5. Venezuela en París
Pocas cosas me impresionaron tanto en mi visita a París de 1991 como el descubrimiento, nada más salir de las estrechas escaleras de caracol colocadas a un lado de la entrada del edificio, de la segunda planta de la Santa Capilla.
Mi amigo José Enrique Pérez, entonces ya fánatico confeso del gótico, me la había mencionado, pero sin mucho estruendo, con una frase que rezaba, más o menos -estoy citando de memoria y con un margen de error de más de 20 años - "cuando vayas a ver Notre Dame no dejes de ir a ver, enfrente, a esta pequeña joya del gótico". Y así fui a verla, recuerdo, solo, al final de una mañana soleada de martes de semana santa de 1991. Casi no había nadie. Todavía conservo el folleto que me entregaron. A su lado Nuestra Señora de París me pareció una vieja casona oscura. Lo que diré puede sonar como una herejía, pero es cierto: la Catedral me gustó, de Santa Capilla me enamoré, para siempre.
Mi amigo José Enrique Pérez, entonces ya fánatico confeso del gótico, me la había mencionado, pero sin mucho estruendo, con una frase que rezaba, más o menos -estoy citando de memoria y con un margen de error de más de 20 años - "cuando vayas a ver Notre Dame no dejes de ir a ver, enfrente, a esta pequeña joya del gótico". Y así fui a verla, recuerdo, solo, al final de una mañana soleada de martes de semana santa de 1991. Casi no había nadie. Todavía conservo el folleto que me entregaron. A su lado Nuestra Señora de París me pareció una vieja casona oscura. Lo que diré puede sonar como una herejía, pero es cierto: la Catedral me gustó, de Santa Capilla me enamoré, para siempre.
Teniendo muy presente mi impresión inicial, al volver a París 20 años despues acompañado de la familia, arrastré a Patricia, Lucía, Diego y Teresa en la mañana del día siguiente a nuestro aterrizaje en Francia, en un día gris, lluvioso y frío, hasta las puertas del Palacio de Justicia, en cuyo interior está la Santa Capilla.
Si algo ha cambiado en París en estas últimas dos décadas es que ahora hay que hacer cola para entrar a cualquier parte, y eso que se supone que estábamos en "temporada baja". Nos situamos al final de la fila, que se confundía con otra que hacían los que querían entrar a la Orangerie, y allí nos quedamos, avanzando lentamente, mientras el viento nos aguaba la nariz a los presentes y yo les recordaba a los míos que tuviesen fe, que valía la pena la espera, que verían algo que pagaría con creces el frío, el viento y el tiempo de espera en cola (mientras ellos, seguramente, se preguntaban qué hacíamos parados en una larga fila en una mañana así, con tantas cosas por ver en París, como quien hace la cola para ganarse un catarro).
Mientras nos fuimos acercando a nuestro destino, ya próximos a los controles de seguridad (detectores de metales, perros y policías, casi como en un aeropuerto) comencé a escuchar un sonido familiar. Era el vals Natalia, de Antonio Lauro, tocado por un par de viejitos, guitarra en mano, uno parado, otro sentado a su lado, bastante parecidos ambos al Capitan Haddock, incluso, probablemente, por su afición al whiskey escoces.
No pude evitar meterme la mano en el bolsillo y, sin que me temblara el pulso, hacer sobre un trapo de terciopelo negro que estaba encima de la acera, a los pies de los músicos, un modesto aporte finaciado por CADIVI. Estaba invirtiendo en la promoción de Venezuela, no se si con efectividad alguna, pero seguramente con más sensibilidad que el Ministerio de Turismo patrio.
Si el par de músicos de acera gastaron mi donativo en whiskey proveniente de las tierras altas de las islas británicas poco importa, tambien nos queda pensar que CADIVI suele tener una partida con ese fin y que ese, el escoces, es tambien, casi, un patrimonio cultural de una Venezuela que cada vez se parece menos a si misma.
Ah, Santa Capilla volvió a producir el efecto deslumbrador de la primera vez, nada más sacar la cabeza de la escalera de caracol y mirar las vidrieras de la segunda planta.
Mientras nos fuimos acercando a nuestro destino, ya próximos a los controles de seguridad (detectores de metales, perros y policías, casi como en un aeropuerto) comencé a escuchar un sonido familiar. Era el vals Natalia, de Antonio Lauro, tocado por un par de viejitos, guitarra en mano, uno parado, otro sentado a su lado, bastante parecidos ambos al Capitan Haddock, incluso, probablemente, por su afición al whiskey escoces.
No pude evitar meterme la mano en el bolsillo y, sin que me temblara el pulso, hacer sobre un trapo de terciopelo negro que estaba encima de la acera, a los pies de los músicos, un modesto aporte finaciado por CADIVI. Estaba invirtiendo en la promoción de Venezuela, no se si con efectividad alguna, pero seguramente con más sensibilidad que el Ministerio de Turismo patrio.
Si el par de músicos de acera gastaron mi donativo en whiskey proveniente de las tierras altas de las islas británicas poco importa, tambien nos queda pensar que CADIVI suele tener una partida con ese fin y que ese, el escoces, es tambien, casi, un patrimonio cultural de una Venezuela que cada vez se parece menos a si misma.
Ah, Santa Capilla volvió a producir el efecto deslumbrador de la primera vez, nada más sacar la cabeza de la escalera de caracol y mirar las vidrieras de la segunda planta.
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