jueves, 4 de mayo de 2017

Mis calles

Fotografía: tomada del muro FB Ciudad de Laberintos


Las escenas se muestran en la pantalla, una tras otra, el mismo día, la misma tarde, con solo segundos de diferencia entre una y otra, como cuadros en una exhibición:

Video 1

Voces en off. La pantalla muestra, a través de una ventana con rejas de un apartamento, según se mueva el teléfono que graba, ambos extremos de una calle, una calle ancha con una fuerte pendiente. En un extremo, a la derecha, arriba, tres o cuatro cauchos atravesados, algunas piedras, unos palos y varas de metal retorcido. Humo. Y gente, gente que protesta, que gesticula, que grita. Se escucha claramente un sonoro  "Maduro, coñoetumadre" mientras suenan las cacerolas en el ambiente. Abajo, a la izquierda, algunas motos y un grupo de personas que miran a los de arriba, a la distancia, escondiéndose en una estación PDVSA de llenado de gas para vehículos y tras el muro de una casa en una esquina. Desde esa esquina vigilan, se ponen rodilla en tierra, se acuestan en el piso, sobre la acera, y muestran las pistolas. Y suenan los disparos. Se les ve disparar varias veces. No se ven guardias, ni policías, solo grupos armados, sin uniforme, que disparan a los que protestan al otro extremo de la calle. Las cacerolas siguen sonando. Desde los apartamentos se escucha a los residentes gritar insultos a los que disparan y al gobierno de Maduro. La casa  de la esquina tiene un muro muy particular, con unos dibujos hechos con piedras, rematadas con bordes de cemento y líneas de pintura negra. Es la Avenida Tamanaco de El Llanito, esa zona de nombre irónico que no deja de bajar o subir en ningún momento.

Video 2

Hay confusión y varias líneas parabólicas blancas en el aire. Una masa de gente se agolpa, entre quienes quieren correr hacia atrás y quienes quieren ponerse al frente. Varios vehículos blancos lanzan chorros de agua y bombas de gas. Motos que dan vueltas, gente que corre. Líneas blancas que caen al río, río Guaire entre gris y marrón. Gritos. Al fondo, el Ávila no se ve, oculto tras una nube blanca, nube de gases que irritan, que ciegan, que asfixian. Personas que caen, gente que es golpeada. Objetos que vuelan en uno y otro sentido. Alguna llamarada fugaz. Gritos. Sirenas. Alarmas. La toma se hace desde las Mercedes, desde el borde de la Avenida Río de Janeiro. Las tanquetas blancas avanzan y retroceden. A un costado se ven, entre las nubes blancas, edificios y una escultura de Carlos Cruz-Diez. La toma se acerca y se aleja, a veces solo deja ver 2 o 3 personas que corren, a veces es toda una composición de árboles, río, autopista, edificios y montaña. Gritos y gases. En otro gesto de la ironía, a ese conglomerado de edificios y, ahora, de gases y gritos, se le llama El Rosal.

Video 3

Gritos remotos, escaleras vacías. Tragaluces en el techo, en un espacio a doble altura. Tiendas difusas detrás de una nube blanca que cubre todo el espacio.  "Hijosdeputa", grita una voz en off. Gritos lejanos, nadie baja por las escaleras con piso de granito. Es una escalera del Centro Ciudad Comercial Tamanaco, en la zona más antigua, la primera etapa. La cámara, probablemente de alguna tienda, por la zona donde hace años estuvo una agencia del banco Consolidado o una agencia de viajes de la American Express, hace la toma justo enfrente al final de la escalera, en la segunda planta. Pisos de granito claro. La nube blanca sube hacia los tragaluces. Gritos. Alguien que cruza corriendo la escena y baja por las escaleras, corriendo, con un pañuelo en la cara, un pañuelo que se sostiene con una mano mientras corre huyendo de las bombas, de los gases. Nube blanca dentro del edificio. Imágenes difusas de palmeras dentro de una nube. Gritos lejanos.

Video 4

Una moto arde en medio de la calle, una calle franqueada por árboles y edificios de apartamentos. Al fondo la entrada a una estación del Metro con la pared lateral sin terminar, decorada con una pintura. En otro plano la autopista. A un costado un portón de hierro, obras a medio construir. Guardias que corren, alejándose. Gritos. Jóvenes que cruzan la toma de la cámara, con la cabeza envuelta. "Coñosdemadre", gritan, dirigiéndose a los guardias que se alejan, bajando por la calle. La moto arde, acostada en el medio de la calle. Vuelan algunas piedras. "Vénganse, vénganse" dice una voz en off junto a la cámara, cámara que no se mueve, aunque parece pasan cosas a su alrededor, cosas que se intuyen pero no se ven. Voces que gritan, gentes que corren, humo, bombas lacrimógenas que caen, rebotando sobre el pavimento.

Mis calles

Mi mamá, la "maestra Carmen",  trabajó una buena parte de los años 70s dando clases de primer grado de primaria, enseñando a leer y escribir, en la Unidad Educativa El Llanito, ahora llamada Juan Bautista Castro, en la Avenida Tamanaco de El Llanito, una escuela grande construida en los 60s, que atendía a niños de las zonas de edificios y casas de clase media a su alrededor como a los niños de los muy cercanos barrios de Petare, como el barrio La Línea, ubicado a solo 3 cuadras de la escuela, al margen del río Guaire, ese río entre marrón y gris que llega allí luego de pasar junto a la autopista, esa autopista donde las tanquetas del gobierno lanzan gases a los que manifiestan pidiendo cambios. Allí, en esa escuela, acompañando a mi mamá en una fiesta, vi en un televisor en blanco y negro a Argentina ganar el mundial de 1978, mientras un público de "padres y representantes" portugueses, españoles, argentinos, uruguayos, peruanos, colombianos, venezolanos, celebraban un gol de Kempes mientras participaban de una verbena del colegio. A dos cuadras de la escuela, en una vía paralela a la Tamanaco, en la calle Terepaima, en la planta baja de un edificio que mezclaba comercios con pequeñas industrias, estaba el taller de latonería y pintura de Paco, un español emigrado a Venezuela en la postguerra, quien pintó de blanco mi VW antes negro, el vw del hijo de la que fue la maestra de sus hijos, y me ayudo a prenderlo empujado cuando fui a buscarlo al final de una tarde. Esa tarde, rumbo a mi casa, en mi vw blanco del 66, a mis 20 años pasé frente a la escuela donde había trabajado mi mamá, frente a la casa de la compañera de trabajo de mi mamá cuyas hijas bailaban en el ballet de Keyla Ermecheo y pasé frente a la estación de servicios que alguna vez conocí en los 70s como de la CVP y ahora era una estación de llenado de gas, al costado de una casa con muro blanco y dibujos hechos con piedras en su fachada, piedras delimitadas con cemento y lineas pintadas de negro, bajando al puente Baloa, allí donde El Llanto pierde su nombre para convertirse simplemente en Petare.

En esa misma época en la cual mi mamá trabajaba en El Llanito, mi papá solía ir los domingos temprano en la mañana al entonces nuevo Centro Ciudad Comercial Tamanaco, entonces el mayor centro comercial de América latina, con sus pisos de granito claro y sus escaleras con barandas forradas con alfombras con rayas de colores ocres. Al pie de la escalera del patio a doble altura de la primera etapa del centro comercial, al costado de unas fuentes de agua y palmeras, había un café donde los domingos en la mañana sellaban apuestas de carreras de caballos, adonde mi papá se reunía con sus amigos para pronosticar fallidamente los ganadores de cada tarde, mientras yo me comía cada semana un cruasán que escandalizaba a mi papá por su precio (5 bolívares) y me daba vueltas entre tiendas cerradas y pasillos vacíos de una ciudad que los domingos se despertaba tarde. Arriba, en la segunda planta, adonde comienzan las escaleras, había una tienda de ropa para hombres y una agencia de viajes, y a un costado Beco, la tienda por departamentos. Mientras mi papá leía El Nacional e intercambiaba opiniones sobre los caballos con sus amigos, yo miraba la tienda de equipos electrónicos de la esquina siguiente, la oficina de Viasa donde ofrecían viajes a Europa o distintos países de América, o la joyería cuya fachada de mármol oscuro enmarcaba una vitrina con relojes, collares y anillos. Encima de la escalera había unos tragaluces de plástico, a través de los cuales, conforme avanzaba la mañana, entraba la luz que aclaraba los pasillos más temprano oscuros y solitarios.

Cuando salíamos del Centro Comercial Tamanaco en el Chevrolet Caprice Classic 74 blanco con el techo de vinilo negro de mi papá no había una rutina fija. Alguna vez íbamos al mercado de Coche a buscar sacos de naranja o maíz, alguna vez íbamos a las caballerizas del hipódromo La Rinconada, algunas veces simplemente volvíamos a la casa, a la Quinta Paraguachoa, en Los Chorros.

Años después, cuando dejé la casa de mis padres en Los Chorros me mudé con Patricia a La Carlota. Luego, al poco tiempo, ya con Lucía, nos mudamos a Bello Monte, a un apartamento que compramos con un crédito que firmé en una oficina de banco, ubicada en un edificio de El Rosal, a un costado de la Autopista Francisco Fajardo, un edificio con una escultura de Carlos Cruz Diez en la fachada. Un edificio que vi construir al costado de una bomba de gasolina, un edificio que vi levantarse, con sus vidrios verdes, cuando pasaba caminando desde Chacaíto rumbo a Colinas de Bello Monte, a la casa de Patricia.

Colinas de Bello Monte, allí donde enmarcada por árboles, edificios y gritos arde una moto de la Guardia Nacional volteada en medio de la calle Miguel Angel, enfrente a la Carnicería Belmont, apenas metros más allá de la panadería Sabrina, a pocos metros de la agencia del banco Provincial, de la venta de accesorios para carros, de la entrada inferior del Centro Polo y de unas obras interminables del Metro, ahora seguramente paralizadas, luego de años de escándalos de corrupción y múltiples incumplimientos del gobierno, el mismo gobierno al que sostienen los guardias que corren.

Sí, esas que arden y gritan llenas de gases son mis calles, aunque solo las vea a través de la pantalla de la computadora, como cuadros en una exhibición. Mis calles y, más temprano que tarde, voy a volver a ellas.



viernes, 17 de marzo de 2017

Elogio del pan dulce

En una Caracas que entonces -al menos así la miraba yo, vestido con mis pantalones cortos por la rodilla y las infaltables franelas a rayas de colores que me compraba mi mamá en Margarita- funcionaba a una menor velocidad que la actual, una ciudad en la que iba del colegio Santiago de León, en La Floresta, a almorzar a mi casa en Los Chorros, en el autobús amarillo del señor Amadeo, y volvía en la tarde al colegio luego de jugar un mini partido de pelotica de goma con los Delgado, que vivían en la esquina de mi misma calle, la panadería El Rosario, el kiosco de periódicos del señor Lorenzo y el abasto El Centro fueron los primeros lugares de excursión a los que se me permitió ir por mi cuenta, usualmente a hacer mandados.

En esos días de los años 70s en los que mi edad apenas rondaba los dos dígitos, mi madre solía pedirme al final de la tarde, luego de verme llegar de la segunda tanda del colegio, y justo cuando me preparaba para poner en el viejo televisor marca Siera, con mueble de madera y tope de mármol gris, al Zorro, o Perdidos en el espacio, que fuera a la panadería a buscar un bolívar de pan sobado, una variante más suave del pan francés al que entonces llamábamos "de a locha", porque su precio de venta era a razón de 8 panes por un bolívar. Algunas noches el mandado consistía en pan y un litro de leche. Y en algunas ocasiones especiales, también, pan dulce.

La panadería en cuestión quedaba a unas cuatro cuadras de mi casa, saliendo por mi calle hasta la avenida y subiendo hacia el Ávila. La Panadería ocupaba la planta baja de una casa con frente a la avenida El Rosario, en cuya parte superior vivían los panaderos, de origen italiano. Tenía los muebles de madera oscura y un mostrador en forma de u, con tope de vidrio, separado de los hornos y la zona de amasado por unos muebles altos, forrados en su interior por laminado blanco, en los que se exhibían diversos productos. El techo del local tenía unas formas plásticas que intentaban simular cristales, tras los cuales se ocultaban las lámparas. Tenía, a la derecha de la entrada, una vitrina refrigerada para las tortas y los dulces fríos  y otra para los quesos y jamones y una máquina grande de hacer café, al costado izquierdo del mostrador. Detrás de la barra, donde solían estar los empleados junto a los dueños del negocio, incluyendo una señora grande y gruesa, la propietaria, estaban las neveras para los jugos, maltas, refrescos y la leche.

Ese era el prototipo de la panadería caraqueña, un local animado y decorado por la acumulación, donde se podía conseguir pan caliente, recién hecho, a distintas horas del día, y a la vez podía comerse cachitos de jamón, dulces, sandwiches, queso, embutidos, tomar jugos o comprar enlatados, cajas de cereal, unas baterías o una afeitadora.

No es común en el mundo ese modelo de panadería tan propio de Venezuela. No lo hay acá en Perú, donde escribo esto pensando en las noticias del día. Tampoco lo vi en España, Francia o Italia. Ni en Estados Unidos ni en ninguno de los países de latinoamérica por donde me ha tocado pasar. Alguna vez vi algo parecido en Portugal, esa mezcla de casa de abastos, panadería, pastelería, bar, café, charcutería, restaurante y venta de artículos de playa, donde la gente entra y sale o se queda allí para conversar con sus vecinos mientras come pan caliente o se toma un café expreso.

En las proximidades del cambio de década los propietarios vendieron la panadería de la avenida El Rosario a una familia portuguesa y meses después escuché a mi madre comentar que los anteriores dueños de la panadería habían muerto en el sur de Italia, en un terremoto que destruyó su pueblo, al cual habían vuelto solo meses atrás, luego de pasar más de 20 años en Venezuela (El terremoto de Irpinia, 23 de noviembre de 1980). Los nuevos propietarios también partieron al poco tiempo, convirtiendo la panadería en una venta de muebles que nunca tuvo mayor éxito.

Con la entrada en bachillerato en 1979 dejé de viajar en el transporte escolar y comencé a usar el transporte público para ir al colegio. Muchas veces regresaba caminando a la casa desde La Floresta solo para guardar el dinero que me daban para los pasajes (y gastármelo en idas al cine o en comprarme algún disco o libro). En ese tiempo comencé a caminar por todas las zonas que quedaban en los alrededores del camino entre mi casa y el colegio: Los Ruices, Los Dos Caminos, La Carlota, Sebucán, Santa Eduvigis, Los Palos Grandes y Altamira. También me aventuré algunos días a recorrer Chacao, Sabana Grande y el centro de Caracas.

Por allí por donde pasaba, las calles de esa Caracas de comienzos de los 80s estaban llenas de panaderías, cada una con su individualidad, pero todas compartiendo el modelo de la variedad y la acumulación como seña de identidad, todas con esos mundos paralelos alrededor de la maquina de café expreso, el punto de despacho del pan caliente y las neveras de los dulces o las bebidas. Con los años había menos panaderías regentadas por españoles e italianos y cada vez más por portugueses, pero los tipos de pan y dulces no respondían necesariamente a la nacionalidad del propietario, sino a esa amalgama de culturas que se había dado en las panaderías caraqueñas a lo largo de varias décadas.

Con el bachillerato comencé a ir al cine por mi cuenta y muchas veces, especialmente cuando asistía a los cines que temprano en las tardes daban funciones continuadas con un único boleto, como el Broadway o el Radio City,  pasaba antes de entrar por la panadería más cercana y entraba a ver la película con mi bolsa de panes dulces bajo el brazo. Y si no era antes de entrar al cine, a la salida, camino a mi casa, al final de la tarde o en la noche, pasaba por alguna de las panaderías del camino y caminaba luego hacia mi casa comiéndome los panes dulces que había comprado momentos antes.

Así durante años me hice visitante asiduo de la panadería de Los Ruices, que tiempo después fue rebautizada como La Gran Muralla; o La Rolls, en Chacaito, cuyo nombre hace referencia a que en su local funcionó antes la antigua agencia de los elegantes autos ingleses; o la Flor y Nata, cerca de la Plaza La Candelaria; o la Carmen, Aída, la Ducal o la Pan 900 en Sabana Grande; o La Flor de Altamira, por la que solía pasar cuando iba a los talleres del Celarg, a una cuadra de allí; o La Flor de Castilla, por la que pasaba a veces, a la salida del colegio, al sur de la Plaza Altamira; o la Edelways o la Tívoli, en Las Palmas, por las que pasaba cuando iba al Cine Prensa; o la Río de Oro y la panadería del Centro Comercial Humboldt en Prados del Este, en las cercanías de casa de Viena, o la memoria remota de la panadería Suiza en San Bernardino, enfrente de donde me llevaban al médico mis padres de vez en cuando o en las proximidades de dónde llevábamos a Lucía al pediatra; o la Rocarena y la Doris por los lados de La Carlota; o la panadería El Placer, en la urbanización del mismo nombre, a la que iba cuando estudiaba en la USB; y Las Colinas (luego Punto Ideal) o la Magdala o la Sabrina, en Colinas de Bello Monte.



Hoy, sentado lejos de Caracas,  en Lima, y escondiéndome de un calor que abruma, leo en la prensa que se llevaron preso a alguien en una panadería venezolana por usar la harina para hacer cachitos de jamón y pan dulce y no he dejado de pensar en toda la mañana en la larga lista de panaderías que visité en mi vida y la cantidad de veces que me desenchufé del mundo, camino a mi casa, pateando latas por la calle, comiéndome los cuatro panes dulces que había comprado en alguna panadería minutos antes. La explicación para tan absurda situación no es otra que la misma que explica el caos de la vida cotidiana venezolana de estos tiempos. El gobierno, en otro de sus arrebatos de ignorancia, incapacidad y mala fe voluntarista, declara la "guerra del pan" para acabar con otra de las señas de nuestra identidad, ignorando que son sus políticas económicas, su torpeza y su mala fe las que generan la escasez y no los panaderos caraqueños, esos que desde que era niño madrugan para que temprano en la mañana tengamos pan caliente y en las tardes panes dulces.

Quedará solo el circo, por lo visto.


martes, 7 de febrero de 2017

Leche condensada

Carmen Victoria me pide, a través de una videollamada de Skype, que le mande dos latas de leche condensada. Mejor cuatro, eso aquí hace tiempo que no se consigue. Es verdad, dice, voz en off de quien no aparece en el espacio cubierto por la cámara, Gonzalo Rafael, eso hace tiempo que no se ve, se desapareció por completo, mira que lo hemos buscado. Es que quiero hacerles la gelatina que les gusta a los muchachitos cuando vengan, insiste mi mamá, a pesar de que ya le he dicho que sí se las voy a mandar con Patricia, cuando vaya a Caracas la próxima semana. Mándame cuatro latas, no dos, es que necesito dos para cada gelatina, y quiero hacerle una a Teresa para su cumpleaños y otra a Diego para el suyo. A ellos les gusta mucho.

Cierro la conversación luego de las despedidas de rigor, pensando en la solicitud de mi mamá como síntoma de estos tiempos. Lejanas, remotas, se recuerdan las solicitudes de cremas y perfumes, de algún aparato novedoso, de algún gusto exótico, exótico para los gustos sencillos de mis padres, que siempre se han acomodado con poca cosa.

Aunque, eso sí, la leche condensada azucarada siempre ha sido un producto codiciado en mi casa.



En mi casa, cuando era niño, se compraba la leche condensada azucarada para hacer postres, comúnmente quesillos, aunque alguno que otro diciembre se usaba para hacer una versión casera del ponche crema, o para hacer la gelatina mezclada con leche y frutas, que tanto éxito tenía, o el arroz con leche, o alguna chicha. Mi mamá solía tener siempre una lata guardada en los gabinetes blancos y naranja de la cocina, lata que una vez abierta era una tentación para quienes, dándole vueltas alrededor, pedíamos nos dieran, por lo menos, una cucharada. No, hay que ponérsela completa al quesillo, que si no se le pone la medida completa no queda bien, no le metas esa mano sucia a la lata, no le pases la cuchara y la vuelvas a meter, solía escuchar, mientras sonaba el zumbido de la licuadora Oster o del asistente de cocina Electrolux, según cuál fuese el postre en preparación. El premio mayor solía ser quedarse con la lata, sacando la leche condensada remanente con una cuchara o, incluso, pasándole el dedo, hasta dejar el envase completamente limpio. No me rompas el papel de afuera, que trae una receta, me advertía mi mamá, no sin antes recordarme que debía tener cuidado con el dedo y el borde de la lata, no sea que fuese a cortarme.

Alguna rara vez nos compraban unas laticas pequeñas, a las que le abrían dos agujeros en la tapa: uno para que entrara el aire y otro para que succionáramos la leche condensada mientras pegábamos la boca a la lata. Juraría que el latón cromado no sabía a nada, pero sí sabía, y daba a la leche condensada un sabor característico, como el del agua de los bebederos de los colegios, así, metálico, pero más dulce.

Solo una vez solía comer leche condensada a mis anchas.

Cuando íbamos en vacaciones a Margarita, al menos una vez cada año, una de las playas preferidas de mis padres era la playa El Yaque, en el sur de la isla, cerca de donde está hoy el aeropuerto Santiago Mariño. Es una playa llana, muy poco profunda y sin olas ni corrientes peligrosas, por eso nos dejaban de nuestra cuenta bañarnos sin mayor supervisión, mientras los mayores jugaban dominó, o veían la carreras de caballos por televisión. Pero no era la playa El Yaque llena de windsurfistas, hoteles y pequeños negocios que existe hoy en día, hablamos de la playa El Yaque de hace más de 40 años, al principio sin carretera asfaltada, sin electricidad salvo por unas horas en las que encendían una planta eléctrica, sin más negocios que el Bar El Vigía -con su rockola, su pista de baile de cemento pulido con vista al mar y sus cuatro mesas con sillas de madera y cuero de chivo- y la bodega de Clemente y, en el medio entre ambos, rancherías de pescadores con un aviso de metal oxidado que decía "Playa El Yaque. Sucesión Tovar. Prohibida Toda Clase de Construcciones".

Clemente, el dueño de la bodega, había sido el capataz del hato de chivos que fue de mi bisabuela, quien la obtuvo a cambio del pago de una deuda que dejó por cobrar mi bisabuelo a su muerte, hace más de 70 años. Luego de la desaparición de la hacienda, Clemente se quedó viviendo frente al mar en una casita de paredes de bloques pintadas de dos colores y techo de láminas de zinc, a la que puso enfrente, cruzando la calle, hacia el mar, ya sobre la arena, un rancho de palma y madera donde meter los carros o los peñeros. En la pared de la casa que daba hacia la calle había una ventana, por donde Clemente despachaba refrescos fríos, cervezas, panes dulces, galletas, bolsitas de champú, bombillos, papel sanitario, latas de diablitos Underwood, y, luego, en los tiempos de la zona franca y el puerto libre, en la época en que como parte de las obras del nuevo aeropuerto, en los años 70s, se construyó una nueva carretera de acceso y se asfaltó la única calle del pueblo, que corría paralela a la costa, desde la curva de la entrada hasta terminar en El Vigía, pasando antes por la puerta de la bodega de Clemente, también comenzó a vender productos importados, jamones en lata daneses, quesos de bola holandeses, chocolates kitkat, smarties y latas de leche condensada marca la pequeña holandesa.

Los Tovar teníamos crédito en la bodega de Clemente. Así que podía salir de la playa sin pedir permiso, sacudiéndome el agua y la arena, cruzar la calle dando brinquitos para no quemarme los pies, acercarme a la ventana de Clemente y pedirle cualquier cosa para que se lo anotaran a la lista de mi papá, que muy probablemente dormía, acostado en un chinchorro bajo el rancho junto a la playa.

Nada más dulce que -con la piel cargada de salitre, con el sabor del agua salada aún en los labios - sentir el frío de la lata junto a la cara insolada y saborear la leche condensada azucarada que se deslizaba fuera del envase por un agujero triangular recién hecho con un destapador de botellas o con una pequeña navaja.

Los días en la Playa El Yaque de mi niñez solían ser días solitarios, tranquilos, con poca gente, pocos conocidos. Sin nada urgente, sin prisas, sin angustias. Días con el ruido del viento arrastrando la arena y, al fondo, lejana, la música de la rockola de El Vigía. Días de caminar por la orilla de la playa, construir castillos y sistemas de drenaje en la arena, sacar erizos del mar, maravillarse viendo pasar un barco a lo lejos y cerrar los ojos e imaginarse el futuro. Días de tomar refrescos fríos, colitas Espartanas o naranja Tuey, y comer leche condensada pequeña holandesa helada, restregando la nariz contra la lata fría.

Escuchando a mi mamá por Skype pensaba en la pobreza de la Venezuela actual y en la imposibilidad de comprar una lata de leche condensada en el abasto de la esquina, haciendo necesario pedirla a familiares en otros países y, sin embargo, recordé la felicidad que me producía la leche condensada muchos años atrás y pensé que no puede ser un mal regalo, algo irrelevante una cosa que produzca esa sonrisa en la cara.