martes, 7 de julio de 2020

Juego de carritos


Desde la ventana del edificio Issa, donde un tendedero circular de tubos y alambres daba vueltas con la ropa haciendo de vela, yo, subido a una silla, con los codos apoyados en el marco de metal gris podía ver, mirando hacia abajo ocho pisos,  la explanada - también  gris- de unos 50 metros de largo, que separa la entrada del edificio de la calle y el puente que cruza sobre la quebrada Catuche, curso de agua ruinoso que corre de derecha a izquierda de la mirada, desde el antiguo puente Páez a la derecha pasando por un puente moderno de concreto ante a mis ojos, frente al edificio, haciendo una ese con sus aguas a veces verdes, a veces marrones, a veces negras, a veces con el reflejo tornasol del aceite, a veces calmas, a veces ruidosas, al costado del edificio, unos diez metros por debajo del nivel de la calle.

Puede ser 1971 o 72.

Puente Páez

En la acera de enfrente, al costado derecho del puente por el que cruzaban carros día y noche, había un edificio gris claro, casi blanco, más largo que alto, como de 4 o 5 pisos, que llegaba desde la orilla oeste de la quebrada  hasta la esquina de Santa Bárbara. Arriba hay apartamentos, en la azotea hay terrazas donde se ven matas, tendederos de ropa y objetos acumulados, abajo hay una pescadería, una ferretería, una quincalla, un bar y una barbería en cuya vitrina ofrecen carritos Matchbox y Majorette, los primeros a cinco bolívares, los segundos a cuatro.


 
Esa vitrina, que veo desde la ventana del cuarto al fondo del primer apartamento propio de mis padres,  es la suma de mis aspiraciones,  es el centro de mi universo, el brillante sol a cuyo alrededor giran cual satélites la heladería-pensión de las amigas españolas de mi Tía Lula, a donde cada vez que voy me regalan chocolates Savoy;  la pastelería de los italianos con aviso de neón verde sobre el vidrio de la fachada y mostradores de mármol negro con apliques dorados, donde venden dulces de hojaldre rellenos de crema pastelera;  la tienda de maletas, bolsos y maletines de cuero donde mi mamá ha ofrecido comprarme mi primer bulto escolar, uno de cuero marrón en forma de acordeón con dos pasadores con hebillas plateadas; mi colegio de entonces, el kínder del Colegio Santa Teresita del Niño Jesús a donde comenzaba en esa época a ir al preescolar a los 4 años y donde bailaría a finales del año disfrazado de ratón vaquero con un traje de fieltro gris y un cinturón con pistolas plateadas; el estacionamiento de varios pisos donde guarda su carro mi papá, primero un Pontiac Parisienne, luego un Chevrolet Caprice Classic vinotinto con techo de vinil negro, modelo 1970.




La heladería estaba cruzando a la derecha en la esquina de Santa Bárbara, pasando un muro de adobe y tejas que entonces yo creía largo, el Puente Páez y una pensión, al costado de la panadería de los portugueses, camino a mi preescolar, rumbo a la esquina de La Fe, vecino a un par de cuadras del Panteón Nacional. Siguiendo derecho la calle tomaba algo de pendiente, por donde veía bajar los estudiantes de La Salle. La pastelería italiana, la venta de maletas y el estacionamiento donde mi papá arrendaba un puesto fijo para su carro estaba a la izquierda de la esquina, en la cuadra que va de Santa Bárbara a la esquina de Maturín, como quién camina desde el norte rumbo a la esquina de Las Ibarras, esquina donde una señora arruga la cara con luces de neón y pregunta a los paseantes de la Avenida Urdaneta en nombre del Dr. Scholl si le duelen los pies.
Esquina de Las Ibarras, Avenida Urdaneta
La vitrina era mi sol, mi centro, pero en realidad no era abundante en variedad, la tienda no se especializaba en juguetes, lo de los carritos era un negocio complementario que aprovechaba el movimiento del público para ofrecer objetos de bajo valor con los que pudiese encapricharse alguien al paso por esta calle secundaria del centro de la ciudad. Una ocurrencia del momento, en el caso de los adultos, como en el caso de mi Tío Memé, quien venía caminando con frecuencia desde su trabajo en la esquina de Traposos de la Avenida Universidad (salía por el costado del edificio del Banco Industrial y pasaba frente a la sombrerería Tudela, la casa de Bolívar, la esquina del bazar El Toro y de allí derecho hasta la esquina de Las Ibarras) y en más de una ocasión me compró alguno de los modelitos que venían en una cajita de cartón y que ponían en la parte de abajo, en relieve en el metal, Lesney Products - Made in England, en el caso de los Matchbox, que eran mis preferidos por sobre los franceses de Majorette, que venían en un envase de plástico y cartón.



Leslie Smith y Rodney Smith, a los que se sumó luego John Odell, fundaron a finales de los años 40s en Inglaterra Lesney Products, los fabricantes de Matchbox, una empresa que comenzó a funcionar en un precario sótano de un edificio aún con efectos de la guerra, haciendo diversas piezas de metal fundido y que a partir de 1953 se especializó en hacer carritos de metal a escala, reproduciendo modelos de la época. Los modelos más baratos y pequeños, que cabían en una caja de fósforos (matchbox), fueron los más exitosos y se convirtieron en la marca de la empresa, que creció rápidamente hasta vender en su momento de mayor éxito hasta un millón de carritos al día en los años 60s, en cerca de 100 países por todo el mundo, incluyendo a la Venezuela de comienzos de los años 70s.


Cuentan mis padres que aprendí a diferenciar los colores asociándolos a los colores de los carros que veía pasar desde la ventana del Caprice de mi papá. Aprendí también a diferenciar los modelos y las marcas en la edad cuando recién me preparaba para comenzar a ir al preescolar lonchera de metal en mano y vestido con un overol azul y una franela blanca con zapatos US Keds. Con ese historial es comprensible mi fascinación por los carritos de metal que exhibían en la vitrina del edificio blanco que veía desde la ventana de mi casa, ventana desde la cual también se veían, como única expresión verde de la zona,  unas palmeras, probablemente del Templo Masónico de Caracas, cercano a la esquina de Maturín, y, a lo lejos, la entonces nueva  torre del Banco Central de Venezuela.




Los carritos que me compraba mi papá y los que me regalaba mi Tio Memé o mi abuela Francisca se acumulaban en una caja de zapatos, de donde los sacaba para jugar sobre la cama, los muebles o el piso de granito rojo y verde del primer apartamento propio de mis padres. La caja en algún momento llegó a estar prácticamente llena, hasta que comenzó a mermar su contenido producto de los accidentes de tránsito propiciados por mi hermano menor. Vladimir tuvo siempre predilección por las historias con alto contenido de acción, que podían terminar en el incendio de los indios y vaqueros de su fuerte del oeste o, en caso escogiese para jugar – en mi ausencia, yo iba al preescolar y el aún no- mis carritos, en brutales accidentes a los que imprimía realismo 3D con el martillo de madera y metal de pisar la carne que La Nena,  mi mamá, guardaba en una gaveta de la cocina y que mi hermano sustraía sin su permiso.

El año que Lesney Products lanzaba al mercado sus series Skybusters, Seakings y Battlekings y en Venezuela comenzaban a sentirse los efectos del aumento del precio del petróleo producto del embargo petrolero de los países árabes, nos mudamos del edificio Issa a la Quinta Paraguachoa, en Los Chorros. Mis padres tenían un año buscando un apartamento más grande a donde mudarnos y terminaron comprando la casa vecina a la de mi madrina Dora, donde habían celebrado su matrimonio menos de una década antes.



En el jardín de la casa comenzaron a aparecer entonces, cada vez que mi papá intentaba sembrar algún árbol -de ese jardín hemos comido los últimos 45 años mangos, jobos de la india, guanábanas, cerecitas y más recientemente cambures y aguacates- los restos martillados, calcinados y parcialmente derretidos de los carritos de la cada vez más vacía caja de zapatos, que ahora con más espacio a cielo abierto, eran parte de la escenografía de los fuertes de indios y vaqueros que se empeñaban en regalarle a mi hermano y que Vladimir siempre terminaba quemando como escena final de las historias que se montaba, a tono con las películas de la época producidas por Dino de Laurentis.




Para entonces ya solo veía desde mi ventana, los techos y patios de las casas vecinas en Los Chorros y desde el balcón de la Paraguachoa, al Ávila, en parte verde, en parte marrón en el Estribo de Duarte, el cerro más cercano. Para entonces ya no recordaba la vitrina de la esquina de Santa Bárbara y había desplazado mis intereses a otra vitrina, la de la librería El Gusano de Luz, en Parque Carabobo, cerca de uno de los trabajos de mi papá, a la que solía acompañarlo en los 70s y en la cual su propietario, Freddy Cornejo, ofrecía a la venta los Superkings y sobre todo, los BattleKings , reproducciones a escala, también hechas en Inglaterra por los mismos fabricantes de Matchbox, de los tanques y vehículos militares de la segunda guerra mundial, además de algunos modelos posteriores y uno que otro invento de los creativos de Lesney – como un lanzacohetes verde montado sobre 6 ruedas-  tratando de darle un toque futurista a sus juguetes.


Los Battlekings fueron durante los 70s probablemente el juguete que más usé hasta alcanzar los dos dígitos de edad y la última vez que revisé, hace unos cuantos años, aún estaban guardados en el closet del que fue mi cuarto en la Paraguachoa, algunos de ellos personalizados con algunas insignias adicionales que les pintaba con tinta china. Mi predilecto fue siempre un Panzer alemán plateado, que siempre terminaba perdiendo todas las batallas, porque el guionista de mis historias infantiles estaba muy influenciado por las películas que daban en la televisión y en las cuales los japoneses y alemanes se llevaban siempre la peor parte.




Después de 50 años de mis primeros carritos, aún los colecciono, todavía los compro con frecuencia. Tengo algunos exhibidos en mi “oficina” de la casa y tengo un par de cajas llenas, debo tener más de 100, sobre todo de Hotwheels, la marca norteamericana  que surgió a finales de los 60s para competir con los ingleses de Matchbox. Me gustaría conseguir algunos BattleKings en su caja original, he visto algunos por internet. Cuando vuelva a Caracas creo que voy a sacar del closet de la casa de Los Chorros los que han estado guardados ahí por décadas para ponerlos a la vista.