Nunca tuvimos tanto espacio. Nueve metros más que el Altolar, y
todos techados, sin escaleras ni terrazas. 19 metros techados más que en Miraflores. 20 metros más que en Higuereta. Igual, en poco menos de dos años, ya
lo llenamos.
Nunca estrenamos un edificio. En este apartamento todo es
nuevo, llegamos cuando todavía los obreros estaban terminando las áreas comunes
y los otros seis apartamentos del edificio, cuando todavía no había lámparas, ni
cortinas ni calentador de agua. En el 501 vivimos los padres, en el 502
nuestros hijos, lo de la doble numeración ha sido objeto de chistes desde el
primer día, desde que fue evidente que la constructora se puso a vender apartamentos en planos y los numeró mecánicamente, sin pensar.
Un pasillo largo nos comunica, es un solo apartamento, amenazado de
ser separado en dos por una puerta que no existe. Somos la única puerta al
salir del ascensor en el quinto piso, que en realidad es el cuarto para los que
contamos los pisos en Lima con mirada venezolana.
Todo es blanco. Las paredes, los techos, los gabinetes de la cocina, los
gabinetes de los baños, el sótano de estacionamiento.
Si uno se asoma por las ventanas que dan a la calle, a tres
cuadras por encima de los techos de las casas vecinas, hay un tanque de agua, grande, de concreto. Lo
vemos desde la cocina y la sala, lo vemos desde el cuarto principal, lo vemos
por la ventana de la escalera cuando esperamos el ascensor.
En la entrada, al costado de la calle, entre las dos
entradas de los garajes hay un cepillo (Calistemo le dicen en Lima, Callistemon Citrinus es su nombre científico) donde antes hubo un pino, que murió
atropellado por un camión ¿sería el mismo camión el que lo volvió a pisar al
día siguiente?
El cepillo lo trajimos desde Lurín, no encontramos uno más
cerca, aunque fuimos a buscarlo a varios viveros de Lima. Patricia quería una acacia
flamboyant, como la que está en la acera de enfrente, en la puerta de una casa,
cruzando la calle. A ella las acacias le recuerdan Las Mercedes, Colinas de
Bello Monte, con sus flores anaranjadas, aunque en Lima en alguna época del
año, cuando el invierno se hace más fuerte con su humedad y sus cielos grises,
pierden por completo las hojas y parecen una maraña de ramas secas. A mí el
cepillo, con sus flores rojas como cepillos de limpiar botellas me recuerda San
Bernardino cuando me llevaban al pediatra. Nuestro cepillo era un arbolito
pequeño que cabía dentro del carro, en la maleta. Ahora mide dos metros de alto
y esta primavera se llenó de flores rojas y de pájaros que venían a posarse en
ellas.
Me gustaría pensar que seguirá creciendo, que alguien lo regará.
Que se llenará de hojas verde claro y florecerá con cientos de pequeños
cepillos rojos cuando nosotros ya no estemos en esta calle, en esta ciudad, en
este país.
Quedan como noventa cuotas por pagar.
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