martes, 3 de marzo de 2020

Mar interior


Yo escribí mis libros con el oído puesto sobre las palpitaciones de la angustia venezolana
Rómulo Gallegos

Esto es lo que deberían estar haciendo los literatos y no revoluciones pendejas
Juan Vicente Gómez, en referencia a Doña Barbara

Esto es un ejercicio hecho por un muchacho. Piedad (1)
GT

(1) Durante muchos años, a modo de entretenimiento, tomaba los párrafos iniciales de cuentos y novelas de autores reconocidos (Rulfo, Cortazar, Borges, Quintero, Vargas Llosa,Bryce, Onetti y en este ejemplo, Gallegos) y utilizando algunas de las frases, parte de la estructura, jugaba a reescribirlos con otras historias, con otras anécdotas. Diversiones de gente sin oficio.

Basada en hechos reales
GT



1. ¿Con quién vamos?

Un bote remonta el lago, bordeando las paredes de concreto de la margen derecha. Dos remos lo hacen avanzar mediante la lenta y penosa maniobra de dos muchachos inexpertos en tales tareas. Insensibles al sol de media mañana, sus cuerpos sudorosos cubiertos por chemises beige, a la vez que intentan remar, alternativamente, afincan en el fondo del lago los remos, cuyos cabos superiores sujetan contra sus pectorales, y encorvados por el esfuerzo, le dan impulso a la embarcación, que avanza hacia el norte, mirando al Ávila, que se refleja en aquellas aguas entre azules, grises y verdes. Y mientras ese bote avanza en silencio, otro intenta alcanzarlo, ocupado por otros jóvenes que gritan. Son ocho botes, cuatro a remos, cuatro a pedales.  En uno de los botes José Miguel se para y asume el rol de patrón de la embarcación, como un viejo baquiano de aquel espejo de agua, con la diestra a la cintura, atento al avance de los otros botes, pendiente de los vigilantes del parque, al acecho. A bordo junto a él van dos pasajeros, vestidos con idéntica indumentaria escolar. Al otro extremo del bote, un joven a quien la contextura vigorosa, sin ser atlética, y las facciones enérgicas y expresivas prestante gallardía casi altanera. Su aspecto y su indumentaria denuncian al estudiante del Santiago, cuidadoso del buen parecer. Como si en su espíritu combatieran dos sentimientos contrarios acerca de las cosas que lo rodean, a ratos la reposada altivez de su rostro se anima con una expresión de entusiasmo y le brilla la mirada vivaz en la contemplación del paisaje, de la réplica de la carabela de Colón que se ve en uno de los extremos del lago; pero, en seguida, frunce el entrecejo, y la boca se le contrae en un gesto de desaliento, angustiado por saber que hacen algo que puede ser penalizado. Su compañero de viaje es uno de esos jóvenes inquietantes, de facciones asiáticas, también con el uniforme del mismo colegio. Va tendido en un extremo del bote y finge dormir. Un sol cegante de media mañana de julio en Caracas centellea en las aguas del lago del Parque del Este y sobre los árboles que pueblan sus márgenes.

Estábamos en cuarto de secundaria. Era la época de los exámenes finales. Eran las semanas previas a las vacaciones. Los estudiantes de primaria ya habían comenzado las suyas dos semanas atrás. Los pasillos del Santiago, usualmente llenos de gente, estaban en estas fechas solos. No había cola en la cafetería de Conrado. Había bancas vacías en el patio anexo a la piscina. Cuando terminamos el examen, a media mañana, el sol iluminaba el patio asfaltado y las trinitarias proyectaban su sombra en los bordes del mismo.

Alguien, no recuerdo quién, propuso saltar la cerca del patio de los venados y cruzar por las piedras la quebrada para irnos al Parque del Este. Incluso José Miguel comenzó a subir la cerca de malla metálica, pretendiendo ir al otro lado por el camino más corto. Después de una corta discusión, decidimos salir todos por la puerta principal del colegio y rodear el edificio de la Mobil para entrar al Parque  por la puerta que da a la Avenida Francisco de Miranda, enfrente a donde estaban terminando la nueva estación del Metro. No tardamos mucho en subir a los botes. No recuerdo que hiciésemos algo más antes de llegar al lago. A esa hora de la mañana y en esos tiempos en los que la gente no iba aún a hacer ejercicios al parque, no había nadie en aquellos jardines, una que otra pareja de enamorados tratando de escapar de las miradas de los demás, alguna madre con un niño, un mar verde y solo aquellos jardines desde los que se veía el Ávila y se escuchaba el rumor lejano de los carros pasando por la avenida Francisco de Miranda o por la Autopista del Este, frente a la base aérea de La Carlota.

El mismo que propuso saltar la cerca ahora arengaba a todos los que aún estaban en la orilla a subirse a los botes. En algún momento, parado en un extremo del bote, entre tanto movimiento y tanta gesticulación, comenzó a balancearse, y, entre manotazos, cayó al agua parado. Había menos de un metro de profundidad entre el fondo de concreto pintado de azul celeste y la superficie del agua, que ahora le llegaba a la cintura y le mojaba la parte baja de la franela del colegio. Todos se rieron ruidosamente, se escuchó una carcajada colectiva que recordaba a una bandada de loros de los que solían dar vueltas por el parque.

-          Yo no voy a ser el único pendejo en mojarme – gritó el tipo, mientras se acercaba a los otros botes, dando pequeños saltos con cada pierna, apoyándose en el fondo del lago.

Había volteado uno o dos botes, no recuerdo exactamente cuántos, cuando se escucharon los silbatos desde la orilla. Luego vinieron los gritos y las órdenes. Miramos hacia los lados, no había forma de escapar. Los que aun estábamos secos, a bordo de los botes, tuvimos que lanzarnos al agua y acercarnos caminando a la orilla.




15. Toda horizontes, toda caminos...

Aquella mañana  no estuvo la luz encendida en la oficina del puesto de la Guardia Nacional en el Parque del Este, por el contraste entre el resplandor exterior y la oscuridad de la pequeña oficina, poco podía verse dentro desde el patio a donde el Sargento nos había llevado y nos había ordenado ponernos en filas, pero cuando el Capitán salió de la oficina, ninguno de los alumnos del Santiago–aquellos que se habían mojado al caer de los botes, la mayoría , y los únicos todavía secos, solo tres o cuatro de todo el grupo–  que habían escoltado a su subalterno, el Sargento López,  en el viaje desde el lago, corriendo detrás de una moto Vespa blanca por el camino de concreto por el que también circulaba a aquella hora de final de la mañana el trencito con los visitantes del parque, no lo conocieron. Alguno de ellos, hijo de militares, pudo haberlo visto en alguna fiesta en su casa o en el Círculo Militar o acompañando a su padre en alguna diligencia, pero aquel día, entre el ajetreo de la carrera a paso forzado desde el lago hasta el puesto de la Guardia y los nervios por no saber qué represalia tomarían los militares, ninguno de los del salón lo recordó en un primer momento.

Al principio el Capitán se mostraba seguro, caminando entre nosotros, parados bajo el sol, firmes, rectos, los brazos al costado del cuerpo, algunos aún chorreando agua. El Capitán comenzó su discurso en un tono altisonante, advirtiendo que nos harían pasar uno por uno por un pequeño escritorio gris para dar nuestros datos y los de nuestros representantes, a quienes llamarían para que viniesen a buscarnos, advertidos de la grave falta cometida. El Sargento López se sentó en una silla de metal junto al escritorio y comenzó a recabar los datos de los estudiantes de la primera fila. Y de repente el Capitán se detuvo, se quedó mirando a una de nuestras compañeras de clases y luego de un largo silencio preguntó:

– señorita, ¿usted no es la hija de mi General García?

- Sí, el general es mi papá.

El Capitán enumeró las veces que el General lo había ayudado con su carrera, las veces que había conversado con él, la última vez que lo había apoyado para conseguir su ascenso de grado. Explicó que no podía producirle ese mal momento al General, una persona muy ocupada que no tenía tiempo para venir a buscar a su hija por un problema menor, que nosotros éramos muchachos de un buen colegio, de buenas familias, que seguramente no intentaríamos otra vez hacer algo parecido en el futuro.

De repente aparentaba  más edad de la que realmente tenía. Había envejecido en un momento, tenía la faz cavada por las huellas del momento, pero mostraba también, impresa en el rostro y en la mirada, la calma trágica de las determinaciones supremas.

–Recojan sus cosas y váyanse a sus casas –díjole a los estudiantes, pendientes de sus palabras. Váyanse directo para sus casas, no se queden por aquí. Ya aquí no hay nada que hacer. Pueden irse. Usted, señorita, llévele mis saludos al General. Y no vuelvan a repetir lo que ha pasado hoy, dedíquense a sus estudios, ustedes son muchachos de bien, no le den más preocupaciones a sus padres.

Horas más tarde, los funcionarios de Inparques lo vieron pasar, Lambedero abajo. Lo saludaron a distancia, pero no obtuvieron respuesta. El Capitán iba absorto, fija hacia adelante la vista, al paso sosegado de su moto, el manubrio suelto y las manos abandonadas sobre las piernas, bajo el cielo de la tarde. Tierras áridas, quebradas por barrancas y surcadas de terroneras. Visitantes flacos, de miradas mustias, lamían helados aquí y allá, en una obsesión impresionante. Blanqueaban al sol las caminerías de concreto. El Capitán se detuvo a contemplar desde la distancia a un grupo de visitantes del parque, y con pensamientos de sí mismo materializados en sensación, sintió en la sequedad saburrosa de su lengua, ardida de fiebre y de sed, la aspereza y la amargura de aquella tierra. Luego, haciendo un esfuerzo por librarse de la fascinación que aquellos sitios y aquel espectáculo ejercían sobre su espíritu, aceleró la Vespa  y prosiguió su errar sombrío por las caminerías del Parque del Este. Algo extraño sucedía en el tremedal, donde de ordinario reinaba un silencio de muerte. Numerosas bandadas de patos, cotúas, garzas y otras aves acuáticas de variados colores volaban describiendo círculos atormentados en torno a las charcas y lanzando gritos de un pánico impresionante. Por momentos, las de más remontado vuelo desaparecían detrás del palmar, las otras bajaban a posarse en las orillas del trágico remanso, y al restablecerse el silencio, daba la impresión de una pausa angustiosa; pero en seguida, reemprendiendo unas el vuelo, y reapareciendo las otras, volvían a girar en torno al centro de su bestial terror. No obstante el profundo ensimismamiento en que iba sumido, el Capitán refrenó de pronto la moto: una rata joven se debatía chillando al borde del tremedal apresada por una culebra de aguas cuya cabeza apenas sobresalía del pantano. Rígidos los remos temblorosos, hundidas las pezuñas en la blanda tierra de la ribera, contraído el cuello por el esfuerzo desesperado, blancos de terror los ojos, el animal cautivo agotaba su vigor contra la formidable contracción de los anillos de la serpiente que se exhibía al público y se bañaba en sudor mortal. –Ya ésa no se escapa –murmuró el Capitán–.

Hoy llegó la malla de alambre comprada con el producto del petróleo – las entradas al parque no alcanzan ni para el costo de los tickets de cartón blanco que se entregaban a los visitantes en las dos puertas de entrada-, y comenzaron los trabajos. Ya están plantados los nuevos postes, de los rollos de alambre iban saliendo las mallas, y en la tierra de los innumerables caminos por donde hace tiempo se pierden, rumbeando, las esperanzas errantes, el alambrado comenzaba a trazar uno solo y derecho hacia el porvenir. El Capitán, como viese que el parque iba a quedar totalmente encerrado y ya no podrían las personas ajenas venir a caer bajo su jurisdicción, se encogió de hombros y se dijo: –¡Se acabó esto, míster Danger! Acá nos ocuparemos solo de los enamorados que vienen a pelar la pava al parque.  Cogió su arma de reglamento, se la terció a la espalda, montó a la moto y, de paso, les gritó a los obreros que trabajaban en la cerca: –No gasten tanto alambre en cercar el parque. Díganle al doctor de Inparques que el Capitán se va también.

Transcurre el tiempo prescrito por la ley para que los estudiantes puedan entrar nuevamente en el parque. El Capitán, de quien no se han vuelto a tener noticias, ya no está a cargo del puesto de la Guardia Nacional y desaparece del este de Caracas el nombre de El Miedo y todo vuelve a ser Altamira, La Floresta, Los Palos Grandes, Sebucán, La Carlota. ¡Llanura venezolana! ¡Propicia para el esfuerzo como lo fuera para la hazaña, tierra de horizontes abiertos donde una raza buena ama, sufre y espera!...