A Patricia le costó decidirse, su
mundo giraba en torno a Colinas de Bello Monte y ella se imaginaba viviendo más
cerca de la Lejarazú, la casa en la que había vivido toda su vida, y centro de la intensa vida familiar de los Armas Ponce, pero el caso
es que entre las opciones que evaluamos y las prisas del caso, finalmente
decidimos alquilar un apartamento en la Avenida Principal de La Carlota, rodeado
de restaurantes y pequeños negocios, a tres cuadras de La Casona, la vivienda
presidencial, a dos cuadras de la Avenida Francisco de Miranda y la estación
del Metro de Los Dos Caminos, más cerca de la zona en la que yo, residente de Los Chorros, me había movido
los 20 años previos a 1994.
La Principal de La Carlota, con sus vecinos que juegan dominó, cartas o ajedrez
El San Vicente es un edificio
pequeño, cuatro pisos más sótano y penthouse,
seis apartamentos en total, con un diseño racional típico de los 60s, un poco
más moderno que la mayoría de los edificios de la zona, con un ascensor forrado
de fórmica marrón, espejo y aluminio con franjas en relieve, con pisos y
escaleras de granito gris, barandas de madera, ventanas macuto de aluminio
sobre marcos de metal pintado de marrón, cerámicas cuadradas de pequeño formato,
blanca en la cocina, gris en los baños con piezas sanitarias amarillas, y closets de madera. En el sótano del
edificio funcionaba una distribuidora de repuestos para autos de los mismos
propietarios del edificio, quienes también usaban el local comercial de la planta
baja como depósito. Los dueños, italianos, vivían en el último piso, en el penthouse, y uno de sus dos hijos vivía
en el primer piso, en un apartamento que parecía escapado de un videoclip de
MTV, amoblado con un sofá blanco, un bar, una mesa de billar y un televisor gigante.
Los dueños del edificio hablaban
italiano. En el resto de los apartamentos también, salvo en el nuestro
(mientras vivíamos allí se mudó otra pareja joven en el apartamento que quedaba
justo debajo del nuestro). La edad promedio del predio debió haber bajado algo,
quizás unos dos o tres años, tal vez cinco considerando que en todo el edificio
no vivíamos más de 10 personas, cuando
un par de veinteañeros nos mudamos en octubre de 1994 al apartamento pequeño
del cuarto piso. En el apartamento de al lado al nuestro, más grande y con balcón hacia la
Avenida Principal de La Carlota, vivía sola - aunque venía una persona a ayudarla- la señora Cleila, que veíamos bajar todas
las tardes y sentarse en los bancos del bulevar arbolado a conversar con otras
vecinas; que veíamos recibir todas las semanas a su hijo que venía a comer de
vez en cuando; que invitaba a Patricia a tomar café y escuchar cuentos sobre su
esposo fallecido, sobre Italia, sobre los años que tenía en Venezuela.
Habíamos puesto fecha para el
matrimonio unos 4 meses antes de la mudanza, ante la inminencia de una beca y
el consecuente viaje a España a hacer un doctorado en la Politécnica de
Cataluña. Patricia y yo habíamos aplicado a becas en febrero de 1994 junto con
otros 500 aspirantes, ambos habíamos quedado en mayo de ese año dentro de los
100 candidatos preseleccionados en la Embajada de España en Caracas, que tenía previsto
ese año adjudicar 50 becas de estudios de postgrado, pero el desencadenante de
la decisión fue el encuentro en junio de aquel año con un compañero de trabajo
en la Universidad Simón Bolívar, hijo de un alto funcionario de la embajada,
quien me felicitó por mi inminente viaje de estudios a España. Los resultados
de la evaluación de los 500 postulantes
a la beca no eran públicos, en la Embajada de Caracas solo te hacían saber si
habías pasado a la segunda vuelta (y con ello tus papeles viajaban a Madrid
para ser evaluados por otro equipo de la Agencia Española de Cooperación
Internacional), pero este compañero de trabajo, que también estaba aplicando a
una beca de doctorado, tenía aquel día de junio –cortesía de su padre, claro
está- la evaluación con los puntajes obtenidos por los aspirantes. El había
quedado en el puesto 28, un servidor era el segundo en la lista de quinientos
aspirantes ordenados de acuerdo al puntaje asignado a una carpeta que incluía
notas, recomendaciones, curricula y varios ensayos explicando qué temas nos
interesaban, qué aportes harían al país aquellos estudios o el por qué de esa
universidad o ese programa de estudios en particular y de allí la felicitación
anticipada. “Hay 50 becas –me dijo parado en el descanso de la escalera del
edificio de Mecánica y Estudios Urbanos el tipo, que unos años más tarde
terminó vinculado a una trama corrupta del chavismo conformada por varios
excompañeros de trabajo en la USB y fue también, durante una larga temporada, cónsul
de Venezuela en un país nórdico- por más que la evaluación en Madrid se haga
con otros criterios, tu seguro estás entre los 50, tú te vas seguro, tu quedaste de segundo entre quinientos”.
Esa misma
noche pregunté a amigos en España e hice cuentas para ver si en el peor
escenario, con una sola beca, podíamos sobrevivir Patricia y yo en Barcelona. Había vivido en Alcalá de Henares en el 91, pero siempre me habían comentado que vivir en Barcelona era más caro que vivir en Madrid. De allí a decidir la fecha del casorio, entendiendo que, en caso de recibir la
beca, a finales de noviembre debía reportarme en la Politécnica, solo fue cosa de
pocos días.
Dedicamos julio y agosto a
acumular ahorros, sacar papeles y a organizarnos para el viaje. Yo estaba
coordinando un proyecto grande del Banco Mundial cuyo principal atractivo era
que estaba muy bien remunerado y me permitiría hasta octubre o noviembre de
aquel año juntar dinero suficiente para llegar a España con una reserva
suficiente para no pasar trabajo. Decidimos organizar un matrimonio por lo civil
en la Lejarazú, la casa de Patricia en Colinas de Bello Monte, invitando solo a
la familia y los amigos más cercanos. Pero se acabaron las vacaciones de verano
en España y con la entrada de septiembre llegaron a la embajada desde Madrid las noticias de
los resultados de las becas de AECI de aquel año y ni Patricia ni yo estábamos
en la lista de los 50 afortunados (tampoco el compañero de trabajo que me mostró
la lista de la primera evaluación impresa en una hojas de formas continuas, esas que tenían huequitos a
los lados y a las que luego de impresas se le podían desprender los bordes). El
jurado había decidido en España que en los últimos años había otorgado muchas
becas a estudiantes de arquitectura y urbanismo y automáticamente quedamos
excluidos todos los que pretendíamos hacer maestrías (Patricia en la Cátedra
Gaudí) o doctorados en esos temas (yo en servicios públicos urbanos). Pero ya
habíamos puesto fecha y soltado la noticia en la familia, así que seguimos
adelante con el matrimonio y el dinero ahorrado para el viaje sirvió para ponerse
a buscar apartamento y a comprar de manera apresurada algunos enseres
domésticos para una familia en ciernes que tenía muchos libros y discos, tenía un
equipo de sonido Sony que compré con mi primer sueldo de graduado en 1990, tenía
un Fiat Uno CS motor 1500 modelo 1992 que volaba por la Autopista del Este, pero
no tenía ni una lámpara, ni un mueble, ni un plato ni un sartén. Estábamos en septiembre y habíamos fijado la boda para el 20 de octubre.
En los siguientes días compramos
una nevera (que 25 años después todavía es una de las dos que funcionan en casa
de mis padres), una lavadora, una licuadora y un colchón ortopédico tamaño
queen. Yo, como parte del proyecto del Banco Mundial en el que estaba
trabajando, viajé a Margarita en esos días y aproveché de comprar en Rattan un juego de
ollas que 25 años después sigue siendo el juego de ollas de la casa de Caracas
y unos cubiertos Oneida que comparten las gavetas de la cocina de Caracas con otros
comprados años después en IKEA. Media cuadra más allá, en la misma Avenida 4 de
mayo, en Bencamar, compré unos sartenes, un abrelata y una plancha con teflón para
hacer las arepas. También compramos una sanguchera. Mi mamá nos compró un juego
de sábanas con manchas de colores en la Santiago Mariño y me preguntó qué
mueble necesitábamos para la casa, para regalarnos uno a lo que le respondimos que un sofá.
Con el dinero que me dio
mi mamá de regalo compramos un sofá naranja de dos puestos, versión criolla de
un diseño de Florence Knoll de los años 60s y, puestos en el sitio, la tienda
CAPUY de Chacaito, compré la mesa redonda, versión local de un diseño de los
esposos Eames, en la cual me puse a hacer el cheque por la compra del sofá.
Patricia hizo gala de su título de arquitecto recibido ese mismo año en la UCV para
que la mueblería nos diese el 10% de descuento correspondiente. Para acompañar
la mesa redonda, tapa de madera y pata central de acero, Patricia se trajo de la
Lejarazú cuatro taburetes daneses que Alfredo Julio, el papá de Patricia, había
comprado en Capuy 30 años atrás. Yo me traje un televisor pequeño de la casa de
mis padres, en la que había 3 y solo quedaban con mi partida dos personas. En
la pared de la sala colgamos una serigrafía que le compramos a Enrico, el
hermano de Patricia, y la abuela Amanda nos prestó una cocina blanca que ya no
usaba y que creo había sido de su apartamento en La Urbina o de El Silencio. En una pared del cuarto colgué un pequeño cuadro que me regaló el arquitecto Julio Coll Rojas.
El apartamento tenía una sala-comedor
con piso de granito blanco y líneas rojas donde pusimos el sofá naranja y la
mesa con los taburetes bajo una lámpara con estilo de los 60s, que también vino desde la Lejarazú. Ese espacio se iluminaba con un amplio ventanal que
daba al oeste, con vista hacia los tejados de las casas vecinas y en la
distancia a los arboles del Museo del Transporte y el Parque del Este y al
Avila. En el único cuarto, con ventana hacia el sur, hacia la azotea de un
edificio vecino, más bajo, en donde todos los residentes se hablaban en portugués
y hacían unas comilonas los fines de semana en el techo, recién casados el
colchón estuvo como durante un mes en el piso hasta que llegó la cama que
compramos en BIMA, apenas inauguraron esa tienda en Los Chorros, cerca de la
casa de mis padres (de hecho probaron el sistema administrativo de las cajas
con nuestra compra, la primera oficialmente registrada en esa tienda y que
incluyó también una biblioteca de madera que pusimos frente al sofá).
No recuerdo si fue para inaugurar
la nueva casa o fue un evento espontáneo, recién llegados de la primera parte
de la luna de miel por Margarita y Sucre, en nuestro segundo fin de semana de
casados, tuvimos de visita a la familia
que, obviamente, no cabía en los 46 m2, no tenía donde sentarse, los
abrasaba el sol de la tarde (pusimos los cartones que envolvían la nevera
tapando la ventana) y tenía más apetito que las cuatro cosas que teníamos en la
cocina. Cuando se fueron todos, al final de la tarde, desaparecido el caos momentáneo,
Patricia y yo nos quedamos solos en un apartamento silente donde no había absolutamente
nada de comer o beber y las pocas cosas se veían revueltas, nos miramos a la cara y sin decirnos nada cerramos la
puerta y nos fuimos a la pizzería Mr. Pepe, que quedaba cruzando la calle de
enfrente. Nunca tuvimos nuevamente a la vez a toda la familia en este
apartamento.
Como no teníamos teléfono en el
San Vicente y al parecer no había líneas disponibles en la zona, al poco tiempo
de mudarnos compramos nuestro primer celular, que costó más que dos meses de
alquiler y que en realidad usábamos como teléfono fijo. Unos meses después apareció
la línea de la CANTV y comencé a llevarme al trabajo el celular colgado en el
cinturón. Con el paso de los meses el apartamento se fue llenando de plantas y
muebles, cojines y juguetes, avisos de metal en las paredes, algunas de las
cuales cambiaron de color: amarillo claro en la pared de la entrada, amarillo
oscuro, casi marrón, en el espaldar de la cama, que ahora no estaba bajo la
ventana del cuarto, como estaba cuando nos mudamos, sino en la pared opuesta.
Poco a poco fuimos descubriendo
los negocios de la zona. Solía hacer la compra semanal en el Automercado
Victoria del Centro Comercial Los Dos Caminos, pero disfrutaba más ir a comprar
al Automercado París, cruzando la esquina de la casa, con su surtido de
mortadelas y salamis, con sus mozarelas de búfala, con sus latas de aceite de
oliva, con sus botellitas de Campari Soda que yo acumulaba sobre nuestra nevera
Goldstar, con su señora gorda en la caja, que le lanzaba gritos a su hijo, aún más
gordo, detrás de la nevera de la charcutería. La panadería Rocarena, con sus
cachitos de jamón y sus pizzas, sus golfeados y su jugo de naranja natural, con su cola en navidades para comprar el pan de jamón. La
pastelería Doris donde a mi mamá la llamaban los dueños, nada más verla, “la
maestra Carmen”, porque mi mamá fue la que les enseñó a leer a sus dos hijos,
quienes luego heredaron el negocio en el que me compraban las tortas de fresa y
crema batida en mi infancia, y lo mudaron a la Avenida Rómulo Gallegos. En la
esquina comprábamos frutas a dos personajes pintorescos que se hacían llamar
Pixi y Dixi y alguna vez compré empanadas en una arepera que hacía esquina con
la Avenida Francisco de Miranda. Al poco tiempo de mudarnos pusimos unas
cortinas hechas con palitos de madera que nos hizo un muchacho portugués que
vendía cestas y cortinas en la zona y al que llamábamos Joao, pero que en
realidad nunca conocimos más allá de saludarlo cuando pasábamos frente a su
pequeño negocio.
La Rocarena
Patricia se inscribió para estudiar la
maestría en restauración de monumentos en la Central y comenzó a trabajar en
proyectos con su hermano Carlo, por lo que la casa solía estar llena de planos
y cartones, olor a goma UHU y tinta, incluyendo una entrega masiva para la
restauración de la iglesia de Clarines, que era una suerte de proyecto
familiar, porque en el último siglo había sido restaurada dos veces, la primera
vez por el tío-abuelo de Patricia a comienzos del siglo XX, la segunda vez por
su tío 40 años antes. Yo dejé de trabajar en la Universidad Simón Bolívar y
me emplee con uno de mis profesores, Omar Hernández, primero en una
oficina en Sabana Grande, al costado del Gran Café; luego en Chacao, en el
Multicentro Empresarial del Este. Teníamos suficiente trabajo para pagar las
cuentas y vivir con cierta holgura, pero no tanto para que no nos sobrara el
tiempo. No era raro ir a almorzar a la casa cuando Patricia estaba allí (A
veces trabajaba desde la casa, a veces trabajaba desde la oficina de sus
hermanos en Colinas de Bello Monte, la quinta Manoa). Ella manejaba el Fiat
Uno, yo andaba en Metro entre Chacao y Los Dos Caminos.
Lucía nació cuando estábamos cerca
de cumplir año y medio en el edificio San Vicente. De allí salimos una mañana con
el Fiat Uno lleno de cosas rumbo a la clínica en San Bernardino, era el
cumpleaños de Patricia y desde entonces celebramos dos cumpleaños el mismo día,
y volvimos unos días después con una muchacha gordita, blanca, de pelo castaño,
que se bañaba sobre nuestra cama en una bañera plástica y usaba la que había sido mi cuna, que ahora
ocupaba una esquina del único cuarto. Año y medio después del nacimiento de
Lucía nos mudamos para nuestro primer apartamento propio, en Bello Monte, pero
seguimos frecuentando algunos de los negocios de la zona, como la Rocarena y la
Doris, incluso durante un tiempo la barbería Roma de la Avenida Rómulo
Gallegos.
Qué de recuerdos me ha traído tu crónica. yo vivía en Altamira, pero todos los viernes en la noche iba a comer en Mr. Pepe, su maravillosa pasta a la arrabiatta.
ResponderEliminarCompraba mis tortas en la Doris, y hacía mi mercado de carnes en la carnicería italiana que todavía está al final de la Av. Ppal de La Carlota. Siempre me quise mudar a esa zona, pero era dificilísimo conseuir apartamentos allí, pasaban de familia a familia. gracias por la memoria.