miércoles, 31 de julio de 2013

Irse

No recuerdo especialmente el día del aniversario de Caracas como una fecha patria relevante.
 
Era muy pequeño, pocos días más de tres meses de edad, cuando se celebró el cuatricentenario de la ciudad y los cuentos que escucho de esos tiempos suelen referirse al terremoto que sacudió a Caracas en aquellos días y no a las fiestas, inauguraciones de obras públicas, publicaciones y otros eventos que se programaron para cuando la sultana del Avila, exsucursal del cielo, cumpliese cuatro siglos de la fecha, el día del apostol Santiago, en la que, presuntamente, Diego de Losada la fundase en nombre de dios y la corona española, bajo la denominación de Santiago de León de Caracas.
 
Esa fecha, 25 de julio, solo tuvo alguna significación especial cuando correspondió al acto de graduación de la secundaria. Estudie la primaria y el bachillerato en el Colegio Santiago de León de Caracas y luego de pasarme más de una década por esos edificios de la urbanización La Floresta, nos despedimos rumbo a la universidad, como ocurre cada año desde hace décadas, en el día de la fundación de la ciudad que da nombre al colegio.
 
Casualmente, en estos días finales de julio, anticipándose a que el próximo año se cumplen 3 décadas de la promoción de la que formamos parte, se ha organizado -facebook mediante- un grupo para promover algún evento, un encuentro, una fiesta, de los que aquella tarde-noche de julio de 1984 salimos, diploma en mano, por la calle San Carlos de la Floresta.
 
Durante años nos repitieron, muchas veces, que formábamos parte de una élite, de los continuadores de una estirpe de profesionales, artistas, empresarios, y dirigentes políticos y sociales exalumnos del Santigo de León, que integrábamos un club selecto, jóvenes privilegiados,  escogidos para gerenciar las próximas décadas de Venezuela, para dirigir la construcción de un país mejor, más productivo, más próspero, más justo. Se nos repetía con frecuencia que recibíamos la educación de mayor calidad que se impartía en Venezuela, que nuestros profesores eran muy destacados docentes, como cabría esperarse de una institución forjadora "de la virtud y el saber", como lo dicen las primeras estrofas de su himno.
 
Visto lo visto, muchos de los supuestos de nuestra formación en "el Santiago" no se han cumplido. Hay por ahí algún ministro, algún dirigente político, hay deportistas destacados, hay compañeros exitosos, escritores, profesionales, docentes, empresarios. Lo que no estuvo fue el país.
 
En medio de la organización del evento aniversario del próximo año, tratando se hacer un inventario de dónde están los compañeros de aquella tarde-noche de 1984 es fácil darse cuenta que más de la mitad no vive en Venezuela. Las razones no hay que explicarlas. Cualquier periódico de estos lares escogido al azar explica claramente por qué esa élite, esos privilegiados, viven ahora a miles de kilómetros de Caracas.
 
Quienes emigran tambien son un élite. Se necesita determinación para dejar una cierta zona de confort, el lugar conocido, de la relaciones hechas, y apostar por enfrentarse a un entorno diferente, a veces hostil, con tal de perseguir una idea, una aspiración de bienestar o un sueño de realización personal. Quizas la educación en el Santiago estába preparándonos, sin saberlo, sin quererlo, para ese reto, el de la emigración, que ha afrontado esta generación de venezolanos, a diferencia de las generaciones que nos precedieron.
 
Este año el día de Santiago tambien tuvo un significado especial. Ese día, 25 de julio, sentado en una oficina de Lima, firmé los papeles aceptando un trabajo en otro país, un trabajo permanente, no esas visitas de una semana o dos que me han tenido dando vueltas por América Latina desde mediados de la década pasada. 
 
Aún cuando uno puede tropezarse a diario con una esquina o un edificio conocido, con los sabores familiares, con los sonidos y la luz de este sitio en el que crecimos, a pesar de que cada día al levantarme de mi cama veo al Avila por la ventana, hace tiempo que uno se siente extranjero en estos lares, que ha dejado de reconocer como suyo el tono de voz y otros sonidos, que le cuesta cada vez más verse reflejado en el otro, en el que te mira en la calle. No tengo edad para vivir añorando una ciudad que ya no existe, y vivir en las mismas coordenadas geográficas donde una vez estuvo esa ciudad no ayuda a idealizarla, a pensar que sigue allí, sino a sentirse extraño, ajeno, disperso.
 
¿Qué estaban pensando este 25 de julio quienes salieron del Santiago diploma en mano? ¿Les habran dicho, como a nosotros, que serían los responsables de la patria nueva, próspera, justa, moderna?¿Se lo habrán creido o tienen, como la mayoría de los compañeros de mi hija Lucía, que este año terminó su bachillerato, la mirada fija en otros lares? El país como plataforma de lanzamiento y nunca como destino.
 
Yo, por mi parte, firmé esos papeles en Lima ese día y no me sentí extraño, no percibí ningún sobresalto. No caminé ese día por la Calle Alcanfores de Miraflores pensando en el Avila, el Cine Prensa, el Radio City, el Centro Plaza, el Crema Paraiso o la Cinemateca Nacional. No.
 
Debe ser porque en lo más profundo ya me había ido hace ya mucho, mucho tiempo.
 
  

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