Comenzamos a buscar una nueva
casa cuando vimos que estábamos por terminar de pagar el crédito del apartamento
de Bello Monte. Sí se puede, dije. Vendemos este y damos eso de inicial y
seguimos pagando un crédito como hemos estado pagando hasta ahora. Fiao
hasta un vapor, decía mi bisabuelo. ¡Un
balcón para poner mis matas! Un edificio
más pequeño que este. Un apartamento al
que no le pegue todo el sol de la tarde, que no se caliente tanto. Un cuarto más para poner más cosas. Una cocina más grande, que sea más cómoda.
¡Un apartamento en Colinas de Bello
Monte, cerca de casa de mi mamá! Con esos criterios nos pusimos a buscar,
bueno, en realidad Patricia se puso a buscar y cada vez que veía por internet
algún apartamento que le interesaba venía a mí con el planteamiento. Durante
algunas semanas no avanzamos mucho, ella hacía de interesada agente
inmobiliaria buscando apartamentos con terraza o balcón en Colinas de Bello
Monte y yo hacía sistemáticamente de aguafiestas. Cada vez que Patricia se me
acercaba con una propuesta, inmediatamente, en frente suyo, sacaba la cuenta: anja!, este lo podemos vender en tanto,
tenemos tanto en el banco y tendríamos que pedir un crédito de tanto más…las
cuotas nos quedaría en tanto…ummm, no se puede, este es muy caro. Tienes que
conseguir uno más barato, de máximo tanto…
Pasadas varias semanas de esta
misma dinámica, Patricia abandonó la búsqueda, convencida de que todos los
apartamentos que le gustaban eran demasiado caros para nuestro presupuesto y
que los que podíamos pagar no le representaban una mejora significativa respecto
a donde estábamos. Para mudarme a ese,
mejor nos quedamos aquí. Entonces yo tomé la posta.
Como era el primero al que pasaba
buscando el transporte del Señor Amadeo para ir al Colegio Santiago de León de
Caracas y mi mamá era fiel practicante de la filosofía según la cual el que se
despierta temprano coje agua clara y, además, uno no debe salir a la calle sin
haber comido previamente en su casa, me paraban todos los días, desde el
comienzo de la educación primaria, a las 5 de la mañana en punto, con tiempo
suficiente para lavarse, ir al baño, vestirse y desayunar. Cada día mi mamá
alargaba su margariteño brazo dentro de mi cuarto y encendía la luz de la lámpara,
una que parecía el foco redondo de un carro, e iluminado directamente por aquella
luz que parecía para interrogatorios policiales, saltaba de la cama a pasar por
el baño, vestirme y bajar a comerme algo antes de salir a la calle y caminar una
cuadra para esperar el autobús Ford amarillo del Señor Amadeo (Amadeo tenía,
cuando entré al colegio, un microbús Mercedes Benz, primero azul, luego
amarillo, pero cuando lo cambió por un bus Ford más grande, estando yo en
tercero de primaria, no podía dar la vuelta en mi calle y debíamos ir a
esperarlo en la esquina). Educado con semejante rutina, hasta el día de hoy, no
importa si es laborable o feriado, día de semana o sábado o domingo, si me
acuesto tarde o temprano, a eso de las 5 de la mañana me es imposible dormir.
Patricia tiene un ritmo contrario, o lo podríamos llamar complementario si fuésemos
a cubrir turnos. Ella se acuesta y se despierta tarde, yo me duermo temprano y
me despierto temprano. La felicidad es una carrera de relevos.
El tema viene al caso porque los
sábados me levantaba a primera hora del día mientras todos en la casa dormían.
Antes de que se levantaran podía darme un baño, leer o ver algo por internet,
escuchar música con los audífonos, bajar a buscar empanadas o cachitos de jamón
y, en la época de este relato, me puse a buscar por internet la nueva casa. Uno
de los primeros días que me puse en esta tarea encontré un aviso que me interesó
en un edificio que yo no conocía personalmente, pero del cual había leído y
visto fotografías y del cual Patricia me había hablado muchas veces. Era su
idea del tipo de edificio donde quería vivir. El apartamento que ofrecían
estaba desocupado y, a juzgar por las fotos, necesitaba inversión para poder
ocuparse. La cocina era un cuarto vacío, sin gabinetes y con las paredes
cubiertas por cerámicas blancas en mal estado. Los baños se veían antiguos y
faltos de mantenimiento. Daba la impresión de haber estado abandonado u ocupado
por inquilinos sin consideración o por dueños sin capacidad de inversión. Hablamos
de un apartamento con, entonces, más de 40 años de antigüedad. Pero estaba en
el edificio adecuado, en el sitio adecuado, tenía 60 m2 más que el apartamento
de Bello Monte, dos balcones y el precio, luego de un rápido ejercicio, calzó
en mi estimación de lo que podríamos pagar metiéndonos en un nuevo crédito
hipotecario.
No esperé a que Patricia se
despertara y fui a avisarle de inmediato al cuarto. Me ignoró sin despegar la
cara de la almohada. De hecho, recuerdo que se dio media vuelta y me dejó
hablando solo. Después siempre me dices
que no podemos comprarlo. Como media hora después se apareció en la sala,
en pijama, con el pelo revuelto y cara de sueño me dijo a ver, enséñame, ¿cuál es ese
apartamento que conseguiste? En lo que vio que era en el Altolar llamó de inmediato,
hicimos una cita para poco más de una hora después, levantó a Lucía y a Diego,
nos arreglamos y salimos para Bello Monte a ver la que suponíamos sería nuestra
nueva casa.
Patricia conoció este edificio,
que quedaba a pocas cuadras de su casa, desde muy pequeña y lo había visitado
muchas veces. Allí iba con sus padres a visitar a Gego y Gerd Leuferd. Allí iban
a visitar a Lourdes Blanco y Miguel Arroyo. Allí fue alguna vez a visitar a Lamis
Feldman. Allí vivíeron Oswaldo Trejo y Rita Salvestrini. También vivían allí
artistas de la televisión, periodistas, arquitectos conocidos.
Jimmy Alcock, el mismo arquitecto
del edificio de dónde veníamos, había diseñado el Altolar en sus primeros años
de ejercicio profesional, 20 años antes de su proyecto de Bello Monte, a
comienzos de los 60s. Es un edificio largo y relativamente bajo, 6 plantas, ubicado
sobre una colina, una montaña verde, viendo la ciudad a sus pies, adaptando su
forma a la topografía del lugar donde fue implantado. Al exterior es una pared
de ladrillos rojos con estructura de concreto vista, con ventanas blancas y
cajas de concreto sobresalientes, en las que cada apartamento tenía un balcón y
un solárium; al interior son unas torres cilíndricas para los ascensores y las
escaleras y unos puentes que simulan colgar para comunicar los apartamentos con
los ascensores, en un espacio protegido por un brisoleil, con vista a una vegetación tropical. Es un edificio
moderno que combina austeridad en los materiales con una riqueza espacial,
producto de un diseño que fue considerado uno de los atributos de su autor para
otorgarle el Premio Nacional de Arquitectura. Tiene muchos achaques, pudo haber
sido construido mejor, la segunda etapa está mejor construida que la primera, y
el mantenimiento no ha sido el mejor, pero es un edificio con personalidad, con
encanto. Tanto las autoridades nacionales como las municipales lo han declarado
patrimonio cultural, lo cual no ha impedido cierta ranchificación por parte de
sus vecinos. Muchos han cerrado los balcones, casi todos han cambiado los
pisos, algunos han cambiado puertas y ventanas, algunos las barandas de la
escalera interna de los apartamentos duplex. Dificultades para colocar los
apartamentos en el mercado, costaban más o menos lo mismo que costaba una quinta
en El Marques a mediados de los 60s, llevaron a la decisión de construirlo en
dos etapas: la primera, la mitad oeste, en curva, construida alrededor de 1965;
la segunda mitad, recta, al este de la parcela, se construyó en 1966-67. Los
vecinos de la primera etapa no aceptaron integrarse con los de la segunda y
luego de una serie de incidentes terminaron levantando un muro interno que
divide en dos lo que había sido diseñado como un único edificio y debieron
generarse dos espacios de conserjería y dos accesos de estacionamiento. A la
segunda etapa se le llamó Loma Verde, aunque los arquitectos, a los que en la
universidad, tanto las de Caracas como algunas del interior, los suelen mandar
a ver este edificio (vaya y toque el
intercomunicador y pregunte por el apartamento tal y cual, allí vive la
arquitecta Patricia que tiene el apartamento original y le puede hablar sobre
el edificio…zas!, se nos aparecían en la casa los estudiantes de la
universidad, cámara en mano, orientados por un guachimán con vocación de guía
turístico) lo llaman como un todo, Altolar.
Aquel día del 2007 nos esperaba
la corredora inmobiliaria encargada de mostrar el apartamento. Era una
arquitecta graduada en la Universidad Simón Bolívar, quien trató de
convencernos que por ese precio podíamos conseguir algo mejor, allí mismo en
Colinas de Bello Monte, que ella misma tenía otros apartamentos con un tamaño
parecido que podía mostrarnos y que estaban en mejor estado por el mismo precio.
Pero donde ella veía problemas nosotros veíamos oportunidades. Ella, a este
apartamento no le hicieron nada en 40 años, nosotros, mira, tiene todo
original, los pisos de terracota verde hechos en Italia, los mismos del
apartamento de Gerd y Gego. Ella la cocina estaba tan mal que prefirieron
quitar todos los gabinetes y dejar el cuarto vacío, nosotros uy, mira, no vamos
a tener que quitar nada, vamos a poder diseñar la cocina a nuestro gusto,
partiendo de cero. Ese mismo día en caliente le hicimos una oferta: 15% en
efectivo de inmediato, 35% a través de un crédito hipotecario que tomaría de
dos a tres meses y 50% a través de la venta de nuestro apartamento, que estimábamos
se vendería en el mismo plazo del crédito. Incluso le ofrecimos a la corredora,
para interesarla en el asunto, que le daríamos a ella misma la venta de nuestro
apartamento, para que se ganara su comisión. Habían vendido varios apartamentos
en los últimos meses en nuestro edificio de Bello Monte y sabíamos que se
vendían rápido y el nuestro estaba bastante mejor que otros que se habían
vendido recientemente. Nos advirtió que
ya había otros dos interesados y que la propietaria quería el pago de contado,
de ser posible en dólares. Quedó en hacerle llegar a la dueña del apartamento
nuestra oferta, pero no nos dio muchas esperanzas.
Pasaron los días y no hubo mayor
avance. La corredora reiteró el interés de la propietaria por algún comprador
que tuviese el dinero para pagar de contado. Nuestra oferta había sido
rechazada. Seguimos pendientes de los periódicos, lamentando haber perdido la
oportunidad de comprar el apartamento deseado, hasta que unas semanas después,
otro sábado, en la misma rutina mañanera me encontré, revisando la web de un
periódico, con otro apartamento interesante. También era en el Altolar y costaba 10% menos
que el que habíamos visto unas semanas atrás, no había fotos. De inmediato
hicimos la cita y nos atendieron ese mismo día. La corredora era una abogada
muy amable. Entramos al edificio sin saber el número del apartamento que íbamos
a ver y mientras conversábamos con la corredora nos acercábamos al apartamento
en venta, hasta darnos cuenta que era el mismo que ya habíamos visto. Le
hicimos saber que ya lo habíamos visitado, pero nos lo había mostrado otra
corredora, con otro precio. Nos dijo que ella era parte del bufete que había
logrado la desocupación de los inquilinos, luego de un juicio de varios años y
que tenían un poder para ofrecerlo en venta. Hicimos la misma oferta que
habíamos hecho a la otra corredora y esta vez si nos mostraron interés por lo
que ofrecíamos. Cuando hicimos saber a la corredora inicial que había otra
persona ofreciendo el mismo apartamento y a un precio menor y que había
manifestado interés por nuestra oferta se abrieron las puertas a que pudiésemos
tener el apartamento deseado. Fue bonito pasar de ser un oferente rechazado a
ser perseguido por las dos corredoras, quienes alegaban tener el derecho de
vendernos el apartamento, quienes solicitaban de nuestra parte el compromiso de
tratar con solo una de ellas. Al cabo de dos semanas la propietaria se decidió
por la primera de las corredoras y, en la misma decisión, luego de conocernos
personalmente, aceptó nuestra oferta. Había decidido venderle el apartamento
que compró 40 años atrás, recién graduada, con sus primeros ingresos como
abogada, apartamento que nunca habitó, a la muchacha con la que estuvo hablando
durante un largo rato sobre el cultivo de bromelias. Cuando la corredora nos
llamó para avisarnos el veredicto me dijo, literalmente, que “La señora Pacanins me ha dicho que le va a
vender el apartamento a la muchacha de las bromelias”.
Vendimos nuestro apartamento con
relativa rapidez. En solo una semana habíamos conseguido unos compradores,
quienes tuvieron problemas luego con su banco y debieron desistir de la compra.
Un mes perdido. Pero una semana más tarde teníamos nuevos compradores y
logramos concretar la venta sin mayores complicaciones. Nuestro crédito con el
banco estuvo un poco más complicado, pero finalmente logramos resolverlo. Tres
meses después de acordar la compra estábamos recibiendo las llaves.
Los árabes tienen una maldición
milenaria cuya traducción literal reza “ojalá te mudes”. Los maracuchos han
hecho suya esa maldición, por lo que no es raro escuchar en el Zulia a alguien
desearle el mal a otro diciéndole “ojalá te mudéis”. Tuvimos presente esa
maldición mientras empacábamos más de 300 cajas con libros, juguetes y objetos
diversos.
Los primeros 3 meses en el
Altolar, entre septiembre y diciembre de aquel año, estuvimos inmersos en una
continua remodelación. Dormíamos arriba mientras los obreros avanzaban con la
remodelación de la cocina, abajo. Nos bañábamos en casa de mi suegra mientras
arreglaron el primero de los baños. Teníamos un baño para todos mientras
arreglaban los otros dos. Tuvimos días
sin luz, sin agua. Hubo que cambiar las tuberías de agua y el cableado
eléctrico. El termo y todas las lámparas. Recubrimos la cocina, los baños y uno
de los balcones con mosaico vidriado. A Patricia le pagaron un trabajo con
piezas sanitarias alemanas y unas griferías de lujo que probablemente nunca
hubiésemos comprado. Pusimos pisos nuevos de granito en la cocina y los baños,
donde los pisos originales estaban muy deteriorados o, incluso, en algunas
zonas, habían desaparecido. Tres meses después de iniciar los trabajos llegaron
los gabinetes para la cocina, que compramos en el IKEA de Elizabeth, New Jersey
(costaban, incluyendo el transporte, la mitad que los que nos presupuestaron en
Caracas por unos similares) y los arme
en un fin de semana, para que el lunes viniera el granitero para poner el tope
de la cocina. Para el día de navidad del 2007, ajustando algunas cosas los días
previos, teníamos cocina y baños.
A los muebles que ya teníamos le
sumamos dos seibos daneses. Compramos dos butacas azules de segunda mano diseñadas
por Grete Jalk en 1960. Compramos una mesa de centro italiana usada. Vivíamos persiguiendo
las ventas de segunda mano, buscando muebles y adornos de los 50s o los 60s. Pintamos
unas paredes de gris, otra de amarillo. Colgué un cuadro de Starsky Brines a la
entrada de la sala y otro de José Vivenes al lado de la cama. Colgué mi
chinchorro de moriche en el balcón, entre las bromelias y las orquídeas de Patricia
y encedimos la lamparita de papel de Noguchi en un rincón de la sala. Lucía
tuvo el perro que quería. Dos años después llegó Teresa, a la que bautizamos
teniendo en mente a la cantante de Madredeus. Desde nuestras ventanas veíamos
el sol salir por el este de Caracas y el encender de las luces de la autopista
cuando llegaba la noche. Pusimos una puerta roja en la entrada de la casa y colgamos
en la escalera los avisos de metal que recolectamos a lo largo de una década,
incluyendo un aviso grande de Cocacola que Ricardo nos regaló cuando se fue a
Nueva York. Patricia llenó el cuarto de servicio con sus juguetes. Nos rodeaban
las cosas queridas.
Nunca nos mudamos del Altolar.
Hace 6 años que no vivimos allí, el mismo tiempo que lo ocupamos a diario, pero volveremos. Esta es la sexta casa de la historia pero podría ser la última. La vida solo tiene sentido si
hay una meta, aunque distante o difusa. Como dice un pañuelito bordado que
cuelga en la pared de la cocina de la familia en Nueva York, traducción
mediante, hogar es donde está el corazón.
El mío está en el Altolar aunque duerma en Lima.
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