Desde siempre tuvo problemas de personalidad. Uno en el día, otro –supuestamente, a decir de Carmen Victoria- en las noches. Uno en el frente, a la luz del sol que lo alumbraba por las tardes desde el oeste, sin puertas y a la vista de todos; otro en el fondo, a oscuras y sin ventanas.
Así fue siempre el Nico, dos en uno.
En la esquina de la 6ta. Transversal de la Avenida El Rosario, su letrero siempre apuntó a lunchería o restaurante, acompañado primero – en los tiempos en los que yo pasaba enfrente en pantalón corto y medias hasta debajo de la rodilla sorteando a los carros y motos subidos a la escasa acera- por el logo azul y rojo de la Pepsi Cola, cuando esta hacía llamarse simplemente Pepsi , y luego con el color característico de la Coca Cola, ya en la época en que a lo largo de la Avenida El Rosario alguien se había encargado de llenarla de piezas de concreto que impedían, al mismo tiempo, que los carros se subieran a las aceras y que los peatones circularan con comodidad. También tuvo un letrero patrocinado por los cigarrillos Belmont, con sus colores blanco y azul. Pero, con independencia del letrero en la fachada, desde que nos mudamos a la calle lateral en julio de 1973, mis padres siempre lo llamaron Bar Nico, como todos los vecinos de la cuadra.
Cuando lo conocí tenía una fachada de cemento recubierto con pintura de aceite y una puerta santamaría larga, que al ser levantada dejaba ver una barra de acero, fórmica y vidrio, techo con figuras de plástico, taburetes giratorios de metal y semicuero y una máquina grande, roja, de hacer café, a la derecha de la fachada.
Cuando a partir de cuarto grado de primaria el señor Amadeo cambió su microbús Mercedes Benz por un autobús Ford con el doble de capacidad y ya no pudo entrar a la estrecha calle donde vivíamos, cada mañana caminaba a 10 para las 6 a esperar el transporte escolar en la esquina de la Avenida El Rosario. A esa hora escuchaba subir la santamaría del Bar Nico, a esa hora a veces alumbrados por el poste todavía estaban algunos clientes de la noche anterior en la esquina.
Los taburetes que hacían fila frente a la barra solían estar llenos al mediodía y en las tardes, ocupados por los obreros de los cercanos depósitos del CADA, de la fábrica de campanas de acero inoxidable que luego fue venta de muebles o algunos otros que caminaban al mediodía desde Boleíta Norte buscando un lugar económico donde comer. Ahí paraba también algún vendedor ambulante de boletos de lotería y el hijo del señor Lorenzo, el del kiosko de periódicos que quedaba cruzando la calle.
En aquella barra servían en las mañanas arepas rellenas y empanadas, también sanguches de panes de aspecto seco y duro, jugos de naranjas recién exprimidas o cuartos o medios litros de jugo, chicha o ricomalt, que salían de una nevera localizada a la izquierda de la fachada, detrás del mostrador. Al mediodía podían verse unas sopas que salían humeantes de la parte de atrás del negocio, siempre con un aspecto viscoso, amarillento en la superficie, y algunos guisos con arroz, recuerdo servidos en platos plásticos – no desechables- de colores. Al final del día se veía poca comida en aquella barra, usualmente había gente bebiéndose alguna cerveza y fumándose un cigarro mientras uno pasaba rumbo al vecino de cuadra supermercado El Centro.
Algunas veces, aún de pantalones cortos y en función de mandadero de mi mamá, me aventuré a comprarme alguna chuchería o un cuarto de litro de jugo pasteurizado de frutas buscando espacio entre quienes ocupaban los taburetes giratorios y alternaban miradas hacia la Avenida El Rosario con otras hacia los portugueses que administraban el negocio desde atrás del mostrador.
Los dueños siempre fueron dos, lusitanos ambos, uno flaco, otro más gordito. Uno de ellos estacionaba todos los días su carro al costado del bar, en la entrada a la 6ta. Transversal, antes de la puerta de la ebanistería de sus compatriotas, antes de la primera mata de mangos de la cuadra, en la acera de enfrente a la casa de los Delgado. En esa fachada lateral había una puerta de hierro que daba a la parte de atrás del bar, por la que sacaban las gaveras vacías de cerveza o por donde se asomaban a fumar hombres y mujeres mientras veían pasar los carros que subían o bajaban por la Avenida El Rosario.
Al costado de la barra de la fachada había una puerta que daba al bar. En algún tiempo tuvo una puerta de vidrio, y en otra época una cortina de cuentas que colgaban y hacían ruido al ser cruzadas por quienes entraban o salían. Por ahí escuchaba salir la música, usualmente salsa y otros ritmos tropicales y, a veces, el sonido de las piezas del dominó cuando golpeaban las mesas.
Nunca crucé la cortina de cuentas. Siempre me imaginé el interior con rockola y mesas de pantry llenas de botellas vacías, con el piso de cemento recubierto de baldosas de vinil, con una barra oscura, con espejos en los que se reflejaban las mujeres que fumaban entre los obreros de la fábrica de Pan Puropán, que iban ahí a gastarse la paga de los viernes.
Alguna vez vino la policía a hacer alguna redada. También más de una vez vi a la patrulla de la PM parada en la esquina y a los ocupantes con una polarcita fría en la mano. Alguna vez se comentó en la cocina de mi casa que algún vecino más cercano a la esquina reseñó algún escándalo de la noche anterior, algún botellazo, algún cliente al que sacaban por no pagar.
Alguna vez me sobrepuse a la mala fama del lugar y me comí parado enfrente, viendo los carros subir y bajar por la Avenida El Rosario, mirando hacia arriba la Silla de Caracas, un helado – en algún momento de la historia vendieron Tío Rico- o una gelatina o un flan de los que venían en vasito plástico, con una tapa de lámina delgada de aluminio desprendible, con un oso o una niña dibujada en el exterior.
En los alrededores del cambio de siglo a uno de los dueños – creo que quedaba el más bajo-le dio por remozar el local y recubrieron la fachada de tablillas de arcilla (de moda entonces entre los nuevos edificios de apartamentos), cambiaron las baldosas de las paredes del interior, eliminaron la fila de taburetes y renovaron los muebles. Así sigue.
Recién he descubierto el interior más de 40 años después a través de las fotos que alguien ha subido al internet. Hay dos televisores viejos para ver el futbol y las mesas tal como las imaginé siempre. No cabe mucha gente dentro. Estando a miles de kilómetros puedo escuchar la música y el ruido de las piezas del dominó al golpear las mesas.
El dueño tiene un carro viejo, uno con motor 8 cilindros americano, de la época en que el país era una potencia petrolera, que sigue parando al cruzar la esquina, junto a la pared lateral del negocio, cerca de la misma mata de mango. También tiene una pickup, creo. La máquina de café desapareció hace años, creo que en la misma época en que se fueron los taburetes. Antes se fueron los depósitos del CADA y las fábricas de Pan Puropán y de las campanas de cocina. De Boleíta ya no bajan obreros a almorzar. Mi madre hace tiempo que no menciona el lugar y mi padre ahora es hasta amigo del dueño, a quien los vecinos de toda la vida saludan como un miembro respetable de la comunidad.
Excelente narración Gonzalo, escribes muy bien esto me alegra por dos motivos: Uno porque increíble el gordito que adoraba cuando chiquito, te conozco desde antes de nacer, es el que escribe y segundo porque hasta ahora conozco la parte interior del bar Nico. La verdad que en mis mas de 50 años que tengo conociéndolo nunca ni en mis mas remotos pensamientos me puse a pensar como es por dentro. Como narras tu eso era tabú y uno pasaba por ahí realmente corriendo. Gracias por traer a mi mente recuerdos de mi estadía en Los Chorros.
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