1. El Primogénito
Los hermanos Issa –ingenieros
ambos- construyeron un edificio alto al que pusieron su apellido por nombre
hace cerca de 60 años y según mi mamá uno de ellos se mudó al penthouse al menos hasta el final de los
años 60s o comienzos de los 70s. Inmerso en esa colcha de retazos que es el
norte del centro de Caracas, en medio de una mezcla de lo viejo, lo moderno y
lo nuevo, desde el edificio Issa podían verse las torres de El Silencio, el Ávila
y los edificios a su alrededor, en su mayoría, en aquella época, más bajos.
Ubicado lejos de la calle y al costado de una quebrada, a medio camino entre la
Avenida Urdaneta, el Panteón Nacional y la Avenida Fuerzas Armadas, aquí queda
el apartamento que fue la primera vivienda propia de mis padres. En Margarita,
a la primera propiedad familiar solían bautizarla como El Primogénito, para
diferenciarla de otros terrenos y casas. Así se llamaban terrenos de la familia
de mis abuelos paternos y maternos. Luego que nosotros lo dejamos, en este
apartamento vivió un tiempo mi abuela, allí han vivido mis tíos y primos. Cábala,
apego o inercia, mis padres no han querido venderlo nunca.
Desde allí salieron mis padres a
celebrar una fiesta de graduación por Los Rosales la noche del último terremoto
de Caracas en los lejanos 60s y al llegar al guateque, luego de atribuirle los
gritos en la calle a los bares de la Avenida Nueva Granada, recién pudieron enterarse
de lo ocurrido y regresar. Al edificio lo encontraron vacío y con los muebles
revueltos, con toda la vecindad esperando pasar el susto a dos cuadras de allí,
en la plaza de Las Mercedes, cerca del antiguo Puesto de Salas. Mi mamá todavía
guarda el único zapato con el que me encontró esa noche en la plaza, más de una
vez me lo ha ofrecido para ponerlo de adorno en el retrovisor del carro.
Esquina Las Ibarras, Avenida Urdaneta. Fuente página Venebuses, fotógrafo desconocido
El mundo, entonces, hasta que
cumplí 5 años y nos mudamos de allí, eran cuatro calles del centro y el puñado
de edificios contenidos en esa cuadrícula, un mundo delimitado al sur por el
aviso del Dr. Scholl donde una señora
arrugaba la cara porque le dolían los pies, que estaba en la esquina de Las Ibarras al llegar
a la avenida Urdaneta; al norte por el Santa Teresita del Niño Jesús, en donde
en el baile del preescolar fui una mañana un ratón vaquero “que sacó su pistola
y se quitó el sombrero”; por el estacionamiento mecánico que me maravillaba
como un monstruo gigante a pocos metros de la esquina de Canónigos, en donde la
calle tenía una cuesta pronunciada; por
el templo de los masones al que sigo llamando décadas después como lo llamaba
de niño, “templo amazónico”.
Templo Masónico de Caracas
Enfrente al Issa hubo un edificio
blanco con gestos art decó de unas 4 plantas con balcones, el cuál veía desde
arriba al asomarme en las ventanas de nuestro apartamento. En la planta baja de
ese edificio, que llegaba desde el borde de la quebrada hasta la esquina de Santa
Bárbara, se sucedían los locales comerciales poblados de españoles, italianos y
portugueses: la quincalla, la ferretería, el barbero, el pescadero, el
carnicero, el botiquín. Allí enfrente vendían carritos Machtbox y Majorette, mi
máxima aspiración en esos tiempos en los que al final de la tarde el horizonte
era la entonces nueva torre del Banco Central y la grúa que ayudó a levantarla.
Este edificio blanco fue demolido hace como 30 años, iba a ser sustituido por una
torre, que no llegó a construirse nunca.
Luego de mudarnos en 1973, mis
padres siguieron frecuentando durante años estas cuatro cuadras, siguieron
visitando los comercios de la zona. De allí era el televisor Siera en el que veía todas las tardes al
llegar del colegio El Zorro, Perdidos en el Espacio y Meteoro, de ahí era el
pickup en caja de madera donde mi papá ponía discos de la Billos, de ahí eran
las ollas con tapa roja de aluminio que fueron a parar a la casa de Margarita,
de ahí los vasos de aluminio Magefesa
que todavía guardan en la nevera en la casa de mis padres, de ahí los dulces de
la pastelería italiana decorada con mármol negro, apliques dorados y letras
verdes de neón en la vidriera, de ahí las monturas de los cuadros de la casa de
Los Chorros, de ahí el traje verde (¿o era gris?, recuerdo que el sastre me
hizo dos en esa oportunidad) que me hicieron para graduarme en la universidad,
casi 20 años después de salir con nuestras cosas rumbo a la Paraguachoa.
2. Paraguachoa
Luego del nacimiento de mi
hermano a finales de 1969 mis padres querían una casa más grande, con un cuarto
para cada uno de los hijos, y se pusieron a buscar, en principio, apartamento. Eran
los primeros años 70s. Miraron, que yo recuerde, que los acompañaba a las
visitas vestido de pantalón por la rodilla y botas de cuero peludas, opciones
por El Paraíso, la Avenida Libertador, Los Ruices, El Marques y San Bernardino,
pero finalmente se decidieron por la casa de al lado de aquella en la que
habían celebrado su matrimonio unos años antes, la casa de mi madrina Dora, en
Los Chorros.
Cuando acordaron la compra venta
con los Alcalá, antiguos propietarios de la casa desde su construcción a
comienzos de los años 60s y viejos conocidos de mi familia, mi papá mandó a
hacer por Chacao un aviso de hierro en letras cursivas para ponerlo encima de
la puerta del estacionamiento y bautizó a su nuevo hogar con el mismo nombre
que dieron los indios guaiqueríes a la Isla de Margarita. “Abundancia de peces”,
decía mi padre que significaba aquel nombre a todo el que le preguntaba. Allí
sigue ese trozo de metal fundido, atornillado a la reja, casi 50 años después.
La Paraguachoa es una casa de dos
plantas de techo plano de concreto con alero, con jardín trasero con juego de
muebles de metal blanco y cojines plásticos de flores, patio interno de piso
rojo y jardinera perimétrica, garaje de ladrillos naranjas al que durante años “curaron”
con gasoil, balcón que miraba a la calle y al jardín y al Ávila y pisos de
granito blanco con líneas divisorias rojas, a donde nos mudamos justamente
cuando yo iba a empezar la primaria y en el medio oriente los árabes e
israelíes hacían lo suyo para que el precio del petróleo se disparara y en
Venezuela comenzara a llover dinero por todos lados. Mi papá siempre dijo que
la habíamos comprado justo antes de que subieran los precios y que al poco
tiempo valía mucho más que lo que él había pagado, o se había comprometido a
pagarle al banco por los siguientes 20 años, “fiao hasta un vapor” decía siempre
mi bisabuelo –me cuentan- y todas las generaciones de la familia Tovar hemos
seguido repitiendo ese mantra margariteño hasta el día de hoy.
La casa tiene un estilo típico de
la época en que fue construida, pensada a finales de los 50s, construida en los primeros 60s, con un diseño racional
como parte de un conjunto de casas que repetían el mismo diseño a lo largo de
una cuadra, racionalidad con techo plano de concreto adornada con bloques
calados en la cocina, el lavadero y la escalera, grandes ventanales corredizos de
vidrio en los extremos de la sala conectando los espacios abiertos de la
parcela, ventanas macuto de aluminio y baños con piezas “Standard
de luxe” de colores haciendo juego con las baldosas de las paredes. Los
Alcalá le habían hecho varias transformaciones al diseño original de la casa en
la década que habían vivido allí: la terraza grande del segundo piso que
todavía ostentaba entonces la casa vecina donde vivían el ingeniero Carreño y
su esposa, la señora. Carmen, la bibliotecaria de mi colegio Santiago de León, la
habían cerrado y convertido en el cuarto principal; habían techado el garaje generando
una terraza encima a la que se llegaba abriendo una puerta corrediza de vidrio
en el cuarto principal, terraza a la que siempre llamamos “el balcón”, con
vistas hacia el norte y el sur, hacia los techos de otras casas y las matas de
mango al sur, y hacia el Ávila y el jardín al norte; habían eliminado el césped
del garaje, pavimentando toda la superficie y habían integrado los espacios
inicialmente de la cocina y el lavadero tumbando la pared medianera, para
generar una cocina el doble de grande a la del diseño original de la casa,
sacando el lavadero hacia el patio contiguo, patio originalmente ajardinado –
como el de la señora Carmen, donde crecía un granado cuyos frutos caían cada
año para mi casa- que también pavimentaron con piso de terracota roja. Mi mamá
aprovechó todo ese espacio de la cocina ampliada un tiempo después de mudarnos metiendo
en medio una mesa redonda de fibra de vidrio y fórmica con unas sillas curvilíneas
de fibra de vidrio, compradas en una fábrica de El Llanito a donde recuerdo
haberla acompañado, mesa y sillas imitación de las que diseñó Saarinen para Knoll en los 50s., todo a juego con los
nuevos gabinetes que mis padres mandaron a hacer para la cocina, combinado de
naranja con blanco. Recuerdo haber acompañado a mis padres a un taller de carpintería
que les recomendaron, un galpón al final de una calle ciega, un poco más allá
de El Marques y antes de llegar a Petare, donde entre una nube de aserrín esperamos
a que el dueño del negocio nos atendiera,
porque al llegar al galpón lleno de máquinas, muebles a medio hacer y piezas de
fórmica estaba atendiendo a otro cliente, uno que no se me olvidó porque
conocía su cara de tanto verlo en televisión anunciando nuevos autobuses o
ambulancias para Caracas, el gobernador Diego Arria. El carpintero prometió ese
día de mediados de los años 70s que esos muebles iban a durar para toda la vida
y, visto lo visto, habría que decir que desde San Pedro para acá no se ha
conocido otro de su gremio más cumplido y certero con sus predicciones.
En la Paraguachoa estaba mi mamá,
a los pocos meses de mudarnos, cuando la llamaron de la casa vecina a través
del muro medianero – no había teléfono cuando nos mudamos y no hubo por un
tiempo largo, las líneas telefónicas eran escasas entonces y los antiguos
propietarios se habían llevado la suya- para avisarle que habían dicho en Radio
Rumbos que mi papá estaba entre los fallecidos de un accidente de tránsito
ocurrido en la Autopista del Este. Mi papá había llamado, afortunadamente, unos
minutos antes del anuncio en la radio para avisar que estaba bien, un poco
aturdido y golpeado, con una cortada en la frente, pero vivo y sin ningún hueso
roto, luego de que un Opel Manta saltara la defensa central de la autopista por
estar viendo los aviones aterrizar en La Carlota e involucrar en un choque
múltiple a un Jeep del Ministerio de
Obras Públicas, un camión de la Pepsicola y al Chevrolet Caprice Classic color vinotinto 1970 de mi papá, que
recibió un golpe del camión y comenzó a dar vueltas hasta estrellarse, justo a
la altura de la puerta del conductor, contra un poste de luz al costado de
donde entonces comenzaban a construir el futuro Centro Ciudad Comercial
Tamanaco, el más grande centro comercial de América Latina.
Chevy Caprice 1970
El Caprice 70 sorprendentemente sobrevivió al impacto y luego de un
par de meses en el taller y del enderezado del chasis, volvió a rodar; en él
bajaba mi papá los sábados en la mañana hasta el mercado al costado del puerto
de La Guaira y volvía a la casa con pescado fresco antes del mediodía, luego de
visitar a mi tío en Catia La Mar. Otros sábados iba al hipódromo temprano en la
mañana y visitaba las caballerizas en las que tenía conocidos. Mi papá iba buscando
algún dato para las carreras del fin de semana. Yo no solía acompañarlo a La
Guaira, pero sí al hipódromo, me gustaba ver los caballos, el ambiente de las
caballerizas y me gustaban las arepas con queso amarillo que nos comíamos en la
cafetería cercana a la clínica veterinaria del hipódromo. Saliendo de las
caballerizas del Hipódromo La Rinconada solíamos pasar por el mercado de Coche
y llegábamos a la casa con un saco de naranjas para jugo que bebíamos a lo
largo de la semana siguiente.
Un sábado de mediados de 1974 mi
papá bajó a comprar pescado a La Guaira como acostumbraba, pero regresó un poco
más tarde de lo usual. Saliendo del mercado dejó el Caprice 70 como cuota inicial en la misma agencia donde lo había
comprado 4 años antes, Veneauto, cerca del mercado de Pariata, y regresó a la
casa en un Chevrolet Caprice Classic
1974, blanco con techo de vinyl negro, al que por décadas mi papá llamó “La
Lancha Nueva Esparta” y nosotros, sus hijos, que aprendimos en la década
siguiente a manejar en ese palacio sobre ruedas con motor 8 cilindros,
simplemente, “la lancha”. La lancha ocupó, un tiempo a solas, un tiempo
compartido con otros carros, el garage de la Paraguachoa hasta el nuevo
milenio y mi papá, que ya entrado en los 80s ha dejado de manejar recientemente,
sigue pensando que los carros de ahora no son como los de antes y que ninguno
de los carros que tuvo salió tan bueno como la lancha, uno de los últimos
carros ensamblados en la vieja planta de General Motors de Antímano, antes de
mudarse esta empresa a la fábrica de Valencia que cerraron hace pocos años.
Chevy Caprice Classic 1974
La Paraguachoa es la casa donde
he vivido más años en mi vida. Viví en ella desde 1973 hasta 1994, con
excepción de los 3 meses que me mudé con Valerie y Mabel para terminar el
último trimestre de carrera a finales de los 80s y el año que me fui a estudiar
a Alcalá de Henares a comienzos de los 90s, además de los, al menos, dos meses
que pasábamos en Margarita cada año, en la casa de El Copey, por lo menos hasta mediados de los 80s. En
esos años la casa cambió bastante, más entre los 70s y los 90s y un poco menos
vertiginosamente en el nuevo milenio. Mis padres sufrían de la necesidad
compulsiva de andar inventando demoliciones, ampliaciones y remodelaciones cada
cierto tiempo, se necesitaran o no. Pero todos esos cambios – ventanas,
acabados de los baños, jardineras, techos, rejas, escaleras de caracol,
barandas en el techo, depósitos, recubrimiento de paredes- no la han cambiando sustancialmente, sigue
siendo la casa de diseño racionalista, grandes ventanales en la sala, pisos de
granito blanco, solo ahora más silente, con menos movimiento, en un eterno
domingo por la tarde.
El jardín, originalmente una extensión de grama bajo el sol con un árbol de mango en un rincón ha visto crecer árboles y los ha visto desaparecer, pero desde hace décadas dejó su enfoque ornamental y ha visto como los árboles de manga, guanábana, jobo de la India, cereza y en estos últimos años de aguacate asumen el protagonismo de un espacio que en el pasado tuvo morrocoyes y loros, perros e iguanas y hoy es un patio en el que apenas entra el sol, en el que llega el agua con suerte una vez a la semana, un lugar silente, sin movimiento, al que solo se acercan algunos pájaros y uno que otro gato realengo.
El jardín, originalmente una extensión de grama bajo el sol con un árbol de mango en un rincón ha visto crecer árboles y los ha visto desaparecer, pero desde hace décadas dejó su enfoque ornamental y ha visto como los árboles de manga, guanábana, jobo de la India, cereza y en estos últimos años de aguacate asumen el protagonismo de un espacio que en el pasado tuvo morrocoyes y loros, perros e iguanas y hoy es un patio en el que apenas entra el sol, en el que llega el agua con suerte una vez a la semana, un lugar silente, sin movimiento, al que solo se acercan algunos pájaros y uno que otro gato realengo.
Los vecinos de la calle en la que
jugaba pelotica de goma han envejecido, algunos han muerto. Mi madrina, ya rondando
los noventas, sigue viviendo en la casa de al lado, al otro lado sigue estando
la familia Carreño, aunque la señora Carmen ya no esté. El perfil de la calle
no ha cambiado mucho, más muros y rejas, menos árboles, algunos jardines
transformados en garajes, pero sigue siendo una calle angosta con acera de un
solo lado, rodeada de casas y algunos pocos edificios bajos. La biblioteca pública
de la calle paralela cerró hace más 30 años. También el supermercado El Centro
y la herrería y la quincalla de la señora María y el kiosko del señor Lorenzo. Solo el barbero italiano, Vito, y el ebanista portugués seguían ahí la última vez que estuve de visita. Ninguno de los amigos vive por el sector. Yo me fui con mi
maleta la tarde del día en que me casé con Patricia, dejando un cuarto lleno de cosas, y
ya no volví a la Paraguachoa sino de visita, la última vez en febrero pasado.
El Ávila desde Los Chorros
Cuando en Lima el gris aturde y
el ruido y las presiones hacen mella en el ánimo y quiero recordar un momento
de paz, un espacio de relajación, una sensación de seguridad, suelo pensar en
la vista desde el techo de la Paraguachoa al atardecer, el Ávila dorado y verde
sobre el cielo azul y amarillo, con el ruido de las ramas de los árboles moviéndose
por la brisa y algunos ecos remotos provenientes de la Cota Mil.
Continuará.....
¡Muy bueno, Gonzalo! ¡Qué memoria tienes! Recuerdo tu casa, fui una sola vez, creo. Y recuerdo que era muy agradable y silenciosa. Para mí, que vivía en Avda. ppal de Cumbres de Curumo, tu casa era un oasis de paz. Un fuerte abrazo !
ResponderEliminarHola Pierre! que bueno leerte por aquí. Yo tambien recuerdo tu casa de Cumbres, recuerdo el tapiz que tenía en la entrada sobre una pared forrada en madera (ese tapiz creo que era de la tía de Patricia, Lourdes Armas) y recuerdo por supuesto el Toyota Celica de tu papá. Acá en Lima, por alguna razón, todavía veo de vez en cuando carros de ese mismo modelo y cuando me los tropiezo digo siempre, como el carro del papá de Pierre...un abrazo
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