jueves, 21 de agosto de 2014

El Yaque

Mis vacaciones de niño solían ser en la isla de Margarita, en el oriente venezolano. Cada año, a finales de julio, nada más comenzar las vacaciones escolares y sin regreso hasta bien entrado el mes de septiembre, salíamos de Caracas en un carro lleno de cosas rumbo a Margarita, la tierra de mis padres, y allí se combinaban, en un territorio que abarcaba un radio de una hora de viaje en auto, como máximo, dos mundos paralelos: había una Margarita que apuntaba al mundo exterior, la de las tiendas de la zona franca (y luego el puerto libre), los carros importados, los electrodomésticos de última generación, la ropa de marca, las bebidas y los perfumes, los restaurantes y los turistas ; y otra Margarita, que era la de mis padres, la de los pueblos al margen de los turistas, donde se mezclaba cierta inocencia con algunas miserias, a donde no había llegado - para bien y para mal-, ni por asomo la modernidad. Eran pueblos es los que todavía estaba presente la generación de mis abuelos, con sus costumbres y sus casas, con las imagenes de un mundo que estaba por desaparecer.
 
En los pueblos del norte de la isla, de donde son mis padres, Altagracia (Los Hatos), Santa Ana (El Norte), Tacarigua, Pedro González...se vivía entonces una vida tranquila, silenciosa, lenta, de casas de colores con las puertas abiertas y viejitos meciéndose en sillas de mimbre a las puertas de sus casas, viendo pasar la gente al atardecer, escuchando a los que ofrecían empanadas de carne o de queso blanco o torrejas espolvoreadas con azucar o pan dulce con anís o suspiros o conservas de alguna fruta. Pueblos de botiquines con rockolas y plazas silenciosas sembradas de arbolitos de dividive pintados de blanco hasta la mitad del tronco, de bicicletas y gente caminando por la orilla de la calle, de peleas de gallos, apuestas con barajas (el truco, el ajiley...) y caballos y campeonatos de bolas criollas. Pueblos de bodegas con panes colgados de los techos, jamones en lata y neveras con refrescos helados detras de los mostradores. Pueblos sin teléfonos públicos, salvo en alguna plaza o comisaría, pueblos con pocos televisores, pueblos de apagones frecuentes y lluvias torrenciales alternadas con un calor de infarto, pueblos con racionamiento de agua y de niños jugando en el piso en el frente de las puertas de sus casas. Pueblos de pozos sépticos y tiendas de toda la vida, en las que se ofrecía el ventilador eléctrico, el zapato de cuero, el mantel de plástico y la pieza de tela para coser. Pueblos de señoras que cosen en máquinas Singer o que hacen tortas para vender, pueblos de señores que hacen alpargatas con suela de cauchos de carro o tejen chinchorros de pabilo. Pueblos sin funeraria ni peluquería.

En esos pueblos ibamos a dormir y tambien pásabamos algunos días, sin hacer mucha cosa, buscado frutas en el fondo de la casa, montando bicicleta por las calles, visitando a los familiares, yendo a cazar conejos o a ver un terreno que estaba en venta.

Isla de Margarita
 
Esas estadías en el pueblo eran una suerte de tiempo muerto. Las vacaciones eran realmente en la Playa. Margarita tiene muchas y muy buenas playas y cerca del pueblo de mis padres y mis abuelos hay varias muy buenas, pero cuando era pequeño solían llevarme especialmente a una que quedaba al otro extremo de la isla, cerca de donde está ahora el aeropuerto internacional Santiago Mariño, aeropuerto que cuando comencé a visitar esa playa era solo un proyecto en construcción. La playa El Yaque.
 
Al Yaque se llegaba luego de cruzar la isla de norte a sur y saliendo de los senderos asfaltados, desviándose a la izquierda de la carretera que llevaba hasta Punta de Piedras, donde tomábamos el ferry de regreso a tierra firme. Al Yaque se llegaba en los primeros años 70s circulando por trochas arenosas, por las que andaba con cierta dificultad el Chevrolet Caprice Classic 1970 color vinotinto de mi papá, un carro enorme y espacioso, en cuya maleta metiamos tripas de caucho infladas y cavas de anime con comida y bebidas. Desde sus asientos de tela negra forrados de plástico y a través de sus ventanas eléctricas veiamos a los lados del camino un paisaje árido de cactus y cujíes, de chivos y culebras, de arena y bolsas plásticas, de cercas oxidadas y todas las tonalidades ocres, hasta llegar al caserío de pescadores donde se encontraba la playa. Sabiamos que habiamos llegado cuando nos encontábamos con un letrero grande que rezaba "El Yaque, Sucesión Tovar, prohibida toda clase de construcciones..."
 
 El Yaque había sido una hacienda de cría de chivos a cuya propiedad accedió mi bisabuela Domitila Rojas de Tovar más de 80 años atrás, ejecutando la garantía de un préstamo hecho por mi bisabuelo en los años 20s del siglo pasado. Era un lugar estéril y árido, lejos de todo, cerca de nada. El pueblo más cercano, Los Bagres, a unos 15 minutos en auto, era en mi infancia apenas un caserío de pocas viviendas secas, de ranchos de bahareque y casitas de techos bajos, con calles de tierra, en los tiempos en los que iba a la playa en pantalón corto, con trajes de baño de tela elástica y apliques en forma de ancla y franelas de algodón a rayas. El Yaque estaba lejos de todo, pero colindando, eso si, con un mar azul y calmo, con aguas calidas y casi sin olas y un viento constante que arrastraba por su orilla la arena blanca, no tan fina, de conchas marinas trituradas .
 
El Yaque era entonces un caserío de pescadores, no más de 10 o 15 casas alineadas frente al mar que tenía como fondo la isla de Coche, más otras tantas casas, casi todas de miembros de la familia, primos cercanos y lejanos, casas de playa, ranchos en muchos de los casos. En un extremo, junto a la entrada, estaba la bodega de Clemente, un par de cuartos pintados en dos colores bajo un techo de zinc con una ventana hacia la calle, por donde el viejo Clemente me despachaba latas de leche condensada Bella Holandesa que chupaba a través de dos agujeros en el propio envase, chocolates derretidos y refrescos de uva Grapette y colitas Espartanas frias, que solo podía llevarme lejos de la bodega con la condicón de devolverle la botella. Clemente tenía tambien, cruzando la calle, entre su bodega y el mar, un rancho grande de palma, una estructura de madera y palma seca donde guardaba mi papá el carro de los embates del sol. Al otro extremo del pueblo, donde acababa la playa, pasando las casas de los primos y las casitas de los pescadores, estaba un bar de cierta envergadura, lo que llamaban en Margarita un balneario, un cuarto grande, quizas 200 metros cuadrados, puede ser menos,  con un mostrador para servir cervezas, una rockola que gritaba música a todo volumen, unas matas de coco enano adornadas con banderolas de plástico de alguna marca de cigarros o de cerveza, mesas de madera y cuero sobre un piso de cemento pulido. Era el balneario de El Vigia.
 
Al Yaque de los primeros años 70s no llegaba el asfalto, ni la energía eléctrica. Tenía una planta a gasolina que prendian de a ratos, que nada más caer la noche servía para alumbrar cuatro postes con luces amarillas titilantes. Clemente - que había sido capataz en la vieja hacienda de los Tovar, y por ello recibía con afecto y cierto respeto a mi papá, el nieto de los viejos dueños, que había salido de la Isla a estudiar y había vuelto con carros americanos nuevos, grandes, - tenía la suya para poder enfriar los refrescos y las cervezas y para prender los dos bombillos que alumbraban su casa y la puerta de la bodega. El Vigía, asumo, tendría tambien la suya. Yo al Vigía no iba mucho, mis padres me pedía no me acercara por allá.
 
Además de las nostalgias familiares por un pasado lejano, al Yaque me llevaban por las caracteristicas muy particulares de esa playa: es muy poco profunda (el niño que era podia caminar 20 o 30 metros desde la orilla, mar adentro, sin que el nivel del agua llegara a sobrepasarme el pecho), no tiene olas ni corrientes fuertes, el agua es caliente y completamente cristalina. Entonces se podían ver estrellas anaranjadas con cinco puntas y erizos verdes con muchas espinas. No se si quedará alguno. Para llevar a un niño de 5 años a la playa, este era un lugar perfecto, sin los riesgos de las playas del norte de la isla, con sus olas y sus remolinos, sin las aglemeraciones de las playas a las que llegaban las carreteras asfaltadas, con las personas amontonándose en la arena.
 
Mi mamá no me dejaba bañarme sin una franela, para que no me quemara la espalda, para que luego pudiese dormir en la noche y no sintiese ni la fiebre ni las molestias de los insolados y me untaba todo de unas cremas rosadas coopertone, que al contacto con la arena que movia de oeste a este el viento sobre la orilla de la playa,  me convertían en una suerte de milanesa ambulante, gordita y blanca.

A veces ibamos solos. A veces con amigos de mis padres y sus hijos. A veces con el padrino de mi hermano y sus hijos. pero muchas veces solos, por lo que me acostumbré a pasar esos días haciendo construcciones en la arena o flotando sobre el agua cálida, sin temor, sabiendo que el fondo del mar estaba a muy poca distancia.

La zona donde alguna vez estuvo El Vigía
 
Pasaron los años de la infancia y llegaron los del bachillerato. En ese trasitar el viejo clemente murió algún día sin que yo me enterara y comenzamos a ir a la casa de una de las primas de mi papá, donde había baño y cocina, y una parrillera y un techo de asbesto bajo el cual bebía whiskey escoses mi papá, y mi mamá nos miraba caminar por la orilla de la playa o bañarnos bajo el sol. Ya estaba funcionando el aeropuerto y habían construido una carretera asfaltada, con la que llegó la luz eléctrica. Tambien habían comenzado a aparecer más casas cerca de la playa y aparecieron nuevos dueños de los terrenos, con el concurso de jueces y notarios de dudosa moralidad, según se comentaba, y con la complicidad de una familia extensa, con dificultades para ponerse de acuerdo en nada.
 
Entonces se descubrió, ya en los años 80s, que las aguas tranquilas y poco profundas, pero con un viento constante durante todos los días de todo el año de la Playa El Yaque la hacían un sitio excepcional para el windsurf (y luego para el kite) y entonces comenzaron a llegar los turistas que rechazaban antes estas playas por su poca profundidad, por su falta de un marco escénico de cocoteros, por la ausencia de servicios, y llegaron los vendedores de comida, los fabricantes de hielo, los hoteleros, las escuelas de surf, las discotecas y las tiendas. Y entonces la playa solitaria, la playa de las huevas de pescado y las lisas saladas secándose al sol se encontró llena de gente, comenzaron a sembrarle palmeras, comenzaron a construirle hoteles y casas vacacionales, y se llenó de musica y carros en todas su calles, que ahora eran varias, y nunca más volvió a ser la misma.

El Yaque
 
Si uno va ahora a El Yaque, se encontrará un sitio al cual van expresamente turistas de distintos paises, gentes que van a Margarita desde Europa para quedarse a dormir allí,  practicar el windsurf dia tras día en El Yaque, a 15 minutos del aeropuerto, y no en los hoteles de Porlamar o Pampatar. El Yaque se ha convertido desde hace unos 20 años en un lugar donde se  celebran pruebas válidas para el campeonato mundial de windsurf (una de las 3 mejores playas del mundo para ese deporte, según los entendidos) y campeonatos internacionales, donde hay escuelas para la tabla y hoteles, edificios de apartamentos, restaurantes y posadas, bares y tiendas con aire acondicionado. Seguramente un lugar mejor que el que yo conocí, con sus casas sin baño, con su calle de tierra, con la imposibilidad de salir de allí cuando llovía. Cuando he ido despues, incluso alguna vez he tenido que devolverme, por no encontrar donde sentarme.
 
Hasta comienzos de los 80s estuvo el letrero de la sucesión Tovar. Clemente debe estar en el viejo cementerio que quedaba cerca de El Vigía. No lo se a ciencia cierta. Lo que fue El Vigía está ahora rodeado de otros negocios, más grandes, más modernos, que alquilan sillas, tienen música a todo volumen y han delimitado el espacio en la arena como un reparto de territorios comerciales. El mar de vez en cuando cobra revancha y la franja de arena se hace más grande o casi desaparece, según se muestren los tiempos. ´Cuando era niño, dependiendo del año, a veces había una gran franja de arena, otra vez el mar golpeaba suavemente los muros de las casas. Con los años y el boom de turismo en El Yaque la franja de arena ganó terreno, por un tiempo, y luego ha retrocedido a como yo la recordaba de niño, amenazando los negocios que han ocupado la costa. Todavía se ven algunos peñeros, algunos barquitos, pocos, muy pocos, pero básicamente lo que se ven son velas de tablas de windsurf. Alejándose del mar, el pueblo sigue terminando en los cactus y yaques adornados con bolsas plásticas en proceso de degradación. Mis padres, que llegan a dormir al norte de la isla, siguen llevando a sus nietos a esas aguas poco profundas, a esa playa de aguas calientes y arena de conchas molidas, que queda al otro extremo de la isla.

El Yaque al atardecer
 
 
   

No hay comentarios:

Publicar un comentario