Higuereta fue siempre un lugar de
paso, una solución más o menos apresurada en un contexto de cambios. Había
cambiado de trabajo y debía dejar el apartamento vinculado a mi empleo
anterior. Decidimos buscar tierra adentro, lejos de la costa de Miraflores y al
adentrarnos en Lima encontramos un territorio donde, a diferencia de nuestro
alojamiento anterior, era raro ver a algún extranjero. Dejamos de tropezarnos
en el ascensor con venezolanos, norteamericanos o franceses para mudarnos a un
edificio nuevo, un apartamento de estreno, terminado de construir hace pocos
meses, donde, si se escapaba algún olor, era siempre en código de lomo saltado o
causa limeña. Donde la música que se escapaba por las ventanas de las cocinas
vecinas evocaba a canción criolla. Los raros éramos nosotros.
Higuereta es una urbanización
desarrollada en los años 60s sobre terrenos de una antigua hacienda en la que
se producían vinos, se criaba ganado y se vendía leche. El antiguo propietario
de la hacienda da su nombre a una avenida cercana y al colegio público que está
en una esquina de esa avenida. Originalmente un desarrollo periférico de
viviendas unifamiliares con jardín, con los años ha quedado absorbida por la
ciudad que ha crecido mucho más allá de estos lares. En años recientes, las
casas han comenzado a ser sustituidas por edificios de hasta 5 plantas, esa es
la máxima altura permitida por las normas municipales en este sector. A uno de
esos nuevos edificios, ubicado en una esquina, nos mudamos luego de vivir 3
años en Perú.
El apartamento de Higuereta fue
un apartamento cómodo, funcional, en el cual entraba la brisa por el amplio
ventanal de la ventana y se colaba la luz sobre la mesa gris del cuarto que
Patricia llenó con orquídeas. Era un edificio pequeño, solo 10 apartamentos, de
los cuales un tercio estaba desocupado a nuestra llegada y seguía así cuando
nos fuimos, con los letreros de se vende en la fachada, colgados allí desde la
culminación del edificio un año antes de nuestra mudanza. Tenía un parque
grande y arbolado cerca, a una cuadra, en el cual llevábamos al perro de la
casa a socializar con sus congéneres y una avenida enfrente, con una isla
central ancha y arbolada a la que llevábamos al perro cuando caminar una cuadra
hasta el parque nos parecía por razones de tiempo o clima una opción poco
interesante.
Cuesta encontrar hechos para
destacar asociados a esta casa. Los inviernos fueron suaves, los veranos
pasajeros. Hizo siempre menos frío y menos calor que en el apartamento de
Miraflores. Allí vimos salir a Lucía rumbo a España y la vimos volver ocho meses
después, luego de haber culminado sus estudios en Madrid. Allí vimos crecer a
Diego y a Teresa hasta cambiar la imagen con la que habían llegado al Perú.
Si debo quedarme con alguna
anécdota, alguna cosa para recordar, tendría que decir que la calle lateral,
hacia donde daban las ventanas de nuestro apartamento, se llama Jirón Asturias
y el parque cercano al que iba en las noches a pasear al perro de Lucía se
llama La Coruña (todas las calles y parques de la urbanización tienen nombres
que hacen referencia a España). Ello no influyó en la escogencia de este
apartamento para mudarnos, Patricia decidió basada en el diseño de la planta,
la comodidad de los espacios, la ubicación del edificio respecto al sol. Cuando
yo fui a verlo, al leer los nombres de las calles me sentí en casa y, ya mudados
allí con nuestras cosas, los nombres Asturias y La Coruña, como no, me trasladaban
al Puerto La Cruz de tres décadas atrás. Imposible no pensar en Geli y Pepiño
con aquellos nombres a nuestro alrededor. Imposible pensar que en ese lugar
alguien nos estaba cuidando.
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