Los
chinos llegaron en tromba, adueñándose en pocos meses de la ferretería Creole,
la quincalla Compostela, el abasto Táchira y la venta de carne a la parrilla La
Llanera, la cual, para ser justos, tenía tiempo convertida en un botiquín de
medio pelo, una venta de cervezas tibias y anises nacionales entre penumbras y bombillos
de luz amarillenta. Quizás por ello, porque había poco que rescatar, porque no
había nada limpio o con olor a nuevo, porque no había clientela que conservar, La
Llanera sufrió las mayores transformaciones entre el grupo de locales
reformados aquella temporada.
Durante
semanas entraron al local obreros con sacos de cemento, porcelanatos rosados y
blancos, muebles de madera forrados en fórmica blanca, sillas de metal pintado con
el cojín de semicuero acolchonado, paneles de vidrio de un tono ligeramente
verdoso y un sofá gris, grande y de formas redondeadas. Luego de dos
paralizaciones de obra por parte de la Alcaldía, por no tener los permisos
necesarios para una remodelación profunda, y luego de una fiesta de pre
inauguración en la que no participaron los vecinos sino solo chinos, algunos llegados
en camionetas último modelo, otros llegados en motos y otras formas de
movilización más discreta, finalmente abrieron al público, anunciándolo con un
cartel en una de las ventanas que daban a la calle.
Cuando
abrieron bajo la denominación Restauran Ling Nam, New China Food, no
fui de los que corrieron a cambiar el arroz frito de La Buhardilla o El Palmar
por los sabores de la nueva cocina que se ofrecía como sechuán y cantonesa
moderna. Me mantuve fiel a los viejos chinos de mi barrio hasta que pudo más la
presión familiar, que alegaba como justificación para el cambio las críticas
positivas de los vecinos y el argumento de aprovechar al nuevo restauran, antes
de que “se echara a perder”, como había pasado con varios de los negocios de la
zona. Nada dura, hay que aprovechar mientras esté nuevo, esa era la consigna.
La
decoración fue lo primero que me llamó la atención. En la primera visita constaté
la ausencia de dragones, figuras doradas y rojas y otros añadidos típicos de
los restaurantes chinos, al menos de los otros chinos que estaban cerca de mi
casa. La parte visible del negocio era un salón enteramente pintado de blanco,
decorado con una televisión de plasma en una esquina, una gran pecera junto a
la entrada y tres paneles grandes de acrílico con fotografías retro iluminadas:
una mostraba el cañón de las siete gargantas; otra el centro financiero de
Shanghái; la tercera, la más próxima a las ventanas por donde entraba la luz
desde la calle, era una imagen del puente de Brooklyn, antecediendo al perfil
de los edificios del sur de Manhattan, incluyendo, en contraste con el cielo,
las dos torres gemelas del World Trade Center.
Me
senté a esperar mi pedido en el sofá dispuesto para tal fin, cerca de la puerta
del negocio, y desde allí, mientras esperaba la salida de la comida, pude ver
con detalle la imagen, al fondo del salón, entre los peces que daban vueltas en
la caja de vidrio que los contenía. El negocio había comenzado con buen pie, y
mientras salían los pedidos que precedían al mío, vi dar vueltas en el agua,
como quien mira desde la costa de Brooklyn, a peces rosados, naranjas, rojos,
uno largo, plateado y mal encarado, y unos negros con manchas, que parecían
succionar algo del fondo de la pecera.
Luego
de esa primera visita no volví a visitar La Buhardilla ni El Palmar. La comida
estaba bien, mientras la esperaba me habían regalado un vaso con cocacola y dos trozos de hielo, que
succioné imitando al pez que revolvía las piedras del fondo de la pecera, y al
llegar a la casa descubrí que habían incluido como cortesía unos entremeses
hechos de un material blanco y salado, algo parecido a una espuma frita. Tenía
razones suficientes para volver.
La
segunda vez me dieron a probar, mientras esperaba un servicio de pollo
agridulce, lumpias y arroz frito para
llevar, un vaso de limonada preparada de un concentrado a la vez dulce y
amargo, algo muy chino, dada la combinación de sabores, salvo que sabía
exactamente igual que la limonada artificial que servían en el Crema Paraíso, a
solo tres calles del Ling Nam. Me acomodé en el sofá, que ya comenzaba a
presentar algunas manchas en la tapicería, y saboree la limonada hasta que solo
quedó un trozo pequeño de hielo en el fondo del vaso, dejando pasar los minutos
sin poner mucha atención a los números que mencionaba en voz alta uno de los
mesoneros, cada vez que salía de la cocina una bolsa de plástico con varios
envases en su interior.
Ya
era un cliente. Incluso seguí siendo un cliente cuando a las pocas semanas
dejaron de ofrecer bebidas gratis mientras se esperaban los pedidos para llevar
y desaparecieron de las bolsas de comida los entremeses blancos y salados, sin
que ni siquiera llegáramos a enterarnos de cómo se llamaban las espumas fritas.
Pronto,
al salir de la oficina, a la hora en que el Ávila dejaba de verse desde la
orilla del río y las luces de los carros alumbraban las aceras cuarteadas y
polvorientas, solía pasar por el Ling Nam y pedir una cerveza, un refresco o
una limonada, que saboreaba mientras veía de reojo, sentado en el sofá, que
empezaba a deformarse por el peso de los clientes, las imágenes iluminadas al
fondo del salón, los peces de colores que se mezclaban con los edificios y los
puentes.
Las
visitas se hicieron cada vez más frecuentes, al punto que los chinos de la
barra, aún en su limitado español, comenzaron a saludarme por mi nombre y a
invitarme, como en las primeras semanas del restauran, medio vaso de limonada
con hielo los días que pedía comida para llevar o, en su defecto, un platito
con maní salado los días en que llegaba sin ganas de comer y pedía directamente
una cerveza helada o una cocacola,
las cuales me tomaba, siempre, sentado en el sofá de la entrada, al otro lado
de la pecera que enmarcaba la imagen del fondo.
Comencé
a ir casi a diario, y luego, sin proponérmelo, sin pensarlo mucho, varias veces
al día: camino a la oficina en la mañana, a la hora en que los chinos aún
estaban picando zanahorias y cebollas junto a un envase plástico en un espacio
al aire libre, a un costado de la puerta que comunica la cocina con la calle; al
mediodía, antes de ir a comer a la casa, a la hora en la que el restauran solía
estar lleno y con frecuencia debía esperar unos minutos para encontrar sitio en
el sofá; en las noches, a la salida del trabajo, que era la hora en la que los
chinos parecían más relajados y amigables, a la hora en la que a veces me
regalaban el medio vaso de limonada amarga o un platito de maní que acompañaba
la cerveza.
Si
las cuentas en la oficina no habían cuadrado ese día, si la oferta necesaria
para cubrir la cuota de ventas del mes aún no había sido aprobada, si había
algún compañero que parecía querer mi puesto, si algún cliente había reclamado
ese día una demora en la entrega de sus productos, nada de eso importaba cuando
llegaba el momento de dejarse caer en el sofá, cerrar los ojos por un momento
mientras el sabor amargo y dulce de la limonada se impregnaba por toda la boca,
antes de abrir de nuevo los ojos para centrar la mirada en los peces de colores,
en el puente, en los edificios de Manhattan.
Luego,
pasadas varias semanas, comencé a extender el tiempo que estaba adentro del
salón, quedándome largo rato sentado en el centro del sofá, a veces una hora en
la mañana, a veces una hora al salir de la oficina, a veces a mitad de la tarde
cuando simulaba en la oficina ir al banco, a veces ya con el vaso vacío entre
las manos, viendo a través de la pecera la imagen de las torres brillando en el
cielo de Manhattan, imaginándome que nunca habían caído, que nunca los aviones
se estrellaron contra ellas, que mucho antes de que las nubes de polvo
cubrieran todo, aún estabas tú allí, conmigo, en la plaza, a los pies del World
Trade Center.
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