Cuando sonó el teléfono, estaba pensando en cualquier cosa, mientras manejaba a unos 120 km/hr en algún lugar de la Autopista Regional del Centro, rumbo a Maracay, siguiendo a un autobús que portaba en su vidrio trasero como seña de identidad, en grandes letras fosforescentes, "el regreso del invencible", con una tipografía de destellos azules y plateados, que destacaban especialmente sobre la carrocería del Bluebird, entre naranja y amarilla.
Contesté sin saber quién llamaba, pero aún con el aparato a mitad de camino entre el asiento de al lado y la oreja escuche una voz que era claramente familiar. Era Geli desde Puerto La Cruz. Sin esperar a oir que me decía, comencé a imaginarme la letanía de problemas asociados a su reciente aterrizaje en la realidad nacional; pero antes que hablarme del alto costo de la vida, la falta de leche completa en los automercados, la delincuencia, los apagones o las cadenas presidenciales, me soltó, entre una suspiro largo, aqui estoy chamo, viendo esta maravilla, la bahía de pozuelos! y de inmediato la imaginé, teléfono en mano, parada junto a la puerta del balcón de su apartamento de la calle Libertad, viendo el mar azul, las islas, los barcos y el Paseo Colón, con sus palmeras y sus carros, con el sol bañando todo aquello desde aquellas primeras horas de la mañana. Seguía en medio de la autopista, en algún lugar entre Las Tejerías y La Encrucijada, tratando de pasar al invencible retornado, pero mi cabeza estaba, para terror de la aseguradora, a 300 kilómetros de distancia, en la costa norte del estado Anzoátegui.
Puerto la Cruz, y su vecina Barcelona, las capitales económica y gubernamental, respectivamente, del estado Anzoátegui, fueron siempre, en mi niñez, una referencia próxima pero desconocida. Siempre pasabamos por allí, pero nunca era nuestro destino. Casi todas las vacaciones ibamos a Margarita, a veces hasta por dos meses, y cruzábamos Barcelona y Puerto la Cruz para tomar el ferry en el Paseo Colón. Pero muy rara vez comiamos allí, rara vez hacíamos algo más que poner gasolina en la estación de servicios junto a la redoma, en la salida hacia Caracas. Pero con el fin de la adolescencia, la compra del primer auto, los primeros viajes en grupo y los primeros compromisos de trabajo, Puerto la Cruz se convirtió en un destino familiar, un lugar a donde se deseaba ir y se disfrutaba estar.
A finales de los años 80s y comienzos de los 90s Puerto la Cruz vivía una suerte de esplendor económico, que se mantuvo por lo menos hasta que el alzamiento de Hugo Chavez y la posterior caída del Gobierno de Carlos Andrés Pérez anunciara tiempos borrascosos por estas tierras. La industria petrolera venezolana había volcado importantes inversiones en los alrededores de la ciudad y en la ciudad misma, a la cual se habían desplazado desde Caracas las oficinas principales de Corpoven, una de las más grandes empresas filiales de Petróleos de Venezuela y, quizás más importante aún, se esperaban muchas más inversiones en los años venideros, junto a contingentes de profesionales y sus familias. La promesa de nuevas autopistas, servicios, viviendas y comercios se transformaba en un optimismo que contagiaba a quienes llegaban de visita. Los profesores de universidad con los que solía trabajar en aquellos tiempos hacían cuentas para retirarse en un apartamento con vista a la Bahía de Pozuelos o en una casita con acceso a un canal de Lecherías, mientras los asistentes de investigación del Instituto de Estudios Regionales y Urbanos de la Universidad Simón Bolívar descubríamos que los viáticos que pagaba Corpoven a la Universidad alcanzaban para almorzar como unos reyes, comiendo pasta con marisco en la terraza del Hotel Neptuno, viendo el mar y el cielo azul desde la última planta del edificio ubicado en una esquina del Paseo Colón, y aún sobraba algo para comprar revistas y caramelos en el aeropuerto.
El primer proyecto que tuve bajo mi responsabilidad (porque al profesor que le tocaba coordinarlo solo -me estreno en la nueva recien aprobada ortografía castellana, nótese que solo no tiene acento- lo vimos el día en que fue a buscar el cheque de su paga; de hecho, lo borré de los créditos del informe final, con el visto bueno de quienes dirigían el Instituto) al terminar la carrera fue uno en Puerto La Cruz, pagado a la Universidad por Corpoven y en coordinación con el Lawrence Laboratory de la Universidad de Berkeley, de donde venían a revisar nuestro trabajo, que finalmente sirvió de base para un estudio de esa universidad sobre el consumo de energía en América Latina . Primero había que sectorizar la ciudad, lo cual me obligó a recorrerla para poder conocerla con detalle, lo que hice a bordo de un taxi, un Chevrolet Caprice Classic si mi memoria no me falla, que pagábamos por días, a cambio de recibos escritos en hojas de cuaderno, un servidor y un joven dibujante del Instituto, estudiante de los últimos años de la Carrera de Urbanismo, designado como asistente de campo para aquel proyecto, Matías Ramírez. Luego de pasarnos todo el día bajo el sol, conociendo los sitios interesantes y los barrios miserables de la ciudad, terminábamos siempre, en cuanto caía la noche, en algún restaurante o algun bar del Paseo Colón y sus alrededores, con una cerveza helada en la mano y pescados o mariscos sobre la mesa. Recuerdo especialmente un bar, regentado por un canadiense que había venido como turista y se había quedado por esos lares, ubicado en una calle transversal al Paseo Colón, más o menos al frente de donde Geli me sigue hablando, adonde podias tomarte un cerveza fría escuchando a Journey, Kansas, Saga, Boston, Queen, Fleetwood Mac o cualesquiera de los grupos de entonces.
Para la Segunda parte de ese, mi primer proyecto, había que caracterizar el consumo de energía en los hogares de cada uno de los sectores en los que habíamos fraccionado la ciudad, para lo que debíamos aplicar, con base en una muestra previamente diseñada con rigor estadístico, unas encuestas sobre tenencia de electrodomésticos y costumbres de uso, media hora de cuántos bombillos tiene en casa, señora, y cada cuanto tiempo enciende la lavadora doñita o de qué modelo es su refrigerador, tiene dos puertas o una? mientras le mostraba una tarjeta con los modelos de nevera más corrientes en aquellos días . Pero, luego de aplicar las pruebas piloto y corregir el cuestionario con base en esa primera experiencia, no era a mi a quién correspondía aplicar las encuestas, sino a un montón de encuestadores, seleccionados entre las más selectas "lumbreras" de la facultad de Ingeniería Civil de la Universidad de Oriente, todos con bastantes más años que yo y poca pinta de salir adelante en la vida, aunque quién sabe, a lo mejor alguno de ellos está dirigiendo este país. Siempre hay una razón para estar como estamos. A mi, lo que me correspondía en esta segunda etapa del trabajo, además de escribir los informes y presentar en Caracas los resultados, incluyendo una láminas en inglés patatero que le mostraba algunos sábados en el Ministerio de Minas e Hidrocarburos, en las torres de Parque Central, a los de Berkeley, era entregarles a los encuestadores cada semana un nuevo lote de cuestionarios y asignarles nuevos planos con zonas en las que debían trabajar; pero eso lo hacía en un dos por tres, a la sombra de un arból en la Plaza Bolívar de Puerto La Cruz, porque en cada uno de los viajes, que durante meses fueron casi semanales, ahora me acompañaba Jose Enrique, y la agenda apuntaba a irse temprano a Playa Colorada o a quedarse a esperar la noche, diluyendo el calor en el balcón de Geli, viendo el Mar Caribe desde la perspectiva de una buena empanada, pan, jamón y queso, cerveza Polar bien fría y, en las ocasiones especiales, las últimas botellas del Viña Sol, embotellado en España por las bodegas franco españolas, especialmente para el Bar Restaurant Asturias, Puerto la Cruz, Venezuela, como lo decía su etiqueta.
El aviso que anuncia la entrada en Maracay me sorprendió recordando las noches en la barra del Tío Pepe o el Parador del Puerto o el paté del Chic & Choc, que untábamos con pan escuchando a Víctor Cuica tocar el saxofón los sábados por la noche; los helados de la sede original de la 4D y de la Gelatería Milano y los dulces árabes de la pastelería del Paseo Colón, por los que tanta broma me echaron por aquel entonces, al punto de dejar de llamarme por mi nombre.
Geli ha terminado la llamada con la promesa de vernos antes de su regreso a España y yo, que estoy buscando donde estacionar en medio del calor de Maracay, sigo preguntándome cuándo realmente se jodió todo aquello, cuándo se perdió la magía, cuándo se acabó el espacio para el optimismo, cuándo Puerto La Cruz dejó de ser una fiesta, al menos para nosotros.
En estos días en los que, motivado por un par de presentaciones a las que se me ha invitado, he estado pensando sobre el significado de la palabra éxito, me he preguntado a mi mismo cuánto nos parecemos a lo que queríamos ser entonces, dos décadas atrás, sentados al sol en el balcón de Geli, en Puerto La Cruz. Soñábamos entonces con ganar 20 mil bolívares al mes (que eran unos 3000 dólares de entonces, más o menos el doble de lo que nos pagaba el IERU), cambiar el viejo Volkswagen blanco por un auto nuevo e irnos al otro lado del mar a estudiar lo que fuese, porque lo importante era viajar, no el motivo. Muchos de los sueños materiales de entonces, incluso alguno de los que sonaban más disparatados, se han cumplido; no puedo quejarme a ese respecto; solo es una pena que no pueda compartirlo con Pepiño y Bea, que eran parte importante de aquellos días de 1990.
Todavía conservo una carta de felicitación que me enviaron del Ministerio de Energía y Minas por los resultados de aquel, mi primer proyecto, y una copia de un libro de la Universidad de Berkeley, en el cual me agradecen - eso sí, en un pie de página en letra a prueba de presbicia-, a mi que entonces tenía 22 o 23 años, y me citan como autor de uno de los documentos en los cuáles basaban su investigación sobre patrones de consumo energético en América Latina. Dos de lo colaboradores de dicho trabajo -con los que sigo trabajando ahora, veinte años después- son los padrinos de mis dos hijas y gané una madre putativa que está pendiente de mi, aunque ahora viva casi todo el año en una callecita angosta de Gracia, en Barcelona, y no en la Calle Libertad, en Puerto La Cruz.
Puerto La Cruz desde el mar |
Puerto la Cruz, y su vecina Barcelona, las capitales económica y gubernamental, respectivamente, del estado Anzoátegui, fueron siempre, en mi niñez, una referencia próxima pero desconocida. Siempre pasabamos por allí, pero nunca era nuestro destino. Casi todas las vacaciones ibamos a Margarita, a veces hasta por dos meses, y cruzábamos Barcelona y Puerto la Cruz para tomar el ferry en el Paseo Colón. Pero muy rara vez comiamos allí, rara vez hacíamos algo más que poner gasolina en la estación de servicios junto a la redoma, en la salida hacia Caracas. Pero con el fin de la adolescencia, la compra del primer auto, los primeros viajes en grupo y los primeros compromisos de trabajo, Puerto la Cruz se convirtió en un destino familiar, un lugar a donde se deseaba ir y se disfrutaba estar.
A finales de los años 80s y comienzos de los 90s Puerto la Cruz vivía una suerte de esplendor económico, que se mantuvo por lo menos hasta que el alzamiento de Hugo Chavez y la posterior caída del Gobierno de Carlos Andrés Pérez anunciara tiempos borrascosos por estas tierras. La industria petrolera venezolana había volcado importantes inversiones en los alrededores de la ciudad y en la ciudad misma, a la cual se habían desplazado desde Caracas las oficinas principales de Corpoven, una de las más grandes empresas filiales de Petróleos de Venezuela y, quizás más importante aún, se esperaban muchas más inversiones en los años venideros, junto a contingentes de profesionales y sus familias. La promesa de nuevas autopistas, servicios, viviendas y comercios se transformaba en un optimismo que contagiaba a quienes llegaban de visita. Los profesores de universidad con los que solía trabajar en aquellos tiempos hacían cuentas para retirarse en un apartamento con vista a la Bahía de Pozuelos o en una casita con acceso a un canal de Lecherías, mientras los asistentes de investigación del Instituto de Estudios Regionales y Urbanos de la Universidad Simón Bolívar descubríamos que los viáticos que pagaba Corpoven a la Universidad alcanzaban para almorzar como unos reyes, comiendo pasta con marisco en la terraza del Hotel Neptuno, viendo el mar y el cielo azul desde la última planta del edificio ubicado en una esquina del Paseo Colón, y aún sobraba algo para comprar revistas y caramelos en el aeropuerto.
Puerto La Cruz desde el mar |
El primer proyecto que tuve bajo mi responsabilidad (porque al profesor que le tocaba coordinarlo solo -me estreno en la nueva recien aprobada ortografía castellana, nótese que solo no tiene acento- lo vimos el día en que fue a buscar el cheque de su paga; de hecho, lo borré de los créditos del informe final, con el visto bueno de quienes dirigían el Instituto) al terminar la carrera fue uno en Puerto La Cruz, pagado a la Universidad por Corpoven y en coordinación con el Lawrence Laboratory de la Universidad de Berkeley, de donde venían a revisar nuestro trabajo, que finalmente sirvió de base para un estudio de esa universidad sobre el consumo de energía en América Latina . Primero había que sectorizar la ciudad, lo cual me obligó a recorrerla para poder conocerla con detalle, lo que hice a bordo de un taxi, un Chevrolet Caprice Classic si mi memoria no me falla, que pagábamos por días, a cambio de recibos escritos en hojas de cuaderno, un servidor y un joven dibujante del Instituto, estudiante de los últimos años de la Carrera de Urbanismo, designado como asistente de campo para aquel proyecto, Matías Ramírez. Luego de pasarnos todo el día bajo el sol, conociendo los sitios interesantes y los barrios miserables de la ciudad, terminábamos siempre, en cuanto caía la noche, en algún restaurante o algun bar del Paseo Colón y sus alrededores, con una cerveza helada en la mano y pescados o mariscos sobre la mesa. Recuerdo especialmente un bar, regentado por un canadiense que había venido como turista y se había quedado por esos lares, ubicado en una calle transversal al Paseo Colón, más o menos al frente de donde Geli me sigue hablando, adonde podias tomarte un cerveza fría escuchando a Journey, Kansas, Saga, Boston, Queen, Fleetwood Mac o cualesquiera de los grupos de entonces.
Para la Segunda parte de ese, mi primer proyecto, había que caracterizar el consumo de energía en los hogares de cada uno de los sectores en los que habíamos fraccionado la ciudad, para lo que debíamos aplicar, con base en una muestra previamente diseñada con rigor estadístico, unas encuestas sobre tenencia de electrodomésticos y costumbres de uso, media hora de cuántos bombillos tiene en casa, señora, y cada cuanto tiempo enciende la lavadora doñita o de qué modelo es su refrigerador, tiene dos puertas o una? mientras le mostraba una tarjeta con los modelos de nevera más corrientes en aquellos días . Pero, luego de aplicar las pruebas piloto y corregir el cuestionario con base en esa primera experiencia, no era a mi a quién correspondía aplicar las encuestas, sino a un montón de encuestadores, seleccionados entre las más selectas "lumbreras" de la facultad de Ingeniería Civil de la Universidad de Oriente, todos con bastantes más años que yo y poca pinta de salir adelante en la vida, aunque quién sabe, a lo mejor alguno de ellos está dirigiendo este país. Siempre hay una razón para estar como estamos. A mi, lo que me correspondía en esta segunda etapa del trabajo, además de escribir los informes y presentar en Caracas los resultados, incluyendo una láminas en inglés patatero que le mostraba algunos sábados en el Ministerio de Minas e Hidrocarburos, en las torres de Parque Central, a los de Berkeley, era entregarles a los encuestadores cada semana un nuevo lote de cuestionarios y asignarles nuevos planos con zonas en las que debían trabajar; pero eso lo hacía en un dos por tres, a la sombra de un arból en la Plaza Bolívar de Puerto La Cruz, porque en cada uno de los viajes, que durante meses fueron casi semanales, ahora me acompañaba Jose Enrique, y la agenda apuntaba a irse temprano a Playa Colorada o a quedarse a esperar la noche, diluyendo el calor en el balcón de Geli, viendo el Mar Caribe desde la perspectiva de una buena empanada, pan, jamón y queso, cerveza Polar bien fría y, en las ocasiones especiales, las últimas botellas del Viña Sol, embotellado en España por las bodegas franco españolas, especialmente para el Bar Restaurant Asturias, Puerto la Cruz, Venezuela, como lo decía su etiqueta.
Paseo Colón, Puerto La Cruz |
El aviso que anuncia la entrada en Maracay me sorprendió recordando las noches en la barra del Tío Pepe o el Parador del Puerto o el paté del Chic & Choc, que untábamos con pan escuchando a Víctor Cuica tocar el saxofón los sábados por la noche; los helados de la sede original de la 4D y de la Gelatería Milano y los dulces árabes de la pastelería del Paseo Colón, por los que tanta broma me echaron por aquel entonces, al punto de dejar de llamarme por mi nombre.
Geli ha terminado la llamada con la promesa de vernos antes de su regreso a España y yo, que estoy buscando donde estacionar en medio del calor de Maracay, sigo preguntándome cuándo realmente se jodió todo aquello, cuándo se perdió la magía, cuándo se acabó el espacio para el optimismo, cuándo Puerto La Cruz dejó de ser una fiesta, al menos para nosotros.
En estos días en los que, motivado por un par de presentaciones a las que se me ha invitado, he estado pensando sobre el significado de la palabra éxito, me he preguntado a mi mismo cuánto nos parecemos a lo que queríamos ser entonces, dos décadas atrás, sentados al sol en el balcón de Geli, en Puerto La Cruz. Soñábamos entonces con ganar 20 mil bolívares al mes (que eran unos 3000 dólares de entonces, más o menos el doble de lo que nos pagaba el IERU), cambiar el viejo Volkswagen blanco por un auto nuevo e irnos al otro lado del mar a estudiar lo que fuese, porque lo importante era viajar, no el motivo. Muchos de los sueños materiales de entonces, incluso alguno de los que sonaban más disparatados, se han cumplido; no puedo quejarme a ese respecto; solo es una pena que no pueda compartirlo con Pepiño y Bea, que eran parte importante de aquellos días de 1990.
Centro Comercial Plaza Mayor, Lecherías |
Todavía conservo una carta de felicitación que me enviaron del Ministerio de Energía y Minas por los resultados de aquel, mi primer proyecto, y una copia de un libro de la Universidad de Berkeley, en el cual me agradecen - eso sí, en un pie de página en letra a prueba de presbicia-, a mi que entonces tenía 22 o 23 años, y me citan como autor de uno de los documentos en los cuáles basaban su investigación sobre patrones de consumo energético en América Latina. Dos de lo colaboradores de dicho trabajo -con los que sigo trabajando ahora, veinte años después- son los padrinos de mis dos hijas y gané una madre putativa que está pendiente de mi, aunque ahora viva casi todo el año en una callecita angosta de Gracia, en Barcelona, y no en la Calle Libertad, en Puerto La Cruz.
wow, me trae recuerdos increibles de creer para la generacion actual... Bendiciones!
ResponderEliminarY que fué de tu vida...viniste a Cataluña contratado por una electrica española ? no te gusta vivir en Gracia....pero Barcelona tiene playas increibles...y tienes la magnifica Costa Brava cerca.....no te puedes quejar......creo.....
ResponderEliminarno, nunca he vivido en Barcelona. Tampoco he trabajado nunca con ninguna empresa eléctrica. Saludos desde Lima, Perú.
Eliminaruf que recuerdos despertastes yo perteneci al grupo de baile los PUERTO CITY BREAKER grupo de jovenes rebeldes que con nuestro baile tomabamos el paseo colon del paseo colon de puerto la cruz
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