martes, 12 de mayo de 2020

¿Te acuerdas de Gelinotte?


Gonzalo Rafael sale sin desayunar, como cada sábado en la mañana, aún oscuro, en el Caprice Classic blanco con techo negro de vinil y platinas cromadas. Lleva el brazo izquierdo, con el Omega Seamaster  ajustado a la muñeca,  apoyado en el borde de la ventana y agarra el volante negro con apliques en imitación de madera con la mano derecha en la que destaca el anillo de graduación cuando baja por la avenida El Rosario, pasa por la avenida El Centro, atraviesa la Rómulo Gallegos y la Francisco de Miranda, donde recién comienza a ver gente, y cruza la Principal de La Carlota – están barriendo el frente y sacando las dos mesitas de la puerta de La Rocarena y los vendedores de huevos de la camioneta Bel Air gris y blanca están acomodando los cartones en la parte de atrás- antes de llegar a la autopista Francisco Fajardo, por los lados del Parque del Este, donde se mezcla con el tráfico de carros y camiones, los que van saliendo hacia la playa, los que vienen de regreso de las fiestas de la noche, los que están camino a trabajar.  Caracas está amaneciendo mientras, con el Ávila a la espalda,  el Caprice navega por la autopista Valle Coche con su larga trompa subiendo y bajando ante las ondulaciones del asfalto  hasta llegar, cruzando a la derecha,  al hipódromo La Rinconada.

Yo voy en el asiento de atrás.

Una credencial que le ha conseguido un amigo que trabaja en el hipódromo le permite entrar por la puerta que da a las caballerizas, a la derecha, antes de la entrada principal del Hipódromo. A veces ni se la piden en el portón verde, solo saluda a los vigilantes levantando su mano izquierda y estos le devuelven el saludo, dejándole  entrar, el  Caprice – al que Gonzalo Rafael suele llamar la lancha Nueva Esparta-  es aún un carro de modelo reciente y transmite una combinación de confianza con prosperidad y a esa hora se entremezcla con los carros de los propietarios de caballos, buscadores de datos para apostar en las carreras, agentes de jinetes, veterinarios, entrenadores y curiosos que van a hacer su ronda mañanera en “el óvalo de Coche”.



Yo no lo sabía entonces, aunque conocía la Judibana que construyó la Creole en Paraguaná, pero las caballerizas de La Rinconada tienen un aire como al de los campamentos petroleros, construcciones aisladas de un piso, todas pintadas del mismo color, edificios similares donde muchas paredes no llegan a los techos, con formas que se repiten,  con aspecto de los años 50s, construcciones  inmersas en un mar verde, donde hay grandes árboles sembrados 20 años atrás, matas de plátano y cambur de data más reciente, rodeadas de mucha vialidad, calles de 6 metros de ancho que pasan por delante y por detrás de cada edificio. Edificios de ladrillo pintado con unas piezas que sobresalen en las paredes exteriores,  en forma de rombos pixelados, y techos de paraboloides hiperbólicos de concreto. Arquitectura Moderna. Estas calles y estas construcciones podrían estar en Florida o en California o ser parte de Judibana, pero están en Coche porque las diseñó el mismo arquitecto que hizo el hipódromo de Aqueduct en Nueva York.



La primera parada del Caprice suele ser la cuadra 11, parte de la cual la ocupan los caballos bajo el entrenamiento de Fernando Parilli, un tipo flaco, andino de lentes oscuros y bigotes, no muy simpático, que maneja un Volkswagen SP deportivo color marrón con una franja negra de extremo a extremo. Dos de sus caballericeros son amigos de Gonzalo Rafael y al verlo llegar lo saludan con un sonoro ¿cómo está profesor? Ellos dos, pero con más frecuencia el Señor Ulpiano, le pasan los datos del estado de los caballos que competirán esa tarde y al día siguiente, los de esa cuadra y los de otras cuadras con caballericeros conocidos. De la vecina cuadra del Musiu Ziadie suele venir también información. Gonzalo Rafael hace anotaciones en la Gaceta Hípica que saca del bolsillo de su guayabera blanca. El habla con Ulpiano mientras yo paseo por la cuadra y veo trabajar al herrador y aprendo por qué en todas las cuadras, además de caballos y perros -hay perros por todos lados, andan de su cuenta mezclados entre los empleados, visitantes y los caballos-, hay chivos y ovejas. Los chivos y las ovejas hacen que los caballos intranquilos duerman arrinconados, sin moverse, sin caminar dentro de su  caballeriza, evitando que se cansen en las noches. Duermen atemorizados por animales más pequeños y menos inteligentes, misterios de la naturaleza, aunque más de una vez vi en alguna cuadra de La Rinconada algún chivo u ovejo con la cara desfigurada por la patada de un caballo.



Los caballos, animales hermosos, qué duda cabe,  están en sus caballerizas, unos cuartos de, más o menos, 3 por 3 metros con una puerta de madera en la que, además de abrirse toda, también puede abrirse solo la parte superior. Las cuadras son edificios largos, con caballerizas alineadas a ambos lados de un corredor central, en el que suele haber paquetes de paja y un reguero de mangueras por todos lados. De la puerta de cada caballeriza cuelga la comida y los envases para el agua, también indicaciones para tratamientos médicos del residente de cada cuarto y algunos instrumentos de cuero, plástico o metal para el manejo del caballo según sea su carácter. A algunos me dejan darle algo de comer, una zanahoria, por ejemplo. Algunos son animales dóciles, tranquilos, a los que me dejan acercarme con mínimas instrucciones –mira gordito, nunca le pases por detrás a los caballos, épale carajito, cuidado con ese-. Entre cada cuadra y cuadra hay un patio, un espacio de tierra rodeado de algunos árboles donde los caballos son llevados a caminar, dando vueltas junto con su caballericeros. Entre las calles y las cuadras hay una suerte de calle paralela, de tierra, por donde los caballos son llevados por sus caballericeros. Este mundo es un hormiguero de gente y caballos los sábados en la mañana, mientras las calles de las caballerizas se llenan de LTDs, Galaxis, Fairlanes 500, Darts, Mustangs, Malibus, Camaros, Impalas, Nissan Patrol -muchos Nissan Patrol- y alguno que otro Mercedes.

Gonzalo Rafael visita varias cuadras cada sábado en la mañana y también, a veces, sube a la pequeña tribuna de concreto que está al costado de la pista, en la recta contraria a la recta principal del hipódromo, esa que Virgilio Decán, el príncipe Alí Khan, llama por televisión cada domingo La Recta de Enfrente. Siempre me dijeron que teníamos que estar allí en silencio porque los caballos se asustan con el ruido. Desde esa tribuna veíamos pasar los caballos que hacían sus prácticas para mantenerse en forma de cara a las carreras, los traqueos. Gonzalo Rafael se acercaba a la baranda solo cuando reconocía a algún jinete con el que quería hablar. Algunos habían sido sus alumnos en liceos del centro de Caracas y al verlo se le acercaban. Profesor, juéguele todo a Agripina en la cuarta, la vez pasada se perdió porque se golpeó con el aparato, pero mañana no pierde, está sobrada.

No había celulares entonces. Se llamaba desde los teléfonos que estaban en las oficinas de las cuadras y se intercambiaba la información boca a boca, a veces de la ventana de un carro a otro en medio de una de las calles de las caballerizas. La información se consolidaba en el restaurante. A media mañana la gente se agolpaba en el restaurante cercano a la veterinaria, parte del mismo complejo de edificios de aspecto de arquitectura moderna de los 50s en el que en una larga barra de acero inoxidable con un mostrador de vidrio servían arepas, sanguches de pan cuadrado, sopas y jugos. Mi menú de cada sábado en la mañana era un jugo de naranja grande, si nos atendía un mesonero rebozando los vasos cónicos de vidrio tan populares entonces para servir merengadas y jugos y en vaso de plástico si lo pedía para llevar, y una arepa rellena de queso amarillo Torondoy,  rallado grueso y servido en cantidades generosas en la masa caliente, por lo que se derretía antes de llevarlo a la boca y se estiraba al morderlo. Enfrentando el mostrador había un mar de mesas de pantry con manteles de plástico desde donde, de una mesa a la otra, se pasaban datos, saludos o, con la mirada, se seguía quien se reunían o conversaba con quién para tratar de adivinar en torno a cuál caballo había alguna movida. Comerme la arepa humeante, rellena de queso amarillo –llegué a comerme dos- era el momento culminante de los sábados en la mañana y la principal motivación para levantarme tan temprano.

Al salir del hipódromo solíamos ir a buscar un saco de naranjas al Mercado de Coche, donde, a veces, nos tropezábamos de nuevo con alguno de los personajes que habíamos visto más temprano en los traqueos o en las cuadras. Al llegar a la casa, de la enorme maleta del Caprice salía  el saco de naranjas y a veces también otras cosas, por ejemplo, un saco de maíz jojoto para hacer unas cachapas o unas frutas, lechosas principalmente. A partir de ese momento comenzaba el intercambio de información a través del teléfono. A mi papá lo llamaban familiares y amigos desde Margarita, El Tigre, Puerto Ordaz, Valencia  o Punto Fijo para pedir los datos para esa tarde y para sellar el cuadro del 5 y 6 del día siguiente. Mi papá también llamaba a conocidos para validar informaciones, confirmar rumores, ratificar pronósticos. Esa hizo 1200 en tanto. Los 2000 metros le quedan grandes a ese tordillo. A ese lo están bañando. Parrita pidió esa monta porque va a ganar, si no no hubiesen bajado a Moreira.

Virgilio Decan Aly Khan en la cabina de narración de La Rinconada

Luego de la 1 comenzaban las carreras.  Cuando mi papá estaba en la casa, había dos sonidos que caracterizaban los fines de semana: la voz de Virgilio Decán Aly Khan narrando las carreras desde la bola continental y el jingle del restaurante La Estancia. Hasta el día de hoy esa canción es sinónimo de la ansiedad que suele desatarse los domingos por la tarde, esa suerte de tensión mórbida que acompaña el fin de la semana, combinación de deberes por hacer, expectativas incumplidas y silencios que caracterizaban la quietud de Los Chorros en esos días, sin carros en la calle, sin ruidos de vecinos.  Si alguno de los caballos recomendados terminaba siendo un éxito, solíamos salir a comer al comienzo de la noche del sábado, pequeñas celebraciones familiares donde mi papá se gastaba lo ganado en restaurantes de Altamira, Sabana Grande o Las Mercedes. Algunas veces llegué a acompañarlo al hipódromo, alguna vez incluso de chaqueta y corbata para poder entrar a la tribuna de los propietarios, donde la gente hablaba de caballos, carros y viajes con un whisky escoses en la mano. Desde la tribuna se veían los jardines diseñados por Roberto Burle Marx y una pizarra larga, de color verde, con números y letras blancas iluminadas con bombillos.

La Rinconada años 60s Revista Life

Los caballos generaron a Gonzalo Rafael fines de semana alegres y tristes, se celebraban las victorias de los propietarios, jinetes y entrenadores conocidos y se lamentaban las derrotas, más aun si estaban acompañadas de algún incidente, alguna mañosería de algún contrario. Aunque si de derrotas hablamos, habría que hacer mención especial a aquella tarde de domingo que, ante una tribuna llena, Sweet Candy le ganó por un cuerpo a Gelinotte en los 2400 metros del tercero de la Triple Corona de 1980. Pocas derrotas tuvieron tal impacto, tanta tristeza y tanta molestia a la vez por un resultado, claramente justo, pero impopular. Ese año en el que cumplí 13 deje de acompañar a mi papá al hipódromo. No recuerdo haber vuelto desde entonces



35 años después de esa carrera estaba yo, el niño que se emocionó al ver a Debonair Prince ganar con Gustavo Avila, al gigante inglés MckennasGold ganar el Simón Bolívar y a la pequeña Blondy reaparecer ganando el clásico que llevaba su propio nombre, en una agencia del banco BBVA Continental en Lima, a la espalda de la Avenida Arequipa y a una cuadra de la Avenida Javier Prado, cerca del límite de San Isidro con Lince. Por distintas razones que no vienen al caso, en esta agencia nunca había casi nadie y por eso era usada como escuela por el banco para entrenar a sus cajeros. En ese banco me pagaban mis haberes, que es como le dicen por acá al sueldo que recibía entonces cada mes. Era un ambiente pequeño donde todos podíamos oírnos y vernos y quedaba a cuadra y media de mi oficina de entonces. Aquella tarde de 2015 estábamos allí, además de los pocos empleados, dos señores mayores, impecablemente vestidos, con rasgos como salidos de una vieja foto de Martín Chambi y yo, como únicos clientes a la espera que el único cajero terminase de atender a una muchacha. Los señores en su espera hablaban de carreras de caballos, comentaban carreras del hipódromo de Monterrico, el centro hípico de Lima, y a mí me dio por recordar, mentalmente, las carreras de  La Rinconada, cuando de repente la conversación vino hacia mí de golpe. Mis vecinos se repitieron el uno al otro, al entrar en el tópico de cuál carrera había sido más emocionante, que no había habido carrera como aquella en que Sweet Candy le gano a la yegua Gelinotte una tarde de domingo en La Rinconada, en Caracas. Los que no estábamos llorando estábamos molestos, le dijo uno al otro. Yo pasé una semana deprimido le contestó el otro y eso que cobré unos places que le había jugado al caballo. Esa fue la mejor carrera que he visto, con toda esa emoción en la tribuna insistió el otro. Y el muchacho que vió esa carrera junto a su papá en Caracas volteó a ver a los dos señores y antes de brincar hacia la caja para hacer un retiro asintió con la cabeza. Tienen ustedes razón, esa fue la mejor carrera y a lo mejor también la más triste ¿o lo fue, tal vez, la de Big Secret, el caballo que tenía un solo pulmón, cayendo desplomado en la pista luego de cruzar la meta ganador?

¿Usted también vivió en Venezuela? Me dijeron asombrados ambos señores, creyéndome como otros, español perdido en la antigua capital del Virreinato.