martes, 7 de febrero de 2017

Leche condensada

Carmen Victoria me pide, a través de una videollamada de Skype, que le mande dos latas de leche condensada. Mejor cuatro, eso aquí hace tiempo que no se consigue. Es verdad, dice, voz en off de quien no aparece en el espacio cubierto por la cámara, Gonzalo Rafael, eso hace tiempo que no se ve, se desapareció por completo, mira que lo hemos buscado. Es que quiero hacerles la gelatina que les gusta a los muchachitos cuando vengan, insiste mi mamá, a pesar de que ya le he dicho que sí se las voy a mandar con Patricia, cuando vaya a Caracas la próxima semana. Mándame cuatro latas, no dos, es que necesito dos para cada gelatina, y quiero hacerle una a Teresa para su cumpleaños y otra a Diego para el suyo. A ellos les gusta mucho.

Cierro la conversación luego de las despedidas de rigor, pensando en la solicitud de mi mamá como síntoma de estos tiempos. Lejanas, remotas, se recuerdan las solicitudes de cremas y perfumes, de algún aparato novedoso, de algún gusto exótico, exótico para los gustos sencillos de mis padres, que siempre se han acomodado con poca cosa.

Aunque, eso sí, la leche condensada azucarada siempre ha sido un producto codiciado en mi casa.



En mi casa, cuando era niño, se compraba la leche condensada azucarada para hacer postres, comúnmente quesillos, aunque alguno que otro diciembre se usaba para hacer una versión casera del ponche crema, o para hacer la gelatina mezclada con leche y frutas, que tanto éxito tenía, o el arroz con leche, o alguna chicha. Mi mamá solía tener siempre una lata guardada en los gabinetes blancos y naranja de la cocina, lata que una vez abierta era una tentación para quienes, dándole vueltas alrededor, pedíamos nos dieran, por lo menos, una cucharada. No, hay que ponérsela completa al quesillo, que si no se le pone la medida completa no queda bien, no le metas esa mano sucia a la lata, no le pases la cuchara y la vuelvas a meter, solía escuchar, mientras sonaba el zumbido de la licuadora Oster o del asistente de cocina Electrolux, según cuál fuese el postre en preparación. El premio mayor solía ser quedarse con la lata, sacando la leche condensada remanente con una cuchara o, incluso, pasándole el dedo, hasta dejar el envase completamente limpio. No me rompas el papel de afuera, que trae una receta, me advertía mi mamá, no sin antes recordarme que debía tener cuidado con el dedo y el borde de la lata, no sea que fuese a cortarme.

Alguna rara vez nos compraban unas laticas pequeñas, a las que le abrían dos agujeros en la tapa: uno para que entrara el aire y otro para que succionáramos la leche condensada mientras pegábamos la boca a la lata. Juraría que el latón cromado no sabía a nada, pero sí sabía, y daba a la leche condensada un sabor característico, como el del agua de los bebederos de los colegios, así, metálico, pero más dulce.

Solo una vez solía comer leche condensada a mis anchas.

Cuando íbamos en vacaciones a Margarita, al menos una vez cada año, una de las playas preferidas de mis padres era la playa El Yaque, en el sur de la isla, cerca de donde está hoy el aeropuerto Santiago Mariño. Es una playa llana, muy poco profunda y sin olas ni corrientes peligrosas, por eso nos dejaban de nuestra cuenta bañarnos sin mayor supervisión, mientras los mayores jugaban dominó, o veían la carreras de caballos por televisión. Pero no era la playa El Yaque llena de windsurfistas, hoteles y pequeños negocios que existe hoy en día, hablamos de la playa El Yaque de hace más de 40 años, al principio sin carretera asfaltada, sin electricidad salvo por unas horas en las que encendían una planta eléctrica, sin más negocios que el Bar El Vigía -con su rockola, su pista de baile de cemento pulido con vista al mar y sus cuatro mesas con sillas de madera y cuero de chivo- y la bodega de Clemente y, en el medio entre ambos, rancherías de pescadores con un aviso de metal oxidado que decía "Playa El Yaque. Sucesión Tovar. Prohibida Toda Clase de Construcciones".

Clemente, el dueño de la bodega, había sido el capataz del hato de chivos que fue de mi bisabuela, quien la obtuvo a cambio del pago de una deuda que dejó por cobrar mi bisabuelo a su muerte, hace más de 70 años. Luego de la desaparición de la hacienda, Clemente se quedó viviendo frente al mar en una casita de paredes de bloques pintadas de dos colores y techo de láminas de zinc, a la que puso enfrente, cruzando la calle, hacia el mar, ya sobre la arena, un rancho de palma y madera donde meter los carros o los peñeros. En la pared de la casa que daba hacia la calle había una ventana, por donde Clemente despachaba refrescos fríos, cervezas, panes dulces, galletas, bolsitas de champú, bombillos, papel sanitario, latas de diablitos Underwood, y, luego, en los tiempos de la zona franca y el puerto libre, en la época en que como parte de las obras del nuevo aeropuerto, en los años 70s, se construyó una nueva carretera de acceso y se asfaltó la única calle del pueblo, que corría paralela a la costa, desde la curva de la entrada hasta terminar en El Vigía, pasando antes por la puerta de la bodega de Clemente, también comenzó a vender productos importados, jamones en lata daneses, quesos de bola holandeses, chocolates kitkat, smarties y latas de leche condensada marca la pequeña holandesa.

Los Tovar teníamos crédito en la bodega de Clemente. Así que podía salir de la playa sin pedir permiso, sacudiéndome el agua y la arena, cruzar la calle dando brinquitos para no quemarme los pies, acercarme a la ventana de Clemente y pedirle cualquier cosa para que se lo anotaran a la lista de mi papá, que muy probablemente dormía, acostado en un chinchorro bajo el rancho junto a la playa.

Nada más dulce que -con la piel cargada de salitre, con el sabor del agua salada aún en los labios - sentir el frío de la lata junto a la cara insolada y saborear la leche condensada azucarada que se deslizaba fuera del envase por un agujero triangular recién hecho con un destapador de botellas o con una pequeña navaja.

Los días en la Playa El Yaque de mi niñez solían ser días solitarios, tranquilos, con poca gente, pocos conocidos. Sin nada urgente, sin prisas, sin angustias. Días con el ruido del viento arrastrando la arena y, al fondo, lejana, la música de la rockola de El Vigía. Días de caminar por la orilla de la playa, construir castillos y sistemas de drenaje en la arena, sacar erizos del mar, maravillarse viendo pasar un barco a lo lejos y cerrar los ojos e imaginarse el futuro. Días de tomar refrescos fríos, colitas Espartanas o naranja Tuey, y comer leche condensada pequeña holandesa helada, restregando la nariz contra la lata fría.

Escuchando a mi mamá por Skype pensaba en la pobreza de la Venezuela actual y en la imposibilidad de comprar una lata de leche condensada en el abasto de la esquina, haciendo necesario pedirla a familiares en otros países y, sin embargo, recordé la felicidad que me producía la leche condensada muchos años atrás y pensé que no puede ser un mal regalo, algo irrelevante una cosa que produzca esa sonrisa en la cara.