miércoles, 27 de agosto de 2014

Lima-Caracas Deja Vu

El arquitecto, compañero de muchas reuniones con amigos y colegas de trabajo y aspiraciones de país, Enrique Larrañaga, me pregunta por Lima. La ciudad de los reyes, la de los cielos color panza de burro, la capital gastronómica de América y tantos otros sobrenombres. Lima, una ciudad que él no conoce y yo, la verdad, tampoco, aunque desde hace unos meses vivo en ella. Una ciudad a la que, por otra parte, los dos conocemos, parcialmente, en la medida en la que podemos recordar como era Caracas y los caraqueños hace 40 años. 
 
Uno no suele vivir en una ciudad, ni aún habiendo nacido en ella. Uno vive en algunas de sus partes,  en lo que conoce, en lo que transita, físicamente o en los recuerdos. Por eso, cada vez que en la tan limeña y pituca cafetería San Antonio, en la Avenida Vasco Nuñez de Balboa de Miraflores, muerdo un eclair de caramelo, siento que vivo en Caracas, pero no en "cualquier" Caracas, sino en la Caracas en la que a mis 5 años de edad me compraban mis padres ese mismo dulce, con ese particularmente idéntico sabor que no había vuelto a probar en ninguna otra parte desde hacía tantos años, en una pastelería que ya no existe salvo en mi memoria, en los primeros años 70s, regentada entonces por italianos, con muebles y vitrinas doradas, con fachada en marmol negro-verdoso y aviso de neón verde en el vidrio que daba hacia la calle, a escasa cuadra y media de la esquina de Las Ibarras, a la vuelta de la esquina de donde está el Templo Masónico de Caracas.
 
La Lima que estoy comenzando a conocer es mucho más grande que Caracas en extensión territorial y en número de personas. Y tiene otra historia, aunque tambien tiene procesos comunes con la capital de la República Bolivariana, procesos de los que, asumo, el petróleo nos llevó a los caraqueños por otros caminos. A juzgar por la ciudad construida y sus espacios, Lima fue una ciudad más importante que Caracas antes de que el Perú fuese una República y tambien en unos cuantos momentos republicanos, pero no en la segunda mitad del siglo pasado, en los tiempos que me tocó nacer y vivir en Caracas. En Caracas hubo más dinero en la segunda mitad del siglo XX y más ambición de modernidad o menos apego por las tradiciones.
 
El Centro
 
Lima tiene un centro histórico, El Cercado, que Caracas nunca tuvo. Caracas tuvo uno, pero diferente, un centro histórico más pequeño y modesto. Lima tiene un centro de ciudad que aún aglutina muchas funciones públicas y privadas y aún aglomera población y actividades. Un centro tan prodigioso (declarado patrimonio de la humanidad por la UNESCO) como descuidado, con una riqueza degradada (aunque me dicen ha pasado momentos peores y me consta, porque lo he visto en estos meses que llevo aqui, que se están haciendo algunas cosas puntuales por mejorarlo aunque hay mucho, mucho por hacer). Hay cierta cultura del fachadismo que disimula algunas de las tragedias del centro de Lima, pero es evidente que pudiera estar mucho mejor. En muchas calles bastaría con agua y jabón, en muchos edificios vendría bien solo quitar el polvo y poner pintura. Muchos otros edificios esperan ser salvados de la destrucción y dentro de muchos edificos hay que erradicar la miseria. Y mucho ayudaría una señalización y una iluminación decente, que no la hay. Y en general falta mucho dinero y voluntad para poner en valor este centro magnífico, mejorando el tejido social y la apropiación pública de sus espacios.
 
El centro de Lima tiene edificios fantásticos y espacios monumentales, pero muchos de ellos, no todos, venidos a menos. Un buen ejemplo es la Plaza San Martín (San Martín es aquí El Libertador, no Bolívar, que contradiciendo mis clases de primaria en el Santiago de León de Caracas, es considerado solo un actor secundario).

La Plaza san Martín es mi plaza preferida en el centro de Lima (mucho más que la Plaza de Armas, a escasas cuadras, el verdadero centro del poder, con el Palacio Presidencial, la Catedral, la Alcaldía y uno de los dos clubes más tradicionales de la ciudad, el de la Unión, con una arquitectura que me recuerda y mucho a la reurbanización de El Silencio por parte de Villanueva). Es imponente, como lo es la estatua ecuestre del escultor español Benlluire en su centro (que, vista desde lo lejos, podría ser de Bolívar con solo cambiarle el nombre, el escultor hizo una suerte de monumento genérico que podría atribuirse sin mayor dificultad a varios heroes de la independencia americana). La plaza tiene a un costado el Gran Hotel Bolívar, construido para el centenario de la Batalla de Ayacucho (y bautizado originalmente con el nombre de la batalla y no el de Bolívar), el que fuera hace muchos años el principal hotel de Lima y uno de los dos (el otro es el Maury, a unas tres-cuatro cuadras) que disputan ser la cuna del pisco sour, esa bebida local con la que se comienzan tantas comidas y conversaciones. Sigue siendo grande y hermoso un edificio que tras su evidente decadencia mezcla el art noveau con cierto potpurri estílistico al que tanto se acercó cierta arquitectura premoderna peruana. El Bolívar hoy es solo un hotel de 3 estrellas con puertas con apliques de bronce, con un McDonalds en la planta baja. En el otro extremo de la plaza se ubicaba uno de los mayores cines de Lima, el Metro, donde alguna vez se estrenó "Lo que el viento se llevó". Hoy pueden verse a través de una reja cerrada una alfombra roja sucia, los restos de la taquilla y las puertas de la sala con apliques de bronce, los restos de su pasantía como iglesia evangélica. Alrededor de la plaza, los edificios con portales crean una envolvente común, aunque fueron construidos en distintos momentos, entre los años 20s y los 40s del siglo pasado. Siempre hay gente en la Plaza San Martín, más en la propia plaza que en sus alrededores, donde están tambien el Club Nacional y el teatro Colón, que transmiten cierta sensación de soledad, cierta tristeza, cierta nostalgia por los tiempos en los que esta plaza era el centro de la bohemia limeña, nostalgia que hace juego con los cielos grises de Lima.
 
Plaza San Martín. Monumento de Benlluire. (Foto GTO)
 
A pocas cuadras de la plaza San Martín se ubica el barrio chino, tan decrépito y caótico como interesante, tan marginal como intenso, tan chino y tan peruano a la vez, barrio chaufa. A un costado del barrio chino está el mercado central, un edificio moderno, de mediados del siglo pasado, algo desabrido y bastante descuidado, pero vivo. Trato de ir cada vez que puedo, desoyendo ciertos mensajes que desaconsejan la zona por razones de seguridad. Allí fui a comprar no hace muchos días una aguja para coser un pavo relleno, por allí fui a buscar una bandeja para meter el ave en el horno. Allí volveré pronto.
 
En el centro de Lima hay iglesias y conventos y edificios públicos magníficos, como la sede del Ministerio de Relaciones Exteriores. Tambien están las antiguas oficinas principales de los bancos y empresas de seguros, algunos de ellos reconvertidos en instalaciones culturales ante la mudanza de las sedes centrales al distrito financiero, a San Isidro, centros culturales de mayor o menor vida a los que suelo ir de vez en cuando a ver exposiciones, algunas excelentes, como una que vi hoy en la sede del banco de Comercio del Perú, sobre obras patrimoniales restauradas con el auspicio del banco. Tambien hay muchos edificios en ruinas y zonas degradadas, con edificios subdivididos y tugurizados, con una sensación de enorme pobreza en las calles, que contrasta con la monumentalidad y riqueza de otros espacios cercanos. Tambien hay elementos sueltos de arquitectura moderna, de mediados del siglo pasado, muchos de ellos descuidados más no severamente intervenidos, con potencial para recuperar su imagen y vistosidad original.
 
Tambien hay en el centro de Lima la manifestación de una costumbre local, la agrupación de los comercios según su especialidad. Asi se puede encontrar la calle de las imprentas, de los libros de segunda mano, de las zapaterias, de las ópticas o de la venta de medicinas naturistas. Una costubre que Caracas tambien tuvo y fue perdiendo.
 
Miraflores
 
Aqui es donde vivo, aqui es donde tengo más referencias, porque es en esta zona de Lima a donde siempre llegué a dormir todas las otras veces que vine por razones de trabajo, a partir del año 2005. Tambien me resulta familiar porque conserva mucho del sabor que tuvo en décadas pasadas, muchos de los elementos físicos y espirituales que uno puede leer en Los Cachorros (Vargas Llosa) o en los cuentos de Bryce Echenique que acompañaron mis años de secundaria y la universidad.
 
Miraflores era hasta hace pocas décadas una zona de casas con jardín de clase media alta y colegios de curas y de monjas, pero la última década de bonanza económica (que parece estar perdiendo fuelle, a juzgar por las cifras oficiales) se ha encargado de convertirla en una zona de edificios de clase media alta, comercios y restaurantes. Edificios de mejor o peor factura, muchos de ellos correctos en términos de arquitectura, aunque algo repetitivos. Miraflores tambien es una zona de calles arboladas y parques muy bien mantenidos, de paisajismos clásicos como los que uno veía en las viejas postales de Caracas, como los que se ven en un viejo libro que tengo en casa y que muestra los parques y plazas de la sultana del Avila en los mediados años 50s. Es Miraflores tambien una zona de cafes y restaurantes, de mucho turista y residente-por-razones-de-trabajo-no-se-hasta-cuando-me-quedo-que-si-la-cosa-mejora-en-España-me vuelvo-a-Madrid. 
 
Miraflores es como fue Chacao y La Castellana y Altamira 40 años atrás, pero con edificios nuevos y ciclovías y turistas y Larcomar (una de las mejores inplantaciones para un centro comercial, casi invisible desde la calle, con vista al mar y 70% enterrado bajo una plaza que limita con unos acantilados). Y cuando me siento en el café Manolo, en la avenida Larco, a tiro de piedra del Parque Kennedy, me traslado de inmediato a las viejas cafeterias de Chacao a las que iba de niño o, más aún, al café Las Gradillas, al que tanto le gustaba ir a Patricia hasta finales del siglo pasado, a la vuelta de la esquina de la Plaza Bolívar de Caracas. Muchos restaurantes de Miraflores, no los nuevos, los que tratan de exprimir la moda de la comida peruana, sino los de siempre, los del menú en la puerta, me recuerdan tanto al restaurante Rex, al que solía ir en el centro de Caracas décadas atrás.

Larcomar
 
Miraflores está junto al mar. Desde el borde del acantilado (en esta parte, Lima se ubica sobre una terraza, a unos 100 metros sobre la playa de piedras redondas y grises) se ven en el día el mar oscuro y uno que otro barquito que pasa. Tambien muchos surfistas y de vez en cuando parapentes que cruzan el cielo usualmente gris. En las noches no se le suele ver, salvo por el reflejo de la luz de la cruz del morro de Chorrillos sobre el mar, pero entonces, solo en las noches, se le escucha batirse sobre la orilla, revolver las piedras, golpear la costa verde, curioso nombre para un desierto.
 
Barranco
 
Vivo casi en el límite de Miraflores con este distrito que es bastante menos homogéneo que Miraflores. En Barranco hay zonas de edificios nuevos de apartamentos de lujo que ven al mar, hay zonas de casitas modestas y talleres mecánicos, hay zonas de bares y restaurantes de medio pelo, zonas de zonas, pero si alguna le caracteriza es una zona, cercana al mar, de viejas casonas del siglo XVIII y comienzos del XIX, una suerte de El Paraiso junto al mar (¿Macuto?). Muchas de esas viejas casonas están abandonadas, otras se han reconvertido en restaurantes, hoteles o tiendas. Tiene vida Barranco y muchas cosas para ver.

MATE
 
En Barranco está el relativamente nuevo Museo de Arte Contemporaneo de Lima, un conjunto de edificios de una altura, bonito e interesante, que ojalá pueda crecer con el tiempo, tanto en lo físico como en su contenido. Ya he tenido la oportunidad de ver allí muy buenas exposiciones, como por ejemplo una de Vik Muñiz que visité un tiempo atrás, pero el museo adolece de una mayor colección propia. Para alguien, como es mi caso, que creció saliendo del colegio para ir a ver a Henry Moore o Robert Rauschemberg, siente que este museo está en deuda con el tamaño de Lima, una ciudad de 9 millones de habitantes. Tambien está en Barranco la sede del MATE, la casa-museo-galería del fotógrafo Mario Testino, uno de los más reputados fotógrafos de moda en el mundo y que a través de esta iniciativa pretende retribuir a su ciudad de origen algo de lo que ha generado su éxito. Realmente notable, con un estándar de calidad internacional en la intervención del edificio y en la museografía. A un lado del MATE está el museo Pedro de Osma, un palacete barranquino lleno de pinturas barrocas e imágenes de madera que, en conjunto con sus jardines, transmite una imagen de opulenta belleza.
 
En Barranco está el puentecito al cual cantaba Chabuca, en Barranco tambien están muchos de los bares a los que van los jóvenes los viernes y sábados por la noche. A Barranco tambien  llegó la moda de la comida peruana y hay muchos restaurantes donde comer ceviches y causas, lomos saltados y tacu-tacus, suspiros limeños y picarones. Tambien hay tiendas de artesanías y galerías de arte, un rubro, este último, donde creo hay una oportunidad de crecer importante, donde hay por desarrollar una cultura de coleccionismo y de un mercado del arte con cierta sustancia, como lo tuvo y todavía parcialmente tiene Caracas.
 
San Isidro
 
Aqui es donde trabajo. San Isidro fue asiento de grandes casonas y urbanizaciones de clase media alta, a la par de su vecina Miraflores, pero incluso - es mi percepción- con más dinero, con mas tradición alrededor del campo de golf y su club. Ahora es el centro financiero de Lima, con grandes edificios nuevos de oficinas y hoteles, con centros comerciales y edificios de apartamentos para altos ejecutivos internacionales, con algunos de los colegios privados tradicionales de clase alta en Lima.
 
Es bonito San Isidro, con su olivar que las leyendas locales asocian a las siembras de los primeros españoles, con su campo de golf y su club de estilo californiano, con sus tiendas de lujo y sus restaurantes (aqui se ha mudado hace poco desde su anterior dirección en Miraflores el Astrid y Gastón, el más famoso restaurante peruano) pero no tiene a mi entender el espíritu de Miraflores. Provoca más caminar por Miraflores que por San Isidro, a pesar de los muchos parques de este último, de las calles arboladas, a pesar de de los buenos ejemplos de edificios de arquitectura moderna (Hay unas cuantas joyas del midcentury en las calles de San Isidro, muchos de ellos muy bien mantenidos).

Olivar de San Isidro
 
Lima tambien tiene, aunque esa de momento no es mi Lima, una periferia de barrios, los conos, pueblos de invasión, lugares a los que han llegado los inmigrantes de la sierra, los que vinieron huyendo de la violencia o la pobreza. Me recuerdan en muchos casos a los barrios de Caracas, pero bastante menos densos. Su imagen me recuerda los barrios del interior de Venezuela, los de las colinas de Puerto La Cruz y Barcelona, por ejemplo, menos compactos que los de Caracas o, tal vez, a las fotos de los barrios de Caracas en los finales 50s o en los años 60s.
 
Lima tambien tiene un puerto, El Callao, que tiene formas familiares a una mezcla de Catia la Mar con La Guaira, un coctel de tradiciones y marginalidad que me es muy familiar, que me recuerda tanto a los fines de semana en que con mi papá bajaba al litoral central a visitar a sus primos.
 
A Lima no llegó nunca el petróleo, ni aun en los años más recientes de bonanza económica. Años en los que comenzaron a aparecer autopistas y estaciones de metro, centros comerciales (el mayor, el Jockey Plaza, al costado del Hipódromo, podría estar en Orlando o Miami sin cambiarle ni un ladrillo), teatros y hoteles de 5 estrellas. El dinero se reparte muy desigualmente, todavía tiene una tasa de motorización menor a la de Caracas y un transporte público que deja mucho que desear. El comportamiento señorial de los limenos se deshace en cuanto toman un volante, cruzar en carro una esquina suele ser un asunto que se regula según la ley de la selva. Ni hablar de los peatones.
 
Surco, Surquillo, Pueblo Libre, Magdalena del Mar, La Molina son algunas otras zonas de Lima a las que he ido alguna vez o suelo ir. La Molina tiene un no se que con las urbanizaciones de periferia venezolanas, esa mezcla de colegios, centros comerciales y casas. Por allí estudia Diego. Por allí no siento nada en particular, hay un vacío de espíritu. En el resto de Lima suelo encontrar referencias muy fuertes a lo que fueron zonas de Caracas como Los Rosales o Las Acacias, tantas avenidas como la Avenida Victoria, o tramos de la Andrés Bello o la Nueva Granada o la San Martín de muchos años atrás. En ese contexto, es inevitable sentir, caminando por Lima, un Deja Vu a la Caracas de mi primera niñez.


Sede del Ministerio de Relaciones Exteriores, una de las casonas mejor conservadas en el centro de Lima.

jueves, 21 de agosto de 2014

El Yaque

Mis vacaciones de niño solían ser en la isla de Margarita, en el oriente venezolano. Cada año, a finales de julio, nada más comenzar las vacaciones escolares y sin regreso hasta bien entrado el mes de septiembre, salíamos de Caracas en un carro lleno de cosas rumbo a Margarita, la tierra de mis padres, y allí se combinaban, en un territorio que abarcaba un radio de una hora de viaje en auto, como máximo, dos mundos paralelos: había una Margarita que apuntaba al mundo exterior, la de las tiendas de la zona franca (y luego el puerto libre), los carros importados, los electrodomésticos de última generación, la ropa de marca, las bebidas y los perfumes, los restaurantes y los turistas ; y otra Margarita, que era la de mis padres, la de los pueblos al margen de los turistas, donde se mezclaba cierta inocencia con algunas miserias, a donde no había llegado - para bien y para mal-, ni por asomo la modernidad. Eran pueblos es los que todavía estaba presente la generación de mis abuelos, con sus costumbres y sus casas, con las imagenes de un mundo que estaba por desaparecer.
 
En los pueblos del norte de la isla, de donde son mis padres, Altagracia (Los Hatos), Santa Ana (El Norte), Tacarigua, Pedro González...se vivía entonces una vida tranquila, silenciosa, lenta, de casas de colores con las puertas abiertas y viejitos meciéndose en sillas de mimbre a las puertas de sus casas, viendo pasar la gente al atardecer, escuchando a los que ofrecían empanadas de carne o de queso blanco o torrejas espolvoreadas con azucar o pan dulce con anís o suspiros o conservas de alguna fruta. Pueblos de botiquines con rockolas y plazas silenciosas sembradas de arbolitos de dividive pintados de blanco hasta la mitad del tronco, de bicicletas y gente caminando por la orilla de la calle, de peleas de gallos, apuestas con barajas (el truco, el ajiley...) y caballos y campeonatos de bolas criollas. Pueblos de bodegas con panes colgados de los techos, jamones en lata y neveras con refrescos helados detras de los mostradores. Pueblos sin teléfonos públicos, salvo en alguna plaza o comisaría, pueblos con pocos televisores, pueblos de apagones frecuentes y lluvias torrenciales alternadas con un calor de infarto, pueblos con racionamiento de agua y de niños jugando en el piso en el frente de las puertas de sus casas. Pueblos de pozos sépticos y tiendas de toda la vida, en las que se ofrecía el ventilador eléctrico, el zapato de cuero, el mantel de plástico y la pieza de tela para coser. Pueblos de señoras que cosen en máquinas Singer o que hacen tortas para vender, pueblos de señores que hacen alpargatas con suela de cauchos de carro o tejen chinchorros de pabilo. Pueblos sin funeraria ni peluquería.

En esos pueblos ibamos a dormir y tambien pásabamos algunos días, sin hacer mucha cosa, buscado frutas en el fondo de la casa, montando bicicleta por las calles, visitando a los familiares, yendo a cazar conejos o a ver un terreno que estaba en venta.

Isla de Margarita
 
Esas estadías en el pueblo eran una suerte de tiempo muerto. Las vacaciones eran realmente en la Playa. Margarita tiene muchas y muy buenas playas y cerca del pueblo de mis padres y mis abuelos hay varias muy buenas, pero cuando era pequeño solían llevarme especialmente a una que quedaba al otro extremo de la isla, cerca de donde está ahora el aeropuerto internacional Santiago Mariño, aeropuerto que cuando comencé a visitar esa playa era solo un proyecto en construcción. La playa El Yaque.
 
Al Yaque se llegaba luego de cruzar la isla de norte a sur y saliendo de los senderos asfaltados, desviándose a la izquierda de la carretera que llevaba hasta Punta de Piedras, donde tomábamos el ferry de regreso a tierra firme. Al Yaque se llegaba en los primeros años 70s circulando por trochas arenosas, por las que andaba con cierta dificultad el Chevrolet Caprice Classic 1970 color vinotinto de mi papá, un carro enorme y espacioso, en cuya maleta metiamos tripas de caucho infladas y cavas de anime con comida y bebidas. Desde sus asientos de tela negra forrados de plástico y a través de sus ventanas eléctricas veiamos a los lados del camino un paisaje árido de cactus y cujíes, de chivos y culebras, de arena y bolsas plásticas, de cercas oxidadas y todas las tonalidades ocres, hasta llegar al caserío de pescadores donde se encontraba la playa. Sabiamos que habiamos llegado cuando nos encontábamos con un letrero grande que rezaba "El Yaque, Sucesión Tovar, prohibida toda clase de construcciones..."
 
 El Yaque había sido una hacienda de cría de chivos a cuya propiedad accedió mi bisabuela Domitila Rojas de Tovar más de 80 años atrás, ejecutando la garantía de un préstamo hecho por mi bisabuelo en los años 20s del siglo pasado. Era un lugar estéril y árido, lejos de todo, cerca de nada. El pueblo más cercano, Los Bagres, a unos 15 minutos en auto, era en mi infancia apenas un caserío de pocas viviendas secas, de ranchos de bahareque y casitas de techos bajos, con calles de tierra, en los tiempos en los que iba a la playa en pantalón corto, con trajes de baño de tela elástica y apliques en forma de ancla y franelas de algodón a rayas. El Yaque estaba lejos de todo, pero colindando, eso si, con un mar azul y calmo, con aguas calidas y casi sin olas y un viento constante que arrastraba por su orilla la arena blanca, no tan fina, de conchas marinas trituradas .
 
El Yaque era entonces un caserío de pescadores, no más de 10 o 15 casas alineadas frente al mar que tenía como fondo la isla de Coche, más otras tantas casas, casi todas de miembros de la familia, primos cercanos y lejanos, casas de playa, ranchos en muchos de los casos. En un extremo, junto a la entrada, estaba la bodega de Clemente, un par de cuartos pintados en dos colores bajo un techo de zinc con una ventana hacia la calle, por donde el viejo Clemente me despachaba latas de leche condensada Bella Holandesa que chupaba a través de dos agujeros en el propio envase, chocolates derretidos y refrescos de uva Grapette y colitas Espartanas frias, que solo podía llevarme lejos de la bodega con la condicón de devolverle la botella. Clemente tenía tambien, cruzando la calle, entre su bodega y el mar, un rancho grande de palma, una estructura de madera y palma seca donde guardaba mi papá el carro de los embates del sol. Al otro extremo del pueblo, donde acababa la playa, pasando las casas de los primos y las casitas de los pescadores, estaba un bar de cierta envergadura, lo que llamaban en Margarita un balneario, un cuarto grande, quizas 200 metros cuadrados, puede ser menos,  con un mostrador para servir cervezas, una rockola que gritaba música a todo volumen, unas matas de coco enano adornadas con banderolas de plástico de alguna marca de cigarros o de cerveza, mesas de madera y cuero sobre un piso de cemento pulido. Era el balneario de El Vigia.
 
Al Yaque de los primeros años 70s no llegaba el asfalto, ni la energía eléctrica. Tenía una planta a gasolina que prendian de a ratos, que nada más caer la noche servía para alumbrar cuatro postes con luces amarillas titilantes. Clemente - que había sido capataz en la vieja hacienda de los Tovar, y por ello recibía con afecto y cierto respeto a mi papá, el nieto de los viejos dueños, que había salido de la Isla a estudiar y había vuelto con carros americanos nuevos, grandes, - tenía la suya para poder enfriar los refrescos y las cervezas y para prender los dos bombillos que alumbraban su casa y la puerta de la bodega. El Vigía, asumo, tendría tambien la suya. Yo al Vigía no iba mucho, mis padres me pedía no me acercara por allá.
 
Además de las nostalgias familiares por un pasado lejano, al Yaque me llevaban por las caracteristicas muy particulares de esa playa: es muy poco profunda (el niño que era podia caminar 20 o 30 metros desde la orilla, mar adentro, sin que el nivel del agua llegara a sobrepasarme el pecho), no tiene olas ni corrientes fuertes, el agua es caliente y completamente cristalina. Entonces se podían ver estrellas anaranjadas con cinco puntas y erizos verdes con muchas espinas. No se si quedará alguno. Para llevar a un niño de 5 años a la playa, este era un lugar perfecto, sin los riesgos de las playas del norte de la isla, con sus olas y sus remolinos, sin las aglemeraciones de las playas a las que llegaban las carreteras asfaltadas, con las personas amontonándose en la arena.
 
Mi mamá no me dejaba bañarme sin una franela, para que no me quemara la espalda, para que luego pudiese dormir en la noche y no sintiese ni la fiebre ni las molestias de los insolados y me untaba todo de unas cremas rosadas coopertone, que al contacto con la arena que movia de oeste a este el viento sobre la orilla de la playa,  me convertían en una suerte de milanesa ambulante, gordita y blanca.

A veces ibamos solos. A veces con amigos de mis padres y sus hijos. A veces con el padrino de mi hermano y sus hijos. pero muchas veces solos, por lo que me acostumbré a pasar esos días haciendo construcciones en la arena o flotando sobre el agua cálida, sin temor, sabiendo que el fondo del mar estaba a muy poca distancia.

La zona donde alguna vez estuvo El Vigía
 
Pasaron los años de la infancia y llegaron los del bachillerato. En ese trasitar el viejo clemente murió algún día sin que yo me enterara y comenzamos a ir a la casa de una de las primas de mi papá, donde había baño y cocina, y una parrillera y un techo de asbesto bajo el cual bebía whiskey escoses mi papá, y mi mamá nos miraba caminar por la orilla de la playa o bañarnos bajo el sol. Ya estaba funcionando el aeropuerto y habían construido una carretera asfaltada, con la que llegó la luz eléctrica. Tambien habían comenzado a aparecer más casas cerca de la playa y aparecieron nuevos dueños de los terrenos, con el concurso de jueces y notarios de dudosa moralidad, según se comentaba, y con la complicidad de una familia extensa, con dificultades para ponerse de acuerdo en nada.
 
Entonces se descubrió, ya en los años 80s, que las aguas tranquilas y poco profundas, pero con un viento constante durante todos los días de todo el año de la Playa El Yaque la hacían un sitio excepcional para el windsurf (y luego para el kite) y entonces comenzaron a llegar los turistas que rechazaban antes estas playas por su poca profundidad, por su falta de un marco escénico de cocoteros, por la ausencia de servicios, y llegaron los vendedores de comida, los fabricantes de hielo, los hoteleros, las escuelas de surf, las discotecas y las tiendas. Y entonces la playa solitaria, la playa de las huevas de pescado y las lisas saladas secándose al sol se encontró llena de gente, comenzaron a sembrarle palmeras, comenzaron a construirle hoteles y casas vacacionales, y se llenó de musica y carros en todas su calles, que ahora eran varias, y nunca más volvió a ser la misma.

El Yaque
 
Si uno va ahora a El Yaque, se encontrará un sitio al cual van expresamente turistas de distintos paises, gentes que van a Margarita desde Europa para quedarse a dormir allí,  practicar el windsurf dia tras día en El Yaque, a 15 minutos del aeropuerto, y no en los hoteles de Porlamar o Pampatar. El Yaque se ha convertido desde hace unos 20 años en un lugar donde se  celebran pruebas válidas para el campeonato mundial de windsurf (una de las 3 mejores playas del mundo para ese deporte, según los entendidos) y campeonatos internacionales, donde hay escuelas para la tabla y hoteles, edificios de apartamentos, restaurantes y posadas, bares y tiendas con aire acondicionado. Seguramente un lugar mejor que el que yo conocí, con sus casas sin baño, con su calle de tierra, con la imposibilidad de salir de allí cuando llovía. Cuando he ido despues, incluso alguna vez he tenido que devolverme, por no encontrar donde sentarme.
 
Hasta comienzos de los 80s estuvo el letrero de la sucesión Tovar. Clemente debe estar en el viejo cementerio que quedaba cerca de El Vigía. No lo se a ciencia cierta. Lo que fue El Vigía está ahora rodeado de otros negocios, más grandes, más modernos, que alquilan sillas, tienen música a todo volumen y han delimitado el espacio en la arena como un reparto de territorios comerciales. El mar de vez en cuando cobra revancha y la franja de arena se hace más grande o casi desaparece, según se muestren los tiempos. ´Cuando era niño, dependiendo del año, a veces había una gran franja de arena, otra vez el mar golpeaba suavemente los muros de las casas. Con los años y el boom de turismo en El Yaque la franja de arena ganó terreno, por un tiempo, y luego ha retrocedido a como yo la recordaba de niño, amenazando los negocios que han ocupado la costa. Todavía se ven algunos peñeros, algunos barquitos, pocos, muy pocos, pero básicamente lo que se ven son velas de tablas de windsurf. Alejándose del mar, el pueblo sigue terminando en los cactus y yaques adornados con bolsas plásticas en proceso de degradación. Mis padres, que llegan a dormir al norte de la isla, siguen llevando a sus nietos a esas aguas poco profundas, a esa playa de aguas calientes y arena de conchas molidas, que queda al otro extremo de la isla.

El Yaque al atardecer
 
 
   

viernes, 15 de agosto de 2014

Sade

A esta cantante de voz ronca y suave la escuché por primera vez en los años 80s en el apartamento que se había construido mi amiga Maureen en el retiro lateral de la casa de su familia en Sebucán, en la parte de abajo de Sebucán, como a 5 cuadras de la Avenida Rómulo Gallegos. Como suele ocurrir en toda construcción en el retiro de otra casa preexistente, el apartamento de Maureen era un pasillo largo, medio oscuro, en el cual mi amiga había armado una sala, una cocina, un baño y, al fondo, su dormitorio. En la sala tenía un sofá, si mal no recuerdo unos pufs y un equipo de música, donde poniamos en esos tiempos los discos de acetato de Soda Stereo, Charly García, Police, Sting, Peter Gabriel, Simple Red, Los Rolling Stones, Los Beatles y Genesis. No recuerdo la fecha exacta en que escuche esta música por primera vez, pero debió ser entre 1986 y 1988, porque Maureen y Luife, quien salía con Maureen en esos años, tenían los dos primeros discos de esta cantante inglesa con origenes nigerianos, y todavía no había salido el tercero, el primero que yo tuve, el cual cayó en mis manos en cuanto salió al mercado.

Estoy hablando de Sade, que en realidad no es el nombre de una cantante sino de un grupo, pero la verdad, yo siempre, desde ese momento que la escuché por primera vez en los lejanos años 80s en la salita del apartamento-anexo de Maureen, la he llamado -como mucha otra gente- por el nombre de su banda: Sade. Y la he llamado asumiento la pronunciación en español del nombre del grupo, porque en esos mismos años 80s, cuando salieron sus primeros discos al mercado y sonaba bastante en las radios venezolanas, solían llamarla "Chardey" y no como yo recuerdo haberla llamado siempre, simplemente asi como se escribe, Sade.

Diamond Life (1984) El primer disco.

A mi Sade me gustó desde el primer día que la escuché. Todavía recuerdo a Luife diciéndome en la sala de Maureen "Chamo, escucha esta jeva", con Maureen al lado asintiendo, diciéndome "sí, Gonzalito, es arrechísisísima". "Además es beeella", insistía Luife. Mis amigos habían comprado esa misma semana los dos primeros discos de esta banda inglesa formada en 1983 sobre las bases del grupo Pride, Diamond Life, el album debut, de 1984 y Promise, el disco de finales de 1985, el hasta ahora más exitoso (con unos 20 millones de discos vendidos del total de cerca de 40 millones que lleva vendidos Sade en su carrera) de este grupo y su cantante. En estos dos primeros discos destacaban canciones como Your Love is King, Smooth Operator (que sonó hasta el cansancio en las radios), Hang on Your Love, Its it a Crime, Jezebel, ( mis dos preferidas) y Sweetest Taboo, entre otras.



Eran los tiempos de MTV, de los videos musicales, y Sade, además de la voz ronca y suave, además de las canciones que ella misma componía con una mezcla de soul, jazz, pop, y R&B, tenía una imagen sofisticada y hermosa, una mezcla de frialdad y elegancia a tono con cierta estética yuppie, una sensualidad a ritmo de downtempo que pronto me sumó entre sus fans. tambien eran tiempos de festivales, como el Live Aid, en el cual participó junto a Sting y Peter Gabriel, entre otros.

Sade en Londres, en los primeros años 80s, antes de hacerse conocida internacionalmente.

Helen Folasade Adu, tambien conocida como Sade Adu, nació en 1959 en Ibadan, hija de un profesor nigeriano y una enfermera inglesa. Al terminar el matrimonio de sus padres, siendo una niña, Sade se mudó a Inglaterra con su hermano mayor y su madre, pasando la mayor parte de su tiempo en Clacton-on-Sea, una comunidad de clase media baja, lugar para retirados junto al mar. De allí se mudó años despues a Willesten, un suburbio de Londres, ciudad en la que estudió diseño de modas en el St. Martin School of Art and Design, lugar donde comenzó a participar en distintas bandas, que la llevarían finalmente a Sade en 1983.

Sade, a comienzos de los años 60s, junto a sus padres y a su hermano mayor en Nigeria

Luego de enorme éxito en distintos países, pero especialmente en Inglaterra y Estados Unidos, de sus dos primeros discos, Sade sacó al mercado en 1988 el primero y el único que llegué a tener en versión vinyl, Stronger than Pride, tambien muy exitoso; y 4 años despues salió Love Deluxe, que estuvo cerca de 90 semanas en las carteleras de los más vendidos en Inglaterra y Estados Unidos. En 1994 salió la recopilación The Best of Sade, que incluia exitos de sus discos anteriores y un par de nuevos temas. Este fue el primer disco que compré en versión CD en NY en el primer viaje, el de nuestra luna de miel, que hicimos Patricia y yo, 20 años atrás (Patricia no la llamaba, todavía, La Gorda, en aquel entonces). Recuerdo tambien haber comprado en esos tiempos un concierto en formato VHS, al que un amigo calificó, luego de que se lo prestara, como "porno musical".
 
Sade a finales de los 80s
 
Junto a Boy George, Sting y Peter Gabriel, en los tiempos del Live Aid.

El siguiente disco, Lovers Rock, el penúltimo en estudio hasta la fecha, no llegó hasta el año 2000, seguido por el disco en vivo Lovers Live (2002) y el más reciente Soldier of Love (2010). A pesar de su enorme éxito, con más de 40 millones de discos vendidos en su haber, Sade solo ha producido 6 albumes de estudio en 30 años (los 3 primeros en los primeros 4 años de su carrera). En una entrevista para el diaro español El País de comienzos de los años 90s (período en el cual vivió parte de su tiempo en Madrid, al estar casada entonces con un cineasta español) el periodista destacaba que en la sala de la casa de Sade estaba colgada una fotografía tomada en Nueva York por Stuart Matthewman, uno de los músicos de su banda, en la cual se mostraba un afiche de la cantante intervenido por un grafitti que rezaba "esta zorra solo canta cuando quiere".


Asi que seguramente habrá que esperar algunos años por escuchar un nuevo trabajo de Sade. Quienes la seguimos desde esos años, los primeros años de la universidad, los años de los amigos y los viajes a la playa, de las fiestas y de la ausencia de procupaciones, la seguiremos esperando.