sábado, 3 de enero de 2015

Regreso sin gloria (como en una vieja película de Jane Fonda y John Voight, pero con luz)

Vuelo a Caracas con mi familia la penúltima semana del año, justo a tiempo para la navidad. Hay expectativas buenas y malas, pero el ambiente familiar es de alegría, es una sensación colectiva de regreso a hogar, a lo propio, al espacio de lo conocido y al ámbito de lo querido.

En Lima recibimos noticias de Caracas, muchas noticias, continuamente, de diferentes fuentes, por diferentes medios, prácticamente a diario, en el momento, pero nunca es lo mismo ver las cosas con tus propios ojos. 

La llegada

El aeropuerto de Maiquetía la tarde del 23 de diciembre tiene varias caras: la pista muestra desolación, pocos aviones ocupan los espacios de la terminal internacional; pero nosotros solo hablamos de la luz. ¿Viste ese cielo?, ¿viste ese azul? Hay tiempo de sobra para verlo, el puente que comunica al avión con el edificio se daña en su intento de conexión con el aparato de Avianca y nos toca esperar unos 20 minutos adicionales dentro del avión. Cosas que pueden pasar en cualquier aeropuerto del mundo, pero que a nosotros nos hacen pensar de inmediato en la falta de mantenimiento. Inmigración muestra pocas colas, hay muchas taquillas funcionando simultáneamente. Nos hacen preguntas específicas sobre nuestra dirección en Caracas. Pocos gestos simpáticos, muy poca actitud "chévere", sonrisa forzada. Arriba, colgado del techo (que se ha puesto amarillo con el paso del tiempo) en un aviso de vinyl el "comandante eterno" rodeado de niños pide que "sigamos juntos". 

El salón de recogida de equipajes luce, a diferencia del resto de aeropuerto, abarrotado. Hay una explicación, como para casi todo en la vida. Varias correas de las que suben las maletas desde el borde de la pista hasta esta sala y luego las hacen girar bajo la mirada expectante de la gente están dañadas y, aunque los vuelos son pocos, los viajeros se acumulan a la espera de recibir sus cosas. También varias de las pantallas de información que cuelgan sobre las correas de equipajes están dañadas o muestran información errática, que nada tiene que ver con lo que ocurre a sus pies. Cuesta saber por dónde saldrán nuestras maletas, las cuales tardan un buen rato en aparecer.

Desde una pared, sobre un fondo blanco y verde, Cristiano Ronaldo nos invita a ser clientes del Banco Espíritu Santo, toda una metáfora del país. Este banco portugués ha sido intervenido en su país meses atrás luego de entrar en bancarrota y no sin antes destapar un enorme escándalo de corrupción, que ha permitido llevar a juicio al anterior primer ministro y ha costado a las arcas públicas cientos de millones de dólares. Producto de ese escándalo se ha sabido que Petróleos de Venezuela ha colocado allí millones de dólares, que muy probablemente se han perdido, y que esa colocación en un banco que ya para entonces estaba al borde de la quiebra ha estado asociada al pago de comisiones a funcionario públicos venezolanos. Pero eso no ha sido aquí, en el tercer mundo, sino en Europa, donde estas cosas "no van a pasar nunca", donde hay instituciones y una "sociedad educada" y, seguramente por eso, en el aeropuerto que sirve a la ciudad de Caracas los funcionarios de turno no se dan por enterados que ya no hay quien pague por esa publicidad que decora una pared del aeropuerto y que la foto del delantero del Real Madrid es lo más parecido a escupir para arriba, desde la perspectiva del gobierno de Venezuela. Minutos después de ver esa publicidad bancaria comprobamos que ningún cajero automático de ningún banco funciona ese día en el aeropuerto: apagado, dañado, aparatos que solo dan saldos de las cuentas pero no tienen efectivo o, en un caso extremo, vandalizados o recubierto por tablas de madera sin promesa de volver a la vida prontamente. 

Afuera, camino del taxi de confianza que ha venido a buscarnos (¿viste ese cielo?, ¿viste ese azul?), podemos ver el edificio del hotel en construcción, que sigue sin ser terminado luego de casi 15 años, eso si, con una valla nueva, que reza orgullosa que, como parte del nuevo gobierno de eficiencia en la calle, se avanza de forma decidida hacia su culminación para el servicio del pueblo. Leo eficiencia y, con una sonrisa que me aproxima a Patán, el perrito de los dibujos animados que tanto me gustaban de niño, pienso en el bolívar "fuerte", en la patria "segura", en la "potencia" productiva, en la "soberanía" alimentaria. País adjetivo. El edificio está exactamente igual que cuando vine 6 meses atrás, demás está decirlo.

Mi casa

Volver a casa, de eso se trata. 

Al anochecer del 23 de diciembre el taxi, luego de cruzar la ciudad, de mostrarnos el Avila, de dejarnos ver un atardecer como no hay en Lima, nos deja rodeados de maletas rellenas de regalos y productos de la cesta básica en el estacionamiento de nuestro edificio y Jimmy Alcolck vuelve a maravillarnos con las formas que diseñó hace 50 años y por las que, entre otras cosas, le dieron el premio nacional de arquitectura. La luz es tenue y amarillenta, las lámparas del Altolar apenas alumbran el jardín, algunos pasillos y la planta baja del edificio. Las calles que nos trajeron a casa estaban también, como el edificio, casi a oscuras.

La casa está a medio camino entre el hogar y un depósito. Se acumulan las cosas propias con las de la oficina que cerramos hace poco más de un año. Pero en un par de días comienza a volver a la normalidad, a liberar espacios para sentarse, para conversar, para escuchar música, a mostrar las cosas con las que nos identificamos. No hay una definición universal de la belleza, pero aquí está lo que es bello para mi, para nosotros.Es nuestra casa. Hay polvo y hay maravillas como para amoblar las casas de Caracas, Brooklyn y Lima. 20 años de acumular muebles de los 50s y los 60s, libros, vajillas, juguetes de metal, avisos de refrescos, tarjetas postales, cuadros y más cuadros. Gavetas que muestran sorpresa tras otra. Cosas probablemente intrascendentes para muchos, cosas, muchas de ellas, sin valor económico, pero asociadas a algún viaje, a algún momento de nuestra vida. Esa es una buena definición de hogar, aunque a la vuelta goteen los grifos, parpadeen las lámparas, muestren grietas las paredes y las cerraduras tarden en reconocer a sus dueños.

Desde la autopista se escucha el murmullo de los carros al pasar.

Y desde las ventanas, la brisa fresca y seca. Y la luz. Esa luz. ¿Viste ese cielo?, ¿viste ese azul?

El automercado, el centro comercial y la gente

Desde Lima se tienen noticias frecuentes, incluso a través de los periódicos y noticieros de televisión peruanos, sobre la escasez de algunos productos y las penurias para hacer cosas cotidianas, también sobre la inflación. Somos el mal ejemplo, la advertencia para otros pueblos ante la tentación del atajo, por eso aparecemos frecuentemente en los noticieros. No hay sorpresas, aunque las sensaciones del primer día, el 24 en la mañana, muestren percepciones mezcladas.

Hay colas para comprar pan de jamón. También hay colas a la entrada del automercado a la espera que abran las puertas. A la luz del día la ciudad se muestra sucia, se ve que nadie barre las calles. Pero hay colas en unas panaderías y en otras no. El litro de jugo de naranja natural vale 3 veces lo que hace un año. El cachito de jamón vale el doble que en diciembre pasado. El desayuno del primer día vale casi lo que costó mi primer auto nuevo, de agencia, un Fiat Uno motor 1500 cc comprado en 1992, el desayuno vale 40 meses de mi primer sueldo como urbanista graduado en la universidad Simón Bolívar en 1990.

Las cifras en bolívares escandalizan, pero al cabo de unos algunos segundos, luego de hacer una conversión redondeada a dólares o a soles peruanos, se cae rápidamente en cuenta que para quienes venimos de fuera con unos dólares en el bolsillo la mayoría de los precios son solo una fracción de los que se pagan en otros países. La tragedia es para quienes viven de un sueldo pagado en bolívares, para quienes su poder adquisitivo se ha diluido en el último año. Todo un eufemismo para no llamar las cosas por su nombre: quienes ganan en bolívares se han empobrecido en estos meses a un ritmo vertiginoso. El Banco Central publica este mes las estadísticas que debió publicar y omitió, tratando de ocultar lo obvio, durante los últimos 6 meses del año y reporta una inflación cercana al 70% anual. Una cifra escandalosa y a la vez falsa, acomodada para complacer al gobierno, que no se compagina con lo que ocurre en la calle. El transporte público subió 166% durante el año, los precios en el automercado han subido entre un 100 y un 300%, según sea el producto.

Gasto en mi primera visita al automercado (tuve que ir a varios para conseguir algunas de las cosas que buscaba, algunas no aparecieron nunca, como el jabón para bañarse o el líquido para lavar los platos...al rato, familiares me advirtieron de no perder mi tiempo buscándolas, simplemente dejaron de existir hace semanas o meses)  3 veces los que me costó el Renault Twingo azul que compré nuevo, en el concesionario Renault de Colinas de Bello Monte, en 1999, y que tuvimos en casa hasta hace uno años. La compra apenas alcanzó para llenar una repisa de la nevera.

Otra cosa es el ambiente del automercado. Caras largas, violencia contenida o desplegada, como la de quienes se abalanzan sobre los bultos de HarinaPan o azúcar que lanzan en un pasillo los empleados del Excelsior Gama de Santa Fe, a sabiendas que no hace falta ni acomodar los productos de la cesta básica en las estanterías. En minutos o segundos desaparecen los productos, repartidos en carritos que corren hacia las cajas con su cacería del día. Se oyen quejas frecuentes, lamentos, mentadas de madre. ¿Esto es todos los días así o es porque hoy es día de navidad y la gente está apurada, nerviosa? pregunto a mi cuñada. "No Gonza, esto es ahora así siempre", me responde. También presencio, a finales del año, en un automercado cercano a mi casa, la llegada de decenas de motorizados y dos autobuses de transporte público repletos de gente que, evidentemente organizados previamente, se dirigen, una parte, a ponerse sin haber recogido algún producto en las colas de la caja, mientras los otros cargan con toda la leche y otros productos de la cesta básica disponible. Vuelvo tres días después, ya en el 2015, y presencio una escena parecida: personas que amarran cajas de leche a la parte de atrás de las motos, vecinos que no pueden ni entrar al automercado, policías en la calle tratando de ofrecer un poco de orden en medio del caos. Se acabó la leche. Un paquete de servilletas de papel vale los mismos bolívares que pagué en 1992 por un pasaje en avión y todos los gastos y compras (¿dónde estará el peluche de Cobi que le compré a mi sobrina en el Corte Inglés de la calle Princesa, en Madrid) de una estadía de un mes en España, visitando varias ciudades, incluyendo la Expo de Sevilla. ¿En dólares? 1,70, cinco soles peruanos.  

"Esto es un bomba de tiempo" me dice una vecina. Pero nadie sabe de cuánto tiempo estamos hablando. ¿Una semana, un mes, un año, una década? Hay quienes están dispuestos a esperar 6 horas en cola por un pollo a precio regulado, los he visto. En Cuba han esperado 60 años. "Esto no aguanta más", me dicen, bajo un cielo azul imponente, mientras las palmeras de mi edificio se mecen ante una brisa fresca de fin de año. Al fondo el Avila se ve impresionante.

¿Viste ese cielo?, ¿viste ese azul? 

Me siento en casa, a pesar de las desgracias. Cuánto desearía que las cosas cambiaran. Un sueldo mínimo local paga 2 visitas familiares a una venta de hamburguesas y nadie queda contento a la salida. Al día siguiente de nuestra visita veo en la prensa que en ese mismo sitio, horas después, se cayeron a golpes la Defensora del Pueblo, sus guardaespaldas, y las vecinas de mesa. La Fiscalía anuncia la aprensión de la vecina de mesa en tiempo récord. La violencia está a flor de piel. 

La fórmula infantil que toma Teresa cuesta el 5% de lo que vale en Lima, pero su consumo mensual en Caracas equivale al 15% del salario mínimo. Vamos al Rey David y la cajera nos dice que los frascos de Nutella están de adorno, que no tienen para la venta (ellos, esta empresa venezolana, son los importadores para varios países de América Latina, incluido el Perú). El centro comercial San Ignacio tiene una imagen fantasmagórica, con varios locales cerrados, con locales a medio llenar, con vitrinas que ofrecen en venta o traspaso locales polvorientos, pero una señora en una minitienda nos vende un tu-tú de varios colores que termina de coser delante de nosotros para Teresa y nos dice que es la mercancía que más vende, que los tu-tús tienen más "salida" que los accesorios de Hello Kitty que pueblan su negocio, en un sector del centro comercial denominado Hollywood, que las niñas de Caracas sueñan con ser bailarinas. Un tu-tú cuesta la mitad de un salario mínimo, lo mismo que cuestan 2 entradas al cine en Lima.

Afuera, en los pasillos del centro comercial sopla la brisa fría de diciembre. El Avila puede verse radiante desde la plaza central, donde hay un árbol de navidad y una lancha que rifan entre quienes compren algunos productos. Hay poca gente. La librería Tecniciencias tiene montones de estantes vacíos, la tienda de discos Esperanto desapareció (y eso que la esperanza es lo último que se pierde). Los helados de yogurt cuestan la cuarta parte que en Lima, en la misma franquicia norteamericana, pero una familia típica de Caracas se gastaría el 25% de un salario mínimo en una visita al local de la planta baja del centro comercial, donde una muchacha me dice "corazón, no tienes efectivo, tengo problemas con el punto de venta, no está leyendo el chip de las tarjetas". Pago con efectivo, la misma cantidad de bolívares que me costó el Fiat Uno que compré al volver del postgrado en España y ella me dice con una sonrisa "gracias corazón".  

"Esto está al caer", me dicen, mientra yo miro al cielo. ¿Viste esa luz?, ¿viste ese cielo?


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