miércoles, 18 de diciembre de 2019

Paraiso


Para Víctor y Pierre


Víctor subió a la piedra grande, gris, a cuyo costado caía el agua como metro y medio hasta la poza de aguas oscuras. Puso los brazos apuntando al frente, respiró hondo, infló el pecho y se lanzó.

Nos juntamos en mi casa temprano en la mañana, cuando apenas comenzaba a aclarar el día. Mis padres dormían aún. No se escuchaba a nadie en la calle. Sonó el timbre y salí de inmediato por la puerta de la cocina, bordeando el carro blanco, grande, de mi papá, con mi morral colgando de un brazo. Me había parado muy temprano, todavía oscuro y, luego de vestirme, me senté en la mesa de la cocina a esperar a que los compañeros del colegio viniesen a mi casa y pudiese mostrarles aquel camino y aquel río del que les había hablado varias veces.

Las casas de mis amigos del colegio solían entrañar misterios, cosas para contar. Los objetos traídos de los viajes, las obras de arte, las antigüedades, las bibliotecas , los carros deportivos de los padres que no era común verlos en la calle. La mía, en cambio, era un libro abierto, seco, con apenas adornos y muebles, con todo a la vista, con poco o nada por descubrir. El cerro, al que en esa época subía casi cada fin de semana, muchas veces solo, alguna vez con mi vecino Luife, que subía y bajaba corriendo, cronometrando los minutos que tardaba en darse un chapuzón en el río y estar de vuelta en la Avenida El Rosario, era en cambio, mi misterio por ofrecer. Era como si mi casa, que quedaba a pocas cuadras de la montaña, se ampliara y tuviese vista sobre toda la ciudad y luego incluyera, a falta de otras amenidades, un anexo, un cuarto grande, verde, con sorpresas por descubrir detrás de cada árbol, detrás de cada sonido, por el que discurría entre las piedras un río de agua fría, oscura, un murmullo que baja a la ciudad. Y yo era el guía de aquel territorio por descubrir, era mi cerro.

Al final de la Avenida El Rosario, por la que apenas si pasaba algún carro a aquellas horas, compramos unos panes, unas garrafas de jugo de naranja y unos chocolates. Dos cuadras más arriba de la panadería cruzamos caminando por el hombrillo el túnel de la Avenida Boyacá que comunica con la Avenida Principal de Boleita y escuchando el eco de nuestras voces salimos al costado de la autopista, allí donde comenzaba el camino de tierra entre algunos árboles.

El cerro al principio es empinado, pero los que subían entonces por el Estribo de Duarte habían hecho caminos que permitían ir zigzagueando la ladera, por lo menos hasta donde estaba el monumento improvisado a los bomberos muertos.

Hay que dejar una piedra aquí – dije, mientras colocaba una piedra sobre la cruz – es una muestra de respeto por lo que murieron apagando incendios en este cerro.

Este primer tramo tenía unos arboles sembrados y vueltos a sembrar en los años cercanos, arboles parcialmente quemados que se empeñaban en volver a reverdecer, al menos parcialmente.

Pico Oriental desde el Estribo de Duarte


Mientras comenzábamos el segundo tramo, con más piedras y menos camino, con las laderas despejadas cada lado, sin árboles, precipicios a cada lado de la cumbrera por donde iba la trocha, conté la historia de los incendios que ocurrían cada año, bien por alguna colilla de cigarro dejada al costado de la autopista, bien por alguna botella olvidada en la montaña, la que actuaba como un lente y junto a los rayos del sol bastaba para prender el monte seco.

Pasamos el primer helipuerto, una terraza pequeña, cortada en la tierra rojiza de la montaña, en la que los días de incendios los helicópteros solían bajar o subir bomberos, en la que a veces recargaban agua de unos tanques de metal – australianos los llamábamos entonces – para lanzarla contra las laderas llenas de espigas amarillas y violetas..

Pasamos la torre del tendido eléctrico. La ciudad podía verse abajo, a lo lejos, silente. Ahora solo se escuchaba el viento contra la montaña. Ya estaban despejándose las nubes grises. Podía verse azul la piscina del Club Hebraica, la masa verde que envolvía a las casas de Los Chorros, Los techos grises de Boleita Norte. Tomamos algunas fotos, comimos alguna fruta y un chocolate. Hice algún comentario que parecía salido de los consejos de nutrición de las Selecciones de Readers Digest sobre la importancia del potasio cuando se hace algún esfuerzo físico y el por qué comer chocolate o tomate. Yo había llevado de ambos. Me llamó la atención el que Víctor llevase cada cubierto enganchado a un corcho, para que ninguna parte filosa pudiese hacer daño dentro de su morral. Me pareció tan sofisticado, yo los llevaba envueltos en una servilleta de papel.

Tardamos unos 45 minutos en hacer cumbre en el segundo helipuerto. Desde allí se podía ver desde Petare hasta el centro de Caracas y al fondo se distinguían algunas de las montañas cercanas a El Hatillo y la Universidad Simón Bolívar. Esperamos a Pierre, que tardaba un poco más en subir. La ciudad se estaba despertando abajo, pero yo tenía la sensación de estar caminando desde hacía muchas horas. Ya había salido el sol pero aún no desplegaba toda su potencia.

Desde el segundo helipuerto se sigue un camino más o menos llano, con barrancos a ambos lados, hasta el cruce con el camino que lleva a La Julia, hasta que nos adentramos en el bosque, por el camino a la izquierda y deja de verse y escucharse la ciudad. Y deja de verse el sol, salvo por los reflejos que se cuelan entre las ramas altas de los árboles, algunos de 20 metros o más. La trocha no tiene más de 30 o 40 centímetros de ancho, ya no es piedra sino barro, más o menos seco según hubiese llovido en los días previos, más o menos marrón según cuántas hojas o palos secos hubiesen caído y se hubiesen desecho. Un camino que cruza algunos hilos de agua, que sube y baja dentro de un bosque espeso, donde al costado todo es verde, denso. Cada murmullo, sonido, ruido, es una sospecha de un ser vivo, una serpiente, una araña, un roedor, un pájaro.

El camino tiene pocas bifurcaciones. Caminos que se juntan dentro de la montaña. Algunos tienen una tablitas de madera con los nombres. Cachimbo. La Julia. Ruta 77. Pico Oriental. En otros hay que apelar a la memoria. Yo soy el que conozco la ruta a Paraíso.



La quebrada Tócome queda al fondo de un pequeño cañón, donde se combinan rocas grandes, angulosas, con otras más pequeñas, redondeadas, como huevos gigantes. Las piedras son grises. La luz es verde. El agua es fría. El sol apenas entra bajo la copa de los árboles.A esta zona con una secuencia de pequeñas cascadas y algunas pozas de agua fría se le conoce como Paraiso. Ponemos los jugos a enfriar dentro del río, acuñados entre las piedras. Ponemos los morrales sobre unas piedras al costado de la poza. Nos quitamos los zapatos y hundimos los pies en el agua helada. Víctor sube a la piedra grande, gris, a cuyo costado cae el agua como metro y medio hasta la poza de aguas oscuras. Puso los brazos apuntando al frente, infló el pecho y se lanzó.

Cuando salió no veía nada. Se había lanzado al agua sin quitarse los lentes, redondos.

Buscamos bajo el agua durante al menos media hora, entre las piedras, entre las hojas, sin conseguir nada.

Nos bañamos un rato en el río. Comimos los panes que habíamos subido. Nos quedamos un rato viendo a los árboles moverse, escuchar los sonidos del bosque. Creímos escuchar a alguien que hablaba en alguno de los caminos que ve al río desde arriba.

Pierre y yo llevamos a Víctor agarrado del brazo todo el camino de regreso. Mientras regresábamos nos repitió varias veces que no veía nada sin lentes. Nunca le he preguntado si veía la ciudad cuando bajábamos, si veía los barrancos mientras lo llevábamos cuesta abajo. Siempre me pregunté, yo que entonces me jactaba de la vista de águila que ya no tengo, como vio Víctor aquel cerro mientras regresábamos, como se veía la ciudad desde arriba.

Caracas desde el Estribo de Duarte


Manchas de colores, quizás. Formas superpuestas, tal vez. Así también lo recuerdo yo. Recuerdo que aquella tarde el cielo era azul, el viento soplaba desde el este y la ciudad era un murmullo abajo, lejos. 

Tan lejos como ahora.. Teníamos 14 o 15 años.

2 comentarios:

  1. Agua super fria!!! , recuerdo que bañarse en esa cascada era difícil por lo frio!

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  2. Maravilloso relato!
    Nostalgia pura desde el insomnio en Madrid!

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