guerra civil norteamericana. Se adpataron sus dueños y se adaptaron ellos, que son ahora más norteamericanos que muchos de sus dueños originales, que nunca aprendieron a hablar inglés, que vivieron y trabajaron en una suerte de gueto en el cual el Bank of América es el Banco de América, se compra pan en "la panadería" y carne en "la carnicería" y donde ahora se entremezclan el chino y el ruso con los acentos propios de centroamérica. 
 
Max y yo hace casi 12 años, 1 grado bajo cero, en la casa de Brooklyn




miércoles, 27 de agosto de 2014

Lima-Caracas Deja Vu

El arquitecto, compañero de muchas reuniones con amigos y colegas de trabajo y aspiraciones de país, Enrique Larrañaga, me pregunta por Lima. La ciudad de los reyes, la de los cielos color panza de burro, la capital gastronómica de América y tantos otros sobrenombres. Lima, una ciudad que él no conoce y yo, la verdad, tampoco, aunque desde hace unos meses vivo en ella. Una ciudad a la que, por otra parte, los dos conocemos, parcialmente, en la medida en la que podemos recordar como era Caracas y los caraqueños hace 40 años. 
 
Uno no suele vivir en una ciudad, ni aún habiendo nacido en ella. Uno vive en algunas de sus partes,  en lo que conoce, en lo que transita, físicamente o en los recuerdos. Por eso, cada vez que en la tan limeña y pituca cafetería San Antonio, en la Avenida Vasco Nuñez de Balboa de Miraflores, muerdo un eclair de caramelo, siento que vivo en Caracas, pero no en "cualquier" Caracas, sino en la Caracas en la que a mis 5 años de edad me compraban mis padres ese mismo dulce, con ese particularmente idéntico sabor que no había vuelto a probar en ninguna otra parte desde hacía tantos años, en una pastelería que ya no existe salvo en mi memoria, en los primeros años 70s, regentada entonces por italianos, con muebles y vitrinas doradas, con fachada en marmol negro-verdoso y aviso de neón verde en el vidrio que daba hacia la calle, a escasa cuadra y media de la esquina de Las Ibarras, a la vuelta de la esquina de donde está el Templo Masónico de Caracas.
 
La Lima que estoy comenzando a conocer es mucho más grande que Caracas en extensión territorial y en número de personas. Y tiene otra historia, aunque tambien tiene procesos comunes con la capital de la República Bolivariana, procesos de los que, asumo, el petróleo nos llevó a los caraqueños por otros caminos. A juzgar por la ciudad construida y sus espacios, Lima fue una ciudad más importante que Caracas antes de que el Perú fuese una República y tambien en unos cuantos momentos republicanos, pero no en la segunda mitad del siglo pasado, en los tiempos que me tocó nacer y vivir en Caracas. En Caracas hubo más dinero en la segunda mitad del siglo XX y más ambición de modernidad o menos apego por las tradiciones.
 
El Centro
 
Lima tiene un centro histórico, El Cercado, que Caracas nunca tuvo. Caracas tuvo uno, pero diferente, un centro histórico más pequeño y modesto. Lima tiene un centro de ciudad que aún aglutina muchas funciones públicas y privadas y aún aglomera población y actividades. Un centro tan prodigioso (declarado patrimonio de la humanidad por la UNESCO) como descuidado, con una riqueza degradada (aunque me dicen ha pasado momentos peores y me consta, porque lo he visto en estos meses que llevo aqui, que se están haciendo algunas cosas puntuales por mejorarlo aunque hay mucho, mucho por hacer). Hay cierta cultura del fachadismo que disimula algunas de las tragedias del centro de Lima, pero es evidente que pudiera estar mucho mejor. En muchas calles bastaría con agua y jabón, en muchos edificios vendría bien solo quitar el polvo y poner pintura. Muchos otros edificios esperan ser salvados de la destrucción y dentro de muchos edificos hay que erradicar la miseria. Y mucho ayudaría una señalización y una iluminación decente, que no la hay. Y en general falta mucho dinero y voluntad para poner en valor este centro magnífico, mejorando el tejido social y la apropiación pública de sus espacios.
 
El centro de Lima tiene edificios fantásticos y espacios monumentales, pero muchos de ellos, no todos, venidos a menos. Un buen ejemplo es la Plaza San Martín (San Martín es aquí El Libertador, no Bolívar, que contradiciendo mis clases de primaria en el Santiago de León de Caracas, es considerado solo un actor secundario).

La Plaza san Martín es mi plaza preferida en el centro de Lima (mucho más que la Plaza de Armas, a escasas cuadras, el verdadero centro del poder, con el Palacio Presidencial, la Catedral, la Alcaldía y uno de los dos clubes más tradicionales de la ciudad, el de la Unión, con una arquitectura que me recuerda y mucho a la reurbanización de El Silencio por parte de Villanueva). Es imponente, como lo es la estatua ecuestre del escultor español Benlluire en su centro (que, vista desde lo lejos, podría ser de Bolívar con solo cambiarle el nombre, el escultor hizo una suerte de monumento genérico que podría atribuirse sin mayor dificultad a varios heroes de la independencia americana). La plaza tiene a un costado el Gran Hotel Bolívar, construido para el centenario de la Batalla de Ayacucho (y bautizado originalmente con el nombre de la batalla y no el de Bolívar), el que fuera hace muchos años el principal hotel de Lima y uno de los dos (el otro es el Maury, a unas tres-cuatro cuadras) que disputan ser la cuna del pisco sour, esa bebida local con la que se comienzan tantas comidas y conversaciones. Sigue siendo grande y hermoso un edificio que tras su evidente decadencia mezcla el art noveau con cierto potpurri estílistico al que tanto se acercó cierta arquitectura premoderna peruana. El Bolívar hoy es solo un hotel de 3 estrellas con puertas con apliques de bronce, con un McDonalds en la planta baja. En el otro extremo de la plaza se ubicaba uno de los mayores cines de Lima, el Metro, donde alguna vez se estrenó "Lo que el viento se llevó". Hoy pueden verse a través de una reja cerrada una alfombra roja sucia, los restos de la taquilla y las puertas de la sala con apliques de bronce, los restos de su pasantía como iglesia evangélica. Alrededor de la plaza, los edificios con portales crean una envolvente común, aunque fueron construidos en distintos momentos, entre los años 20s y los 40s del siglo pasado. Siempre hay gente en la Plaza San Martín, más en la propia plaza que en sus alrededores, donde están tambien el Club Nacional y el teatro Colón, que transmiten cierta sensación de soledad, cierta tristeza, cierta nostalgia por los tiempos en los que esta plaza era el centro de la bohemia limeña, nostalgia que hace juego con los cielos grises de Lima.
 
Plaza San Martín. Monumento de Benlluire. (Foto GTO)
 
A pocas cuadras de la plaza San Martín se ubica el barrio chino, tan decrépito y caótico como interesante, tan marginal como intenso, tan chino y tan peruano a la vez, barrio chaufa. A un costado del barrio chino está el mercado central, un edificio moderno, de mediados del siglo pasado, algo desabrido y bastante descuidado, pero vivo. Trato de ir cada vez que puedo, desoyendo ciertos mensajes que desaconsejan la zona por razones de seguridad. Allí fui a comprar no hace muchos días una aguja para coser un pavo relleno, por allí fui a buscar una bandeja para meter el ave en el horno. Allí volveré pronto.
 
En el centro de Lima hay iglesias y conventos y edificios públicos magníficos, como la sede del Ministerio de Relaciones Exteriores. Tambien están las antiguas oficinas principales de los bancos y empresas de seguros, algunos de ellos reconvertidos en instalaciones culturales ante la mudanza de las sedes centrales al distrito financiero, a San Isidro, centros culturales de mayor o menor vida a los que suelo ir de vez en cuando a ver exposiciones, algunas excelentes, como una que vi hoy en la sede del banco de Comercio del Perú, sobre obras patrimoniales restauradas con el auspicio del banco. Tambien hay muchos edificios en ruinas y zonas degradadas, con edificios subdivididos y tugurizados, con una sensación de enorme pobreza en las calles, que contrasta con la monumentalidad y riqueza de otros espacios cercanos. Tambien hay elementos sueltos de arquitectura moderna, de mediados del siglo pasado, muchos de ellos descuidados más no severamente intervenidos, con potencial para recuperar su imagen y vistosidad original.
 
Tambien hay en el centro de Lima la manifestación de una costumbre local, la agrupación de los comercios según su especialidad. Asi se puede encontrar la calle de las imprentas, de los libros de segunda mano, de las zapaterias, de las ópticas o de la venta de medicinas naturistas. Una costubre que Caracas tambien tuvo y fue perdiendo.
 
Miraflores
 
Aqui es donde vivo, aqui es donde tengo más referencias, porque es en esta zona de Lima a donde siempre llegué a dormir todas las otras veces que vine por razones de trabajo, a partir del año 2005. Tambien me resulta familiar porque conserva mucho del sabor que tuvo en décadas pasadas, muchos de los elementos físicos y espirituales que uno puede leer en Los Cachorros (Vargas Llosa) o en los cuentos de Bryce Echenique que acompañaron mis años de secundaria y la universidad.
 
Miraflores era hasta hace pocas décadas una zona de casas con jardín de clase media alta y colegios de curas y de monjas, pero la última década de bonanza económica (que parece estar perdiendo fuelle, a juzgar por las cifras oficiales) se ha encargado de convertirla en una zona de edificios de clase media alta, comercios y restaurantes. Edificios de mejor o peor factura, muchos de ellos correctos en términos de arquitectura, aunque algo repetitivos. Miraflores tambien es una zona de calles arboladas y parques muy bien mantenidos, de paisajismos clásicos como los que uno veía en las viejas postales de Caracas, como los que se ven en un viejo libro que tengo en casa y que muestra los parques y plazas de la sultana del Avila en los mediados años 50s. Es Miraflores tambien una zona de cafes y restaurantes, de mucho turista y residente-por-razones-de-trabajo-no-se-hasta-cuando-me-quedo-que-si-la-cosa-mejora-en-España-me vuelvo-a-Madrid. 
 
Miraflores es como fue Chacao y La Castellana y Altamira 40 años atrás, pero con edificios nuevos y ciclovías y turistas y Larcomar (una de las mejores inplantaciones para un centro comercial, casi invisible desde la calle, con vista al mar y 70% enterrado bajo una plaza que limita con unos acantilados). Y cuando me siento en el café Manolo, en la avenida Larco, a tiro de piedra del Parque Kennedy, me traslado de inmediato a las viejas cafeterias de Chacao a las que iba de niño o, más aún, al café Las Gradillas, al que tanto le gustaba ir a Patricia hasta finales del siglo pasado, a la vuelta de la esquina de la Plaza Bolívar de Caracas. Muchos restaurantes de Miraflores, no los nuevos, los que tratan de exprimir la moda de la comida peruana, sino los de siempre, los del menú en la puerta, me recuerdan tanto al restaurante Rex, al que solía ir en el centro de Caracas décadas atrás.

Larcomar
 
Miraflores está junto al mar. Desde el borde del acantilado (en esta parte, Lima se ubica sobre una terraza, a unos 100 metros sobre la playa de piedras redondas y grises) se ven en el día el mar oscuro y uno que otro barquito que pasa. Tambien muchos surfistas y de vez en cuando parapentes que cruzan el cielo usualmente gris. En las noches no se le suele ver, salvo por el reflejo de la luz de la cruz del morro de Chorrillos sobre el mar, pero entonces, solo en las noches, se le escucha batirse sobre la orilla, revolver las piedras, golpear la costa verde, curioso nombre para un desierto.
 
Barranco
 
Vivo casi en el límite de Miraflores con este distrito que es bastante menos homogéneo que Miraflores. En Barranco hay zonas de edificios nuevos de apartamentos de lujo que ven al mar, hay zonas de casitas modestas y talleres mecánicos, hay zonas de bares y restaurantes de medio pelo, zonas de zonas, pero si alguna le caracteriza es una zona, cercana al mar, de viejas casonas del siglo XVIII y comienzos del XIX, una suerte de El Paraiso junto al mar (¿Macuto?). Muchas de esas viejas casonas están abandonadas, otras se han reconvertido en restaurantes, hoteles o tiendas. Tiene vida Barranco y muchas cosas para ver.

MATE
 
En Barranco está el relativamente nuevo Museo de Arte Contemporaneo de Lima, un conjunto de edificios de una altura, bonito e interesante, que ojalá pueda crecer con el tiempo, tanto en lo físico como en su contenido. Ya he tenido la oportunidad de ver allí muy buenas exposiciones, como por ejemplo una de Vik Muñiz que visité un tiempo atrás, pero el museo adolece de una mayor colección propia. Para alguien, como es mi caso, que creció saliendo del colegio para ir a ver a Henry Moore o Robert Rauschemberg, siente que este museo está en deuda con el tamaño de Lima, una ciudad de 9 millones de habitantes. Tambien está en Barranco la sede del MATE, la casa-museo-galería del fotógrafo Mario Testino, uno de los más reputados fotógrafos de moda en el mundo y que a través de esta iniciativa pretende retribuir a su ciudad de origen algo de lo que ha generado su éxito. Realmente notable, con un estándar de calidad internacional en la intervención del edificio y en la museografía. A un lado del MATE está el museo Pedro de Osma, un palacete barranquino lleno de pinturas barrocas e imágenes de madera que, en conjunto con sus jardines, transmite una imagen de opulenta belleza.
 
En Barranco está el puentecito al cual cantaba Chabuca, en Barranco tambien están muchos de los bares a los que van los jóvenes los viernes y sábados por la noche. A Barranco tambien  llegó la moda de la comida peruana y hay muchos restaurantes donde comer ceviches y causas, lomos saltados y tacu-tacus, suspiros limeños y picarones. Tambien hay tiendas de artesanías y galerías de arte, un rubro, este último, donde creo hay una oportunidad de crecer importante, donde hay por desarrollar una cultura de coleccionismo y de un mercado del arte con cierta sustancia, como lo tuvo y todavía parcialmente tiene Caracas.
 
San Isidro
 
Aqui es donde trabajo. San Isidro fue asiento de grandes casonas y urbanizaciones de clase media alta, a la par de su vecina Miraflores, pero incluso - es mi percepción- con más dinero, con mas tradición alrededor del campo de golf y su club. Ahora es el centro financiero de Lima, con grandes edificios nuevos de oficinas y hoteles, con centros comerciales y edificios de apartamentos para altos ejecutivos internacionales, con algunos de los colegios privados tradicionales de clase alta en Lima.
 
Es bonito San Isidro, con su olivar que las leyendas locales asocian a las siembras de los primeros españoles, con su campo de golf y su club de estilo californiano, con sus tiendas de lujo y sus restaurantes (aqui se ha mudado hace poco desde su anterior dirección en Miraflores el Astrid y Gastón, el más famoso restaurante peruano) pero no tiene a mi entender el espíritu de Miraflores. Provoca más caminar por Miraflores que por San Isidro, a pesar de los muchos parques de este último, de las calles arboladas, a pesar de de los buenos ejemplos de edificios de arquitectura moderna (Hay unas cuantas joyas del midcentury en las calles de San Isidro, muchos de ellos muy bien mantenidos).

Olivar de San Isidro
 
Lima tambien tiene, aunque esa de momento no es mi Lima, una periferia de barrios, los conos, pueblos de invasión, lugares a los que han llegado los inmigrantes de la sierra, los que vinieron huyendo de la violencia o la pobreza. Me recuerdan en muchos casos a los barrios de Caracas, pero bastante menos densos. Su imagen me recuerda los barrios del interior de Venezuela, los de las colinas de Puerto La Cruz y Barcelona, por ejemplo, menos compactos que los de Caracas o, tal vez, a las fotos de los barrios de Caracas en los finales 50s o en los años 60s.
 
Lima tambien tiene un puerto, El Callao, que tiene formas familiares a una mezcla de Catia la Mar con La Guaira, un coctel de tradiciones y marginalidad que me es muy familiar, que me recuerda tanto a los fines de semana en que con mi papá bajaba al litoral central a visitar a sus primos.
 
A Lima no llegó nunca el petróleo, ni aun en los años más recientes de bonanza económica. Años en los que comenzaron a aparecer autopistas y estaciones de metro, centros comerciales (el mayor, el Jockey Plaza, al costado del Hipódromo, podría estar en Orlando o Miami sin cambiarle ni un ladrillo), teatros y hoteles de 5 estrellas. El dinero se reparte muy desigualmente, todavía tiene una tasa de motorización menor a la de Caracas y un transporte público que deja mucho que desear. El comportamiento señorial de los limenos se deshace en cuanto toman un volante, cruzar en carro una esquina suele ser un asunto que se regula según la ley de la selva. Ni hablar de los peatones.
 
Surco, Surquillo, Pueblo Libre, Magdalena del Mar, La Molina son algunas otras zonas de Lima a las que he ido alguna vez o suelo ir. La Molina tiene un no se que con las urbanizaciones de periferia venezolanas, esa mezcla de colegios, centros comerciales y casas. Por allí estudia Diego. Por allí no siento nada en particular, hay un vacío de espíritu. En el resto de Lima suelo encontrar referencias muy fuertes a lo que fueron zonas de Caracas como Los Rosales o Las Acacias, tantas avenidas como la Avenida Victoria, o tramos de la Andrés Bello o la Nueva Granada o la San Martín de muchos años atrás. En ese contexto, es inevitable sentir, caminando por Lima, un Deja Vu a la Caracas de mi primera niñez.


Sede del Ministerio de Relaciones Exteriores, una de las casonas mejor conservadas en el centro de Lima.

jueves, 21 de agosto de 2014

El Yaque

Mis vacaciones de niño solían ser en la isla de Margarita, en el oriente venezolano. Cada año, a finales de julio, nada más comenzar las vacaciones escolares y sin regreso hasta bien entrado el mes de septiembre, salíamos de Caracas en un carro lleno de cosas rumbo a Margarita, la tierra de mis padres, y allí se combinaban, en un territorio que abarcaba un radio de una hora de viaje en auto, como máximo, dos mundos paralelos: había una Margarita que apuntaba al mundo exterior, la de las tiendas de la zona franca (y luego el puerto libre), los carros importados, los electrodomésticos de última generación, la ropa de marca, las bebidas y los perfumes, los restaurantes y los turistas ; y otra Margarita, que era la de mis padres, la de los pueblos al margen de los turistas, donde se mezclaba cierta inocencia con algunas miserias, a donde no había llegado - para bien y para mal-, ni por asomo la modernidad. Eran pueblos es los que todavía estaba presente la generación de mis abuelos, con sus costumbres y sus casas, con las imagenes de un mundo que estaba por desaparecer.
 
En los pueblos del norte de la isla, de donde son mis padres, Altagracia (Los Hatos), Santa Ana (El Norte), Tacarigua, Pedro González...se vivía entonces una vida tranquila, silenciosa, lenta, de casas de colores con las puertas abiertas y viejitos meciéndose en sillas de mimbre a las puertas de sus casas, viendo pasar la gente al atardecer, escuchando a los que ofrecían empanadas de carne o de queso blanco o torrejas espolvoreadas con azucar o pan dulce con anís o suspiros o conservas de alguna fruta. Pueblos de botiquines con rockolas y plazas silenciosas sembradas de arbolitos de dividive pintados de blanco hasta la mitad del tronco, de bicicletas y gente caminando por la orilla de la calle, de peleas de gallos, apuestas con barajas (el truco, el ajiley...) y caballos y campeonatos de bolas criollas. Pueblos de bodegas con panes colgados de los techos, jamones en lata y neveras con refrescos helados detras de los mostradores. Pueblos sin teléfonos públicos, salvo en alguna plaza o comisaría, pueblos con pocos televisores, pueblos de apagones frecuentes y lluvias torrenciales alternadas con un calor de infarto, pueblos con racionamiento de agua y de niños jugando en el piso en el frente de las puertas de sus casas. Pueblos de pozos sépticos y tiendas de toda la vida, en las que se ofrecía el ventilador eléctrico, el zapato de cuero, el mantel de plástico y la pieza de tela para coser. Pueblos de señoras que cosen en máquinas Singer o que hacen tortas para vender, pueblos de señores que hacen alpargatas con suela de cauchos de carro o tejen chinchorros de pabilo. Pueblos sin funeraria ni peluquería.

En esos pueblos ibamos a dormir y tambien pásabamos algunos días, sin hacer mucha cosa, buscado frutas en el fondo de la casa, montando bicicleta por las calles, visitando a los familiares, yendo a cazar conejos o a ver un terreno que estaba en venta.

Isla de Margarita
 
Esas estadías en el pueblo eran una suerte de tiempo muerto. Las vacaciones eran realmente en la Playa. Margarita tiene muchas y muy buenas playas y cerca del pueblo de mis padres y mis abuelos hay varias muy buenas, pero cuando era pequeño solían llevarme especialmente a una que quedaba al otro extremo de la isla, cerca de donde está ahora el aeropuerto internacional Santiago Mariño, aeropuerto que cuando comencé a visitar esa playa era solo un proyecto en construcción. La playa El Yaque.
 
Al Yaque se llegaba luego de cruzar la isla de norte a sur y saliendo de los senderos asfaltados, desviándose a la izquierda de la carretera que llevaba hasta Punta de Piedras, donde tomábamos el ferry de regreso a tierra firme. Al Yaque se llegaba en los primeros años 70s circulando por trochas arenosas, por las que andaba con cierta dificultad el Chevrolet Caprice Classic 1970 color vinotinto de mi papá, un carro enorme y espacioso, en cuya maleta metiamos tripas de caucho infladas y cavas de anime con comida y bebidas. Desde sus asientos de tela negra forrados de plástico y a través de sus ventanas eléctricas veiamos a los lados del camino un paisaje árido de cactus y cujíes, de chivos y culebras, de arena y bolsas plásticas, de cercas oxidadas y todas las tonalidades ocres, hasta llegar al caserío de pescadores donde se encontraba la playa. Sabiamos que habiamos llegado cuando nos encontábamos con un letrero grande que rezaba "El Yaque, Sucesión Tovar, prohibida toda clase de construcciones..."
 
 El Yaque había sido una hacienda de cría de chivos a cuya propiedad accedió mi bisabuela Domitila Rojas de Tovar más de 80 años atrás, ejecutando la garantía de un préstamo hecho por mi bisabuelo en los años 20s del siglo pasado. Era un lugar estéril y árido, lejos de todo, cerca de nada. El pueblo más cercano, Los Bagres, a unos 15 minutos en auto, era en mi infancia apenas un caserío de pocas viviendas secas, de ranchos de bahareque y casitas de techos bajos, con calles de tierra, en los tiempos en los que iba a la playa en pantalón corto, con trajes de baño de tela elástica y apliques en forma de ancla y franelas de algodón a rayas. El Yaque estaba lejos de todo, pero colindando, eso si, con un mar azul y calmo, con aguas calidas y casi sin olas y un viento constante que arrastraba por su orilla la arena blanca, no tan fina, de conchas marinas trituradas .
 
El Yaque era entonces un caserío de pescadores, no más de 10 o 15 casas alineadas frente al mar que tenía como fondo la isla de Coche, más otras tantas casas, casi todas de miembros de la familia, primos cercanos y lejanos, casas de playa, ranchos en muchos de los casos. En un extremo, junto a la entrada, estaba la bodega de Clemente, un par de cuartos pintados en dos colores bajo un techo de zinc con una ventana hacia la calle, por donde el viejo Clemente me despachaba latas de leche condensada Bella Holandesa que chupaba a través de dos agujeros en el propio envase, chocolates derretidos y refrescos de uva Grapette y colitas Espartanas frias, que solo podía llevarme lejos de la bodega con la condicón de devolverle la botella. Clemente tenía tambien, cruzando la calle, entre su bodega y el mar, un rancho grande de palma, una estructura de madera y palma seca donde guardaba mi papá el carro de los embates del sol. Al otro extremo del pueblo, donde acababa la playa, pasando las casas de los primos y las casitas de los pescadores, estaba un bar de cierta envergadura, lo que llamaban en Margarita un balneario, un cuarto grande, quizas 200 metros cuadrados, puede ser menos,  con un mostrador para servir cervezas, una rockola que gritaba música a todo volumen, unas matas de coco enano adornadas con banderolas de plástico de alguna marca de cigarros o de cerveza, mesas de madera y cuero sobre un piso de cemento pulido. Era el balneario de El Vigia.
 
Al Yaque de los primeros años 70s no llegaba el asfalto, ni la energía eléctrica. Tenía una planta a gasolina que prendian de a ratos, que nada más caer la noche servía para alumbrar cuatro postes con luces amarillas titilantes. Clemente - que había sido capataz en la vieja hacienda de los Tovar, y por ello recibía con afecto y cierto respeto a mi papá, el nieto de los viejos dueños, que había salido de la Isla a estudiar y había vuelto con carros americanos nuevos, grandes, - tenía la suya para poder enfriar los refrescos y las cervezas y para prender los dos bombillos que alumbraban su casa y la puerta de la bodega. El Vigía, asumo, tendría tambien la suya. Yo al Vigía no iba mucho, mis padres me pedía no me acercara por allá.
 
Además de las nostalgias familiares por un pasado lejano, al Yaque me llevaban por las caracteristicas muy particulares de esa playa: es muy poco profunda (el niño que era podia caminar 20 o 30 metros desde la orilla, mar adentro, sin que el nivel del agua llegara a sobrepasarme el pecho), no tiene olas ni corrientes fuertes, el agua es caliente y completamente cristalina. Entonces se podían ver estrellas anaranjadas con cinco puntas y erizos verdes con muchas espinas. No se si quedará alguno. Para llevar a un niño de 5 años a la playa, este era un lugar perfecto, sin los riesgos de las playas del norte de la isla, con sus olas y sus remolinos, sin las aglemeraciones de las playas a las que llegaban las carreteras asfaltadas, con las personas amontonándose en la arena.
 
Mi mamá no me dejaba bañarme sin una franela, para que no me quemara la espalda, para que luego pudiese dormir en la noche y no sintiese ni la fiebre ni las molestias de los insolados y me untaba todo de unas cremas rosadas coopertone, que al contacto con la arena que movia de oeste a este el viento sobre la orilla de la playa,  me convertían en una suerte de milanesa ambulante, gordita y blanca.

A veces ibamos solos. A veces con amigos de mis padres y sus hijos. A veces con el padrino de mi hermano y sus hijos. pero muchas veces solos, por lo que me acostumbré a pasar esos días haciendo construcciones en la arena o flotando sobre el agua cálida, sin temor, sabiendo que el fondo del mar estaba a muy poca distancia.

La zona donde alguna vez estuvo El Vigía
 
Pasaron los años de la infancia y llegaron los del bachillerato. En ese trasitar el viejo clemente murió algún día sin que yo me enterara y comenzamos a ir a la casa de una de las primas de mi papá, donde había baño y cocina, y una parrillera y un techo de asbesto bajo el cual bebía whiskey escoses mi papá, y mi mamá nos miraba caminar por la orilla de la playa o bañarnos bajo el sol. Ya estaba funcionando el aeropuerto y habían construido una carretera asfaltada, con la que llegó la luz eléctrica. Tambien habían comenzado a aparecer más casas cerca de la playa y aparecieron nuevos dueños de los terrenos, con el concurso de jueces y notarios de dudosa moralidad, según se comentaba, y con la complicidad de una familia extensa, con dificultades para ponerse de acuerdo en nada.
 
Entonces se descubrió, ya en los años 80s, que las aguas tranquilas y poco profundas, pero con un viento constante durante todos los días de todo el año de la Playa El Yaque la hacían un sitio excepcional para el windsurf (y luego para el kite) y entonces comenzaron a llegar los turistas que rechazaban antes estas playas por su poca profundidad, por su falta de un marco escénico de cocoteros, por la ausencia de servicios, y llegaron los vendedores de comida, los fabricantes de hielo, los hoteleros, las escuelas de surf, las discotecas y las tiendas. Y entonces la playa solitaria, la playa de las huevas de pescado y las lisas saladas secándose al sol se encontró llena de gente, comenzaron a sembrarle palmeras, comenzaron a construirle hoteles y casas vacacionales, y se llenó de musica y carros en todas su calles, que ahora eran varias, y nunca más volvió a ser la misma.

El Yaque
 
Si uno va ahora a El Yaque, se encontrará un sitio al cual van expresamente turistas de distintos paises, gentes que van a Margarita desde Europa para quedarse a dormir allí,  practicar el windsurf dia tras día en El Yaque, a 15 minutos del aeropuerto, y no en los hoteles de Porlamar o Pampatar. El Yaque se ha convertido desde hace unos 20 años en un lugar donde se  celebran pruebas válidas para el campeonato mundial de windsurf (una de las 3 mejores playas del mundo para ese deporte, según los entendidos) y campeonatos internacionales, donde hay escuelas para la tabla y hoteles, edificios de apartamentos, restaurantes y posadas, bares y tiendas con aire acondicionado. Seguramente un lugar mejor que el que yo conocí, con sus casas sin baño, con su calle de tierra, con la imposibilidad de salir de allí cuando llovía. Cuando he ido despues, incluso alguna vez he tenido que devolverme, por no encontrar donde sentarme.
 
Hasta comienzos de los 80s estuvo el letrero de la sucesión Tovar. Clemente debe estar en el viejo cementerio que quedaba cerca de El Vigía. No lo se a ciencia cierta. Lo que fue El Vigía está ahora rodeado de otros negocios, más grandes, más modernos, que alquilan sillas, tienen música a todo volumen y han delimitado el espacio en la arena como un reparto de territorios comerciales. El mar de vez en cuando cobra revancha y la franja de arena se hace más grande o casi desaparece, según se muestren los tiempos. ´Cuando era niño, dependiendo del año, a veces había una gran franja de arena, otra vez el mar golpeaba suavemente los muros de las casas. Con los años y el boom de turismo en El Yaque la franja de arena ganó terreno, por un tiempo, y luego ha retrocedido a como yo la recordaba de niño, amenazando los negocios que han ocupado la costa. Todavía se ven algunos peñeros, algunos barquitos, pocos, muy pocos, pero básicamente lo que se ven son velas de tablas de windsurf. Alejándose del mar, el pueblo sigue terminando en los cactus y yaques adornados con bolsas plásticas en proceso de degradación. Mis padres, que llegan a dormir al norte de la isla, siguen llevando a sus nietos a esas aguas poco profundas, a esa playa de aguas calientes y arena de conchas molidas, que queda al otro extremo de la isla.

El Yaque al atardecer
 
 
   

viernes, 15 de agosto de 2014

Sade

A esta cantante de voz ronca y suave la escuché por primera vez en los años 80s en el apartamento que se había construido mi amiga Maureen en el retiro lateral de la casa de su familia en Sebucán, en la parte de abajo de Sebucán, como a 5 cuadras de la Avenida Rómulo Gallegos. Como suele ocurrir en toda construcción en el retiro de otra casa preexistente, el apartamento de Maureen era un pasillo largo, medio oscuro, en el cual mi amiga había armado una sala, una cocina, un baño y, al fondo, su dormitorio. En la sala tenía un sofá, si mal no recuerdo unos pufs y un equipo de música, donde poniamos en esos tiempos los discos de acetato de Soda Stereo, Charly García, Police, Sting, Peter Gabriel, Simple Red, Los Rolling Stones, Los Beatles y Genesis. No recuerdo la fecha exacta en que escuche esta música por primera vez, pero debió ser entre 1986 y 1988, porque Maureen y Luife, quien salía con Maureen en esos años, tenían los dos primeros discos de esta cantante inglesa con origenes nigerianos, y todavía no había salido el tercero, el primero que yo tuve, el cual cayó en mis manos en cuanto salió al mercado.

Estoy hablando de Sade, que en realidad no es el nombre de una cantante sino de un grupo, pero la verdad, yo siempre, desde ese momento que la escuché por primera vez en los lejanos años 80s en la salita del apartamento-anexo de Maureen, la he llamado -como mucha otra gente- por el nombre de su banda: Sade. Y la he llamado asumiento la pronunciación en español del nombre del grupo, porque en esos mismos años 80s, cuando salieron sus primeros discos al mercado y sonaba bastante en las radios venezolanas, solían llamarla "Chardey" y no como yo recuerdo haberla llamado siempre, simplemente asi como se escribe, Sade.

Diamond Life (1984) El primer disco.

A mi Sade me gustó desde el primer día que la escuché. Todavía recuerdo a Luife diciéndome en la sala de Maureen "Chamo, escucha esta jeva", con Maureen al lado asintiendo, diciéndome "sí, Gonzalito, es arrechísisísima". "Además es beeella", insistía Luife. Mis amigos habían comprado esa misma semana los dos primeros discos de esta banda inglesa formada en 1983 sobre las bases del grupo Pride, Diamond Life, el album debut, de 1984 y Promise, el disco de finales de 1985, el hasta ahora más exitoso (con unos 20 millones de discos vendidos del total de cerca de 40 millones que lleva vendidos Sade en su carrera) de este grupo y su cantante. En estos dos primeros discos destacaban canciones como Your Love is King, Smooth Operator (que sonó hasta el cansancio en las radios), Hang on Your Love, Its it a Crime, Jezebel, ( mis dos preferidas) y Sweetest Taboo, entre otras.



Eran los tiempos de MTV, de los videos musicales, y Sade, además de la voz ronca y suave, además de las canciones que ella misma componía con una mezcla de soul, jazz, pop, y R&B, tenía una imagen sofisticada y hermosa, una mezcla de frialdad y elegancia a tono con cierta estética yuppie, una sensualidad a ritmo de downtempo que pronto me sumó entre sus fans. tambien eran tiempos de festivales, como el Live Aid, en el cual participó junto a Sting y Peter Gabriel, entre otros.

Sade en Londres, en los primeros años 80s, antes de hacerse conocida internacionalmente.

Helen Folasade Adu, tambien conocida como Sade Adu, nació en 1959 en Ibadan, hija de un profesor nigeriano y una enfermera inglesa. Al terminar el matrimonio de sus padres, siendo una niña, Sade se mudó a Inglaterra con su hermano mayor y su madre, pasando la mayor parte de su tiempo en Clacton-on-Sea, una comunidad de clase media baja, lugar para retirados junto al mar. De allí se mudó años despues a Willesten, un suburbio de Londres, ciudad en la que estudió diseño de modas en el St. Martin School of Art and Design, lugar donde comenzó a participar en distintas bandas, que la llevarían finalmente a Sade en 1983.

Sade, a comienzos de los años 60s, junto a sus padres y a su hermano mayor en Nigeria

Luego de enorme éxito en distintos países, pero especialmente en Inglaterra y Estados Unidos, de sus dos primeros discos, Sade sacó al mercado en 1988 el primero y el único que llegué a tener en versión vinyl, Stronger than Pride, tambien muy exitoso; y 4 años despues salió Love Deluxe, que estuvo cerca de 90 semanas en las carteleras de los más vendidos en Inglaterra y Estados Unidos. En 1994 salió la recopilación The Best of Sade, que incluia exitos de sus discos anteriores y un par de nuevos temas. Este fue el primer disco que compré en versión CD en NY en el primer viaje, el de nuestra luna de miel, que hicimos Patricia y yo, 20 años atrás (Patricia no la llamaba, todavía, La Gorda, en aquel entonces). Recuerdo tambien haber comprado en esos tiempos un concierto en formato VHS, al que un amigo calificó, luego de que se lo prestara, como "porno musical".
 
Sade a finales de los 80s
 
Junto a Boy George, Sting y Peter Gabriel, en los tiempos del Live Aid.

El siguiente disco, Lovers Rock, el penúltimo en estudio hasta la fecha, no llegó hasta el año 2000, seguido por el disco en vivo Lovers Live (2002) y el más reciente Soldier of Love (2010). A pesar de su enorme éxito, con más de 40 millones de discos vendidos en su haber, Sade solo ha producido 6 albumes de estudio en 30 años (los 3 primeros en los primeros 4 años de su carrera). En una entrevista para el diaro español El País de comienzos de los años 90s (período en el cual vivió parte de su tiempo en Madrid, al estar casada entonces con un cineasta español) el periodista destacaba que en la sala de la casa de Sade estaba colgada una fotografía tomada en Nueva York por Stuart Matthewman, uno de los músicos de su banda, en la cual se mostraba un afiche de la cantante intervenido por un grafitti que rezaba "esta zorra solo canta cuando quiere".


Asi que seguramente habrá que esperar algunos años por escuchar un nuevo trabajo de Sade. Quienes la seguimos desde esos años, los primeros años de la universidad, los años de los amigos y los viajes a la playa, de las fiestas y de la ausencia de procupaciones, la seguiremos esperando.

 

viernes, 30 de mayo de 2014

Expatriado

Este texto es parte de una cosa que quizás alguna vez sea un libro, de momento es solo una carpeta que lleva por título "Expatriado" y en la cual se acumulan  ya unos cuantos trozos numerados como este:


12

Brooklyn. El apartamento era coqueto, luminoso y nuevo, pero pequeño. 45 metros cuadrados, sin contar los 3 metros del largo y angosto balcón con vista al patio trasero. 48 metros totales, 45 metros cuadrados bajo techo, que medidos en pies cuadrados eran un número más grande, pero siguían siendo 45 metros cuadrados. Cerca tenía el parque y enfrente una calle arbolada, ancha, tranquila y fotogénica, que a la vuelta de la esquina tenía restaurantes, librerías,  tiendas de antigüedades y una estación de metro. Pero tenía 45 metros cuadrados, en los que se amontonaban 2 camas y un sofá-cama matrimonial, un gavetero de Ikea, un televisor y un mesón de granito negro con 4 taburetes de madera. Pero eran solo 45 metros cuadrados, que palidecían ante los 150 metros del apartamento de Caracas. Pasarían todo el día en la calle, se dijeron a coro la noche de la mudanza, todavía con las maletas sin abrir. En esta ciudad hay tantas cosas para hacer, para ver, que sería un pecado estar en casa encerrados, se repitieron, mientras buscaban el mejor lugar para las maletas; pero a la vuelta de dos semanas no podían estar dentro del apartamento sin tropezarse unos a otros y coincidencialmente todos tenían ganas de ir al único baño a la misma hora y en el mismo momento. No podían ni verse. Había que hacer algo pronto.

La mañana siguiente, haciendo uso de un tercio de los ahorros que tenían en la cuenta de Miami y un permiso en el trabajo, en el cual avisó de una súbita fiebre infantil, contrató a un pequeño taller de la cuarta avenida la instalación de espejos de piso a techo. A media mañana dos obreros llevaron las láminas de vidrio y con pegamento y unas pequeñas piezas de metal las fijaron a todas las paredes de la sala y el único cuarto.  Unas dos horas antes de que salieran los niños de la escuela el trabajo estuvo terminado y se sentó en medio de la sala a contemplar la obra de su ingenio. Como por arte de magia, el espacio se había multiplicado.

Llegada la hora en que su mujer y los niños volvían al apartamento desde la escuela y la oficina, los recibió con una sonrisa, para descubrir, penosamente, que los habitantes de la casa también se habían multiplicado.
 
 
                                              GTovar NY 2007
 

viernes, 16 de mayo de 2014

Los adioses

En estos días de mayo en los que en los cielos de Lima se alternan mañanas grises con otras inusualmente azules para los estándares de la ciudad de los reyes, estoy cumpliendo un año de haber estado por última vez en Nueva York y comienza a darme esa mezcla de nostalgia con ansiedad propia de quien ha estado de visita en la ciudad que nunca duerme al menos una vez cada año, desde que fui con Patricia en enero de 1985, hace ya casi 20 años, y tiene somatizada esa necesidad vital, esa carga de energía..., incluso si los números del banco no están -que no lo están- como para estar pensando en esas cosas...

Luego de haber estado allí, más o menos, unas 30 veces en los últimos 20 años, Nueva York es un montón de recuerdos, de calles, lugares, personas, olores, colores, cosas. Allí donde comimos una vez, allí donde compramos aquel regalo, allá donde fuimos por ese libro que tanto nos gusta, allí donde escuchamos esa música, allá donde nos encontramos con tal persona..lugares que forman parte de ciertas rutinas que repetimos cada vez que vamos....pero esos lugares, como tantas cosas, no son para siempre.

En estos días de mayo, decía antes, en los que los cielos de Lima juegan al verano y al invierno, me entero como quien no quiere la cosa, que J&R ha cerrado sus puertas en abril pasado y promete volver recien dentro de 6 meses, sin que pueda uno tener certeza de ese regreso y sin saber que es lo que regresará, toda vez que prometen "un concepto innovador" para unos súbditos que lo que quieren es más de lo que ofrecía en el pasado.
 
33 Park Row, la dirección original de J&R. A los lados de las puertas los folletos con ofertas
 
J&R music store fue una pequeña venta de televisores en sus inicios, en los primeros años 70s, que se ubicó en las proximidades del City Hall, en el sur de Manhattan. Con los años comenzó a vender discos, tuvo mucho éxito como tienda de discos por catálogo, a partir de finales de los años 70s y luego creció hasta practicamente ocupar todo un frente de manzana, en su apogeo, tal vez poco antes de la caída de las torres gemelas, en los años finales del siglo pasado, en los que tambien comenzó a vender a través del internet.

 
 
Cuando yo la conocí, hace casi 20 años, en medio de una nevada de comienzos de enero de 1995, J&R ocupaba poco menos de la mitad de los locales de la manzana frente al parque vecino a la alcaldía de la ciudad y seguía siendo principalmente una tienda de discos (con varios locales en la misma manzana dedicados a este rubro, cada uno especializado en un tipo de música) y videos, además de vender algunos electrodomésticos, instrumentos musicales, y computadoras, pero su principal foco seguía siendo la música, que ofrecía en sus locales de Park Row y a través del correo, para lo que imprimía unos catálogos interesantísimos, con las carátulas en colores y a su interior cientos de páginas en blanco y negro con una letra a prueba de presbicia.
 
Local en 34 Park Row, la esquina norte de la manzana, donde funcionó la tienda de equipo fotográfico de J&R. A  media manzana se observa el letrero de la ferretería, la única tienda que en algún momento compartió la cuadra con los locales de J&R
 
J&R en esa época en que lo conocí tenía un local dedicado a la música clásica, otro al jazz y otro para la música latina y ese batido de cosas que suelen agrupar como "world music". Tambien tenía un local de tres pisos donde en uno estaba el rock y en otro la música pop; en el tercero estaban los videos, afiches y franelas. Tambien tenía un local aparte con instrumentos musicales, sobre todo muchas guitarras electricas. No se como será el cielo de los melómanos (incluso el de los melómanos sordos, como un servidor), pero debe ser algo parecido a esto. Eran unos salones desordenadamente decorados, algunos afiches, discos de oro y fotos firmadas en las paredes, que estaban cubiertas por unos módulos de madera blanca con rieles para colgar cosas, y repletos de unos muebles blancos de fórmica en los que se organizaban los miles de discos, casettes y cds en orden alfabético, con algunas mesas en los extremos para poner la mercancía en oferta. 
 
Llégué unas cuantas veces a pasarme más de medio día encerrado allí, comenzando desde la A y terminando con el último disco en la zona Z, no sin pasar un rato en los remates, los cds de 3, 4 y 5 dólares cada uno. La cosa funcionaba así, llegaba temprano en la mañana y tomaba una cesta de plástico, como las de los automercados, y comenzaba a poner allí todo lo que me llamaba la atención. Al cabo de las horas, con la cesta llena, a veces 50 o 60 discos, me ponía en un rincón a hacer una segunda vuelta, y entonces escogía lo que llegaba a la caja, al momento del pago, a veces 10, a veces 20 discos. Tambien algunos para regalo.


la tienda de discos, como la conocí, en primer plano los muebles de fórmica blanca y las mesas con los remates
 
Con los años J&R fue diversificando su oferta, dejó de ponerse el nombre "music store" para sustituirlo por el de "music and computer world", y comenzó a ocupar los locales de casi todos los negocios con los que compartía cuadra (hubo un momento en el que solo se le resistió una ferretería, que estaba allí hace 20 años y sigue allí, hasta donde se), generando un local aparte para las cámaras y equipos fotográficos, en el local de la esquina norte de la manzana, enfrente del Starbucks, y se construyó en la esquina sur un edificio de 4 plantas, donde vendian los productos Apple, los juegos de video y accesorios para computadoras. Tambien generaron un local específico para celulares y otro para electrodomésticos. El local donde inicialmente vendian las computadoras fue ocupado por impresoras y monitores, desplazando a las laptops para la planta baja del edificio nuevo, en la esquina sur.

vecinos de NY leyendo, el pasado mes de abril, el anuncio del cierre de la tienda en las puertas del local de park Row. Foto del NY Times, que reseño la noticia.
 
J&R era una presencia importante en la zona sur de Manhattan, no solo era una tienda, organizaba conciertos, eventos, firmas de discos. En algín momento se discutió llamar a Park Row como J&R Row.

Los catálogos de ofertas con la carátula de colores y las hojas impresas en letra minúscula, en blanco u negro, eran objetos preciados en mi casa. las cosas que queriamos tener -discos, videos, computadoras mac, accesorios- siempre eran más que las que podiamos pagar o meter en una maleta. Eran siempre una promesa para el próximo viaje. Debe haber alguno todavía, entre tanto papel, entre tanta caja, en la casa de Caracas.

Allí compré en cada uno de mis viajes a NY cds, accesorios, cámaras, ipods, juegos de video, discos duros, mi primer pen drive, un videobeam, cuchillos, una aspiradora (lo primero que compramos allí, Patricia y yo, en enero de 1995), pero sobre todo, en cada viaje reservaba al menos medio día para recorrer la sección de discos. Al menos la mitad de mis poco más de 1200 cds, que reposan en la casa de Caracas, salieron de J&R y sus muebles blancos de fórmica...
 
Hace un año me encontré por sorpresa, a primera hora de la mañana, al pretender ingresar al local en el cual habían concentrado en los últimos años todas las variedades de discos y videos, con un aviso que anunciaba que a partir de ese día los discos estarían en el edificio de la esquina sur. Presencié en esa primera hora de la mañana como los empleados sacaban los cds de las cajas y los acomodaban en algunos muebles blancos de fórmica que habian traido desde el otro local. Pero el espacio era mucho más pequeño que el anterior, el ambiente esa mañana era el de un velorio, no la fiesta a la que estaba acostumbrado cuando me sumergía en la música a todo volumen de la tienda original.

edificio en la esquina sur, en el cual vendían equipos Apple, laptops de otras marcas, juegos de video y equipos electrónicos, como discos duros externos, pendrives, proyectores, entre otros. Aquí, en la tercera planta, trasladaron la tienda de discos en 2013.
 
Ahora ya se ha ido, arrastrada por los cambios en los patrones de consumo, ahora más ligados al internet. No pudo esta vez con los cambios culturales, aquel negocio que sobrevivió a la crisis económica de los 70s, que logró sobrevivir a la caída de las torres gemelas y el subsiguiente deterioro del sur de Manhattan (que se llevó, por ejemplo, a la sucursal de Strand, esa fantástica librería que quedaba a pocas cuadras de J&R).

Se ha ido, como se fue hace unos años la Mega tienda Virgin de Times Square, la más espectacular puesta en escena de una tienda de discos que vi en mi vida; como se fueron todas las Tower Records, incluyendo el local más grande, el que estaba en Broadway, frente a Macys, y que ahora es una tienda de Victoria Secret, como se fueron las Circuit city, como se fueron tantas otras, incluyendo la Galería del Rock, donde compraba los discos en el Centro Plaza, en Caracas. Como se fue tambien, hace poco, Pearl Paint, una institución en Canal Street, una de las tiendas legendarias en materiales de dibujo y escritura en el sur de Manhattan, con ese local ruinoso pero con tanto encanto, donde se amontonaban las pinturas con los creyones, los cartones con los caballetes. Ahora solo nos queda Academic Records, la tienda de discos usados en la calle 18, que sigue ofreciendo discos a precios de descuento y dinosaurios de plástico, por ahora.

Cuando vuelva a Nueva York, que volveré más temprano que tarde, iré sin duda a pararme en frente del viejo local, ahora cerrado, en Park Row, a dar el pésame a un viejo amigo. Voy a extrañar, sin duda, el medio día que siempre reservaba en mis viajes para desconectarme del mundo mirando discos y soñando con poder llevarme muchos de ellos a casa.