viernes, 7 de enero de 2011

La Nieve

"Muchos años después, al frente del pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella remota tarde en que su padre lo llevo a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo"

Con el párrafo anterior da inicio Gabriel García Marquez a su novela 100 Años de Soledad -uno de los libros más leídos y vendidos en lengua castellana, además de sus ediciones en las voces de otros lugares de la tierra- poniéndo el énfasis en el hielo como una materia ajena al trópico, a esta tierra en la que nos tocó vivir, tan parecida y tan distinta a la Colombia del Gabo.

No nos tocó vivir los tiempos de la ausencia del hielo en la vida cotidiana, ni siquiera el tiempo de aquellas neveras que mantenían los alimentos a partir de un hielo seco y que en mi niñez eran ruinas tiradas en los patios, al fondo de las casas en los pueblos de la isla de Margarita. No vivimos los tiempos contados por nuestros mayores, en los cuales la sal era un tesoro que permitía preservar la comida de su natural descomposición. Nuestra niñez fue la de la electricidad y en ella  el hielo producido en neveras General Electric, Westinghouse o Admiral era materia prima de la vida cotidiana, que enfriaba las bebidas, aunque en realidad lo que ocurría era que las bebidas calentaban el hielo, pero claro está, en la escuela aún no me enseñaban eso ni a mi me pasó por la cabeza entonces semejante asunto.

Esas neveras de mi infancia tenían un congelador con tendencia a formar una gruesa capa de hielo en sus paredes, que había que eliminar periódicamente, para lo que se sacaban todas las cosas guardadas alli y se les apagaba, a la espera de recoger en una bandeja plástica ubicada bajo el congelador toda el agua proveniente de aquel hielo derretido. Esa molestia desapareció ya en mi adolecencia, cuando se popularizaron unas neveras cuya publicidad destacaba que funcionaban "sin escarcha" y con ello era mucho más sencillo su mantenimiento.

A mi encantaba jugar con esa "escarcha" que se formaba en el congelador de la nevera de la casa de mis padres, pero solo podía hacerlo muy ocasionalmente, en ausencia de testigos, porque a la primera mirada en tal menester mis padres solían soltarme la frase "cierra esa puerta de la nevera, que así gasta más corriente y se va a escapar el frío..." Pero siempre que tuve la oportunidad paseaba mis carros machtbox por entre aquellas colinas llenas de nieve, imaginándome entre aquellos pasajes invernales que veía en los libros de geografía de la biblioteca de mi papá.

Porque las vacaciones de mi infancia siempre fueron a la playa o a lugares donde la nieve no formaba parte del guión, pasaron esos años sin que aquella experiencia imaginada en el refrigerador de la casa se hiciese realidad. Una vez en Mérida, ya adolescente o recien universitario, vi a lo lejos montañas nevadas, pero era como mirar una pintura, una realidad distante. Otra vez, en el páramo, al borde de la carretera, vi laderas con un leve reflejo blanco. Pero nada parecido a lo que veía por aquellos años en las películas que pasaban por la televisión o que iba a ver al cine.

En el lado sur de la Avenida Bolívar de Caracas estaba un pequeño edificio blanco, muy cerca de la plaza de toros del Nuevo Circo, que anunciaba bajo el nombre de Mucubají, pistas de patinaje sobre hielo. Nunca fui, pero desde niño me imaginé dentro de aquel edificio no una pista de patinaje sino una ladera alpina y esquiadores que se lanzaban interminablemente.

La primera vez que vi la nieve fue la mañana del sábado 10 de febrero de 1991. La tarde anterior habiamos acordado varios vecinos del Colegio Mayor de San Ildefonso ir a conocer el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial y para ello tomaríamos prestado el Fiat 147 de la tía odontóloga de Catalina Londoño, arquitecto colombiana compañera de clases en aquel entonces, que vivía -la tía- por la calle Juan Bravo de Madrid, si mi memoria no me falla. Catalina se había ido a dormir la noche anterior a casa de su tía, cosa que hacia con frecuencia, y los demás partiríamos a su encuentro desde Alcalá de Henares muy temprano en la mañana.

Los dos primeros meses que viví en el Colegio Mayor de San Ildefonso usé un cuarto -compartido con un estudiante mexicano- que tenía una pequeña ventana, justo al lado derecho de mi cama, junto a mi pequeño escritorio, que miraba desde una segunda planta (lo que en Caracas llamaríamos primer piso) al patio de los filósofos y, específicamente, a un gran pino. Esa ventana, con una hoja de madera que cerraba la ventana totalmente al exterior, y otra de vidrio, que en caso que estuviese abierta la ventana de madera, dejaba pasar la luz, pero limitaba el paso del viento frío, estaba cerrada aquella mañana de sábado.

Me paré muy temprano, tal lo acordado el día anterior, y me vestí en medio de la oscuridad del cuarto, tratando de no despertar al sociólogo mexicano que dormía en la otra cama, pegada a la pared del fondo de la habitación, justo enfrente de la puerta del baño. Solo para amarrarme los zapatos y tomar la billetera de encima del escritorio entreabrí la ventana y el patio y el pino, que eran solo piedra y verde la noche anterior al irme a dormir, eran ahora una impecable mancha blanca que, a esa hora, serían las 6 de la mañana, aun no había pisado nadie. Luego nos enteraríamos que aquello no era usual y recientemente he visto por internet que luego de aquella nevada de 1991 pasaron muchos años para que cayera otra igual en Alcalá.


Plaza Cervantes de Alcalá de Henares

Salí del cuarto como salen esos personajes de las películas que nunca han visto el mar y se enfrentan por primera vez a una masa infinita de agua. Me encontré junto a la cafetería del Colegio con los otros viajeros citados aquella mañana (Yolanda Martín, Barbara Rincón, Luisa Mezones y Ary Talamini) y nos hicimos fotos en la plaza San Diego, con la fachada renacentista de Gil de Ontañon como fondo. El camino a Madrid, en el tren de cercanías, nos mostró un paisaje absolutamente blanquecino. En la calle Juan Bravo seguía nevando cuando llamamos a través del intercomunicador -portero eléctrico- al piso de la tía de Catalina para anunciar nuestra llegada, pero en las calles de Madrid la nieve ya lucía como una masa grisácea, una mezcla de hielo, agua, pisadas de neumáticos, papeles viejos y aceras por lavar.

La nieve nos acompañó masivamente todo ese día en El Escorial, adonde era dificil moverse con el Fiat, sobre todo para aquella banda de estudiantes venezolanos, colombianos y brasileños que poco o nada sabían de conducir en medio de aquellas condiciones. Cuando volvimos a Madrid en la noche, para ver un concierto de Juan Luis Guerra y sus 440 en el antiguo pabellón de deportes del Real Madrid, aún nevaba, como lo hizo por varios días seguidos, casi una semana, el cielo de la meseta castellana.


Brooklyn Diciembre 2010



Estos días he visto por televisión la tormenta de nieve que paralizó buena parte de los aeropuertos de Europa y también he visto muchas fotos de la nevada que cubrió de blanco las calles de Nueva York e impidió los vuelos durante dos días y he recordado, viendo esas imagenes, esa mañana de febrero de 1991. He visto la nieve desde entonces con mucha frecuencia; casi cada año, la he visto desde aviones, trenes, trineos, bolsas plásticas y carros, y la he visto en cantidades tales que causan asombro a los propios habitantes de esos lares, pero sigue causándome tal asombro como aquella primera vez. Y no creo que sea por haber nacido en la cintura del mundo, porque mis hijos han crecido con ella y, sin embargo, veo en sus caras la misma expresión que seguro puse yo aquella mañana de febrero de 1991.


Prospect Park, Brooklyn. Dic 2010.



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