lunes, 18 de abril de 2011

Mc Piano

Si mis cuentas no están erradas, la fecha debe ser finales de 1997. Lucía había nacido casi 2 años atrás y nos acompañaba por primera vez en nuestra peregrinación anual a Nueva York; iba a descubrir el invierno y sus signos, iba a conocer la casa de sus tíos Armas-Ballas -entonces en la calle Windsor Place, en Brooklyn-, iba a iniciarse en el ritual de los aeropuertos internacionales, iba a infectarse de esa enfermedad endémica familiar, la "necesidad" de viajar.

Movidos por la urgencia de unos nuggets de pollo en una bolsita bautizada como happy meal, entramos en un McDonalds del sur de la calle Broadway, en pleno distrito financiero de Nueva York, aún a la sombra de las muy cercanas -una cuadra- torres gemelas del World Trade Center, aunque la referencia más evidente para nosotros y la razón para andar pateando aquel rincón del mundo era que la casa de Ronald, el de los zapatos rojos, estaba a media cuadra de la tienda por departamentos Century 21.

El sitio tenía algunas diferencias con el mundo estandarizado de los McDonalds y eso, de por sí, ya era una noticia, porque en el mundo de la comida rápida uno de los elementos definitorios, uno de sus pilares constitucionales, es la repetición en cualquier sitio de la experiencia, sea esta visual, auditiva y, por supuesto, de lo que se come.


El McDonalds del 160 de Broadway se anunciaba desde la calle igual que otros restaurantes de la cadena, pero al entrar se encontraba uno, nada más asomarse al hall, con un espacio en doble altura y un balcón con barandas de bronce, con una decoración que mezclaba un pretendido lujo de mármoles en el piso, algunas paredes y columnas, con neones y otros detalles propios de la moda decorativa de los años 80s. En las mesas había floreros de vidrio con claveles y hasta allí éramos conducidos por una amable señora pequeñita, que -en español o en inglés- nos ofrecía manteles de papel, salsa de tomate, mostaza o servilletas, a quienes pretendíamos comer en aquel local.

Desde que entramos escuchamos el  fondo musical, una mezcla de jazz y pop con un piano como único instrumento, pero no fue hasta avanzada la ingesta del correspondiente McCombo que caímos en cuenta que la música no se originaba en una grabación, sino que correspondía, más bien, a eso que en la avenida Intercomunal de El Tigre, en la pollera que quedaba enfrente del Gran Hotel Internacional de El Tigre, a donde dormimos tantas veces mientras trabajábamos en el IERU-USB  para Corpoven,  llamaban "talento vivo".

Sobre la puerta de entrada del local estaba un piano que tocaba aquella tarde una señora - o señorita- japonesa. Tocaba bastante bién, dentro de las limitaciones que mis oídos de tapia suelen tener. Hubo clásicos de esos que uno ha escuchado varias veces a Sinatra y otras de esas que suelen encontrarse en los discos de Diane Krall o la Sra. Monheit. Estábamos comiéndonos el  mismo cuarto de libra que podíamos comernos en cualquier otro lado, pero ahí, sentados en un banco acolchado, en una esquina del local, cerca de la puerta del baño, asistíamos con cierto asombro a la magia que una ciudad como Nueva York ofrece.



Han pasado más de 13 años de aquella fecha y cada año, al volver a Nueva York, reservamos algún momento para el McDonalds de la calle Broadway. La pianista japonesa ha envejecido con nosotros, pero -al menos hasta el año pasado- sigue tocando en la misma cornisa, en el mismo saliente sobre la entrada del local a donde la vimos tocar por primera vez. Eso sí, no tiene la exclusividad,  otros músicos tambien tocan allí, y a veces el pianista de turno tiene algún acompañante, con, por ejemplo, un saxo o un clarinete.

Muchas veces, al verla tocar, me pregunto ¿a dónde vive? ¿vive únicamente de tocar en este McDonald? ¿habrá grabado algún disco? ¿cómo llegó a dedicarse a este trabajo? ¿almorzará aquí mismo o comerá en algún otro lado? ¿estaba tocando el día que cayeron las torres gemelas? nunca he tenido respuesta alguna.

El único cambio importante en estos últimos años, además de las canas de ella y los kilos de uno, es la aparición de un envase para que le dejen alguna propina y un pequeño aviso, acompañado de un clavel,  a un lado del envase de las monedas, que nos invita a contribuir con la subsistencia del músico de turno y agradece por los aplausos.




Elclavel y el vaso tambien son una forma de decir que están allí, porque mucha gente entra y sale sin alzar la cabeza, sin mirar hacia arriba, sin entender que no es un cd lo que suena, sin saber que hay una pianista japonesa en el McDonalds del160 de Broadway, colgada en un saliente encima de la puerta. Que unos metros más arriba hay alguien que sueña, al menos desde hace 13 años, con ser Diane Krall; con que Elvis Costello, hamburguesa en mano, la invite a bajar de aquel balcón.

domingo, 17 de abril de 2011

lunes, 4 de abril de 2011

sentémonos un rato

He visto de nuevo en estos días -cortesía de los srs. Larrañaga-Obadía, que lo han puesto en una página de facebook- el video de Steve Jobs en la Universidad de Stanford  y mientras lo veía (lo he visto un montón de veces desde que me tropecé con él por casualidad hace unos 3 años) comencé a divagar, de nuevo, y a preguntarme cosas de esas que no suelen tener una respuesta clara, una certeza absoluta, de esas que suelen terminar en un sí-pero-no.

Jobs habla en su discurso -entre otros asuntos- de la importancia de que las cosas se conecten, de la fe ciega en que lo que en apariencia no se conecta lo hará en el futuro y tambien de la importancia del diseño y la belleza de los objetos en unión de su funcionalidad. Y cuando uno escucha a Steve Jobs, no importa si te está vendiendo un Ipad o un Mac, te está explicando la rentabilidad de Apple, te está hablando mal de Microsoft, o cualquier otro tópico, uno suele terminar estando de acuerdo con  él. Pero en este caso, me quedé dándole vueltas a una vieja idea, una vieja pregunta que me acompaña al menos desde mi adolescencia, sin una respuesta absoluta: ¿qué tan importante es el diseño? ¿puede el diseño de las cosas que usamos influir decididamente en nuestra vidas? ¿podemos ser mejores gracias al diseño de las cosas que nos rodean? ¿puede el diseño salvar al mundo o es la belleza de las cosas algo simplemente superfluo o frívolo?

Desde muy joven me he hecho esas preguntas. A veces me digo a mi mismo que, por supuesto, sentarse a comer en una silla hermosa y cómoda hace que uno disfrute más y mejor el momento; que el solo mirar o usar el producto de la creatividad humana y el buen hacer de las personas y las máquinas produce algún nivel de placer el influye en la forma como uno mira el mundo. Pero a veces me entran mis dudas.

Dejando de lado las dudas, soy un auténtico fan del diseño de postguerra, ese que los norteamericanos llaman mid-century design, y desde hace muchos años me ha interesado tanto en su expresión formal como en los ideales que lo alimentaron y que mucho tenían que ver con la visión optimista del mundo y de la vida cotidiana que se derivó de las condiciones económicas, políticas y sociales que siguieron al final de la segunda guerra mundial. Se pensaba que el mundo sería mejor, que la prosperidad se democratizaría y que los seres humanos de todos los países tendrían acceso al bienestar que se derivaba de la producción industrial y la democracia. Y esa euforía colectiva se tradujo en mayores tasas de natalidad, el crecimiento de los suburbios y un diseño - de arquitectura, de mobiliario, de carros, de todo tipo de accesorios- que reflejaba los valores del momento: el progreso, el bienestar a precio accesible, la felicidad asociada a una silla, un envase tupperware o un auto fabricado masivamente y a precios nunca vistos antes.

Yo vengo de una familia que se formó en medio de ese espíritu, mis padres soñaron con una casa con jardín en el este de Caracas y se mudaron a una desde un apartamento en el centro de Caracas cuando yo tenía 5 años, una casa que rellenaron con electrodomésticos y un carro americano motor V8 con todos los accesorios eléctricos que el progreso se suponía traía consigo; pero no recuerdo que hubiesen tenido interés alguno, específicamente, por el diseño, al menos concientemente: mis padres no sabían quienes eran Hans Wegner, Jacobsen o cualquier otro diseñador escandinavo cuando escogieron para su primer apartamento de casados en una mueblería caraqueña un seibó, unas butacas y una mesa de comedor cuyo diseño provenía de algún lugar del norte de Europa; mamá, por su parte, escogió hace ya casi cuatro décadas para la cocina de la casa de Los Chorros una mesa y unas sillas de fibra de vidrio cuyo diseño era muy parecido a las Tulip de Eero Saarinen, pero nunca supo quien estaba detrás de aquel modelo de mueble, seguramente la única razón de su escogencia fue la durabilidad o el que le pareciesen fáciles de limpiar o que, tal vez, había visto uno de esos muebles modernos en algun ejemplar de la revista estampas.


Sillas y mesa Tulip. Eero Saarinen. 1956

Pero ¿cómo influyó - si es que acaso lo hizo- la escogencia de ese mobiliario en la educación sentimental de sus hijos? ¿Desayunar cada día en una silla de fibra de vidrio que vencía "el maleficio de las patas", como decía Saarinen, contribuyó a hacerles mejores personas, seres sensibles de alguna manera al entorno, predispuestos frente a los cambios o las diferencias o con cierto sentido de la estética o inclinación a la creatividad y a una exigencia de las cosas que les rodean? ¿Qué tanto aportaron a la educación que nos transmitió el Santiago de León de Caracas las sillitas naranja modelo Polyprop, diseñadas por Robin Day, que usabamos en la biblioteca del colegio?
Sillas Polyprop, tambien conocidas como Polychair. Robin Day. 1962.

En todos los casos hablamos de objetos con un sentido de la estética, pero tambien con un importante sentido funcional. Por muy escultural que resulte una silla Tulip, jamas hubiese estado décadas en la cocina de la casa de mis padres si no respondieran adecuadamente a una necesidad, si no cumplieran a cabalidad una función.

Charles Eames, la quintaesencia del diseño norteamericano moderno, el diseñador más importante del siglo XX de acuerdo a la revista Times, dijo en una oportunidad que el diseño va dirigido a la necesidad, el diseño conlleva la idea de productos necesariamente útiles, aunque su utilidad puede ser muy sutil, y tambien dijo ¿quien podría decir que el placer no es útil?

Cuando comencé a trabajar por mi cuenta, luego de anunciar la retirada del IERU en septiembre del 2005, lo primero que compré con el primer dinero que gané en esa etapa de mi vida fue una silla, una de Herman Miller que me vendieron en Modusistemas, que uso hoy en la oficina y que salda cada día una vieja cuenta pendiente conmigo mismo, luego de años de sufrir un trasto de semicuero, ruedas incompletas, equilibrios precarios  y clavos salientes, que la Universidad Simón Bolívar me asignó durante durante años y que, viéndola así, en la distancia, calificaría como un estímulo al emprendedor. Recuerdo haberme preguntado si valía la pena gastarse tanto dinero en una silla y me respondí a mi mismo con la misma filosofía que nos repetía mi mamá cada vez que nos dejaba a mi hermano y a mi, al final de la Avenida 4 de mayo, en Margarita, con dinero en el bolsillo y una lista de cosas por comprar: es preferible tener una sola cosa buena, que un montón de cachivaches que siempre se van a ver mal y te van a hacer sentir mal.

A mi, en lo personal, me produce placer sentarme en las sillas que Patricia y yo hemos acumulado durante las últimas dos décadas - larga lista que comienza con unas leggera de Gio Ponti que compramos a crédito en Capuy para nuestro primer comedor hasta el más reciente añadido, una copia china de la mecedora RAR de los esposos Eames, que sorprendentemente, por mantener el asiento en fibra de vidrio, se parece más a las originales que los actuales modelos de Herman Miller y Vitra, que sustituyeron en las últimas décadas esa pieza por una de plástico- y me gustaría pensar que por el simple hecho de estar allí, en la sala o en la cocina de la casa, por el hecho de que las usen a diario, le transmitan a mis hijos el potencial creador del ser humano, un cierto sentido de calidad de vida, el placer que se deriva de la belleza producida por el hombre. Sigo sin estar seguro del potencial transformador del diseño, pero me gusta pensar que sí, que quien se siente en mi nueva mecedora no puede dejar de mirar el mundo con una sonrisa, sin importar que use esa silla para leer el periódico y su vendaval de malas noticias.

Mecedora RAR. Charles + Ray Eames 1950

Por cierto, y para darle la razón a Steve Jobs, Charles Eames tambien dijo, dos décadas antes del discurso de Stanford del CEO de Apple, que finalmente todo se conecta, personas, ideas, objetos...y la calidad de las conexiones es la clave en la calidad en sí.