William Klein es uno de los más importantes fotógrafos de la segunda mitad del siglo XX. Se ganó la vida como fotógrafo de modas, para Vogue y otras publicaciones del ramo, pero probablemente será recordado principalmente por sus fotografías hechas con niños y pistolas en las calles de Nueva York. Aqui les dejo una pequeña selección de su trabajo que incluye algunas de las fotos de modas, algunas fotografías de Nueva York y una que otra de sus trabajos en Europa y Asia.
Comenzaré diciendo, para delimitar el campo de acción y para no crear falsas expectativas, que un servidor nunca ha sido bueno para el baile; más aún, y para ser más preciso, soy lo que llamarían un aficionado de la música que tiene por extremidades inferiores un par de pies izquierdos, izquierdos y planos, para más señas.
Las fiestas de la adolescencia, las de los primeros años del bachillerato, esas donde ya no va uno a comerse la torta, a tumbar la piñata y a jugar con los amigos, sino que tienen como núcleo central el baile con las muchachas fueron siempre para mi una tortura interminable, una lucha constante con la torpeza y el sentido del ridículo. Pero bueno, hay ritmos de ritmos y, ciertamente, hay ciertas cosas para las que no se necesita mucho arte, ciertos ritmos y costumbres para los que puede aplicarse el sentido del disimulo. Y uno podía disimular las limitaciones propias cuando en la fiesta sonaba, por ejemplo, alguno de aquellos discos -uno de carátula verde, otra amarilla- de B-52s que fueron populares en las fiestas de los primeros 80s; pero por el contrario, no habia forma de maquillar las limitaciones cuando el diskjockey de turno seleccionaba, por ejemplo, un LP de Willy Colón o de Ruben Blades.
Pero como reza el dicho, "nadie es profeta en su tierra". Fue necesario viajar a otro país, fue necesario vivir por un tiempo en otros lares para hacer valer ese otro dicho popular que dice que en la tierra de los ciegos el tuerto es el rey.
Cuando tomé un avión con rumbo a Madrid una mañana de enero de 1991 no tenía ni la más remota idea de qué estaba sonando en las radios de España por aquellos días. La primera noche en el Colegio Mayor de San Ildefonso, en Alcalá de Henares, en medio de una fiesta de bienvenida a los que comenzábamos clases de postgrado esa semana, me enteré que el músico que arrasaba en las carteleras aquellos días era el dominicano Juan Luis Guerra y sus 440 y, para mi sorpresa, casi nadie en la fiesta compuesta de estudiantes argentinos, chilenos, mexicanos, guatemaltecos, españoles, colombianos, peruanos, brasileños, paraguayos, norteamericanos y venezolanos, tenía ni la más remota idea de cómo se bailaba aquello que sonaba tanto en las emisoras españolas, el disco de "ojalá que llueva café".
Juan Luis Guerra y los 440
El merengue dominicano es de los ritmos más accesibles dentro del universo del baile caribeño. Es decir, es de los ritmos más fáciles, tan fácil que hasta un urbanista con dos pies izquierdos y planos puede bailarlo sin hacer el ridículo. Sin alardes de virtud, pero sin hacer el ridículo. La diferencia estaba en que, para mi sorpresa, la gente se asombraba de aquello y hacían círculos alrededor de donde bailaba Juan Domingo Alfonzo (entonces joven abogado venezolano que hacía su maestría en Administración Pública en Alcalá desde un año antes de mi llegada) y su pareja y de donde bailaba un servidor y quien bailase esa noche conmigo. Alguien de entre el público llegó incluso a preguntar en voz alta, con la seriedad propia de un académico, que no hay que olvidar que aquella fiesta se celebraba en un recinto universitario cuatricentenario, si a los que proveniamos de Venezuela nos daban clases de baile en la universidad de Caracas, porque luego nos contaron que en el año académico previo quienes destacaban en esas lides en los guateques del Colegio Mayor de San Ildefonso eran mis colegas José Enrique Pérez y Loli Iglesias (colegas en lo del urbanismo, no en lo del doble pie izquierdo, vale la pena aclarar).
A partir de esa noche - la misma noche en que interrumpimos la fiesta para ver por televisión las imagenes del comienzo de la guerra en Irak - comenzaron unos eventos que no tenían precendente en mi vida previa y nunca han vuelto a repetirse. Nunca antes me habían tocado la puerta del cuarto, tarde en la noche, para pedirme que acompañara a alguien a una discoteca. Nunca antes me habian tocado la puerta del cuarto para pedirme que enseñara a bailar a nadie. ¿Cómo? ¿Yo? El tuerto era el rey en el país de los ciegos.
En las semanas inmediatas siguientes asistí no sin asombro al reconocimiento de los dj de cuanta disco de medio pelo visitamos en las tranquilas noches de Alcalá y participé de alguna que otra clase de baile improvisada, individuales y grupales. Tambien nos dimos unas vueltas por unos templetes que montaba el ayuntamiento de Alcalá los fines de semana por las noches en la plaza Cervantes, a solo decenas de metros de donde vivíamos.
Tambien en las semanas siguientes se hizo público que Juan Luis Guerra - que acababa de lanzar al mercado un nuevo disco, bachata rosa, que incluia aquello de la bilirrubina- haría 4 presentaciones en España, una de ellas el sábado 16 de febrero de 1991, en el pabellón de deportes del Real Madrid. Por supuesto fuimos varios en Alcalá los que rápidamente nos hicimos con una entrada a cambio de 2500 pesetas, unos 16 euros de los de ahora, más o menos.
Aquel sábado 16 de febrero habíamos planificado, como actividad previa al concierto, un viaje, en la mañana, a San Lorenzo del Escorial, al norte de Madrid. El plan era salir muy temprano de Alcalá rumbo a Madrid, tren de cercanías mediante, para encontrarnos con nuestra compañera de clases, la arquitecto colombiana Catalina Londoño, quien había conseguido que su tía, una odontóloga que vivía en la calle Juan Bravo, nos prestase su Fiat 147. Nos levantamos muy temprano Luisa Mezones y un servidor y dos compañeras que estudiaban técnicas de informática para la gestión pública, además de mi compañero de clases brasileño Ary Talamini, para descubir con gran sorpresa que durante la noche había caído la primera gran nevada en 4 años, nevada que se repitió durante los 3 días siguientes.
Colegio Mayor de San Ildefonso, visto desde la Plaza san Diego de Alcalá de Henares
Nevó durante buena parte del día y en la noche, y a la hora del concierto hacía un frío capaz de congelar a cualquiera. Sin embargo, no cabía un alma en el hoy demolido pabellón de deportes del Real Madrid. Las 5000 entradas disponibles estaban vendidas con anterioridad y a las afueras se había formado un tumulto entre quienes entraban, quienes querían hacerlo sin tener entradas y quienes ofrecían hasta cuatro veces el precio que marcaban los tickets.
Para mi sorpresa, que al entrar esperaba encontrarme con un público conformado principalmente por inmigrantes latinoamericanos, quienes habían comprado las entradas para el concierto de Juan Luis Guerra eran en su gran mayoría españoles, los mismos españoles que tenían las canciones de 440 en los primeros lugares de las carteleras de popularidad, pero a los que nadie había enseñado como se bailaba aquello. Españoles que habían comprado entradas para escuchar los pegajosos ritmos y las letras del músico dominicano al que, además, Camarón y Ana Belén acababan de versionar una de sus canciones; pero que no iban a bailar aquella noche en el pabellón de deportes del Real Madrid.
Cuando los camarógrafos del telediario de Televisión Española necesitaron escoger una toma del público para poner en evidencia el éxito del aquel concierto, escogieron de entre todos los asistentes, principalmente sentados, a un grupo de unas 15 personas, pueden ser pocos menos, pocos más, de estudiantes de postgrado que habían venido desde Alcalá de Henares y que bailaban en el medio de la tribuna, junto a una baranda de metal de la cual colgaban las banderas de España y la República Dominicana, haciendo maromas sobre las escaleras y entre las sillas, y al hacer zoom se centraron en una pareja que bailaba en el pasillo, a la izquierda de la toma. Era una muchacha a la que no conocía previamente y a la que nunca volví a ver y que me pidió que le enseñara como se bailaba aquello que estábamos bailando los que veíamos el concierto cerca de donde ella estaba viéndolo, sentada, junto a su hermana.
Juan Luis Guerra y 440 en Venevisión, 1987. En Venezuela y otros países de latinoamérica Juan Luis Guerra y 440 tenían ya varios años de popularidad antes de hacerse conocidos en España, a comienzos de los noventas
Alguien consiguió una grabación del telediario de aquel domingo de febrero de 1991 que vimos entre risas y burlas varias veces en el televisor del salon de clases y que ha sido mi única aparición en la televisión española, mucho antes de que se pusieran de moda programas como "mira quien baila". Afortunadamente no se dónde quedó, no recuerdo haber traido el cassette de VHS de vuelta a Venezuela. Pero en estos días que son ya dos décadas despues, al abrir un libro cayó en mis manos un viejo recorte de periódico, uno fechado lunes 18 de febrero de 1991 y en el cual el periodista de El Pais Ignacio Saenz de Tejada, para describir lo ocurrido en aquella noche de sábado utilizó como título "verano en la nieve", justo antes de explicar que "la primera actuación de Juan Luis Guerra y 440 tuvo un carácter de verdadera apoteosis".