Yo escribí mis libros con el oído puesto sobre las palpitaciones de la angustia venezolana
Rómulo Gallegos
Esto es lo que deberían estar haciendo los literatos y no revoluciones pendejas
Juan Vicente Gómez, en referencia a Doña Barbara
Esto es un ejercicio hecho por un muchacho. Piedad (1)
GT
(1) Durante muchos años, a modo de entretenimiento, tomaba los párrafos iniciales de cuentos y novelas de autores reconocidos (Rulfo, Cortazar, Borges, Quintero, Vargas Llosa,Bryce, Onetti y en este ejemplo, Gallegos) y utilizando algunas de las frases, parte de la estructura, jugaba a reescribirlos con otras historias, con otras anécdotas. Diversiones de gente sin oficio.
Basada en hechos reales
GT
1. ¿Con quién vamos?
Un bote remonta el lago, bordeando las paredes de concreto
de la margen derecha. Dos remos lo hacen avanzar mediante la lenta y penosa
maniobra de dos muchachos inexpertos en tales tareas. Insensibles al sol de
media mañana, sus cuerpos sudorosos cubiertos por chemises beige, a la vez
que intentan remar, alternativamente, afincan en el fondo del lago los remos,
cuyos cabos superiores sujetan contra sus pectorales, y encorvados por el
esfuerzo, le dan impulso a la embarcación, que avanza hacia el norte, mirando
al Ávila, que se refleja en aquellas aguas entre azules, grises y verdes. Y
mientras ese bote avanza en silencio, otro intenta alcanzarlo, ocupado por
otros jóvenes que gritan. Son ocho botes, cuatro a remos, cuatro
a pedales. En uno de los botes José
Miguel se para y asume el rol de patrón de la embarcación, como un viejo
baquiano de aquel espejo de agua, con la diestra a la cintura, atento al avance
de los otros botes, pendiente de los vigilantes del parque, al acecho. A bordo junto
a él van dos pasajeros, vestidos con idéntica indumentaria escolar. Al otro
extremo del bote, un joven a quien la contextura vigorosa, sin ser atlética, y
las facciones enérgicas y expresivas prestante gallardía casi altanera. Su
aspecto y su indumentaria denuncian al estudiante del Santiago, cuidadoso del
buen parecer. Como si en su espíritu combatieran dos sentimientos contrarios
acerca de las cosas que lo rodean, a ratos la reposada altivez de su rostro se
anima con una expresión de entusiasmo y le brilla la mirada vivaz en la
contemplación del paisaje, de la réplica de la carabela de Colón que se ve en
uno de los extremos del lago; pero, en seguida, frunce el entrecejo, y la boca
se le contrae en un gesto de desaliento, angustiado por saber que hacen algo
que puede ser penalizado. Su compañero de viaje es uno de esos jóvenes inquietantes,
de facciones asiáticas, también con el uniforme del mismo colegio. Va tendido en un
extremo del bote y finge dormir. Un sol cegante de media mañana de julio en
Caracas centellea en las aguas del lago del Parque del Este y sobre los árboles
que pueblan sus márgenes.
Estábamos en cuarto de secundaria. Era la época de los
exámenes finales. Eran las semanas previas a las vacaciones. Los estudiantes de
primaria ya habían comenzado las suyas dos semanas atrás. Los pasillos del Santiago,
usualmente llenos de gente, estaban en estas fechas solos. No había cola en la
cafetería de Conrado. Había bancas vacías en el patio anexo a la piscina.
Cuando terminamos el examen, a media mañana, el sol iluminaba el patio
asfaltado y las trinitarias proyectaban su sombra en los bordes del mismo.
Alguien, no recuerdo quién, propuso saltar la cerca del
patio de los venados y cruzar por las piedras la quebrada para irnos al Parque
del Este. Incluso José Miguel comenzó a subir la cerca de malla metálica,
pretendiendo ir al otro lado por el camino más corto. Después de una corta discusión, decidimos salir todos por
la puerta principal del colegio y rodear el edificio de la Mobil para entrar al Parque por la puerta que da a la
Avenida Francisco de Miranda, enfrente a donde estaban terminando la nueva estación del Metro. No tardamos mucho en subir a los botes. No
recuerdo que hiciésemos algo más antes de llegar al lago. A esa hora de la
mañana y en esos tiempos en los que la gente no iba aún a hacer ejercicios al
parque, no había nadie en aquellos jardines, una que otra pareja de enamorados tratando de escapar de las miradas de los demás,
alguna madre con un niño, un mar verde y solo aquellos jardines desde los que
se veía el Ávila y se escuchaba el rumor lejano de los carros pasando por la
avenida Francisco de Miranda o por la Autopista del Este, frente a la base aérea de La Carlota.
El mismo que propuso saltar la cerca ahora arengaba a todos los
que aún estaban en la orilla a subirse a los botes. En algún momento, parado en
un extremo del bote, entre tanto movimiento y tanta gesticulación, comenzó a balancearse, y, entre manotazos,
cayó al agua parado. Había menos de un metro de profundidad entre el fondo de
concreto pintado de azul celeste y la superficie del agua, que ahora le llegaba
a la cintura y le mojaba la parte baja de la franela del colegio. Todos se rieron
ruidosamente, se escuchó una carcajada colectiva que recordaba a una bandada de
loros de los que solían dar vueltas por el parque.
-
Yo no voy a ser el único pendejo en mojarme –
gritó el tipo, mientras se acercaba a los otros botes, dando pequeños saltos
con cada pierna, apoyándose en el fondo del lago.
Había volteado uno o dos botes, no recuerdo exactamente cuántos,
cuando se escucharon los silbatos desde la orilla. Luego vinieron los gritos y
las órdenes. Miramos hacia los lados, no había forma de escapar. Los que aun
estábamos secos, a bordo de los botes, tuvimos que lanzarnos al agua y
acercarnos caminando a la orilla.
15. Toda horizontes,
toda caminos...
Aquella mañana no
estuvo la luz encendida en la oficina del puesto de la Guardia Nacional en
el Parque del Este, por el contraste entre el resplandor exterior y la
oscuridad de la pequeña oficina, poco podía verse dentro desde el patio a donde
el Sargento nos había llevado y nos había ordenado ponernos en filas, pero cuando
el Capitán salió de la oficina, ninguno de los alumnos del Santiago–aquellos que se habían
mojado al caer de los botes, la mayoría , y los únicos todavía secos, solo tres
o cuatro de todo el grupo– que habían
escoltado a su subalterno, el Sargento López, en el viaje desde el lago, corriendo detrás de
una moto Vespa blanca por el camino
de concreto por el que también circulaba a aquella hora de final de la mañana el
trencito con los visitantes del parque, no lo conocieron. Alguno de ellos, hijo
de militares, pudo haberlo visto en alguna fiesta en su casa o en el Círculo
Militar o acompañando a su padre en alguna diligencia, pero aquel día, entre el
ajetreo de la carrera a paso forzado desde el lago hasta el puesto de la Guardia
y los nervios por no saber qué represalia tomarían los militares, ninguno de
los del salón lo recordó en un primer momento.
Al principio el Capitán se mostraba seguro, caminando entre
nosotros, parados bajo el sol, firmes, rectos, los brazos al
costado del cuerpo, algunos aún chorreando agua. El Capitán comenzó su discurso
en un tono altisonante, advirtiendo que nos harían pasar uno por uno por un
pequeño escritorio gris para dar nuestros datos y los de nuestros
representantes, a quienes llamarían para que viniesen a buscarnos, advertidos
de la grave falta cometida. El Sargento López se sentó en una silla de metal
junto al escritorio y comenzó a recabar los datos de los estudiantes de la
primera fila. Y de repente el Capitán se detuvo, se quedó mirando a una de
nuestras compañeras de clases y luego de un largo silencio preguntó:
– señorita, ¿usted no es la hija de mi General García?
- Sí, el general es mi papá.
El Capitán enumeró las veces que el General lo había ayudado
con su carrera, las veces que había conversado con él, la última vez que lo
había apoyado para conseguir su ascenso de grado. Explicó que no podía
producirle ese mal momento al General, una persona muy ocupada que no tenía tiempo
para venir a buscar a su hija por un problema menor, que nosotros éramos
muchachos de un buen colegio, de buenas familias, que seguramente no
intentaríamos otra vez hacer algo parecido en el futuro.
De repente aparentaba más edad de la que realmente tenía. Había envejecido
en un momento, tenía la faz cavada por las huellas del momento, pero mostraba
también, impresa en el rostro y en la mirada, la calma trágica de las
determinaciones supremas.
–Recojan sus cosas y váyanse a sus casas –díjole a los estudiantes,
pendientes de sus palabras. Váyanse directo para sus casas, no se queden por
aquí. Ya aquí no hay nada que hacer. Pueden irse. Usted, señorita, llévele mis
saludos al General. Y no vuelvan a repetir lo que ha pasado hoy, dedíquense a
sus estudios, ustedes son muchachos de bien, no le den más preocupaciones a sus
padres.
Horas más tarde, los funcionarios de Inparques lo vieron pasar,
Lambedero abajo. Lo saludaron a distancia, pero no obtuvieron respuesta. El Capitán iba absorto, fija hacia adelante la vista, al paso sosegado de su moto, el
manubrio suelto y las manos abandonadas sobre las piernas, bajo el cielo de la
tarde. Tierras áridas, quebradas por barrancas y surcadas de terroneras. Visitantes
flacos, de miradas mustias, lamían helados aquí y allá, en una obsesión
impresionante. Blanqueaban al sol las
caminerías de concreto. El Capitán se detuvo a contemplar desde la distancia a
un grupo de visitantes del parque, y con pensamientos de sí mismo materializados
en sensación, sintió en la sequedad saburrosa de su lengua, ardida de fiebre y
de sed, la aspereza y la amargura de aquella tierra. Luego, haciendo un
esfuerzo por librarse de la fascinación que aquellos sitios y aquel espectáculo
ejercían sobre su espíritu, aceleró la Vespa
y prosiguió su errar sombrío por las
caminerías del Parque del Este. Algo extraño sucedía en el tremedal, donde de
ordinario reinaba un silencio de muerte. Numerosas bandadas de patos, cotúas,
garzas y otras aves acuáticas de variados colores volaban describiendo círculos
atormentados en torno a las charcas y lanzando gritos de un pánico
impresionante. Por momentos, las de más remontado vuelo desaparecían detrás del
palmar, las otras bajaban a posarse en las orillas del trágico remanso, y al
restablecerse el silencio, daba la impresión de una pausa angustiosa; pero en
seguida, reemprendiendo unas el vuelo, y reapareciendo las otras, volvían a
girar en torno al centro de su bestial terror. No obstante el profundo ensimismamiento
en que iba sumido, el Capitán refrenó de pronto la moto: una rata joven se
debatía chillando al borde del tremedal apresada por una culebra de aguas cuya
cabeza apenas sobresalía del pantano. Rígidos los remos temblorosos, hundidas
las pezuñas en la blanda tierra de la ribera, contraído el cuello por el
esfuerzo desesperado, blancos de terror los ojos, el animal cautivo agotaba su
vigor contra la formidable contracción de los anillos de la serpiente que se
exhibía al público y se bañaba en sudor mortal. –Ya ésa no se escapa –murmuró el
Capitán–.
Hoy llegó la malla de alambre comprada con el producto del
petróleo – las entradas al parque no alcanzan ni para el costo de los tickets
de cartón blanco que se entregaban a los visitantes en las dos puertas de entrada-, y comenzaron los trabajos. Ya están plantados los nuevos postes,
de los rollos de alambre iban saliendo las mallas, y en la tierra de los
innumerables caminos por donde hace tiempo se pierden, rumbeando, las
esperanzas errantes, el alambrado comenzaba a trazar uno solo y derecho hacia
el porvenir. El Capitán, como viese que el parque iba a quedar totalmente encerrado
y ya no podrían las personas ajenas venir a caer bajo su jurisdicción, se
encogió de hombros y se dijo: –¡Se acabó esto, míster Danger! Acá nos
ocuparemos solo de los enamorados que vienen a pelar la pava al parque. Cogió su arma de reglamento, se la terció a la
espalda, montó a la moto y, de paso, les gritó a los obreros que trabajaban en
la cerca: –No gasten tanto alambre en cercar el parque. Díganle al doctor de
Inparques que el Capitán se va también.
Transcurre el tiempo
prescrito por la ley para que los estudiantes puedan entrar nuevamente en el
parque. El Capitán, de quien no se han vuelto a tener noticias, ya no está a cargo del puesto de la Guardia Nacional y
desaparece del este de Caracas el nombre de El Miedo y todo vuelve a ser Altamira,
La Floresta, Los Palos Grandes, Sebucán, La Carlota. ¡Llanura venezolana!
¡Propicia para el esfuerzo como lo fuera para la hazaña, tierra de horizontes
abiertos donde una raza buena ama, sufre y espera!...
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