viernes, 31 de diciembre de 2010

felicidades

que los sueños se hagan realidad

Caracas, desde Colinas de Bello Monte

que el nuevo año traiga a todos salud, paz, felicidad y prosperidad

jueves, 30 de diciembre de 2010

Balance de fin de año

Parte 1: de las listas de fin de año

Siempre por estas fechas que se aproximan al fin de año, esté en Caracas con sus cielos azules de estos días decembrinos, su clima entre los veintipocos  y los diecitantos grados y una brisa fresca y su ritmo sosegado de ciudad mediocerrada o esté de viaje en otros lares más fríos, suelo hacer un balance del año y escribir unos papelitos, nunca más de media página tamaño carta, en donde suelo anotar mis aspiraciones materiales - desde cosas triviales, como sustituir los zapatos marrones de diario o comprar un par de camisas de vestir, hasta cambiar el auto o terminar de reunir el enganche para una casa, así como una meta de ahorro- para el año por venir, con un estimado grueso de los costos asociados, como una suerte de meta a lograr durante el nuevo año.

Hago esto desde que estudiaba en la universidad, en los lejanos años 80s, y en los meses siguientes voy tachando aquellas cosas que se van logrando. Luego, por estas fechas, vuelvo a esos papeles, usualmente guardados en alguna gaveta de mi oficina o en el cuarto de Patricia y un servidor, para hacer un balance del año. De más está decir que no todos los años y sus papeles asociados son iguales: hay unos papeles que evidencian el logro de muchas cosas; hay otros que dejan varias cosas pendientes o solo parcialmente conseguidas, en cuyo caso no llego a tacharlos y me limito a colocarles una suerte de óvalo alrededor.

Debo reconocer que con los años las listas, usualmente divididas en cosas personales, cosas para la casa y cosas para la familia, se han hecho cada vez más cortas, evidenciando cierta satisfacción material, alterada a veces solo por la necesaria renovación, como por ejemplo, la de la aspiradora de la casa, que pasó a mejor vida y me obliga a colocar la compra de una nueva en mi lista de deseos de año nuevo. Tambien es usual la inclusión en cada lista de algún cacharro tecnológico no necesariamente necesario, que debo reconocer son un vicio personal no ausente de críticas en el hogar, y que en la lista del próximo año creo corresponderá a un Ipad, esa máquinita de Apple con la que ya he jugado varias veces y que no deja de atraerme, desde que la vi en la tienda Apple de NY.

En este año que termina el centro de la lista estaba en torno a pagar algunas deudas de corto plazo contraidas para completar la inicial del apartamento de Brooklyn, cosa que cumpli a cabalidad; sin embargo, tambien me propuse comenzar a amortizar la hipoteca, cosa que, la verdad, no me dieron la cuentas para comenzar a hacerlo, por lo que acabo de ponerlo de nuevo en la lista del 2011, esa que estoy escribiendo mientras se imprimen un montón de planillas que debo llevar al SENIAT, en esta mi décima visita en el último mes, haciendo trámites administrativos propios de quien trata de llevar una empresa en Venezuela.

Para el próximo año he comenzado la lista, esa que estoy haciendo, aqui, solo, en mi oficina, porque todos los demás están de vacaciones y yo también debería estarlo, en vez de andar leyendome no se que historias de Bangladesh y Ruanda, además de las consabidas planillas del SENIAT, apartando el dinero necesario para la impresión de "El Cuarto Oscuro de las Revelaciones", un libro de cuentos que escribí 25 años atras y por el que me dieron el premio de la Bienal José Rafael Pocaterra del Ateneo de Valencia, que, además del dinero que financió la compra de mi primer auto, incluía la publicación, que nunca fue, en buena parte por mi desidia. Estos últimos meses he escuchado a tantas personas decir que la vida es corta y que es necesario tener todo en orden y establecer prioridades, que me he contagiado del espíritu de ese comentario. Quizas por eso no he comenzado la lista de este año con otra cosa que no sea apartar el dinero para pagar a la imprenta las copias de ese libro, aunque solo sea para regalárselo a los amigos, que son pocos, para ser sincero.

  

Parte 2: de las expectativas de año nuevo 

El 2010 termina con varias semanas de noticias y eventos que se suceden, en lo personal y en lo que al país se refiere. No alcanzan los días para procesar lo que ocurre a nuestro alrededor, con conflictos que no llegan a madurar cuando se superponen otros, tan o más importantes. Con ese panorama, el que se ve el la televisión, en los diarios y en la calle, es difícil ser optimista en un país como este, incluso para aquellos que siguen pensando - que no es mi caso-  que las cosas no pueden ir a peor.

Es raro que pase una semana y no se encuentre uno con alguien que le comente que está preparando su viaje, sin retorno, hacia otros lares porque "no quiere esto para sus hijos". O que te cuente que la empresa donde trabajaba ha cerrado sus puertas o que se ha mudado o vendido el carro, porque ya no podía con las cuentas.  Y uno, que no está en esos trances, no deja de preocuparse, viendo tantas barbas arder.

En la comida de navidad de las clases de Kárate de Diego, alguien me comentó que en el 2011 se iba del país, que no aguantaba más, que esto se iba a poner peor y que se iba ahora que podía y no luego, cuando ya no pudiese hacerlo. Lo dijo con un acento que denotaba que llegó a Venezuela hace años, cuando era un niño, desde el norte de Europa. Patricia y yo lo comentamos en la noche, con la luz del cuarto apagada, para no despertar a Teresa, y, como tantas otras veces, no llegamos a ninguna parte. 

Mi trabajo trata de ver hacia el futuro, y aunque hace ya décadas que dije que este país es un edificio con las bases mal hechas, sigo debatiéndome entre la comodidad de lo alcanzado y la cercanía de la familia respecto de lo que esa visión del futuro suele decirme casi a diario.

Hay días en los que provoca salir al aeropuerto con lo puesto e irse para no volver más. Hay días en los que uno se dice que en ninguna otra parte tendrá de nuevo las cosas que ha reunido aqui. No es un tema fácil.

Las expectativas para el año nuevo no son positivas, porque el gobierno avanza en una forma de autoritarismo a la venezolana; porque la vida cotidiana sigue descomponiéndose bajo el desarrollo de la "anarquía del siglo XXI" y porque la relativamente buena situación personal y familiar comienza a hacerse sospechosa en medio de tanto desastre.

Varias personas me han dicho que están a la espera de lo que pasará en el 2012, en las próximas elecciones. Otros no tienen los ahorros, o las ganas o la energía para comenzar de nuevo. Tambien hay quien se han ido y ha vuelto. Hay quienes ven oportunidades en las crisis. Hay quienes las han pasado peores. No es un tema fácil.

Mientras tanto, sigo haciendo cartas de recomendación para exalumnos que se van a Canada o a Australia o a Colombia. De alguna manera, nos estamos quedando solos.

Por ahora, Patricia y yo seguiremos preguntándonos, con las luces del cuarto apagadas, ¿ y qué vamos a hacer nosotros? Me gustaría tener una respuesta, que, por ahora, no tengo.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Fotos de Mexico


Bellas Artes

Museo de la  cultura popular

zocalo

Zócalo

Chapultepec


Mexico DF 2010













martes, 21 de diciembre de 2010

Velásquez redescubierto

Los diarios de buena parte del mundo reproducen hoy la historia del redescubrimiento de un cuadro del pintor sevillano, nacido en 1599, entre los fondos del Museo Metropolitano de Nueva York. El cuadro en cuestión, una pintura de Felipe IV, fue atribuido durante mucho tiempo, décadas, siglos,  a Velásquez, lo que era corroborado por el recibo original -fechado en 1620- de la venta del cuadro, de puño y letra del pintor,  y también perteneciente al mencionado museo niuyorkino; pero la obra  había sufrido -en el sentido literal de esta palabra- tantas restauraciones e intervenciones de baja calidad, que hace unos 35 años y como parte de una investigación que también cuestionó la autoría de otras obras del museo, los expertos asumieron que no era sino una copia realizada por el taller del artista, ya que Diego no podía haber hecho pinceladas tan burdas como aquellas.



El uso de técnicas como los rayos x y una investigación que incluyó la revisión de algunas obras en el Museo de El Prado, en Madrid , así como un proceso de limpieza, durante más de un año, permitió a los especialistas del MET eliminar las intervenciones hechas a solicitud de sus propietarios previos y redescubrir la obra original, que ha sido restaurada en lo físico y en su atribución, convirtiéndose, nuevamente, luego de casi 40 años de abandono, en una de las atracciones del museo ubicado en Central Park.

Leyendo esta noticia desde la cama donde estoy recuperándome de mi corta pasantía por la clínica - cólico nefrítico mediante- y bajo los efectos del coctel de pastillas que me hacen tomar, lo cual se evidencia claramente en las mamarrachadas que escribo,  recuerdo que viví un largo amorío con el pintor de Las Meninas, cortesía de la Agencia Española de Cooperación Internacional. El día gris de enero de hace casi 20 años en que aterricé en Barajas para comenzar un postgrado en Planificación y Gestión Urbanística, junto con el cheque de mi primera quincena de beca, 37.500 pesetas de entonces, aquellas que se cambiaban a razón 2 por cada bolívar de la República de Venezuela y a razón de 9 por cada dólar estadounidense, recibí dos carnets, ambos con mi fotografía: uno que me aseguraba atención médica mientras durase mi curso y beca y otro, mucho más valioso para mi, porque lo del seguro no sonaba como algo muy necesario cuando uno tiene solo 23 años de andadura, que aseguraba que don Gonzalo Tovar Ordaz era becario de estudios de postgrado y tenía entre las prevendas inherentes a su condición el libre acceso, sin paga ni otra condición que no fuese el horario, a los museos regentados por el Estado español.

La verdad es que aquella condición expresada en un pequeño trozo de cartón plastificado fue de las cosas que más aprecié durante los meses siguientes: Mis puntos de contacto entre Alcalá de Henares, donde dormía y estudiaba, y Madrid, a donde iba cuantas veces podía escaparme de las clases, que no fueron pocas veces, o tenía algo de tiempo libre, eran la parada de autobuses de la Avenida de América y, la más de las veces, la estación de Atocha. En los alrededores de Atocha estaban el entonces nuevo museo Reina Sofía, aún sin el Guernica, que entonces estaba en el Casón del Buen Retiro, y El Prado, a solo 2 calles de mi tren de cercanías.



Con el paso de los días entre Madrid y Alcalá comenzó una rutina que consistía en que antes de irme a la estación de Atocha, entonces una obra nueva del Arquitecto Rafael Moneo, en busca del tren que me llevaba a casa, me pasaba a hacer una corta visita, siempre focalizada, por alguna de las salas de El Prado. Tambien había días en que llegando a Madrid pasaba a hacer mi visita de rigor por El Prado, y no pocos días me senté en alguna sala, a veces con mucho público, a veces casi desierta, y estuve largo rato, a veces horas, viendo aquellos cuadros que despertaban en mi verdadera fascinación, desde los tiempos que los veía en el libro de educación artística de Cándido Millán y ni imaginaba poder tenerlos tan cerca.

Uno siempre tiene sus preferencias, y yo tenía entonces, en 1991, especial predilección por Velasquez y la sala central de la segunda planta de El Prado, aquella reservada en esas fechas para obras del pintor de Sevilla. Habia un banco donde uno podía sentarse horas a ver al perro de Las Meninas, al punto de verle bostezar u oirle ladrar a los japoneses que se hacían fotos entre él y yo.



Aun tengo el carnet que me dieron en enero de 1991, pero, claro está, ya ha perdido sus superpoderes. Y el internet, con todo su poder planetario, aun no se acerca a la experiencia de mirar el reloj y decir ummm... tengo que correr mucho para tomar el tren de las y 15...mejor vamos a visitar a Velásquez y nos vamos luego a Alcalá...  

lunes, 13 de diciembre de 2010

Anacronismos

Hace unos días, en noviembre pasado,  fui hasta B&H a cumplir un encargo que me habían hecho desde Caracas: buscar unas cajas de placas 4x5, película Kodak de formato grande, que, como tantas otras cosas, no se está consiguiendo en la Venezuela del socialismo del siglo XXI.

B&H es una tienda bastante conocida, que se originó alrededor de la fotografía, pero que se ha ido expandiendo con ayuda de internet hasta convertirse en un hipermercado de la tecnología del alcance internacional, donde convergen quienes buscan asuntos relacionados con la fotografía, el video, el sonido, la computación, entre una largo etcétera. Es una tienda bastante grande, pero no es raro que esté abarrotada de gente y que en los alrededores, en la aceras próximas al negocio de toldos verdes que ocupa un edificio en esquina en la calle 34 de Manhattan, uno se tropiece con personas de distintas nacionalidades que están más pendientes de probar la cámara que acaban de comprar, o el lente, o la batería o el bolso, que de lo que ocurre a su alrededor. Nunca he visto las cuentas de la casa, pero siempre que uno va hasta este negocio sale con la idea cierta de su éxito. 



Ese día, B&H estaba más abarrotada que nunca, con largas filas para hacer pedidos en todos los departamentos, incluso algunos que uno no supone dignos de tanta actividad. Por ejemplo, uno no termina de entender, aunque tenga la fila enfrente, que exista tanta gente interesada en comprar un telescopio o un binocular como para que se forme un tumulto frente a los dos vendedores, creyentes de la fe judía a juzgar por su indumentaria, que tratan de dar respuesta a los interesados en tales temas. Los mismo, con diferentes dimensiones, claro está, ocurría en la sección de equipos usados, o en las de computadoras, o en los stands de las diferentes marcas de cámaras fotográficas. Sólo una sección de la tienda echaba en falta visitantes.

A la sección de película fotográfica le han asignado un espacio importante en la planta baja de la tienda, adyacente a la de los equipos de iluminación y a los de laboratorio de fotografía. En esa zona tambien queda lo que uno esperaría fuese un importante polo de atracción de visitantes: el único baño público de la tienda. En la sección de película hay varios mostradores y unos muebles, con subdivisiones, donde se acumulan cajas de distintos tamaños y colores. Enfrente hay muebles parecidos, donde hay cajas más grandes, contentivas de papel fotográfico. Nada más separarse, a la izquierda, de la senda que conduce al baño, se adentra uno en un espacio solitario, adonde apenas se sienten los ecos del ruido, suma de murmullos, que se acumula en todo el resto de los dos pisos de la tienda. Hay tres vendedores, según mi análisis instantáneo, que de inmediato brincan sobre su presa, a diferencia de las otras zonas, a donde hay que perseguir a los vendedores si uno quiere ser tomado en cuenta. "Podemos servirle en algo" dice uno, casi al unísono de otro que señala "need help?" , como si no terminara de creerse que tengo una razón para estar ahí, como si pensara que estoy perdido entre los recovecos de la tienda.



En B&H tampoco tenían la película que me habían encargado. Pídala por internet -me dijo uno de los vendedores con el brazo recostado del monitor que daba fe de los inventarios- que en cuanto la ubiquemos se la enviamos.  Puso cara de cierta frustración, de pena, de quien le han asignado la tarea del sepulturero, de músico del Titanic. Estaba claro que allí no tenía perspectiva alguna de ganar alguna comisión por ventas, de destacar entre los vendedores del negocio, de ser tomado en cuenta, como no fuese por su vocación de sacrificio. Esos tres vendedores eran una suerte de monumento al pasado del negocio, a los cimientos del éxito actual, solo que este ocurría fuera de allí, en el piso de arriba, adonde la gente se daba codazos para escuchar explicaciones sobre megapixels y tamaño de los sensores.

Caminando de vuelta al metro seguramente pudieron confundirme con los clientes que absortos en sus cámaras se desentienden de todo lo que ocurre a su alrededor. Solo que yo no llevaba ninguna bolsa verde con las letras B&H impresas en gran tamaño. Iba pensando en todos los rollos de película que habían pasado por mis manos. Iba pensando en los rollos Kodak y Agfa de 110 que compraba para la primera cámara Kodak Instamatic que tuve en mi vida, una que compré siendo un niño de pantalones cortos en una tienda de JuanGriego, en Margarita, con mis propios ahorros y que ahora está en alguna gaveta de la casa de mis padres en Los Chorros. Pensé tambien en los rollos de 35 mm que compraba para la Yashica TL Electro de mi padre, que el no usaba pero cuidaba con mucho celo, por lo que solo podía usarla para situaciones muy específicas y siempre con sentido de austeridad, nada de andar botando fotos, que el revelado es muy caro, siempre me decían en casa y lo internalicé de tal modo que ahora, aun usando cámaras digitales, tomo solo las fotos que de alguna manera ya he procesado y digerido. Pensé tambien en todos los rollos de Plus X Pan y Tri X Pan y de Ilford que acompañaron mi adolescencia, aquellos con los que tomaba fotos en el colegio durante el bachillerato.



Llegué al metro de Herald Square sintiéndome un dinosaurio, alguien que había crecido con una tecnología ahora en desuso, incomprendida por la gran mayoría de los mortales, sin importar que llevase colgado al hombro un bolso con una cámara y tres lentes de última tecnología. Porque la verdad es que yo tambien tenía casi una década sin usar rollos de fotografías - carretes, para mis lectores internacionales, que son casi tantos como los locales - hasta que hace unos meses, movido por el regalo de una Olympus Pen EES2, probé gastarme uno de TriXPan, o su equivalente, que sigue saliendo en una cajita beige y verde que recuerda a la de los viejos tiempos.

Esa noche en Brooklyn, mi cuñado Ricardo me mostró los negativos resultado de ese ejercicio, orientado más bien a probar la cámara en diferentes situaciones y a probar mis propias limitaciones. Me los mostraba en el sótano de su casa de Brooklyn porque en Caracas, como no te lo reveles tu mismo no hay forma de verlas; en Caracas hasta donde yo se ya no hay tiendas a donde llevar un carrete de película de blanco y negro para esperar, una vez develado el misterio, los resultados de aquel asunto.  Como los viejos tiempos ya pasaron, en este caso se necesitó de un scaner y algo de masaje informático para poder ver las fotos en la pantalla de la computadora y recordar los días en que me encerraba en el laboratorio de la biblioteca Enrique Bernardo Nuñez, a una cuadra de la casa de mis padres en Los Chorros, o en el laboratorio del Santiago de León, en el segundo piso del edificio donde entonces funcionaba la biblioteca de la Sra. Carreño y el cafetín del Sr. Conrado.

Las fotos que acompañan estas páginas son de ese carrete, el primer rollo que he usado en este siglo. Seguramente vendrán otros, porquer ahora soy dueño de una flamante Olympus Pen FT, la misma con la que saliera retratado W. Eugene Smith en los anuncios publicitarios de finales de los años 60s, aunque solo fuese un asunto de necesidad vital, de pagar las cuentas, porque por más que busco por internet, jamas he visto una foto de Eugene en el formato de medio cuadro que caracteriza a las Pen.







lunes, 22 de noviembre de 2010

Come rain or come shine

Norah Jones es una figura omnipresente en casa. Desde que hace casi una década compramos el que fue su primer disco como solista y al llegar a los alrededores del equipo de sonido de la sala de la que era nuestra casa entonces, en el Conjunto Residencial Bello Monte, rápidamente subió a los altares del hit parade familiar y sustituyó como banda sonora de la cotidianeidad -conjuntamente con la antologia de Madredeus y alguno de los primeros de Diane Krall que tiene la virtud de trasladarlo a uno, directo y sin pasar por go ni cobrar 200, al hall de los cosmeticos de macys de la calle 34- a un compilado de exitos de Nat King Cole y al doble en vivo de Presuntos Implicados, los que por entonces eran los discos que sonaban en automático, sin buscar en los archivos, solo enceder el aparato y marcar el botón play en el control remoto y seguir en la cocina o la lectura o la limpieza.


Concierto en Brooklyn, Junio 2010

La llegada de Norah fue alimentada previamente por toda la parafernalia que implica ser hija de Ravi Shankar y la historia que nos lleva a los años de Los Beatles y su vinculación con la India, así que adicionalmente a lo que suponía su voz y su música, llegó a nuestra casa con una aureola que la ponía en contacto con algunos de nuestros héroes pop y con tiempos musicales y culturales que no vivimos, pero por los que sentimos sincera fascinación. 

A mi, amante de las cantantes de soul, de jazz, de blues y de algunas, solo algunas, de las del pop, me gustó su voz y su presencia. A Patricia, que poco le importaba que fuese hija de quien compartió tarima con George, mi beatle preferido, en el concierto para Bangladesh, le transmitió paz y seguridad, lo cual se convirtió con el paso del tiempo en un cliché y una broma compartida entre los que vivimos bajo el mismo techo: cada vez que las circunstancias apremian, cada vez que se percibe tensión en el ambiente, cada vez que hay alguien de la familia -propia o extendida- metido en algún problema o sujeto a alguna presion familiar o laboral, sin falta, se escucha el primer disco solista de Geethali Norah Jones Shankar, que es como realmente se llama la muchacha, nacida en Nueva York y criada en Texas.

Al comienzo de los calores del año que corre hacia sus últimos días, el 9 de junio para ser más precisos, Norah cantó en el Prospect Park de Brooklyn, en Nueva York, como parte de un programa de actividades culturales veraniegas planificadas por autoridades locales. Eso no tiene mayor particularidad, porque todos los veranos en las ciudades que se precian de ser sitios atractivos para sus residentes y visitantes ocurren eventos como este y Norah vive en Brooklyn, bastante cerca del parque. Lo particular en este caso, al menos para quien escribe estas líneas, era que yo estaba allí.


Norah Jones en Prospect Park ,Junio 2010

Había llovido mucho en Nueva York y desde muy temprano ese día de junio, al punto que tuve que comprarme en Century 21, frente al hueco de las torres gemelas, un impermeable que no estaba en mis cuentas iniciales, como única forma de acercarme al metro en el sur de Manhattan aquella tarde. La tarde pintaba tan mal y la cantidad de agua en las calles era tal que mientras volvía a Brooklyn a bordo del tren de la línea R daba por perdida la oportunidad de ver a Norah en el parque aquella noche, tal y como lo anunciaban los periódicos desde la semana anterior. Pero los organizadores respondieron a las consultas telefónicas con aquella frase que dice que lo previsto se llevará a cabo con lluvia o con sol, asi que con un sandwich de atun en el bolsillo y bajo la protección de un paraguas negro nos fuimos hacia el parque.

Siguió lloviendo las dos horas siguientes a mi llegada al Prospect Park desde el vecino barrio de Park Slope, donde suelen transcurrir nuestras estancias en la capital del mundo, porque por ahi han vivido Ricardo y Vicky los ultimos 14 diciembres y por ahi estan domiciliados buena parte de nuestros ahorros. Incluso, con el paso de los minutos y de las canciones y con la llegada de la oscuridad, comenzo a llover aun mas fuerte. Pero ahi seguiamos todos, escuchando sunshine bajo aquella tormenta, sin que la contradiccion nos hiciese mella. Y yo que pensaba que los venezolanos eramos los unicos a quienes nos seducia la contradiccion.

Público de la parte de atrás. Allí estaba yo, de hecho estoy en esta foto que consegui en internet
Patricia estaba en Caracas, pero no aguante la tentacion de ponerle -via celular- un par de sus canciones preferidas, ambas del primer disco de Norah, que se hizo acompanar aquella noche por varios musicos muy competentes y un buen juego de luces, que hacian juego con su vestido negro de lunares blancos.


Al terminar el concierto seguia lloviendo a mares. Me fui, empapado aun debajo del impermeable, en medio de la gente que rapidamente se disperso por las calles de Park Slope, viendo el reflejo de las luces en los charcos; viendo a la gente en el bar donde filmaron Cigar, la pelicula basada en una historia de Paul Auster, tambien vecino de Park Slope; viendo las calles desiertas un poco mas al oeste, hacia la casa de Ricardo. Hacia frio, tenia los zapatos y la gorra empapados, aun debajo del paraguas, pero puedo jurarles que mientras bajaba rumbo a la casa de mi cunado Ricardo - luego de haber pasado frente a la puerta de mi edificio- iba con una sonrisa digna del gato de alicia en el pais de las maravillas.


(posdata temporal: estoy en una maquina que no es mia y que se niega a poner acentos y a usar la unica letra castellana que nos queda. Ya la he reconfigurado varias veces y no me hace caso, debe saber que no soy su dueno. En cuanto me siente nuevamente en mi maquina, prometo corregir todos los desmanes cometidos -sin querer- en las lineas previas...)


lunes, 8 de noviembre de 2010

sábado, 6 de noviembre de 2010

Pensando en Puerto La Cruz

Cuando sonó el teléfono, estaba  pensando en cualquier cosa, mientras manejaba a unos 120 km/hr en algún lugar de la Autopista Regional del Centro, rumbo a Maracay, siguiendo a un autobús que portaba en su vidrio trasero como seña de identidad, en grandes letras fosforescentes, "el regreso del invencible", con una tipografía de destellos azules y plateados, que destacaban especialmente sobre la carrocería del Bluebird, entre naranja y amarilla.

Contesté sin saber quién llamaba, pero aún con el aparato a mitad de camino entre el asiento de al lado y la oreja escuche una voz que era claramente familiar. Era Geli desde Puerto La Cruz.  Sin esperar a oir que me decía, comencé a imaginarme la letanía de problemas asociados a su reciente aterrizaje en la realidad nacional; pero antes que hablarme del alto costo de la vida, la falta de leche completa en los automercados, la delincuencia, los apagones o las cadenas presidenciales, me soltó, entre una suspiro largo, aqui estoy chamo, viendo esta maravilla, la bahía de pozuelos!  y de inmediato la imaginé, teléfono en mano, parada junto a la puerta del balcón de su apartamento de la calle Libertad, viendo el mar azul, las islas, los barcos y el Paseo Colón, con sus palmeras y sus carros, con el sol bañando todo aquello desde aquellas primeras horas de la mañana. Seguía en medio de la autopista, en algún lugar entre Las Tejerías y La Encrucijada, tratando de pasar al invencible retornado, pero mi cabeza estaba, para terror de la aseguradora, a 300 kilómetros de distancia, en la costa norte del estado Anzoátegui.

Puerto La Cruz desde el mar

Puerto la Cruz, y su vecina Barcelona, las capitales económica y gubernamental, respectivamente, del estado Anzoátegui, fueron siempre, en mi niñez, una referencia próxima pero desconocida. Siempre pasabamos por allí, pero nunca era nuestro destino. Casi todas las vacaciones ibamos a Margarita, a veces hasta por dos meses, y cruzábamos Barcelona y Puerto la Cruz para tomar el ferry en el Paseo Colón. Pero muy rara vez comiamos allí, rara vez hacíamos algo más que poner gasolina en la estación de servicios junto a la redoma, en la salida hacia Caracas. Pero con el fin de la adolescencia, la compra del primer auto, los primeros viajes en grupo y los primeros compromisos de trabajo, Puerto la Cruz se convirtió en un destino familiar, un lugar a donde se deseaba ir y se disfrutaba estar.

A finales de los años 80s y comienzos de los 90s Puerto la Cruz vivía una suerte de esplendor económico, que se mantuvo por lo menos hasta que el alzamiento de Hugo Chavez y la posterior caída del Gobierno de Carlos Andrés Pérez anunciara tiempos borrascosos por estas tierras. La industria petrolera venezolana había volcado importantes inversiones en los alrededores de la ciudad y en la ciudad misma, a la cual se habían desplazado desde Caracas las oficinas principales de Corpoven, una de las más grandes empresas filiales de Petróleos de Venezuela y, quizás más importante aún, se esperaban muchas más inversiones en los años venideros, junto a contingentes de profesionales y sus familias. La promesa de nuevas autopistas, servicios, viviendas y comercios se transformaba en un optimismo que contagiaba a quienes llegaban de visita. Los profesores de universidad con los que solía trabajar en aquellos tiempos hacían cuentas para retirarse en un apartamento con vista a la Bahía de Pozuelos o en una casita con acceso a un canal de Lecherías, mientras los asistentes de investigación del Instituto de Estudios Regionales y Urbanos de la Universidad Simón Bolívar descubríamos que los viáticos que pagaba Corpoven a la Universidad alcanzaban para almorzar como unos reyes, comiendo pasta con marisco en la terraza del Hotel Neptuno, viendo el mar y el cielo azul desde la última planta del edificio ubicado en una esquina del Paseo Colón, y aún sobraba algo para comprar revistas y caramelos en el aeropuerto.


Puerto La Cruz desde el mar

El primer proyecto que tuve bajo mi responsabilidad (porque al profesor que le tocaba coordinarlo solo -me estreno en la nueva recien aprobada ortografía castellana, nótese que solo no tiene acento- lo vimos el día en que fue a buscar el cheque de su paga; de hecho, lo borré de los créditos del informe final, con el visto bueno de quienes dirigían el Instituto) al terminar la carrera fue uno en Puerto La Cruz, pagado a la Universidad por Corpoven y en coordinación con el Lawrence Laboratory de la Universidad de Berkeley, de donde venían a revisar nuestro trabajo, que finalmente sirvió de base para un estudio de esa universidad sobre el consumo de energía en América Latina . Primero había que sectorizar la ciudad, lo cual me obligó a recorrerla para poder conocerla con detalle, lo que hice a bordo de un taxi, un Chevrolet Caprice Classic si mi memoria no me falla, que pagábamos por días, a cambio de recibos escritos en hojas de cuaderno, un servidor y un joven dibujante del Instituto, estudiante de los últimos años de la Carrera de Urbanismo, designado como asistente de campo para aquel proyecto, Matías Ramírez. Luego de pasarnos todo el día bajo el sol, conociendo los sitios interesantes y los barrios miserables de la ciudad, terminábamos siempre, en cuanto caía la noche, en algún restaurante o algun bar del Paseo Colón y sus alrededores, con una cerveza helada en la mano y pescados o mariscos sobre la mesa. Recuerdo especialmente un bar, regentado por un canadiense que había venido como turista y se había quedado por esos lares, ubicado en una calle transversal al Paseo Colón, más o menos al frente de donde Geli me sigue hablando, adonde podias tomarte un cerveza fría escuchando a Journey, Kansas, Saga, Boston, Queen, Fleetwood Mac o cualesquiera de los grupos de entonces.

Para la Segunda parte de ese, mi primer proyecto, había que caracterizar el consumo de energía en los hogares de cada uno de los sectores en los que habíamos fraccionado la ciudad, para lo que debíamos aplicar, con base en una muestra previamente diseñada con rigor estadístico, unas encuestas sobre tenencia de electrodomésticos y costumbres de uso, media hora de cuántos bombillos tiene en casa, señora, y cada cuanto tiempo enciende la lavadora doñita o de qué modelo es su refrigerador, tiene dos puertas o una? mientras le mostraba una tarjeta con los modelos de nevera más corrientes en aquellos días . Pero, luego de aplicar las pruebas piloto y corregir el cuestionario con base en esa primera experiencia, no era a mi a quién correspondía aplicar las encuestas, sino a un montón de encuestadores, seleccionados entre las más selectas "lumbreras" de la facultad de Ingeniería Civil de la Universidad de Oriente, todos con bastantes más años que yo y poca pinta de salir adelante en la vida, aunque quién sabe, a lo mejor alguno de ellos está dirigiendo este país. Siempre hay una razón para estar como estamos. A mi, lo que me correspondía en esta segunda etapa del trabajo, además de escribir los informes y presentar en Caracas los resultados, incluyendo una láminas en inglés patatero que le mostraba algunos sábados en el Ministerio de Minas e Hidrocarburos, en las torres de Parque Central, a los de Berkeley, era entregarles a los encuestadores cada semana un nuevo lote de cuestionarios y asignarles nuevos planos con zonas en las que debían trabajar; pero eso lo hacía en un dos por tres, a la sombra de un arból en la Plaza Bolívar de Puerto La Cruz, porque en cada uno de los viajes, que durante meses fueron casi semanales, ahora me acompañaba Jose Enrique, y la agenda apuntaba a irse temprano a Playa Colorada o a quedarse a esperar la noche, diluyendo el calor en el balcón de Geli, viendo el Mar Caribe desde la perspectiva de una buena empanada, pan, jamón y queso, cerveza Polar bien fría y, en las ocasiones especiales, las últimas botellas del Viña Sol, embotellado en España por las bodegas franco españolas, especialmente para el Bar Restaurant Asturias, Puerto la Cruz, Venezuela, como lo decía su etiqueta.


Paseo Colón, Puerto La Cruz

El aviso que anuncia la entrada en Maracay me sorprendió recordando las noches en la barra del Tío Pepe o el Parador del Puerto o el paté del Chic & Choc, que untábamos con pan escuchando a Víctor Cuica tocar el saxofón los sábados por la noche; los helados de la sede original de la 4D y de la Gelatería Milano y los dulces árabes de la pastelería del Paseo Colón, por los que tanta broma me echaron por aquel entonces, al punto de dejar de llamarme por mi nombre.

Geli ha terminado la llamada con la promesa de vernos antes de su regreso a España y yo, que estoy buscando donde estacionar en medio del calor de Maracay, sigo preguntándome cuándo realmente se jodió todo aquello, cuándo se perdió la magía, cuándo se acabó el espacio para el optimismo, cuándo Puerto La Cruz dejó de ser una fiesta, al menos para nosotros.

En estos días en los que, motivado por un par de presentaciones a las que se me ha invitado, he estado pensando sobre el significado de la palabra éxito, me he preguntado a mi mismo cuánto nos parecemos a lo que queríamos ser entonces, dos décadas atrás, sentados al sol en el balcón de Geli, en Puerto La Cruz. Soñábamos entonces con ganar 20 mil bolívares al mes (que eran unos 3000 dólares de entonces, más o menos el doble de lo que nos pagaba el IERU), cambiar el viejo Volkswagen blanco por un auto nuevo e irnos al otro lado del mar a estudiar lo que fuese, porque lo importante era viajar, no el motivo. Muchos de los sueños materiales de entonces, incluso alguno de los que sonaban más disparatados, se han cumplido; no puedo quejarme a ese respecto; solo es una pena que no pueda compartirlo con Pepiño y Bea, que eran parte importante de aquellos días de 1990.


Centro Comercial Plaza Mayor, Lecherías

Todavía conservo una carta de felicitación que me enviaron del Ministerio de Energía y Minas por los resultados de aquel, mi primer proyecto, y una copia de un libro de la Universidad de Berkeley, en el cual me agradecen - eso sí, en un pie de página en letra a prueba de presbicia-, a mi que entonces tenía 22 o 23 años, y me citan como autor de uno de los documentos en los cuáles basaban su investigación sobre patrones de consumo energético en América Latina. Dos de lo colaboradores de dicho trabajo -con los que sigo trabajando ahora, veinte años después- son los padrinos de mis dos hijas y gané una madre putativa que está pendiente de mi, aunque ahora viva casi todo el año en una callecita angosta de Gracia, en Barcelona, y no en la Calle Libertad, en Puerto La Cruz. 

viernes, 5 de noviembre de 2010

más fotos del archivo...

Curazao 2001

Brooklyn 2003

Brooklyn 2003

Manhattan 2003

Brooklyn estación 9th St

Desde el Metro, Brooklyn

lunes, 1 de noviembre de 2010

Exito

He recibido en estos días una invitación a hablar en público, bajo el argumento "que usted es un urbanista exitoso y un ejemplo para los profesionales de este país", al cual he respondido amablemente, en medio de muchas dudas. Hace unos meses recibí una invitación parecida, de parte de los estudiantes de la Carrera de Urbanismo, que me puso a pensar durante varios días y me dejó no pocas incertidumbres, aún no resueltas. 

Lo primero que me vino a la mente cuando recibí la más antigua de las invitaciones se remonta a una anécdota de comienzos de la década de los años 90s.  La carrera de Urbanismo de la Universidad Simón Bolívar vívía años bajos en lo que a atracción de nuevos estudiantes se refiere. La mayor parte de la gran cantidad de estudiantes que habían entrado a la universidad en la primera mitad de los 80s ya había concluido los cursos o se había ido con sus ideas a otra parte, mientras en la segunda mitad de los ochentas, por diversas razones, algunas de las cuales no tenían que ver directamente con la carrera o con el urbanismo como disciplina,  el número de nuevos inscritos había mermado de manera progresiva y sostenida hasta ese eufemismo bancario de "las dos cifras muy bajas" al año, alcanzando su éxtasis un año en el cual sólo una persona se había inscrito para estudiar urbanismo. Ante tal situación, el arquitecto y urbanista Lorenzo González Casas, coordinador  de la carrera por aquel entonces, organizó un programa de presentaciones en los colegios de educación secundaria que solían aportar más estudiantes a la Simón Bolívar, en los cuales se divulgaba el contenido, justificación y virtudes de la carrera, virtudes que nos tocaba personificar a un profesor, un estudiante y a un egresado (yo, recien egresado entonces). Visitamos varios de los más renombrados colegios caraqueños, incluyendo el Santiago de León adonde yo había estudiado "toda mi vida" y el asunto de convencer a los estudiantes de secundaria que yo era un modelo de lo que ellos podrían ser en el futuro resultó más complicado de lo que pensaba inicialmente: un día iba en estricto traje y corbata, tratando de proyectar prosperidad y la vinculación a un trabajo de apariencia ejecutiva y recibía las quejas de unos estudiantes que se empeñaban en ver el perfil social del urbanismo y que no dudaban en acusarme de yuppie; otro día, reaccionando a la experiencia previa, iba de jeans y look sport y recibía el desprecio de unos estudiantes que querían una carrera donde al graduarse pudiesen "ganar bastante plata" e ir a trabajar vestidos como unos chicos de Wall Street en unas oficinas de lujo.


Campus de la Universidad Simón Bolívar, Valle de Sartenejas, Caracas

No se si alguno de mis performances de entonces convenció efectivamente a alguien de irse a estudiar urbanismo a la Simón, pero lo que si me dejó como enseñanza aquella gira era que cada quién definía el éxito de manera diferente.

Esa es la misma reflexión que he hecho ahora. Me piden exhibirme como modelo y uno no deja de preguntarse ¿modelo de qué? ¿qué es ser exitoso para unos estudiantes de urbanismo o para unos profesionales recien graduados de ingeniería o para unos líderes comunitarios? ¿cómo se define el éxito en estos tiempos de crisis moral, política y económica? ¿en qué estaban pensando quienes me invitaron?

El éxito puede tener varias dimensiones, que incluyen la prosperidad, la satisfacción y la felicidad, pero cada quién establece los indicadores de éxito en cada una de esas dimensiones. ¿cuánto dinero o bienes hacen que uno se considere próspero? ¿cuán satisfecho estamos con lo que hacemos y tenemos? ¿ qué tan feliz me siento con lo que he hecho en la vida, incluso con independencia de las otras dos dimensiones?

Recuerdo que uno de los argumentos en los que poníamos más énfasis para tratar de vender la carrera de urbanismo a los estudiantes de quinto de bachillerato era que los urbanistas podían trabajar en sector privado y ganar sueldos comparativos a los de cualquier ingeniero; hoy, si quisieramos enamorar a los estudiantes del último año de secundaria de los colegios privados más prestigiosos de Caracas, probablemente tendríamos que argumentar que hay muchos urbanistas trabajando fuera de Venezuela y que han sido exitosos en su transición laboral a otros países.

La situación del país, con toda su carga de incertidumbre, pesimismo y ablandamiento de la autoestima ciudadana, hace relativos muchos de los elementos que servían de pivote a esa imagen objetivo de nosotros mismos, que todos nos trazamos, con mayor o menor detalle, en algún momento de nuestras vidas. Tener la casa, la familia o el empleo soñado transmite poco sentimiento de logro si se percibe que se está en un permanente riesgo.

¿Con qué sueñan esos ingenieros recien graduados a los que quieren que les hable? ¿Con qué sueñan para sí mismos los estudiantes de urbanismo de la Universidad Simón Bolívar? ¿Coincidirán en algo con los sueños que teníamos al salir hace 25 años del Santiago de León hacia la Universidad Simón Bolívar? ¿Tendrán algo que ver con los que nos han acompañado estas últimas dos décadas de ejercicio profesional y familiar? Tal vez lo único en común sea que no dejamos de soñar, o tal vez no. Cuando tenga una respuesta les cuento.

viernes, 29 de octubre de 2010

Algunas fotos de aqui y de allá...(limpiando los archivos y haciendo backup)



México DF 2007
  Algunas fotos de esas que aparecen sólo cuando uno se pone a limpiar el disco duro o a hacer backup...


México DF 2007
 

México Df 2007



México DF 2007


 

sábado, 23 de octubre de 2010

que pequeño es el mundo (parte 2 y sigue)

Más o menos en la misma época en que fui a ver a Tom Hulce en el cine Radio City, haciendo el papel protagónico en la Amadeus de Milos Forman, fui a ver  en el cine del Centro Plaza, como parte de un ciclo de cine francés, la que vino a ser la penúltima película de Francois Truffaut, a la que se llamó por estos lares La Mujer de al Lado.

El Centro Plaza era -y es- un lugar entrañable, porque quedando a la vuelta de la esquina del colegio donde estudié la primaria y el bachillerato, era el lugar de las primeras escapadas, de los primeros discos, de los primeros libros, de las primeras comidas con amigos, de las primeras salidas sin los amigos, de los primeros besos. Sus coordenadas coinciden con las del lugar de la edad de la inocencia.

El cine del Centro Plaza era -y lo sigue siendo- una pequeña sala, con un balcon de muy pocas filas, ubicado en una de las zonas de estacionamiento del conjunto de oficinas y comercio, con el acceso en la 7ma planta, si mal no recuerdo, y la salida de la sala en la planta inmediata inferior a la de la taquilla. Ya desde aquella fecha de los años 80s solía combinar películas de autor, bastante cine europeo, con cine comercial y funciones infantiles los fines de semana en horas diurnas.

Aquella tarde, mientras veía la película de Truffaut - a quien ya conocía por otros de sus trabajos, que había visto en la Cinemateca Nacional, y que incluían "La Noche Americana", una película que inspiró uno de mis cuentos de entonces, de idéntico título, y por el cual me dieron un premio en la Bienal de Literatura Daniel Mendoza del Ateneo de Calabozo, que incluía diploma caligrafiado a mano, medalla y un viaje en autobús desde Caracas a Calabozo acompañado de un par de premios nacionales y muy especialmente con Denzil Romero y su esposa- pensaba que no podía existir una mujer así, como la protagonista de aquella historia. Tambien pensaba que no existian realmente esos amores, que tanta pasión estaba reservada para las pantallas y no para la vida real, aquella que le tocaba vivir a uno. Aquel huracan de sentimientos sólo parecía posible en ese mundo que se encendía cuando se apagan las luces y se ponían a andar los proyectores. Quizás por eso, cuando se encendieron las luces y salimos del Centro Plaza rumbo a la casa, pensamos que aquella historia y sus personajes no existían afuera, que ellos no iban al baño, no comían, que no podía cruzármelos en la calle.

Fanny Ardant, Protagonista de La Mujer de al Lado (1981)

Cuando años despues, en los dias previos a mi viaje de estudios a España, José Enrique y Loli me dieron un catálogo del año previo de la agencia de viajes Mundojoven y me sugirieron que reservara con tiempo el destino de mis vacaciones de la próxima semana santa, pensé de inmediato en París. París está en ese olimpo cinematográfico donde sólo están ella y Nueva York; tal vez también pudieran estar en esa lista Londres, o Roma o Chicago, pero solo tal vez. Para quienes hemos crecido en las salas de cine y poniendo el mundo que ocurre en las pantallas como nuestro referente, París es un lugar familiar, aunque nunca hubiésemos estado alli.

El día que llegué a París, la mañana de lunes de la semana santa de 1991, la ciudad, en la que no había estado nunca antes, me pareció familiar. Sus calles me parecían conocidas, algunos de sus edificios podía jurar haberlos visto anteriormente, algunos de sus nombres, de sus plazas, de sus iglesias, de sus museos, de sus calles me eran tan familiares como las calles de la ciudad en la que nací. Solo que ahora las luces estaban encendidas. Nada más soltar el bolso con la ropa en mi cuarto del hotel Home Montmartroise me puse a caminar sin rumbo fijo, lo que se prolongó hasta horas después del anochecer. 


Truffaut y Ardant, quienes eran pareja en la vida real, durante la filmación de la película

Estando por el Boulevard de Clichy, a eso de las 11 de la noche o quizás un poco más tarde, me encontré con toda la parafernalia que implica la filmación de una película. Había mucha gente trabajando en la filmación, pero a aquellas horas de la noche, que ya apuntaba hacia la madrugada, había muy poca gente en las calles, asi que los 2 o 3 despistados que nos asomamos por pura curiosidad por aquel set, nos movíamos con cierta comodidad, sin que nadie nos pusiese límites, entre quienes acomodaban cables, ajustaban luces, probaban equipos de sonido y regaban con agua los alrededores de una parada de autobus, que era el sitio donde parecía que pensaban hacer alguna toma. Luego de algunos minutos de dar vueltas por el sitio, ya sintiendo los efectos del cansancio del viaje en autobus, la noche anterior, desde Madrid hasta París, observamos que iba a comenzar la filmación y entonces, solo entonces, salió de un automovil negro, que había estado estacionado cerca del lugar, la protagonista de la película que se filmaba, la protagonista de la escena que se grabaría en los siguientes minutos. Y entonces nos pasó tan cerca que podiamos sentir su olor y la vimos trabajar a tan pocos metros que podiamos detallar sus facciones y sus gestos. Aquella mujer era la protagonista de La Mujer de al Lado, aquella que yo pensaba que no existía sino en la pantalla de cine, pero en aquellla noche, al parecer, me había encontrado con un punto, un lugar en medio del Boulevard de Clichy en donde la vida misma y la vida con la que soñaba cuando se apagaban las luces se habían unido.

Aquella noche tenía enfrente, casi tan cerca como para tocarla, a Fanny Ardant. Y la distancia entre el Centro Plaza y el cielo parecía tender a cero.

La película que se filmaba aquella noche de 1991 en el Boulevard de Clichy


domingo, 17 de octubre de 2010

que pequeño es el mundo... (parte 1)

1
Qué iba a pensar uno, sentado justo al anochecer en el borde de la acera que remata al oeste el bulevar de Sabana Grande, en Caracas, justo en el límite con la Avenida Lincoln, en aquellos tiempos de mediados de los años 80s, cuando uno podía sentarse al borde de la acera en ese lugar sin que nuestra salud corriese peligro de muerte inminente, que iba a tener dos décadas despues al mismísimo Tom Hulce pidiéndonos, sartén de teflón en mano, permiso para saltarse el orden de pagar en la caja de la pequeña tienda Williams Sonoma de Sexta Avenida, NY, ya que necesitaba volver a su casa urgentemente, claro está, con el sartén en cuestión. Su casa debía estar muy cerca de la tienda, pensé yo, porque en medio del frío invierno, Tom estaba en sandalias, bluejean y una franelita blanca, así que presumo que la excusa era cierta, el tipo tenía una emergencia en casa y había bajado corriendo a buscar un sarten a la tienda de la esquina. 

Aquella tarde-noche de mediados de los 80s estaba sentado al borde de la acera en Sabana Grande luego de salir del muy cercano -media cuadra, diría yo- Cine Radio City -hoy lamentablemente desaparecido, luego de uno de los tantos proyectos disparatados del exalcalde metropolitano Juan Barreto- tratando de consolar a Patricia, a la que le había dado por llorar desconsoladamente luego de ver Amadeus, la película de Milos Forman, ganadora del Oscar de 1984 y en la cual un Tom Hulce notablemente más flaco que el del sartén en Nueva York hacía el papel de Wolfang Amadeus Mozart, en su constante diatriba con Antonio Salieri, intepretado por F. Murray Abraham, a quién también le dieron el Oscar aquel año.



Patricia, según recuerdo, comenzó a llorar hacia el final de la película, más o menos en la secuencia de Mozart dictando desde su lecho de muerte el requiem que le había encargado un mensajero encapuchado y la secuencia de su posterior entierro, acompañado de muy pocos dolientes, en una fosa común, bajo una intensa nevada, que precedía a los créditos finales y al encendido de las luces de la sala, esa que tenía unas sirenas encima y a los costados de la pantalla, terminó de hacer el trabajo de ablandamiento sentimental. 

Una vez que salimos del cine y nos ubicamos al borde de la acera, tardamos un buen rato en retomar el camino hacia el sur, hacia Colinas de Bello Monte, hacia la Lejarazú, la casa de Patricia, eso sí, sin pensar nunca, en ningún momento del camino que hicimos a pié, en que más adelante en nuestras vidas Wolfang Amadeus nos pediría un favor, así, con el cigarrillo de medio lado en la boca, nos pediría que le dejáramos pasar en la fila de la caja de Williams Sonoma, porque le esperaban en casa con un sartén de teflón.  

Tom Hulce, en el papel de Amadeus (1984)