domingo, 6 de octubre de 2013

Déjalo, eso es Chinatown



Estos días de comienzos de octubre, esta misma semana, salí de la oficina y me fui caminando, cuesta abajo por la calle Alcanfores hasta llegar a Larcomar, un centro comercial con una implantación muy particular, que lo oculta de la calle colindante y lo convierte en un conjunto de balcones que miran al Pacífico peruano, y, luego de pasar a buscar un sanguche de lomo fino y queso edam derretido por la sanguchería La Lucha (se llama así, tal cual, como la mitad de los restaurantes de la ciudad, es otro emprendimiento de Gastón Acurio) entré a ver Chinatown, la película de Polanski que están dando allí, en los multicines del Larcomar, como parte de un miniciclo (3 películas, una por semana) de este director Polaco-Americano.

Recordaba haber visto Chinatown hace unos 30 años, en los primeros años 80s y no había vuelto a verla desde entonces. Recordaba haberla visto en la Cinemateca Nacional, en el viejo edificio de la Galería de Arte Nacional, en Caracas, cuando un servidor aún estaba en el bachillerato. Recordaba que entonces me gustó mucho. Quizás por eso y quizás porque en el cine de Lima ofrecían que las películas presentadas en este ciclo se proyectarían en copias nuevas, que hacían uso de las más modernas tecnologías para garantizar un sonido e imagen más nítidos, me decidí a ir a verla.

Polanski hizo esta película ambientada en los años 30s con muchos guiños al cine clásico de los años 30s y 40s, con referencias a las novelas negras de ese entonces y logró uno de los picos de su irregular carrera cinematográfica. Una película redonda, de esas que uno se preguntá por qué no se llevó todos los premios de aquel año 1974 en el que fue estrenada, pregunta que solo tarda en responderse el tiempo que uno tarda en recordar que ese mismo año compartió carteleras con El Padrino II, Lenny, Asesinato en el Orient Express y Amacord, por citar solo algunas otras películas de ese año.

Las actuaciones de Jack Nicholson, Faye Dunaway y John Huston son realmente buenas, siendo la más destacable la de Nicholson, sin lugar a dudas. Su imagen con la nariz tapada por una masa amorfa de algodón es uno de los clásicos del cine. Por esta actuación le dieron aquel año el Globo de Oro y el Bafta y estuvo nominado al Oscar al mejor actor, premio que no le dieron ni a él ni a Pacino. Polanski tambien ganó el Globo de Oro y el Bafta en 1974, y perdió el Oscar con Francis Ford Coppola.

40 años despues de su estreno Chinatown sobrevive intacta al paso de los años, como la joya que es. El crítico de cine del diario La República, aquí en Lima, le dedicó esta semana casi una página, destacando que era la mejor película de la cartelera local.

Regresé del cine a mi apartamento caminando de nuevo -ahora cuesta moderada arriba- por la calle Alcanfores, las manos en los bolsillos de la chaqueta esquivando al viento del Pacífico que no se entera que ya llegó la primavera, sonriendo, maravillado por la película, probablemente con la misma expresión que tuve aquella noche de comienzos de los 80s en Caracas, al salir caminando de la Cinemateca. En algún momento del camino me dí cuenta que estaba haciendo algo que me gusta mucho, algo que ya no puedo hacer en Caracas, algo que dejé de hacer hace algún tiempo cuando las calles se hicieron muy peligrosas para caminar por ellas en las noches. Iba a escribir de nuevo sobre ese tema que ya he tratado varias veces, pero me dije a mi mismo, como le dicen al detective encarnado con Nicholson en una de las secuencias finales de la película. "Déjalo, eso es Chinatown."

viernes, 4 de octubre de 2013

Nunca segundas partes fueron buenas (ni que decir de las terceras) crónicas parisinas tercera parte

Esto viene de un post anterior, de hace más de un año, pero me lo encontré hoy a medio escribir mientras buscaba otro archivo y pensé  por qué no lo publiqué en su momento. Esta es la tercera parte del cuento de las vacaciones en París de comienzos del 2012...

5. Venezuela en París

Pocas cosas me impresionaron tanto en mi visita a París de 1991 como el descubrimiento, nada más salir de las estrechas escaleras de caracol colocadas a un lado de la entrada del edificio, de la segunda planta de la Santa Capilla.

Mi amigo José Enrique Pérez, entonces ya fánatico confeso del gótico, me la había mencionado, pero sin mucho estruendo, con una frase que rezaba, más o menos -estoy citando de memoria y con un margen de error de más de 20 años - "cuando vayas a ver Notre Dame no dejes de ir a ver, enfrente, a esta pequeña joya del gótico". Y así fui a verla, recuerdo, solo, al final de una mañana soleada de martes de semana santa de 1991. Casi no había nadie. Todavía conservo el folleto que me entregaron. A su lado Nuestra Señora de París me pareció una vieja casona oscura. Lo que diré puede sonar como una herejía, pero es cierto: la Catedral me gustó, de Santa Capilla me enamoré, para siempre.

Teniendo muy presente mi impresión inicial, al volver a París 20 años despues acompañado de la familia, arrastré a Patricia, Lucía, Diego y Teresa en la mañana del día siguiente a nuestro aterrizaje en Francia, en un día gris, lluvioso y frío, hasta las puertas del Palacio de Justicia, en cuyo interior está la Santa Capilla.

Si algo ha cambiado en París en estas últimas dos décadas es que ahora hay que hacer cola para entrar a cualquier parte, y eso que se supone que estábamos en "temporada baja". Nos situamos al final de la fila, que se confundía con otra que hacían los que querían entrar a la Orangerie, y allí nos quedamos, avanzando lentamente, mientras el viento nos aguaba la nariz a los presentes y yo les recordaba a los míos que tuviesen fe, que valía la pena la espera, que verían algo que pagaría con creces el frío, el viento y el tiempo de espera en cola (mientras ellos, seguramente, se preguntaban qué hacíamos parados en una larga fila en una mañana así, con tantas cosas por ver en París, como quien hace la cola para ganarse un catarro).

Mientras nos fuimos acercando a nuestro destino, ya próximos a los controles de seguridad (detectores de metales, perros y policías, casi como en un aeropuerto) comencé a escuchar un sonido familiar. Era el vals Natalia, de Antonio Lauro, tocado por un par de viejitos, guitarra en mano, uno parado, otro sentado a su lado, bastante parecidos ambos al Capitan Haddock, incluso, probablemente, por su afición al whiskey escoces.

No pude evitar meterme la mano en el bolsillo y, sin que me temblara el pulso, hacer sobre un trapo de terciopelo negro que estaba encima de la acera, a los pies de los músicos, un modesto aporte finaciado por CADIVI. Estaba invirtiendo en la promoción de Venezuela, no se si con efectividad alguna, pero seguramente con más sensibilidad que el Ministerio de Turismo patrio.

Si el par de músicos de acera gastaron mi donativo en whiskey proveniente de las tierras altas de las islas británicas poco importa, tambien nos queda pensar  que CADIVI suele tener una partida con ese fin y que ese, el escoces, es tambien, casi, un patrimonio cultural de una Venezuela que cada vez se parece menos a si misma.

Ah, Santa Capilla volvió a producir el efecto deslumbrador de la primera vez, nada más sacar la cabeza de la escalera de caracol y mirar las vidrieras de la segunda planta.