Estamos a la mitad del mes de agosto.
Agosto suele ser asociado, por aquello de las vacaciones escolares, como una mes para el disfrute, para el ocio. Agosto y vacaciones son sinónimo, al menos por estos confines del mundo. Tal vez tenga que ver con las tradiciones que nos vienen de España, en donde agosto y verano son la misma cosa, incluso con una intensidad mayor que la nuestra, con un entender verano y vacaciones como la misma cosa, muy a pesar de los rodriguez. Aquí los agostos son las vacaciones escolares y, por extensión, muchos padres se suman a ellas, al menos durante una parte de ese período; pero en España esto del verano tiene una connotación casi religiosa, y digo esto sin ninguna consideración a la visita papal que ha generado no pocas polémicas por estas fechas en la madre patria.
En mi caso particular, agosto no suele ser un mes de vacaciones. Mis hijos tienen vacaciones y tratamos de organizar algunas cosas, alguna vez nos hemos tomado una semana para ir a la playa, pero normalmente las vacaciones familiares ocurren en otra época del año, principalmente en diciembre o enero. Pero no siempre fue así.
Cuando era niño, es decir, en edad escolar, por supuesto que tenía vacaciones desde julio hasta septiembre, pero a esa circuntancia inherente al calendario escolar venezolano debo sumar la particular circunstancia de que por ser mis padres -ambos dos- educadores, sus periodos vacacionales y los de mi escuela eran practicamente iguales, es decir, en casa saliamos todos de vacaciones más o menos en las mismas fechas y por más o menos el mismo período.
Las vacaciones de mi infancia tenían un factor común: la isla de margarita. Por eso para mi el mes de agosto hace siempre referencia a ese lugar de la geografía venezolana.
Apenas terminaban las clases y los exámenes salíamos todos de casa hacia Margarita. Los preparativos comenzaban dias antes de la partida, con una acumulación de cosas de todo tipo y naturaleza, que incluia cosas para consumir en Margarita (porque allá eran más caras o no se conseguían facilmente), cosas para la casa de vacaciones en Margarita, encargos para llevar a familiares o amigos en Margarita y cosas que iban a Margarita porque no sabiamos que hacer con ellas en la casa de Caracas y alguien decidia que era mejor guardarlas por allá, en donde el espacio no era un problema, antes de botarlas o regalarlas.
Los carros de mi padre siempre fueron carros americanos muy grandes, pero siempre el espacio parecia insufiente para tanta maleta, tanto bolso de mano, tanta caja de cartón, tanto trasto de todo tipo. En algunos años nos acompañaban tambien los perros de la casa, por lo que el Chevrolet Caprice Classic de mi padre solia partir de nuestra casa en Los Chorros rumbo a la carretera de oriente con el matetero meticulosamente lleno y el espacio de los pasajeros compartido por los 4 miembros de la familia, sus perros, bolsos, almohadas, comida para el camino y un montón de otras cosas que iban llenando el espacio siempre insuficiente.
El camino incluia dos grandes etapas, la carretera y el ferry. La carretera que en aquella época solía hacerse entre 5 y 6 horas entre Caracas y Puerto La Cruz; y el ferry que podía tomar 4 o 5 horas más el tiempo de espera en el muelle, que solían ser horas. Era el viaje de todo un día.
La carretera entre Caracas y Puerto la Cruz nos mostraba diferentes paisajes: al principio no existía la autopista hacia Guarenas y el trayecto, nada más salir de Caracas, se hacía por una vieja carretera, siempre congestinada, de la que recuerdo siempre la imagen a la entrada de la urbanización Miranda, ahora integrada dentro de la ciudad. El tramo que lleva hasta Barlovento, hasta la zona de la población de El Guapo, solía tener un tránsito más fluido y su paisaje siempre verde estaba acompañado de ventas de comidas preparadas y frutas a la orilla del camino y paraderos un poco más formales, normalmente asociados a las estaciones de gasolina, en las que se mezclaba la venta de cavas de anime, flotadores, papel sanitario con arepas de mal aspecto, cervezas, rockolas y máquinas de pinball. Para los que ibamos en el carro era la zona para parar a comprar cachapas de maiz o frutas. El segundo tramo en la carretera, más hacia el oriente, ya apuntando hacia Anzoátegui, eran tierras más secas, más ocres, más calurosas y que nos llevaban hasta la entrada de Barcelona, a veces con la angustia de llegar a tiempo al terminal de ferrys, de acuerdo a los horarios de los tickets guardados en la guantera de Caprice.
El tramo final de viaje eran siempre los ferrys que olian a gasoil y a mar, y en los que la brisa barria sus cubiertas, que era el lugar a donde solíamos irnos mi hermano y yo durante casi todo el trayecto, mientras nuestros padres solían dormirse adentro, al cobijo del aire acondicionado.
La estancia en Margarita, a veces por un mes, a veces por mes y medio, eran tiempos tranquilos, sosegados, de playas poco concurridas y paseos en bicicleta, de compras a precios irrepetibles y de visitas familiares, en una isla que tiene poco que ver con lo que es Margarita hoy en día. Era una isla de pueblos que recien despertaban a la zona franca, a los comercios libres de impuestos de cosas importadas, a las mareas de turistas venidos desde Caracas.
La vuelta a Caracas de toda la familia, calcinada luego de tantos días de exposición solar indiscriminada, suponía un proceso de rellenado del carro bastante similar al del viaje previo: los objetos que se quedaban en Margarita eran sustituidos por las compras de la zona franca y luego del puerto libre y, de nuevo, el espacio en el Caprice Classic solía ser insuficiente y requería de largas horas de meter y sacar cosas, hasta encontrar el acomodo a tanto trasto.
Eran los tiempos de las vajillas de melamina a 100 Bs. (de los de antes, no de estos que presumen de una fortaleza que nunca han tenido); de los televisores chinos en blanco y negro de 13 pulgadas; de los radio grabadores de cassete Sanyo o Sony; de las sábanas de pavoreal, de la mantequilla Brum, de las cajas de fósforos de madera; de las botellas de vino lambrusco a 2 bs; de los maletines Sansonite de plástico duro y aluminio; de las botellas de whiskey escoces a 10 bs; de las toallas Cannon; de los zapatos Kickers hechos en Francia; de los chocolates americanos, suizos e ingleses que llegaban a caracas totalmente derretidos; de los pantalones wrangler de pana; de los jabones de lechuga hechos en Inglaterra; del queso Frygo de panela envuelto en una caja de cartón; de las botellas de Duque de Alba metidas en su cajita; de los sartenes de teflón de Bencamar; de los zapatos Converse all star de 90 bs; de la camisas Lightning Bolt; de las barajas de Heraclio Fournier, los cartuchos para jugar en el Atari, de tantas otras cosas de las que solía llenarse el carro junto con latas de suspiros que nos hacía mi abuela, de frascos de delicada de guayaba, de paquetes de huevas de lisa salada, de ruedas de sierra congelada. Realmente, viéndolo así en la distancia, tiene su mérito acomodar todo ese universo en un carro y traerlo de vuelta por la carretera de oriente, a veces haciendo colas por horas, hasta llegar siempre en la noche a la casa de Los Chorros, siempre con ropa y zapatos nuevos, siempre con ganas de ver de nuevo a los amigos.
Estamos a la mitad del mes de agosto, hace años que tomo vacaciones -aunque este último año no las tomé- a finales de año. Hace años que suelo salir a buscar el frío a otros lares, pero durante muchos años, agosto era un mes de vacaciones escolares, un mes que era sinónimo de carretera, ferry, pueblo y playa.
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