Fotografía: tomada del muro FB Ciudad de Laberintos
Las escenas se muestran en la pantalla, una tras otra, el mismo día, la misma tarde, con solo segundos de diferencia entre una y otra, como cuadros en una exhibición:
Video 1
Voces en off. La pantalla muestra, a través de una ventana con rejas de un apartamento, según se mueva el teléfono que graba, ambos extremos de una calle, una calle ancha con una fuerte pendiente. En un extremo, a la derecha, arriba, tres o cuatro cauchos atravesados, algunas piedras, unos palos y varas de metal retorcido. Humo. Y gente, gente que protesta, que gesticula, que grita. Se escucha claramente un sonoro "Maduro, coñoetumadre" mientras suenan las cacerolas en el ambiente. Abajo, a la izquierda, algunas motos y un grupo de personas que miran a los de arriba, a la distancia, escondiéndose en una estación PDVSA de llenado de gas para vehículos y tras el muro de una casa en una esquina. Desde esa esquina vigilan, se ponen rodilla en tierra, se acuestan en el piso, sobre la acera, y muestran las pistolas. Y suenan los disparos. Se les ve disparar varias veces. No se ven guardias, ni policías, solo grupos armados, sin uniforme, que disparan a los que protestan al otro extremo de la calle. Las cacerolas siguen sonando. Desde los apartamentos se escucha a los residentes gritar insultos a los que disparan y al gobierno de Maduro. La casa de la esquina tiene un muro muy particular, con unos dibujos hechos con piedras, rematadas con bordes de cemento y líneas de pintura negra. Es la Avenida Tamanaco de El Llanito, esa zona de nombre irónico que no deja de bajar o subir en ningún momento.
Video 2
Hay confusión y varias líneas parabólicas blancas en el aire. Una masa de gente se agolpa, entre quienes quieren correr hacia atrás y quienes quieren ponerse al frente. Varios vehículos blancos lanzan chorros de agua y bombas de gas. Motos que dan vueltas, gente que corre. Líneas blancas que caen al río, río Guaire entre gris y marrón. Gritos. Al fondo, el Ávila no se ve, oculto tras una nube blanca, nube de gases que irritan, que ciegan, que asfixian. Personas que caen, gente que es golpeada. Objetos que vuelan en uno y otro sentido. Alguna llamarada fugaz. Gritos. Sirenas. Alarmas. La toma se hace desde las Mercedes, desde el borde de la Avenida Río de Janeiro. Las tanquetas blancas avanzan y retroceden. A un costado se ven, entre las nubes blancas, edificios y una escultura de Carlos Cruz-Diez. La toma se acerca y se aleja, a veces solo deja ver 2 o 3 personas que corren, a veces es toda una composición de árboles, río, autopista, edificios y montaña. Gritos y gases. En otro gesto de la ironía, a ese conglomerado de edificios y, ahora, de gases y gritos, se le llama El Rosal.
Video 3
Gritos remotos, escaleras vacías. Tragaluces en el techo, en un espacio a doble altura. Tiendas difusas detrás de una nube blanca que cubre todo el espacio. "Hijosdeputa", grita una voz en off. Gritos lejanos, nadie baja por las escaleras con piso de granito. Es una escalera del Centro Ciudad Comercial Tamanaco, en la zona más antigua, la primera etapa. La cámara, probablemente de alguna tienda, por la zona donde hace años estuvo una agencia del banco Consolidado o una agencia de viajes de la American Express, hace la toma justo enfrente al final de la escalera, en la segunda planta. Pisos de granito claro. La nube blanca sube hacia los tragaluces. Gritos. Alguien que cruza corriendo la escena y baja por las escaleras, corriendo, con un pañuelo en la cara, un pañuelo que se sostiene con una mano mientras corre huyendo de las bombas, de los gases. Nube blanca dentro del edificio. Imágenes difusas de palmeras dentro de una nube. Gritos lejanos.
Video 4
Una moto arde en medio de la calle, una calle franqueada por árboles y edificios de apartamentos. Al fondo la entrada a una estación del Metro con la pared lateral sin terminar, decorada con una pintura. En otro plano la autopista. A un costado un portón de hierro, obras a medio construir. Guardias que corren, alejándose. Gritos. Jóvenes que cruzan la toma de la cámara, con la cabeza envuelta. "Coñosdemadre", gritan, dirigiéndose a los guardias que se alejan, bajando por la calle. La moto arde, acostada en el medio de la calle. Vuelan algunas piedras. "Vénganse, vénganse" dice una voz en off junto a la cámara, cámara que no se mueve, aunque parece pasan cosas a su alrededor, cosas que se intuyen pero no se ven. Voces que gritan, gentes que corren, humo, bombas lacrimógenas que caen, rebotando sobre el pavimento.
Mis calles
Mi mamá, la "maestra Carmen", trabajó una buena parte de los años 70s dando clases de primer grado de primaria, enseñando a leer y escribir, en la Unidad Educativa El Llanito, ahora llamada Juan Bautista Castro, en la Avenida Tamanaco de El Llanito, una escuela grande construida en los 60s, que atendía a niños de las zonas de edificios y casas de clase media a su alrededor como a los niños de los muy cercanos barrios de Petare, como el barrio La Línea, ubicado a solo 3 cuadras de la escuela, al margen del río Guaire, ese río entre marrón y gris que llega allí luego de pasar junto a la autopista, esa autopista donde las tanquetas del gobierno lanzan gases a los que manifiestan pidiendo cambios. Allí, en esa escuela, acompañando a mi mamá en una fiesta, vi en un televisor en blanco y negro a Argentina ganar el mundial de 1978, mientras un público de "padres y representantes" portugueses, españoles, argentinos, uruguayos, peruanos, colombianos, venezolanos, celebraban un gol de Kempes mientras participaban de una verbena del colegio. A dos cuadras de la escuela, en una vía paralela a la Tamanaco, en la calle Terepaima, en la planta baja de un edificio que mezclaba comercios con pequeñas industrias, estaba el taller de latonería y pintura de Paco, un español emigrado a Venezuela en la postguerra, quien pintó de blanco mi VW antes negro, el vw del hijo de la que fue la maestra de sus hijos, y me ayudo a prenderlo empujado cuando fui a buscarlo al final de una tarde. Esa tarde, rumbo a mi casa, en mi vw blanco del 66, a mis 20 años pasé frente a la escuela donde había trabajado mi mamá, frente a la casa de la compañera de trabajo de mi mamá cuyas hijas bailaban en el ballet de Keyla Ermecheo y pasé frente a la estación de servicios que alguna vez conocí en los 70s como de la CVP y ahora era una estación de llenado de gas, al costado de una casa con muro blanco y dibujos hechos con piedras en su fachada, piedras delimitadas con cemento y lineas pintadas de negro, bajando al puente Baloa, allí donde El Llanto pierde su nombre para convertirse simplemente en Petare.
En esa misma época en la cual mi mamá trabajaba en El Llanito, mi papá solía ir los domingos temprano en la mañana al entonces nuevo Centro Ciudad Comercial Tamanaco, entonces el mayor centro comercial de América latina, con sus pisos de granito claro y sus escaleras con barandas forradas con alfombras con rayas de colores ocres. Al pie de la escalera del patio a doble altura de la primera etapa del centro comercial, al costado de unas fuentes de agua y palmeras, había un café donde los domingos en la mañana sellaban apuestas de carreras de caballos, adonde mi papá se reunía con sus amigos para pronosticar fallidamente los ganadores de cada tarde, mientras yo me comía cada semana un cruasán que escandalizaba a mi papá por su precio (5 bolívares) y me daba vueltas entre tiendas cerradas y pasillos vacíos de una ciudad que los domingos se despertaba tarde. Arriba, en la segunda planta, adonde comienzan las escaleras, había una tienda de ropa para hombres y una agencia de viajes, y a un costado Beco, la tienda por departamentos. Mientras mi papá leía El Nacional e intercambiaba opiniones sobre los caballos con sus amigos, yo miraba la tienda de equipos electrónicos de la esquina siguiente, la oficina de Viasa donde ofrecían viajes a Europa o distintos países de América, o la joyería cuya fachada de mármol oscuro enmarcaba una vitrina con relojes, collares y anillos. Encima de la escalera había unos tragaluces de plástico, a través de los cuales, conforme avanzaba la mañana, entraba la luz que aclaraba los pasillos más temprano oscuros y solitarios.
Cuando salíamos del Centro Comercial Tamanaco en el Chevrolet Caprice Classic 74 blanco con el techo de vinilo negro de mi papá no había una rutina fija. Alguna vez íbamos al mercado de Coche a buscar sacos de naranja o maíz, alguna vez íbamos a las caballerizas del hipódromo La Rinconada, algunas veces simplemente volvíamos a la casa, a la Quinta Paraguachoa, en Los Chorros.
Años después, cuando dejé la casa de mis padres en Los Chorros me mudé con Patricia a La Carlota. Luego, al poco tiempo, ya con Lucía, nos mudamos a Bello Monte, a un apartamento que compramos con un crédito que firmé en una oficina de banco, ubicada en un edificio de El Rosal, a un costado de la Autopista Francisco Fajardo, un edificio con una escultura de Carlos Cruz Diez en la fachada. Un edificio que vi construir al costado de una bomba de gasolina, un edificio que vi levantarse, con sus vidrios verdes, cuando pasaba caminando desde Chacaíto rumbo a Colinas de Bello Monte, a la casa de Patricia.
Colinas de Bello Monte, allí donde enmarcada por árboles, edificios y gritos arde una moto de la Guardia Nacional volteada en medio de la calle Miguel Angel, enfrente a la Carnicería Belmont, apenas metros más allá de la panadería Sabrina, a pocos metros de la agencia del banco Provincial, de la venta de accesorios para carros, de la entrada inferior del Centro Polo y de unas obras interminables del Metro, ahora seguramente paralizadas, luego de años de escándalos de corrupción y múltiples incumplimientos del gobierno, el mismo gobierno al que sostienen los guardias que corren.
Sí, esas que arden y gritan llenas de gases son mis calles, aunque solo las vea a través de la pantalla de la computadora, como cuadros en una exhibición. Mis calles y, más temprano que tarde, voy a volver a ellas.
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