martes, 24 de septiembre de 2019

Diez Casas (Parte 3. El Copey)


3. El Copey

En la misma época en que nos mudamos a la casa de Los Chorros, mi papá también compró – a crédito, para variar, recuerden siempre el mantra “fiao hasta un vapor” - por doce mil bolívares de entonces una casa en Altagracia –o Los Hatos, que es como los margariteños llaman a este pueblo del norte de la isla, que en algún tiempo remoto antes de ser pueblo fue el “hato de Suarez” -, pueblo donde habían nacido mis padres y en el cual aún vivían entonces tres de mis abuelos. 

Era una casa tradicional margariteña de paredes gruesas de ladrillos de adobe con la fachada de dos colores, creo que originalmente era verde y blanca y luego amarilla y blanca, con molduras alrededor de las grandes puertas y ventanas, techos altos de caña brava y tejas, corredor en forma de ele, pisos de cemento pulido coloreado, un tanque grande de agua tapado por láminas de zinc sobre una estructura de madera y un patio trasero amplio, largo, delimitado por una cerca de alambre de púas y en algunos tramos por malla de gallinero. Tenía, a un costado, un galpón de paredes de ladrillos grises y techo de zinc, en el cual cabían dos o tres carros grandes, al cual mi papá le puso dos puertas grandes de metal. En cuanto la compró, mi papá amplió la casa, contratando a unos albañiles de medio pelo del mismo pueblo, agregando un baño, una cocina, un lavadero y un nuevo comedor, separado del corredor por una jardinera con ladrillos rojos. También le agregó un pozo séptico al fondo del terreno y un tanque de agua elevado, alimentado por una bomba eléctrica, que siempre fue la mayor preocupación de mi papá, porque las pocas veces que alguien se metió en la casa aprovechando los meses en los que no estábamos en la isla, lo hicieron buscando llevarse ese aparato. También reconstruyó los pisos de la casa, toda la instalación eléctrica, y la pintó nuevamente, por completo, en una combinación de amarillo y blanco que destacaba especialmente en la fachada.

La casa estaba ubicada en la calle 9 de diciembre, a la que todo el mundo llamó siempre El Copey, calle que se iniciaba en la Plaza Sucre, un espacio triangular poblado de guayacanes y árboles de uva de playa, caminerías de cemento y lámparas de plástico en forma de cono invertido, en cuyos bancos de granito blanco era común ver a los lugareños esperar el transporte público, tomar la siesta, a los borrachitos pasar la rasca y a los enamorados “pelar la pava”, bajo la mirada vigilante de las casas vecinas, en las que al caer la tarde la gente sacaba las mecedoras para “agarrar el fresco”, saludar a los que pasaban y, en ocasiones, comprar una torreja azucarada o una empanada caliente a los que pasaban ofreciéndolas por la calle, a viva voz.

Cuando mi papá compró la casa, en un extremo de la plaza todavía estaba un pequeño tanque y una pila pública de agua, a la cual acudían con sus envases los vecinos de la calle que aún no tenían servicio de agua corriente en sus casas, por ejemplo, la familia de Chemané, el panadero, que andaba en una bicicleta negra con una cesta al frente, en la cual llevaba los panes de anís, las empanadas de guayaba y las rosquitas azucaradas que tanto me gustaban y que Chemané horneaba en el patio de la casa de su suegra, nuestros vecinos, a donde vivió hasta que pudo hacerse su propia casa en otra zona del pueblo. Al segundo o tercer año de nuestras vacaciones anuales allí, ya todas las casas tenían agua por tubería y entonces, ante su inutilidad, demolieron el tanque y ampliaron las áreas verdes de la plaza.

En una esquina de la plaza, en una casa amarilla y verde, estaba la zapatería La Estrella, cruzando la calle San Antonio quedaba un botiquín con rockola donde se jugaba ajiley y truco al ritmo de las canciones de Julio Jaramillo; en la otra esquina de la plaza, al costado de la bodega de su mamá, Puglia, construyeron los primos Wettel Tovar una edificación a la que los lugareños llamaban “el edificio”, una casa de aspecto moderno con techo de tejas de dos pisos, con dos apartamentos y dos locales comerciales, en los que, al amparo del Puerto Libre, se vendían electrodomésticos, colchones, muebles y bicicletas. A partir de la Plaza Sucre, donde El Copey se encontraba con la Calle San Antonio –la denominación urbana de la carretera de Juan Griego a Santa Ana del Norte-, la calle El Copey no tenía más de cuatro cuadras, pobladas de casas de una planta, cuatro negocios – dos bodegas y dos tiendas de puerto libre, a donde iba a buscar kitkats, smarties y toblerones, que se derretían en minutos al salir del ambiente controlado de las tiendas a las que acudían revendedores de ropa venidos de Caracas a buscar mejores precios que los que ofrecían las tiendas de Porlamar y Juan Griego.

Yo, advertido por mis padres de no entrar en la Calle San Antonio, por donde pasaban los carros con gran velocidad, recorría El Copey en bicicleta hasta donde desaparecían las casas, y en los bordes del camino solo se veían cardones, yaques, chivos y guaripetes y el sol calentaba el asfalto al punto de sentir que se quemaban los pies, incluso, a través de la suela de goma.

Poco tiempo después de que mi papá comprara la casa de Altagracia, en medio de boom de inversiones turísticas en la isla, hoteles, tiendas, restaurantes, nuevas avenidas, abrió sus puertas al final de la calle El Copey el Safari Margarita, un parque en el que podían verse tigres, leones, osos, cebras, jirafas, antílopes, búfalos, monos, garzas rosadas, hipopótamos y rinocerontes, en un recorrido que se hacía en carro con los animales sueltos alrededor. Solo entramos con mi papá haciendo el recorrido completo en el carro una vez, que yo recuerde, además del día de la inauguración, donde todos los habitantes del pueblo hicimos cola con nuestros carros para ver de cerca a los animales de la sabana africana en los montes en los que mi padre había ido desde niño buscando conejos o frutos de pichiguey. En la entrada de safari hubo un restaurante y una tienda de recuerdos, un parque mecánico, y construyeron poco tiempo después de la inauguración unos dinosaurios de concreto pintado a los que nos subíamos los muchachos de la zona, incluso tiempo después de que cerrara el safari, quedando solo la cervecería, viendo a lo lejos los cerros resecos bajo el sol abrasador de la isla.

A partir de entonces, en nuestras vacaciones escuchábamos desde la casa, en las noches,  acostados en nuestros chinchorros y arrullados por los ventiladores eléctricos, que apaciguaban el calor y alejaban a los zancudos, el rugir de los leones, a los que comenzaron a alimentar con los burros realengos de la isla, al punto de prácticamente verlos desaparecer en pocos años. Con mi bicicleta pedaleaba hasta la entrada del parque y me quedaba viendo los cachorros de león que tenían en un espacio confinado cercano al restaurante, también recuerdo haber ido algunas veces bordeando la cerca del parque, por afuera, y darle de comer con la mano a las jirafas, que sacaban su largo cuello por encima de la cerca perimetral, en las proximidades de la carretera que une a Santa Ana con el Valle de Pedro González, a las afueras de Altagracia.

A esa Margarita de los 70s, en la que comenzaban a sentirse los efectos de la Zona Franca, del Puerto Libre y el turismo masivo, pero en la que en sus pueblos la gente continuaba durmiendo con la puerta abierta, peregrinábamos cada año, algunas veces copando todas nuestras vacaciones escolares, por lo que estábamos allí dos meses entre julio y septiembre y luego volvíamos para navidades y fin de año. Allí aprendimos a montar bicicletas, a jugar yaqui y juegos de cartas con los vecinos, a la puerta de cuya casa nos asomábamos para ver la televisión, y también a jugar bolas criollas, a ponerle dinero a las rockolas y a disfrutar una Gaseosa Espartana o una uva Grappette a media tarde, cuando convencíamos a nuestros padres de darnos un medio para ir a la bodega, en la que a veces el bodeguero nos hacía señas desde una hamaca para que sacáramos nosotros mismos la botella fría de la nevera y le dejáramos el pago sobre la misma, junto a la botella vacía. También íbamos a la playa dos o tres veces por semana, mayormente a Playa El Yaque, al otro extremo de la isla, antigua hacienda de cría de chivos que recibió mi bisabuela como pago de una deuda hace unos 90 años y en la que décadas después se construyó el actual aeropuerto de la isla, aunque también a íbamos a Puerto Viejo, Puerto Cruz y Playa Zaragoza, en Pedro González, el pueblo vecino de Altagracia.

Playas Puerto Viejo y, al fondo Puerto Cruz, Pedro González, Isla de Margarita

También nos acercábamos cada año algunos pocos días a Porlamar, la capital comercial de la isla. Mi madre, a la que no le gustaba mucho ir a la playa, hubiese deseado ir a diario, a recorrer las tiendas y a visitar a su tía Valentina, que tenía varios negocios cerca de la calle Guevara, pero a mi papá no le gustaba para nada ir de compras, a menos que fuese a buscar alguna oferta de whiskey escocés.  La aversión de mi padre a pasarse el día de tienda en tienda era tal que, a partir de cuando cumplí 13 años, coincidiendo con la época en que dejé de ir al colegio en el transporte del señor Amadeo y comencé a volver a mi casa desde el colegio en camionetica por puesto, mis padres me llevaban por la mañana, temprano, desde Altagracia a Porlamar, después de desayunar carite frito con arepas, y me dejaban donde entonces terminaban los locales comerciales de la avenida 4 de Mayo, frente a la tienda Minicentro, con la promesa de volver a buscarme al final de la tarde en la panadería 4 de Mayo, ubicada en las proximidades de Bencamar y cerca de donde luego estuvo la tienda Rattan, a dos cuadras de Saks y La Media Naranja, los íconos comerciales de la zona en aquella época.

Cruce de las Avenidas 4 de Mayo y Santiago Mariño, a la izquierda La Media Naranja, años 70s

Mi mamá me daba un sobre con dinero -que yo guardaba celosamente en el bolsillo del pantalón- e instrucciones de no alejarme de las avenidas 4 de Mayo y Santiago Mariño. Así como mi papá tenía su mantra crediticio, mi mamá se pasó todos esos años repitiéndonos que era preferible tener una sola camisa buena que un montón de ropa de baja calidad “que no representa” y que se puede ahorrar en otras cosas menos en los zapatos. A la hora que las tiendas ya estaban abiertas y comenzaban a verse compradores en bermuda y zapato de goma paseando por aquellas avenidas, me quedaba viendo a mis padres alejarse en el Chevrolet de mi papá y, con mi hermano, nos pasábamos el día de nuestra cuenta, recorriendo tiendas, pegando la nariz en las vitrinas de las joyerías -como aquella de la planta baja del Hotel For You en la que ponían en la vitrina un aviso que rezaba “si usted necesita preguntar los precios, mejor no entre”- probando los perfumes de Don Lolo, viendo los quesos de bola holandeses apilados en los bodegones, buscando las cosas que la noche previa ya habíamos acordado con mamá, las cosas que mi hermano y yo necesitábamos comprar para el nuevo año escolar de nuestro colegio sin uniforme –usualmente unos zapatos deportivos, All Star en Saks o Adidas bajando por la Santiago Mariño, mi hermano prefería los Vans, zapatos de diario para ir al colegio, Kickers cada año, mi mamá decía que eran los únicos que le duraban a mi hermano todo el año, y, luego, ya hacia finales del bachillerato, Bass o Sebago, pantalones, Wrangler de pana, al principio, mi mamá decía que eran tan buenos como los Levis y costaban 5 o 10 bolívares más baratos y, luego, cada año, cuando ya no seguía estrictamente las recomendaciones de mi mamá, Benetton y Sisley, camisas, medias, interiores-. Cuando algunas personas se sorprenden porque cuando viajo solo suelo comprar, a ojo, ropa para toda la familia o cuando asumo con naturalidad largas listas de encargos familiares o cuando en medio de tiendas tumultuosas, tipo Century 21 o Macys, tengo “ojo” para encontrar rápidamente las cosas que estamos buscando, suelo decir que no es una habilidad natural, durante años mi mamá me preparó para ello.

Mis padres regresaron a la isla cada año, incluso varias veces al año, hasta hace muy poco, nosotros dejamos de acompañarlos en los primeros años de la universidad, a mediados de los 80s, porque ya para entonces la enamorada, los amigos, el cine o la posibilidad de quedarnos a nuestras anchas en la casa de Caracas, sin horarios, presiones o controles, era una opción más atractiva  que volver durante dos meses al pueblo de los padres, en donde no teníamos televisión y el teléfono público más cercano quedaba a 6 cuadras de la casa, en la comisaría de la policía. Volvimos a la isla por nuestra cuenta varias veces, incluso al día siguiente de nuestro matrimonio, pero nunca volvimos a quedarnos en la casa de El Copey. Mis padres, progresivamente, dejaron de usarla, porque aunque seguían viajando a la isla, preferían quedarse en un apartamento que había comprado en Juan Griego, más fácil de mantener, más fácil de cerrar cuándo regresaban a Caracas.

Mi Padre vendió la casa de El Copey a unos vecinos hace unos años, ellos la unieron con la parcela contigua para construir una posada turística. Todavía era amarilla y blanca y seguían en el patio las matas de anón, limón, níspero, guayaba y uva de playa. Sobre la fachada, a diferencia de cuando la compramos, hacían sombra los 3 guayacanes que le ayude a sembrar a mi papá entre la fachada y el borde de la calle, cuando mi edad solo tenía un dígito.

lunes, 23 de septiembre de 2019

Diez Casas (partes 1 y 2, El Primogénito y La Paraguachoa)


1. El Primogénito

Los hermanos Issa –ingenieros ambos- construyeron un edificio alto al que pusieron su apellido por nombre hace cerca de 60 años y según mi mamá uno de ellos se mudó al penthouse al menos hasta el final de los años 60s o comienzos de los 70s. Inmerso en esa colcha de retazos que es el norte del centro de Caracas, en medio de una mezcla de lo viejo, lo moderno y lo nuevo, desde el edificio Issa podían verse las torres de El Silencio, el Ávila y los edificios a su alrededor, en su mayoría, en aquella época, más bajos. Ubicado lejos de la calle y al costado de una quebrada, a medio camino entre la Avenida Urdaneta, el Panteón Nacional y la Avenida Fuerzas Armadas, aquí queda el apartamento que fue la primera vivienda propia de mis padres. En Margarita, a la primera propiedad familiar solían bautizarla como El Primogénito, para diferenciarla de otros terrenos y casas. Así se llamaban terrenos de la familia de mis abuelos paternos y maternos. Luego que nosotros lo dejamos, en este apartamento vivió un tiempo mi abuela, allí han vivido mis tíos y primos. Cábala, apego o inercia, mis padres no han querido venderlo nunca.

Desde allí salieron mis padres a celebrar una fiesta de graduación por Los Rosales la noche del último terremoto de Caracas en los lejanos 60s y al llegar al guateque, luego de atribuirle los gritos en la calle a los bares de la Avenida Nueva Granada, recién pudieron enterarse de lo ocurrido y regresar. Al edificio lo encontraron vacío y con los muebles revueltos, con toda la vecindad esperando pasar el susto a dos cuadras de allí, en la plaza de Las Mercedes, cerca del antiguo Puesto de Salas. Mi mamá todavía guarda el único zapato con el que me encontró esa noche en la plaza, más de una vez me lo ha ofrecido para ponerlo de adorno en el retrovisor del carro.

Esquina Las Ibarras, Avenida Urdaneta. Fuente página Venebuses, fotógrafo desconocido

El mundo, entonces, hasta que cumplí 5 años y nos mudamos de allí, eran cuatro calles del centro y el puñado de edificios contenidos en esa cuadrícula, un mundo delimitado al sur por el aviso del Dr. Scholl donde una señora arrugaba la cara porque le dolían los pies, que estaba en la esquina de Las Ibarras al llegar a la avenida Urdaneta; al norte por el Santa Teresita del Niño Jesús, en donde en el baile del preescolar fui una mañana un ratón vaquero “que sacó su pistola y se quitó el sombrero”; por el estacionamiento mecánico que me maravillaba como un monstruo gigante a pocos metros de la esquina de Canónigos, en donde la calle tenía una cuesta pronunciada;  por el templo de los masones al que sigo llamando décadas después como lo llamaba de niño, “templo amazónico”.

Templo Masónico de Caracas

Enfrente al Issa hubo un edificio blanco con gestos art decó de unas 4 plantas con balcones, el cuál veía desde arriba al asomarme en las ventanas de nuestro apartamento. En la planta baja de ese edificio, que llegaba desde el borde de la quebrada hasta la esquina de Santa Bárbara, se sucedían los locales comerciales poblados de españoles, italianos y portugueses: la quincalla, la ferretería, el barbero, el pescadero, el carnicero, el botiquín. Allí enfrente vendían carritos Machtbox y Majorette, mi máxima aspiración en esos tiempos en los que al final de la tarde el horizonte era la entonces nueva torre del Banco Central y la grúa que ayudó a levantarla. Este edificio blanco fue demolido hace como 30 años, iba a ser sustituido por una torre, que no llegó a construirse nunca.

Luego de mudarnos en 1973, mis padres siguieron frecuentando durante años estas cuatro cuadras, siguieron visitando los comercios de la zona. De allí era el televisor Siera en el que veía todas las tardes al llegar del colegio El Zorro, Perdidos en el Espacio y Meteoro, de ahí era el pickup en caja de madera donde mi papá ponía discos de la Billos, de ahí eran las ollas con tapa roja de aluminio que fueron a parar a la casa de Margarita, de ahí los vasos de aluminio Magefesa que todavía guardan en la nevera en la casa de mis padres, de ahí los dulces de la pastelería italiana decorada con mármol negro, apliques dorados y letras verdes de neón en la vidriera, de ahí las monturas de los cuadros de la casa de Los Chorros, de ahí el traje verde (¿o era gris?, recuerdo que el sastre me hizo dos en esa oportunidad) que me hicieron para graduarme en la universidad, casi 20 años después de salir con nuestras cosas rumbo a la Paraguachoa.

2. Paraguachoa

Luego del nacimiento de mi hermano a finales de 1969 mis padres querían una casa más grande, con un cuarto para cada uno de los hijos, y se pusieron a buscar, en principio, apartamento. Eran los primeros años 70s. Miraron, que yo recuerde, que los acompañaba a las visitas vestido de pantalón por la rodilla y botas de cuero peludas, opciones por El Paraíso, la Avenida Libertador, Los Ruices, El Marques y San Bernardino, pero finalmente se decidieron por la casa de al lado de aquella en la que habían celebrado su matrimonio unos años antes, la casa de mi madrina Dora, en Los Chorros.

Cuando acordaron la compra venta con los Alcalá, antiguos propietarios de la casa desde su construcción a comienzos de los años 60s y viejos conocidos de mi familia, mi papá mandó a hacer por Chacao un aviso de hierro en letras cursivas para ponerlo encima de la puerta del estacionamiento y bautizó a su nuevo hogar con el mismo nombre que dieron los indios guaiqueríes a la Isla de Margarita. “Abundancia de peces”, decía mi padre que significaba aquel nombre a todo el que le preguntaba. Allí sigue ese trozo de metal fundido, atornillado a la reja, casi 50 años después.

La Paraguachoa es una casa de dos plantas de techo plano de concreto con alero, con jardín trasero con juego de muebles de metal blanco y cojines plásticos de flores, patio interno de piso rojo y jardinera perimétrica, garaje de ladrillos naranjas al que durante años “curaron” con gasoil, balcón que miraba a la calle y al jardín y al Ávila y pisos de granito blanco con líneas divisorias rojas, a donde nos mudamos justamente cuando yo iba a empezar la primaria y en el medio oriente los árabes e israelíes hacían lo suyo para que el precio del petróleo se disparara y en Venezuela comenzara a llover dinero por todos lados. Mi papá siempre dijo que la habíamos comprado justo antes de que subieran los precios y que al poco tiempo valía mucho más que lo que él había pagado, o se había comprometido a pagarle al banco por los siguientes 20 años, “fiao hasta un vapor” decía siempre mi bisabuelo –me cuentan- y todas las generaciones de la familia Tovar hemos seguido repitiendo ese mantra margariteño hasta el día de hoy.

La casa tiene un estilo típico de la época en que fue construida, pensada a finales de los 50s, construida  en los primeros 60s, con un diseño racional como parte de un conjunto de casas que repetían el mismo diseño a lo largo de una cuadra, racionalidad con techo plano de concreto adornada con bloques calados en la cocina, el lavadero y la escalera, grandes ventanales corredizos de vidrio en los extremos de la sala conectando los espacios abiertos de la parcela, ventanas macuto de aluminio y baños con piezas  Standard de luxe” de colores haciendo juego con las baldosas de las paredes. Los Alcalá le habían hecho varias transformaciones al diseño original de la casa en la década que habían vivido allí: la terraza grande del segundo piso que todavía ostentaba entonces la casa vecina donde vivían el ingeniero Carreño y su esposa, la señora. Carmen, la bibliotecaria de mi colegio Santiago de León, la habían cerrado y convertido en el cuarto principal; habían techado el garaje generando una terraza encima a la que se llegaba abriendo una puerta corrediza de vidrio en el cuarto principal, terraza a la que siempre llamamos “el balcón”, con vistas hacia el norte y el sur, hacia los techos de otras casas y las matas de mango al sur, y hacia el Ávila y el jardín al norte; habían eliminado el césped del garaje, pavimentando toda la superficie y habían integrado los espacios inicialmente de la cocina y el lavadero tumbando la pared medianera, para generar una cocina el doble de grande a la del diseño original de la casa, sacando el lavadero hacia el patio contiguo, patio originalmente ajardinado – como el de la señora Carmen, donde crecía un granado cuyos frutos caían cada año para mi casa- que también pavimentaron con piso de terracota roja. Mi mamá aprovechó todo ese espacio de la cocina ampliada un tiempo después de mudarnos metiendo en medio una mesa redonda de fibra de vidrio y fórmica con unas sillas curvilíneas de fibra de vidrio, compradas en una fábrica de El Llanito a donde recuerdo haberla acompañado, mesa y sillas imitación de las que diseñó Saarinen para Knoll en los 50s., todo a juego con los nuevos gabinetes que mis padres mandaron a hacer para la cocina, combinado de naranja con blanco. Recuerdo haber acompañado a mis padres a un taller de carpintería que les recomendaron, un galpón al final de una calle ciega, un poco más allá de El Marques y antes de llegar a Petare, donde entre una nube de aserrín esperamos  a que el dueño del negocio nos atendiera, porque al llegar al galpón lleno de máquinas, muebles a medio hacer y piezas de fórmica estaba atendiendo a otro cliente, uno que no se me olvidó porque conocía su cara de tanto verlo en televisión anunciando nuevos autobuses o ambulancias para Caracas, el gobernador Diego Arria. El carpintero prometió ese día de mediados de los años 70s que esos muebles iban a durar para toda la vida y, visto lo visto, habría que decir que desde San Pedro para acá no se ha conocido otro de su gremio más cumplido y certero con sus predicciones.

En la Paraguachoa estaba mi mamá, a los pocos meses de mudarnos, cuando la llamaron de la casa vecina a través del muro medianero – no había teléfono cuando nos mudamos y no hubo por un tiempo largo, las líneas telefónicas eran escasas entonces y los antiguos propietarios se habían llevado la suya- para avisarle que habían dicho en Radio Rumbos que mi papá estaba entre los fallecidos de un accidente de tránsito ocurrido en la Autopista del Este. Mi papá había llamado, afortunadamente, unos minutos antes del anuncio en la radio para avisar que estaba bien, un poco aturdido y golpeado, con una cortada en la frente, pero vivo y sin ningún hueso roto, luego de que un Opel Manta saltara la defensa central de la autopista por estar viendo los aviones aterrizar en La Carlota e involucrar en un choque múltiple a un Jeep del Ministerio de Obras Públicas, un camión de la Pepsicola y al Chevrolet Caprice Classic color vinotinto 1970 de mi papá, que recibió un golpe del camión y comenzó a dar vueltas hasta estrellarse, justo a la altura de la puerta del conductor, contra un poste de luz al costado de donde entonces comenzaban a construir el futuro Centro Ciudad Comercial Tamanaco, el más grande centro comercial de América Latina.

Chevy Caprice 1970

El Caprice 70 sorprendentemente sobrevivió al impacto y luego de un par de meses en el taller y del enderezado del chasis, volvió a rodar; en él bajaba mi papá los sábados en la mañana hasta el mercado al costado del puerto de La Guaira y volvía a la casa con pescado fresco antes del mediodía, luego de visitar a mi tío en Catia La Mar. Otros sábados iba al hipódromo temprano en la mañana y visitaba las caballerizas en las que tenía conocidos. Mi papá iba buscando algún dato para las carreras del fin de semana. Yo no solía acompañarlo a La Guaira, pero sí al hipódromo, me gustaba ver los caballos, el ambiente de las caballerizas y me gustaban las arepas con queso amarillo que nos comíamos en la cafetería cercana a la clínica veterinaria del hipódromo. Saliendo de las caballerizas del Hipódromo La Rinconada solíamos pasar por el mercado de Coche y llegábamos a la casa con un saco de naranjas para jugo que bebíamos a lo largo de la semana siguiente.

Un sábado de mediados de 1974 mi papá bajó a comprar pescado a La Guaira como acostumbraba, pero regresó un poco más tarde de lo usual. Saliendo del mercado dejó el Caprice 70 como cuota inicial en la misma agencia donde lo había comprado 4 años antes, Veneauto, cerca del mercado de Pariata, y regresó a la casa en un Chevrolet Caprice Classic 1974, blanco con techo de vinyl negro, al que por décadas mi papá llamó “La Lancha Nueva Esparta” y nosotros, sus hijos, que aprendimos en la década siguiente a manejar en ese palacio sobre ruedas con motor 8 cilindros, simplemente, “la lancha”. La lancha ocupó, un tiempo a solas, un tiempo compartido con otros carros, el garage de la Paraguachoa hasta el nuevo milenio y mi papá, que ya entrado en los 80s ha dejado de manejar recientemente, sigue pensando que los carros de ahora no son como los de antes y que ninguno de los carros que tuvo salió tan bueno como la lancha, uno de los últimos carros ensamblados en la vieja planta de General Motors de Antímano, antes de mudarse esta empresa a la fábrica de Valencia que cerraron hace pocos años.

Chevy Caprice Classic 1974

La Paraguachoa es la casa donde he vivido más años en mi vida. Viví en ella desde 1973 hasta 1994, con excepción de los 3 meses que me mudé con Valerie y Mabel para terminar el último trimestre de carrera a finales de los 80s y el año que me fui a estudiar a Alcalá de Henares a comienzos de los 90s, además de los, al menos, dos meses que pasábamos en Margarita cada año, en la casa de El Copey, por lo menos hasta mediados de los 80s. En esos años la casa cambió bastante, más entre los 70s y los 90s y un poco menos vertiginosamente en el nuevo milenio. Mis padres sufrían de la necesidad compulsiva de andar inventando demoliciones, ampliaciones y remodelaciones cada cierto tiempo, se necesitaran o no. Pero todos esos cambios – ventanas, acabados de los baños, jardineras, techos, rejas, escaleras de caracol, barandas en el techo, depósitos, recubrimiento de paredes-  no la han cambiando sustancialmente, sigue siendo la casa de diseño racionalista, grandes ventanales en la sala, pisos de granito blanco, solo ahora más silente, con menos movimiento, en un eterno domingo por la tarde.

El jardín, originalmente una extensión de grama bajo el sol con un árbol de mango en un rincón ha visto crecer árboles y los ha visto desaparecer, pero desde hace décadas dejó su enfoque ornamental y ha visto como los árboles de manga, guanábana, jobo de la India, cereza y en estos últimos años de aguacate asumen el protagonismo de un espacio que en el pasado tuvo morrocoyes y loros, perros e iguanas y hoy es un patio en el que apenas entra el sol, en el que llega el agua con suerte una vez a la semana, un lugar silente, sin movimiento, al que solo se acercan algunos pájaros y uno que otro gato realengo.

Los vecinos de la calle en la que jugaba pelotica de goma han envejecido, algunos han muerto. Mi madrina, ya rondando los noventas, sigue viviendo en la casa de al lado, al otro lado sigue estando la familia Carreño, aunque la señora Carmen ya no esté. El perfil de la calle no ha cambiado mucho, más muros y rejas, menos árboles, algunos jardines transformados en garajes, pero sigue siendo una calle angosta con acera de un solo lado, rodeada de casas y algunos pocos edificios bajos. La biblioteca pública de la calle paralela cerró hace más 30 años. También el supermercado El Centro y la herrería y la quincalla de la señora María y el kiosko del señor Lorenzo. Solo el barbero italiano, Vito, y el ebanista portugués seguían ahí la última vez que estuve de visita. Ninguno de los amigos vive por el sector. Yo me fui con mi maleta la tarde del día en que me casé con Patricia, dejando un cuarto lleno de cosas, y ya no volví a la Paraguachoa sino de visita, la última vez en febrero pasado.

El Ávila desde Los Chorros

Cuando en Lima el gris aturde y el ruido y las presiones hacen mella en el ánimo y quiero recordar un momento de paz, un espacio de relajación, una sensación de seguridad, suelo pensar en la vista desde el techo de la Paraguachoa al atardecer, el Ávila dorado y verde sobre el cielo azul y amarillo, con el ruido de las ramas de los árboles moviéndose por la brisa y algunos ecos remotos provenientes de la Cota Mil. 


Continuará.....