En una Caracas que entonces -al menos así la miraba yo, vestido con mis pantalones cortos por la rodilla y las infaltables franelas a rayas de colores que me compraba mi mamá en Margarita- funcionaba a una menor velocidad que la actual, una ciudad en la que iba del colegio Santiago de León, en La Floresta, a almorzar a mi casa en Los Chorros, en el autobús amarillo del señor Amadeo, y volvía en la tarde al colegio luego de jugar un mini partido de pelotica de goma con los Delgado, que vivían en la esquina de mi misma calle, la panadería El Rosario, el kiosco de periódicos del señor Lorenzo y el abasto El Centro fueron los primeros lugares de excursión a los que se me permitió ir por mi cuenta, usualmente a hacer mandados.
En esos días de los años 70s en los que mi edad apenas rondaba los dos dígitos, mi madre solía pedirme al final de la tarde, luego de verme llegar de la segunda tanda del colegio, y justo cuando me preparaba para poner en el viejo televisor marca Siera, con mueble de madera y tope de mármol gris, al Zorro, o Perdidos en el espacio, que fuera a la panadería a buscar un bolívar de pan sobado, una variante más suave del pan francés al que entonces llamábamos "de a locha", porque su precio de venta era a razón de 8 panes por un bolívar. Algunas noches el mandado consistía en pan y un litro de leche. Y en algunas ocasiones especiales, también, pan dulce.
La panadería en cuestión quedaba a unas cuatro cuadras de mi casa, saliendo por mi calle hasta la avenida y subiendo hacia el Ávila. La Panadería ocupaba la planta baja de una casa con frente a la avenida El Rosario, en cuya parte superior vivían los panaderos, de origen italiano. Tenía los muebles de madera oscura y un mostrador en forma de u, con tope de vidrio, separado de los hornos y la zona de amasado por unos muebles altos, forrados en su interior por laminado blanco, en los que se exhibían diversos productos. El techo del local tenía unas formas plásticas que intentaban simular cristales, tras los cuales se ocultaban las lámparas. Tenía, a la derecha de la entrada, una vitrina refrigerada para las tortas y los dulces fríos y otra para los quesos y jamones y una máquina grande de hacer café, al costado izquierdo del mostrador. Detrás de la barra, donde solían estar los empleados junto a los dueños del negocio, incluyendo una señora grande y gruesa, la propietaria, estaban las neveras para los jugos, maltas, refrescos y la leche.
Ese era el prototipo de la panadería caraqueña, un local animado y decorado por la acumulación, donde se podía conseguir pan caliente, recién hecho, a distintas horas del día, y a la vez podía comerse cachitos de jamón, dulces, sandwiches, queso, embutidos, tomar jugos o comprar enlatados, cajas de cereal, unas baterías o una afeitadora.
No es común en el mundo ese modelo de panadería tan propio de Venezuela. No lo hay acá en Perú, donde escribo esto pensando en las noticias del día. Tampoco lo vi en España, Francia o Italia. Ni en Estados Unidos ni en ninguno de los países de latinoamérica por donde me ha tocado pasar. Alguna vez vi algo parecido en Portugal, esa mezcla de casa de abastos, panadería, pastelería, bar, café, charcutería, restaurante y venta de artículos de playa, donde la gente entra y sale o se queda allí para conversar con sus vecinos mientras come pan caliente o se toma un café expreso.
En las proximidades del cambio de década los propietarios vendieron la panadería de la avenida El Rosario a una familia portuguesa y meses después escuché a mi madre comentar que los anteriores dueños de la panadería habían muerto en el sur de Italia, en un terremoto que destruyó su pueblo, al cual habían vuelto solo meses atrás, luego de pasar más de 20 años en Venezuela (El terremoto de Irpinia, 23 de noviembre de 1980). Los nuevos propietarios también partieron al poco tiempo, convirtiendo la panadería en una venta de muebles que nunca tuvo mayor éxito.
Con la entrada en bachillerato en 1979 dejé de viajar en el transporte escolar y comencé a usar el transporte público para ir al colegio. Muchas veces regresaba caminando a la casa desde La Floresta solo para guardar el dinero que me daban para los pasajes (y gastármelo en idas al cine o en comprarme algún disco o libro). En ese tiempo comencé a caminar por todas las zonas que quedaban en los alrededores del camino entre mi casa y el colegio: Los Ruices, Los Dos Caminos, La Carlota, Sebucán, Santa Eduvigis, Los Palos Grandes y Altamira. También me aventuré algunos días a recorrer Chacao, Sabana Grande y el centro de Caracas.
Por allí por donde pasaba, las calles de esa Caracas de comienzos de los 80s estaban llenas de panaderías, cada una con su individualidad, pero todas compartiendo el modelo de la variedad y la acumulación como seña de identidad, todas con esos mundos paralelos alrededor de la maquina de café expreso, el punto de despacho del pan caliente y las neveras de los dulces o las bebidas. Con los años había menos panaderías regentadas por españoles e italianos y cada vez más por portugueses, pero los tipos de pan y dulces no respondían necesariamente a la nacionalidad del propietario, sino a esa amalgama de culturas que se había dado en las panaderías caraqueñas a lo largo de varias décadas.
Con el bachillerato comencé a ir al cine por mi cuenta y muchas veces, especialmente cuando asistía a los cines que temprano en las tardes daban funciones continuadas con un único boleto, como el Broadway o el Radio City, pasaba antes de entrar por la panadería más cercana y entraba a ver la película con mi bolsa de panes dulces bajo el brazo. Y si no era antes de entrar al cine, a la salida, camino a mi casa, al final de la tarde o en la noche, pasaba por alguna de las panaderías del camino y caminaba luego hacia mi casa comiéndome los panes dulces que había comprado momentos antes.
Así durante años me hice visitante asiduo de la panadería de Los Ruices, que tiempo después fue rebautizada como La Gran Muralla; o La Rolls, en Chacaito, cuyo nombre hace referencia a que en su local funcionó antes la antigua agencia de los elegantes autos ingleses; o la Flor y Nata, cerca de la Plaza La Candelaria; o la Carmen, Aída, la Ducal o la Pan 900 en Sabana Grande; o La Flor de Altamira, por la que solía pasar cuando iba a los talleres del Celarg, a una cuadra de allí; o La Flor de Castilla, por la que pasaba a veces, a la salida del colegio, al sur de la Plaza Altamira; o la Edelways o la Tívoli, en Las Palmas, por las que pasaba cuando iba al Cine Prensa; o la Río de Oro y la panadería del Centro Comercial Humboldt en Prados del Este, en las cercanías de casa de Viena, o la memoria remota de la panadería Suiza en San Bernardino, enfrente de donde me llevaban al médico mis padres de vez en cuando o en las proximidades de dónde llevábamos a Lucía al pediatra; o la Rocarena y la Doris por los lados de La Carlota; o la panadería El Placer, en la urbanización del mismo nombre, a la que iba cuando estudiaba en la USB; y Las Colinas (luego Punto Ideal) o la Magdala o la Sabrina, en Colinas de Bello Monte.
Hoy, sentado lejos de Caracas, en Lima, y escondiéndome de un calor que abruma, leo en la prensa que se llevaron preso a alguien en una panadería venezolana por usar la harina para hacer cachitos de jamón y pan dulce y no he dejado de pensar en toda la mañana en la larga lista de panaderías que visité en mi vida y la cantidad de veces que me desenchufé del mundo, camino a mi casa, pateando latas por la calle, comiéndome los cuatro panes dulces que había comprado en alguna panadería minutos antes. La explicación para tan absurda situación no es otra que la misma que explica el caos de la vida cotidiana venezolana de estos tiempos. El gobierno, en otro de sus arrebatos de ignorancia, incapacidad y mala fe voluntarista, declara la "guerra del pan" para acabar con otra de las señas de nuestra identidad, ignorando que son sus políticas económicas, su torpeza y su mala fe las que generan la escasez y no los panaderos caraqueños, esos que desde que era niño madrugan para que temprano en la mañana tengamos pan caliente y en las tardes panes dulces.
Quedará solo el circo, por lo visto.
Excelente post Sr. Gonzalo (y) triste realidad actual en la que nuestros viejos recuerdos de infancia, como los comentados en su publicación, se tornan cada día más en tesoros invaluables :) y ojalá más temprano que tarde la situación actual se convierta solamente en un mal recuerdo temporal; tengo fe en que así será.. ;)
ResponderEliminarGracias por poner en palabras la belleza sensorial, única, específica, añorada ahora, de lo que fueron las panaderías en Caracas de esa época aludida, que comparto.
ResponderEliminaryo vivia a media cuadra de la tivoli y son los dulces mas ricos q he provado .. ademas como eran tipo bocado me podia comer media docena de ellos en una sentada ..
ResponderEliminarExcelente artículo. Sólo quiero aclarar que tenemos que terminar de entender que las políticas del gobierno no son arrebatos de ignorancia, ni es incapacidad... Debemos entender que sus acciones obedecen a un plan sistemático de destrucción. Tristemente la ignorancia ha estado de muestra parte: hemos ignorado cuán indolentes y desgraciados pueden llegar a ser los dueños de esa putrefacta revolución
ResponderEliminarY así poco a poco iremos perdiendo nuestra identidad, los recuerdos quedan atrás que comparándolos con lo que estamos viviendo nos nos queda otra cosa que decir ¡¡¡ Que tiempos aquellos !!!
ResponderEliminarHERMOSO Y SENTIDO SU ESCRITO...COMO HE REBOBINADO VIDA DE MI CIUDAD AMADA...ALIMENTO PARA EL ALMA, HOY EN DIA MAS NECESARIO QUE NUNCA! GRACIAS!
ResponderEliminar¡Buenísimo! me ha hecho retornar al pasado. Mis padres tenían una panadería en Carora y yo me crié allí, detrás del mostrador. Teníamos justo la nevera de tortas a la derecha, donde metía la cabeza en horas de calor. Mi sala de juego era el obrador y el almacén de harina, llena de sacos de harina que movíamos para hacer muros y castillos.
ResponderEliminarAquella panadería ahora pertenece a mi primo y no hace mucho lo detuvieron por, según ellos, tener más sacos de harina de los permitidos. ¡Se acabaron los castillos! pero, por lo visto, si no tiene pan, también lo meten preso. Que despropósito.
Regresamos a España hace muchos años pero cada día llegan más noticias y más desoladoras de todo aquello.
¡Los niños ya no juegan con castillos de harina!
Un muy cordial saludo y gracias por el recuerdo.