martes, 9 de julio de 2013

New China


Los chinos llegaron en tromba, adueñándose en pocos meses de la ferretería Creole, la quincalla Compostela, el abasto Táchira y la venta de carne a la parrilla La Llanera, la cual, para ser justos, tenía tiempo convertida en un botiquín de medio pelo, una venta de cervezas tibias y anises nacionales entre penumbras y bombillos de luz amarillenta. Quizás por ello, porque había poco que rescatar, porque no había nada limpio o con olor a nuevo, porque no había clientela que conservar, La Llanera sufrió las mayores transformaciones entre el grupo de locales reformados aquella temporada.
Durante semanas entraron al local obreros con sacos de cemento, porcelanatos rosados y blancos, muebles de madera forrados en fórmica blanca, sillas de metal pintado con el cojín de semicuero acolchonado, paneles de vidrio de un tono ligeramente verdoso y un sofá gris, grande y de formas redondeadas. Luego de dos paralizaciones de obra por parte de la Alcaldía, por no tener los permisos necesarios para una remodelación profunda, y luego de una fiesta de pre inauguración en la que no participaron los vecinos sino solo chinos, algunos llegados en camionetas último modelo, otros llegados en motos y otras formas de movilización más discreta, finalmente abrieron al público, anunciándolo con un cartel en una de las ventanas que daban a la calle.
Cuando abrieron bajo la denominación Restauran Ling Nam, New China Food, no fui de los que corrieron a cambiar el arroz frito de La Buhardilla o El Palmar por los sabores de la nueva cocina que se ofrecía como sechuán y cantonesa moderna. Me mantuve fiel a los viejos chinos de mi barrio hasta que pudo más la presión familiar, que alegaba como justificación para el cambio las críticas positivas de los vecinos y el argumento de aprovechar al nuevo restauran, antes de que “se echara a perder”, como había pasado con varios de los negocios de la zona. Nada dura, hay que aprovechar mientras esté nuevo, esa era la consigna.
La decoración fue lo primero que me llamó la atención. En la primera visita constaté la ausencia de dragones, figuras doradas y rojas y otros añadidos típicos de los restaurantes chinos, al menos de los otros chinos que estaban cerca de mi casa. La parte visible del negocio era un salón enteramente pintado de blanco, decorado con una televisión de plasma en una esquina, una gran pecera junto a la entrada y tres paneles grandes de acrílico con fotografías retro iluminadas: una mostraba el cañón de las siete gargantas; otra el centro financiero de Shanghái; la tercera, la más próxima a las ventanas por donde entraba la luz desde la calle, era una imagen del puente de Brooklyn, antecediendo al perfil de los edificios del sur de Manhattan, incluyendo, en contraste con el cielo, las dos torres gemelas del World Trade Center.
Me senté a esperar mi pedido en el sofá dispuesto para tal fin, cerca de la puerta del negocio, y desde allí, mientras esperaba la salida de la comida, pude ver con detalle la imagen, al fondo del salón, entre los peces que daban vueltas en la caja de vidrio que los contenía. El negocio había comenzado con buen pie, y mientras salían los pedidos que precedían al mío, vi dar vueltas en el agua, como quien mira desde la costa de Brooklyn, a peces rosados, naranjas, rojos, uno largo, plateado y mal encarado, y unos negros con manchas, que parecían succionar algo del fondo de la pecera.
Luego de esa primera visita no volví a visitar La Buhardilla ni El Palmar. La comida estaba bien, mientras la esperaba me habían regalado un vaso con cocacola y dos trozos de hielo, que succioné imitando al pez que revolvía las piedras del fondo de la pecera, y al llegar a la casa descubrí que habían incluido como cortesía unos entremeses hechos de un material blanco y salado, algo parecido a una espuma frita. Tenía razones suficientes para volver.
La segunda vez me dieron a probar, mientras esperaba un servicio de pollo agridulce, lumpias y arroz frito para  llevar, un vaso de limonada preparada de un concentrado a la vez dulce y amargo, algo muy chino, dada la combinación de sabores, salvo que sabía exactamente igual que la limonada artificial que servían en el Crema Paraíso, a solo tres calles del Ling Nam. Me acomodé en el sofá, que ya comenzaba a presentar algunas manchas en la tapicería, y saboree la limonada hasta que solo quedó un trozo pequeño de hielo en el fondo del vaso, dejando pasar los minutos sin poner mucha atención a los números que mencionaba en voz alta uno de los mesoneros, cada vez que salía de la cocina una bolsa de plástico con varios envases en su interior.
Ya era un cliente. Incluso seguí siendo un cliente cuando a las pocas semanas dejaron de ofrecer bebidas gratis mientras se esperaban los pedidos para llevar y desaparecieron de las bolsas de comida los entremeses blancos y salados, sin que ni siquiera llegáramos a enterarnos de cómo se llamaban las espumas fritas.
Pronto, al salir de la oficina, a la hora en que el Ávila dejaba de verse desde la orilla del río y las luces de los carros alumbraban las aceras cuarteadas y polvorientas, solía pasar por el Ling Nam y pedir una cerveza, un refresco o una limonada, que saboreaba mientras veía de reojo, sentado en el sofá, que empezaba a deformarse por el peso de los clientes, las imágenes iluminadas al fondo del salón, los peces de colores que se mezclaban con los edificios y los puentes.
Las visitas se hicieron cada vez más frecuentes, al punto que los chinos de la barra, aún en su limitado español, comenzaron a saludarme por mi nombre y a invitarme, como en las primeras semanas del restauran, medio vaso de limonada con hielo los días que pedía comida para llevar o, en su defecto, un platito con maní salado los días en que llegaba sin ganas de comer y pedía directamente una cerveza helada o una cocacola, las cuales me tomaba, siempre, sentado en el sofá de la entrada, al otro lado de la pecera que enmarcaba la imagen del fondo.
Comencé a ir casi a diario, y luego, sin proponérmelo, sin pensarlo mucho, varias veces al día: camino a la oficina en la mañana, a la hora en que los chinos aún estaban picando zanahorias y cebollas junto a un envase plástico en un espacio al aire libre, a un costado de la puerta que comunica la cocina con la calle; al mediodía, antes de ir a comer a la casa, a la hora en la que el restauran solía estar lleno y con frecuencia debía esperar unos minutos para encontrar sitio en el sofá; en las noches, a la salida del trabajo, que era la hora en la que los chinos parecían más relajados y amigables, a la hora en la que a veces me regalaban el medio vaso de limonada amarga o un platito de maní que acompañaba la cerveza.
Si las cuentas en la oficina no habían cuadrado ese día, si la oferta necesaria para cubrir la cuota de ventas del mes aún no había sido aprobada, si había algún compañero que parecía querer mi puesto, si algún cliente había reclamado ese día una demora en la entrega de sus productos, nada de eso importaba cuando llegaba el momento de dejarse caer en el sofá, cerrar los ojos por un momento mientras el sabor amargo y dulce de la limonada se impregnaba por toda la boca, antes de abrir de nuevo los ojos para centrar la mirada en los peces de colores, en el puente, en los edificios de Manhattan.
Luego, pasadas varias semanas, comencé a extender el tiempo que estaba adentro del salón, quedándome largo rato sentado en el centro del sofá, a veces una hora en la mañana, a veces una hora al salir de la oficina, a veces a mitad de la tarde cuando simulaba en la oficina ir al banco, a veces ya con el vaso vacío entre las manos, viendo a través de la pecera la imagen de las torres brillando en el cielo de Manhattan, imaginándome que nunca habían caído, que nunca los aviones se estrellaron contra ellas, que mucho antes de que las nubes de polvo cubrieran todo, aún estabas tú allí, conmigo, en la plaza, a los pies del World Trade Center.


 
 
 

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