jueves, 18 de febrero de 2021

Centro comercial parte 4: La Barbería de Vito



La primera barbería de Víctor, el barbero italiano de la Avenida El Rosario de Los Chorros, estaba bajando las escaleras que están al costado sur del quiosco de periódicos del señor Lorenzo. Eran un par de pequeños locales, pintados de color pistacho, que servían de remate a ese pequeño patio que estaba como un metro por debajo de la acera oeste de la avenida, y en el cual nunca faltaban las botellas vacías. En el local a la derecha estaba el zapatero, con una máquina grande llena de cepillos, correas y piezas para las que nunca entendí la utilidad y un permanente olor a pegamento; en el local de la izquierda estaba Víctor, al que muchos llamábamos Vito, tal como él llamaba a su pequeña barbería, consistente en una sola silla de barbero y un par de sillas para la espera, el periódico del día y unas revistas y un espejo en la pared. Agarradas con los ganchos que fijaban el espejo a la pared estaban un par de postales de dos lugares de Italia que nunca llegué a identificar.

Víctor era entonces joven y más flaco que como lo conocimos luego y cuando iba a cortarme el cabello, alguna vez acompañado de mi mamá, que daba instrucciones sobre cómo era el corte que debía hacerme y dejaba pagados los 5 bolívares del servicio antes de retirarse dándome indicaciones de regresar a la casa al terminar, lo escuchaba hablar con los otros visitantes de la barbería de los planes que tenía para montar una barbería más grande en un lugar más transitado.

Aquel local olía a colonia barata que viene en frascos grandes de plástico, esas de olores cítricos que asociamos a las barberías de antes y sonaba, además de las conversaciones propias del lugar, siempre sobre futbol, política y noticias parroquiales, a lo que sonaba en una radio o a lo que se veía en un televisor pequeño a blanco y negro conectado a una antena de bigotes con accesorios de papel aluminio. En ese televisor vio Víctor los partidos de la selección de Italia en el mundial del 82 que se jugó en España y en ese pequeño local de la Avenida El Rosario celebró Víctor la victoria de la Azzurra en el mundial de naranjito cortándole el cabello gratis a todo el que pasó por su local al día siguiente.

Los sueños de Víctor comenzaron a hacerse realidad y se mudó a una barbería más grande, con varias sillas de barbero, en un local de la Avenida Principal de Montecristo. Hasta allá, a una media hora caminando desde la casa seguimos yendo a cortarnos el cabello más o menos cada mes y medio y aprovechábamos para comernos una empanada con un jugo en una lunchería que quedaba allí cerca o un cachito de jamón en la panadería que está en la esquina donde también estaba, cruzando la calle, la cauchera Estense.

Mientras estuvo en la urbanización Montecristo en los 80s por no sé qué historia inmobiliaria que nunca llegue a entender, pero de la que hablaba Vito cada vez que íbamos a cortarnos el cabello y que involucraba siempre abogados y tribunales y contratos y órdenes de desalojo y la posibilidad de quedarse incluso con el local, lo que al principio parecía la realización de ciertos sueños de prosperidad se convirtió en un conflicto de varios años que al visitar la barbería generaba cierta sensación de inestabilidad, de conflicto permanente y con el tiempo se convirtió en un desgaste que a Víctor se le notaba en la cara..

Sin mayores explicaciones, pasados unos años, Víctor volvió con su barbería, de nuevo modesta de una sola silla, a la Avenida El Rosario, pero ahora una cuadra más abajo de su ubicación original y en la acera de enfrente, un local blanco con un arco en la puerta, justo en la esquina antes de los antiguos depósitos del CADA. En esa época me llamaba la atención que Víctor también vivía en parte de ese mismo local, apenas separado por una cortina del espacio donde nos seguía cortando el cabello hasta los 90s, ahora con más peso y una barba poco poblada. No se hablaba ahora de grandes proyectos, pero se seguía hablando de futbol y política y de los personajes de la calle, mientras uno escuchaba el chasquear de las tijeras que pasaban junto a las orejas.

Cuando en octubre de 1994 me casé con Patricia, Víctor me cortó el cabello para la fecha en que me mudé de la casa de mis padres. Volví a su barbería pocas veces más luego de esa fecha. Como nuevo vecino de La Carlota comencé a frecuentar un sábado cada mes la Barbería Roma, frente al antiguo Centro Comercial Los Dos Caminos, donde otros dos italianos, mayores a Vito, recortaban entonces mi cada vez más escaso cabello y me daban unos masajes de quinina que,  aseguraban ellos, hacían que la cabeza se le oxigenara a uno, sea lo que fuese que eso quisiese decir.

Cada vez que volvía en los años siguientes de visita a la casa de mis padres veía a Vito en la puerta de su local o en la puerta de alguno de los locales vecinos, usualmente con una cerveza en la mano, pero con los mismos lentes de siempre y la misma barba de escaso cabello castaño. Ha envejecido con el sector y a veces da la sensación de que se ha empobrecido con él.

La última vez que me senté en su silla fue hace como 20 años. No había cambiado la silla donde me sentaba de niño y seguía viviendo tras la cortina. En la puerta del local estaban unas gaveras de cerveza.  Ya no se guardaban muchas formas. Pero allí sigue, o seguía la última vez que pasé por allí hace dos años y lo saludé desde la acera, hablando de futbol y política. 

Espero volver a sentarme en esa silla y a mirarme en ese espejo, aunque ahora hay poco que cortar en mi cabeza y estoy a varios miles de kilómetros de distancia. Ojalá pueda reconocerme a mí mismo al mirarme al espejo y decirle a Víctor, mientras me muestra la parte de atrás de mi cabeza con un espejo pequeño de mano, que todo está bien, que vamos a salir adelante, que vamos a volver a vernos pronto.

viernes, 5 de febrero de 2021

Centro comercial parte 3: El Auto Mercado El Centro

Toma Gonzalo Enrique – decía Carmen Victoria, mejor conocida como La Nena-  anda rapidito al abasto El Centro y me compras medio kilo de pulpa negra molida. Pero no la pidas molida, que después te venden pura grasa. Pídele al carnicero el medio kilo de pulpa negra y después que te lo pese, le pides que te lo muela y que no te la mezcle con otra carne.

Yo fui, a partir de más o menos los 8 años de edad, el encargado de los mandados en mi casa. Mandados que, con mayor frecuencia, eran al auto mercado El Centro, a cuadra y media de la casa; al kiosco del señor Lorenzo a buscar El Nacional y ocasionalmente la Gaceta Hipica; a la panadería de los italianos cerca de la transversal 9 de El Rosario; a la Farmacia La Estancia, frente a los depósitos del CADA; y todos los domingos en la mañana al sellado del 5 y 6 que funcionaba en la fuente de soda ubicada al lado de la farmacia, un local rodeado de rejas verdes de formas irregulares.

Métete ese billete en el bolsillo- me decía mi mamá al verme salir de la casa en pantalón corto, medias blancas  altas con dos rayas de colores y zapatos deportivos- no lo estés enseñando por ahí, fíjate bien, no lo vayas a botar y guarda ahí mismo en el bolsillo el vuelto cuando te lo dé el señor Manuel.

Manuel era el dueño del Auto mercado El Centro, tenía un socio, pero él era la cara más visible del negocio. Era un tipo amable, cordial, buena gente, con una expresión física que iba con esa descripción anterior.  Estaba siempre –pantalón de gabardina, camisa manga corta blanca o de colores claros- en la caja ubicada a la derecha de la entrada del local, enfrente de otra caja que solo se usaba ocasionalmente.

El Auto mercado El Centro no quedaba en la avenida del mismo nombre, sino en la Avenida El Rosario. Tampoco quedaba en el centro de esa avenida. Y su principal competencia, además de un par de bodegas apenas surtidas, era el Auto mercado Alegría, un local entonces oscuro y tristísimo. Ya saben que la coherencia sigue siendo una asignatura pendiente en esa ciudad que nos vio nacer, donde mi mamá trabajaba entonces, mediados de los años 70s, en El Llanito, una urbanización en la que todas las calles tienen pendientes como del 10% y hay que ponerles piedras acuñando los cauchos de los carros cuando los estacionas en la calle.

El auto mercado era un local rectangular que ocupaba la planta baja de un edificio de dos pisos, en cuya segunda planta había un apartamento y en cuya azotea alguna vez hubo una parra que subía desde la planta baja.  La fachada era enteramente de vidrio y encima había una superficie de metal corrugado pintado de azul claro, sobre la cual estaba el nombre del negocio. En el costado sur tenía una pequeña zona de carga, separada del resto del estacionamiento por una reja de malla ciclón, o como la llamaba mi abuela Emilia, “cerca de compañía”, porque fueron las compañía petroleras norteamericanas las que trajeron a Venezuela ese tipo de cerca, con tubos de metal y una malla de varas de metal tejidas, que luego fue muy popular durante la segunda mitad del siglo pasado. En la puerta había espacio para estacionar dos o tres carros, pero usualmente ahí estaba el Chevrolet Malibú de Manuel.

El Auto mercado El Centro era más ancho que profundo. La entrada era por el medio del local, entre las dos cajas. A la derecha había dos filas de estantes con productos y contra la pared al fondo a la derecha estaban las neveras donde iba a buscar los litros de Leche Silsa o Carabobo, la chicha El Chichero o los Rikomalt, los yogures Yoka, los Jugos Carabobo – cosa poco usual porque mi papá insistía en que eso no alimentaba, que eran pura agua con azúcar, que ni siquiera quitaban la sed-. En esas neveras también estaban las cervezas, las gelatinas y los quesillos y los refrescos fríos, la charcutería pre empacada Oscar Mayer, la margarina Mavesa en barras que mi mamá usaba para hacer las tortas en el asistente de cocina Electrolux y el queso crema Filadelfia, el mismo que cuando lo veía en el refrigerador de mi casa, hacía malabares para cortarle finas rebanadas intentando que mi mamá no se diera cuenta que desaparecía día tras día de la puerta de la nevera.

Contra la pared del fondo a la derecha, paralelas a la fachada del local estaban, primero, la nevera de la carnicería, y luego, a un lado, más cerca de las neveras de las bebidas, estaba la nevera de la charcutería, donde estaban los quesos y jamones. Encima de las neveras de vidrio estaban los cartones de huevos, que solían ser las compras más delicadas que me encargaban. Si uno corría mucho o saltaba por el camino de vuelta a la casa podía llegar con parte del mandado roto. Entonces se podía escoger entre huevos rojos y blancos, siendo estos últimos siempre más baratos por alguna razón que nunca llegué a entender.

A la izquierda del pasillo central había otras dos filas de estantes y en la pared al fondo otra, en la que estaban las escobas y productos de limpieza. En la esquina estaban las verduras que no necesitaban refrigeración y en el pasillo previo el papel sanitario y las servilletas. Junto a la caja a la izquierda de la entrada estaba la nevera de los helados Tío Rico, en la que iba a buscar los Batibatis de uva o colita o los Twist de mantecado, chocolate y un sirope de caramelo con reminiscencias de jarabe de fresas.

En el pasillo central, más corto que los otros por la presencia de las cajas, estaban las tortas del CADA, que venían envueltas en un cartón y, por arriba, un papel de celofán que impedía que uno le metiese los dedos a la generosa crema. También allí estaban las latas de los Carlton – mis preferidas- o de Paspalitos o Susis o Cocosetes, los caramelos y especialmente recuerdo unas camionetas combis Volkswagen de plástico que venían rellenas de Torontos y las bolsas con los caramelos de leche Kraft, que a comérnoslos se quedaban empegostados por todos los dientes y uno tenía que permanecer, durante largo rato, tratando de limpiárselos con la lengua.



Contra las fachadas de vidrio había estanterías más angostas que las interiores, en las que, del lado derecho del local, se colocaban los vinos, anises, rones y otras bebidas espirituosas. Del lado izquierdo del local esas vitrinas de la fachada tenían productos de limpieza.

En navidades Manuel nos regalaba siempre un calendario que mi mamá colgaba en la cocina de la casa y algún año incluso nos regaló una botella de vino. Con los años de ir tantas veces, si no me alcanzaba lo que me había dado mi mamá para la compra, Manuel me permitía llevarme los productos con la condición de volver minutos después a cubrir la diferencia.

Siempre imaginé que el Auto mercado El Centro era un negocio próspero, incluso cuando un par de veces presencié como señoras del sector le reclamaban a Manuel por los precios. Una vez una de ellas le dijo, en evidente tono de recriminación, delante de mí, que estaba pagando en la caja, que ella sabía que él “le ganaba a esos productos”, cosa que a mí a mis escasos 10 años de edad y con entrenamiento comercial en unos heladitos que hacía en el congelador de mi casa y que le vendía a mis vecinos, me parecía la cosa más normal del mundo, pero evidentemente no a la señora, que no entendía  la lógica elemental del funcionamiento de un comercio. Años después, a un gobierno que ya dura más de 20 años, se le ocurrió tratar a la economía venezolana con la lógica de esa vecina y por eso estoy escribiendo estas líneas desde la capital de otro país lejano.

El caso es que no imaginé que el auto mercado tuviese problemas y que por ello nos sorprendió cuando de una día para el otro lo cerraron  y tiempo después ocuparon su local con una venta de repuestos que, creo, dura hasta hoy en día. Nunca supe si fueron diferencias entre los socios, un aumento indiscriminado del monto del alquiler del local o la quiebra del negocio en sí lo que llevó a su cierre. Ya para entonces creo que estaba en la Universidad y mi mamá hacía las compras en el Central Madeirense de Los Ruices. Eran aún el siglo pasado.

Años después vi ocasionalmente a Manuel de visita por la zona, tomándose una cerveza en la puerta del Bar Nico, estacionando su Malibú junto a la mata de mangos a la entrada de la sexta transversal o conversando con sus antiguos vecinos enfrente al kiosco que fue del señor Lorenzo. Me gustaría volver a encontrármelo para poder decirle que yo era feliz dando vueltas por los pasillos de su negocio, el primer lugar donde me sentí, eso que llaman ahora “empoderado” – palabra fea que no se usaba entonces, pero de moda en estos tiempos más confusos-  por mi madre.

miércoles, 3 de febrero de 2021

Centro Comercial parte 2/18: La Quincalla María

 


¿De dónde era la señora María?

Comencé a escribir estas notas sobre los comercios que quedaban cerca de la casa de mis padres a partir de hacerme esa pregunta y no encontrar en mi memoria la respuesta. Busqué varios días en mi cabeza, siempre en vano, porque probablemente nunca lo supe.

¿Era española?, ¿portuguesa?.... acaso  ¿italiana? o ¿venezolana…andina, tal vez?

Solía vestir de negro y blusa blanca y tenía ese tipo físico que comúnmente se asocia a las mujeres mayores europeas de mucho tiempo atrás, señoras de cuerpo ancho, cabello recogido, estructura fuerte y carácter a tono.

La Quincalla María ocupaba, cuando nos mudamos a la Paraguachoa en 1973, la esquina de la Avenida El Rosario y la Quinta Transversal, al costado de la casa de los Berlaty (donde vivía Noemí, entonces reconocida cantante de boleros, a quien veíamos en La Feria de la Alegría), por un lado, y por el otro, la casa de los Figarella, en cuyo muro exterior  se sentaban años después Toyo y Tato a ver pasar a los amigos, a los que se bajaban de las camionetas por puesto enfrente de la sexta transversal y a los que pasaban con su carro. El Bar Nico quedaba cruzando la calle.

Para entrar a la Quincalla María había que bajar dos escalones desde la acera oeste de la avenida El Rosario y cruzar una reja baja de hierro pintado de negro, siempre cerrada con un pestillo. La mayoría de las veces había que tocar un timbre para entrar, antes de poder cruzar una puerta de vidrio enmarcada en dos vitrinas, donde solían destacar los adornos de vidrio o porcelana y en navidades algún juguete. 

En la esquina había un poste de luz a cuyo lado colgaba un aviso luminoso donde se anunciaba en letras negras sobre plásticos blancos el nombre del negocio.

El espacio interno, con pisos de baldosas de granito blanco, negro y gris, era escaso, aunque multiplicado por espejos, y estaba totalmente aprovechado con vitrinas llenas de muchos productos, pero en las que el niño que era yo solo veía las cajas con trenes eléctricos marca Lima, las pistas de carrera de carros eléctricos, los carritos Machtbox o Marjorette, los paqueticos de discos de Viewmaster que prometían imágenes de esos países que yo no conocía. Incluyo llegaron a vender videojuegos en la época en que soñábamos con una consola Atari, que finalmente compré en Margarita a finales de los 70s y las figuras de la Guerra de las Galaxias, que exhibían junto a carros a control remoto marca Rico.



A la señora María la acompañó siempre una asistente, una muchacha bastante más joven, casi una niña cuando la conocí, aunque luego la vimos crecer hasta prácticamente hacerse cargo del negocio ¿sería su hija? no lo parecía, pero tampoco propiamente una empleada. Ella buscaba otra talla u otro color cuando mi abuela o mi mamá pedían algo y se quedaban, mientras tanto, hablando con la señora María, mientras yo evitaba ver los juegos de vasos de cristal de arques, los ceniceros de vidrio, los centros de mesa y los floreros checoeslovacos, las imágenes religiosas de madera, los pañitos tejidos, los collares de perlas de imitación, los accesorios para anotar los números de teléfonos o los muñecos de peluche o los zapatos Paseo, de los que una vez me compraron unos blancos, para concentrarme solo en aquello que me gustaba.

La Avenida El Rosario tenía dos quincallas, la de la Señora María y otra, de cuyo nombre no creo acordarme, ubicada dos cuadras más arriba, en la acera de enfrente, en medio de la panadería y la tienda de fotografía, pero a mí, que siempre fui el encargado de los mandados en mi casa, rara vez me pidieron subir esas dos cuadras, y muy rara vez subí hasta ese otro negocio, aunque era de mayor tamaño (y vendía más o menos los mismos productos que la Señora María).

Todavía tengo mi Viewmaster rojo y blanco, donde veía el mundo lejano en tres dimensiones. Mi hermano creo que tiene los trenes eléctricos Lima, los suyos, los míos y los nuestros. El local creo que derivó hace unos años en venta de lotería, no podría asegurarlo. No he bajado esos dos escalones entre la acera y la tienda desde hace como 40 años.

¿De dónde era la señora María? Ojalá alguno de mis antiguos vecinos pueda leer esta nota y me aclare esa pregunta que de niño nunca me hice.