Italianos eran los dueños de la pastelería donde me comía los canoli de crema en mis primeros años -flequillo hasta cubrir las cejas, pantalón justo sobre la rodilla, botas de cuero encima del tobillo, dejando a la vista las medias blancas-, un local con vitrina a la calle bajo una marquesina curva, de pisos y paredes de marmol negro, granito y espejos con detalles de bronce, letrero de neón dentro del ventanal, que quedaba a mano derecha bajando por la avenida Norte 1 a medio camino desde donde hoy está la Biblioteca Nacional rumbo a la esquina de Las Ibarras, en las proximidades de la avenida Urdaneta de los primeros años 70s.
Italianos eran tambien los dueños de la mueblería -ubicada en la misma calle Norte 1, un poco más al sur, a la vuelta de la esquina de la sede de la logia masónica-, donde mis padres compraron mi cuna y la de mi hermano, italiana esta última, claro está.
Italianos eran tambien los dueños de la mueblería -ubicada en la misma calle Norte 1, un poco más al sur, a la vuelta de la esquina de la sede de la logia masónica-, donde mis padres compraron mi cuna y la de mi hermano, italiana esta última, claro está.
En aquellos días en los que desde la ventana del apartamento se veía levantar la torre del Banco Central, por los pasillos del edificio Issa, la primera vivienda en propiedad de mis padres, entre las esquinas de Santa Barbara a Canonigos, podía escucharse -entre otras cosas- a Nicola di Bari, Domenico Modugno y luego mis primas escuchaban a Alejandro Cocciante. El constructor del edificio, un ingeniero de origen italiano llegado en la postguerra a la entonces próspera Venezuela, vivía en el penthouse del edificio bautizado con su apellido.
Italiano era el sastre de la esquina, la señora de la mercería, italiano el barbero de los primeros cortes de cabello, ubicado al lado de la pescadería, enfrente del edificio en donde vivíamos, barbería en la que tambien me compraban carritos de metal como premio por haberme portado bien o en generosa contribución de mi tío memé.
Italianos eran los vecinos de enfrente cuando mis padres compraron la casa de Los Chorros, en 1973 y nos mudamos al este de Caracas. Daniele y no Daniel se llamaba el niño con el que jugaba en la casa -paredes grises, ventanas con geranios, jardín pequeño al frente- en la que probé, en un cumpleaños infantil, el proseco por primera vez.
Italiano era el señor Amadeo, que me recogía en mi casa de Los Chorros y me llevaba al colegio, primero en un microbus Mercedes con detalles de madera y plástico beige en su interior, y luego en un autobus Ford, más grande, hasta que entré en el bachillerato y pedi a mis padres me dejaran ir en las camioneticas por puesto.
Italiano era el señor Amadeo, que me recogía en mi casa de Los Chorros y me llevaba al colegio, primero en un microbus Mercedes con detalles de madera y plástico beige en su interior, y luego en un autobus Ford, más grande, hasta que entré en el bachillerato y pedi a mis padres me dejaran ir en las camioneticas por puesto.
Italianos eran los dueños de la panadería de la Avenida El Rosario de Los Chorros - un reducto de emigrantes europeos, españoles, italianos, portugueses, checos, húngaros, que se acomodaron en callecitas alrededor de la avenida por la que entonces apenas si pasaban carros- a la que iba cada tarde a buscar los panes de a locha por encargo de mi madre. En el sur de Italia fueron a morir en un terremoto, pocos meses despues de haber vendido la panadería y de despedirse con bombos y platillos del vecindario rumbo a su tierra natal, hace ya más de tres décadas.
Entonces, algunos de mis amigos o los de mi hermano se llamaban Daniele, Luigi, Giovanni, Giuseppe, Maurizio, Freddy.
Italianas eran las botellas de vino Lambrusco que vendían en Margarita por dos bolívares de los de antes. Italianas eran la botellas de Chianti que vendían en la zona franca por cuatro bolívares de entonces. Italianos los chocolates de Ferrero que me comía derretidos por el calor neoespartano en mis vacaciones de agosto. Italiana la ropa que compraba en el minicentro, en la Avenida 4 de Mayo de Margarita y con la que solía ir a clases durante el año.
Italiano era Bruno, el mecánico bonachón que me arreglaba en su electroauto de la avenida principal de Los Ruices mi primer carro, a finales de los ochentas. Italiano, un Fiat UNO CSE, fue el primer carro que saqué de una agencia forrado en plásticos y con olor a nuevo, una vez graduado de la universidad y a la vuelta del postgrado en España.
Italiano era - y es - Victorio, Vito para los amigos, el barbero que me cortó el cabello durante largos años en la Avenida El Rosario, primero, luego en Montecristo y despues, de vuelta en la avenida el rosario. Vito fue el barbero que afeitó gratis a todos los vecinos que desfilaron por su negocio el día que Italia ganó el mundial de futbol de 1982. Italiano era el zapatero que trabaja en el local vecino del primer local de la barbería de Vito. Italianos eran tambien los barberos de la barbería Roma de Los Dos Caminos, a donde comencé a cortarme el cabello cuando me casé con Patricia y me mudé de la casa de mis padres.
Italiano era el traje con el que me casé. El mismo con el que se casó luego mi hermano. Italiana era la corbata que usé entonces y tambien los zapatos.Italiana era la correa de Ermenegildo Zegna que me compré durante la luna de miel y aún uso casi a diario.
Italianos eran los dueños del edificio a donde nos mudamos Patricia y yo al casarnos, en la avenida principal de La Carlota - un concentrado de italianos, españoles y portugueses y uno que otro francés al sur de la avenida Francisco de Miranda en el este de Caracas-. Italiana la señora Cleila, nuestra vecina de entonces, italianos casi todos los que vivían en el edificio. Italianos los del automercado París, a la vuelta de la esquina del edificio, que me vendían pecorino romano, parmesano reggiano, mortaleda con pistacho, pandoro y galletas de amaretto. Italianos los dueños de la pastelería Doris, entonces allí mismo, en la planta baja del edifico Guarimba, a la vuelta de la esquina del extremo norte de la Carlota- a donde mi madre me compraba las tortas de fresa con crema para mi cumpleaños. Italianos los dueños de la pastelería Las Nieves a donde le compraban las tortas San Honoré a mi hermano.Italiano el señor del camión de los helados Dolomiti que pasaba por la esquina de mi casa.
Italiano el Vecchio Mulino, el restaurant al cual solían llevarnos mis padres los fines de semana. El mismo restaurant de la Avenida Solano López al cual fuimos tantas veces Patricia y yo cuando nos mudamos a Bello Monte. Italianos eran el da Vito, la Sarten de Plata y el Da Guido. Italiano era el restaurant de la Casa de Italia, en La Candelaria. Italiano, al menos en parte, el restaurant da Pipo, al cual ibamos con José Enrique en los primeros años noventas. Italiano era el restaurant Rex, a donde ibamos a almorzar los sábados al mediodía Patricia y yo luego de revisar los negocios del centro de Caracas en busqueda de viejos juguetes de metal en los últimos años del siglo pasado.
Enrico, Carlo, Annella, se llaman algunos de los hermanos de Patricia, como herencia de la pasantía italiana de los Armas Ponce en los lejanos años 50s.
Italianas, Candy si mal no recuerdo, eran la cocina, el horno, la campana y el fregadero de la cocina que remodelamos en el primer apartamento que compramos Patricia y yo. Italiana es la pluma Montegrappa modelo Fortuna con la que estoy escribiendo estas líneas.
¿Como no sentirse uno en casa entonces, nada más bajarse del avión en el aeropuerto de Roma? ¿Cómo no pegar la nariz a las vitrinas de las pastelerías como las que hubo y ya casi no quedan en Caracas? ¿Cómo no pensar en un deja vu cuando la carta y la decoración del restaurante de nuestro hotel en Roma, ahí, a tiro de piedra de la Villa Borghese, se parecía tanto a dónde comiamos décadas atras en esa Caracas que ya no existe?
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