viernes, 5 de febrero de 2021

Centro comercial parte 3: El Auto Mercado El Centro

Toma Gonzalo Enrique – decía Carmen Victoria, mejor conocida como La Nena-  anda rapidito al abasto El Centro y me compras medio kilo de pulpa negra molida. Pero no la pidas molida, que después te venden pura grasa. Pídele al carnicero el medio kilo de pulpa negra y después que te lo pese, le pides que te lo muela y que no te la mezcle con otra carne.

Yo fui, a partir de más o menos los 8 años de edad, el encargado de los mandados en mi casa. Mandados que, con mayor frecuencia, eran al auto mercado El Centro, a cuadra y media de la casa; al kiosco del señor Lorenzo a buscar El Nacional y ocasionalmente la Gaceta Hipica; a la panadería de los italianos cerca de la transversal 9 de El Rosario; a la Farmacia La Estancia, frente a los depósitos del CADA; y todos los domingos en la mañana al sellado del 5 y 6 que funcionaba en la fuente de soda ubicada al lado de la farmacia, un local rodeado de rejas verdes de formas irregulares.

Métete ese billete en el bolsillo- me decía mi mamá al verme salir de la casa en pantalón corto, medias blancas  altas con dos rayas de colores y zapatos deportivos- no lo estés enseñando por ahí, fíjate bien, no lo vayas a botar y guarda ahí mismo en el bolsillo el vuelto cuando te lo dé el señor Manuel.

Manuel era el dueño del Auto mercado El Centro, tenía un socio, pero él era la cara más visible del negocio. Era un tipo amable, cordial, buena gente, con una expresión física que iba con esa descripción anterior.  Estaba siempre –pantalón de gabardina, camisa manga corta blanca o de colores claros- en la caja ubicada a la derecha de la entrada del local, enfrente de otra caja que solo se usaba ocasionalmente.

El Auto mercado El Centro no quedaba en la avenida del mismo nombre, sino en la Avenida El Rosario. Tampoco quedaba en el centro de esa avenida. Y su principal competencia, además de un par de bodegas apenas surtidas, era el Auto mercado Alegría, un local entonces oscuro y tristísimo. Ya saben que la coherencia sigue siendo una asignatura pendiente en esa ciudad que nos vio nacer, donde mi mamá trabajaba entonces, mediados de los años 70s, en El Llanito, una urbanización en la que todas las calles tienen pendientes como del 10% y hay que ponerles piedras acuñando los cauchos de los carros cuando los estacionas en la calle.

El auto mercado era un local rectangular que ocupaba la planta baja de un edificio de dos pisos, en cuya segunda planta había un apartamento y en cuya azotea alguna vez hubo una parra que subía desde la planta baja.  La fachada era enteramente de vidrio y encima había una superficie de metal corrugado pintado de azul claro, sobre la cual estaba el nombre del negocio. En el costado sur tenía una pequeña zona de carga, separada del resto del estacionamiento por una reja de malla ciclón, o como la llamaba mi abuela Emilia, “cerca de compañía”, porque fueron las compañía petroleras norteamericanas las que trajeron a Venezuela ese tipo de cerca, con tubos de metal y una malla de varas de metal tejidas, que luego fue muy popular durante la segunda mitad del siglo pasado. En la puerta había espacio para estacionar dos o tres carros, pero usualmente ahí estaba el Chevrolet Malibú de Manuel.

El Auto mercado El Centro era más ancho que profundo. La entrada era por el medio del local, entre las dos cajas. A la derecha había dos filas de estantes con productos y contra la pared al fondo a la derecha estaban las neveras donde iba a buscar los litros de Leche Silsa o Carabobo, la chicha El Chichero o los Rikomalt, los yogures Yoka, los Jugos Carabobo – cosa poco usual porque mi papá insistía en que eso no alimentaba, que eran pura agua con azúcar, que ni siquiera quitaban la sed-. En esas neveras también estaban las cervezas, las gelatinas y los quesillos y los refrescos fríos, la charcutería pre empacada Oscar Mayer, la margarina Mavesa en barras que mi mamá usaba para hacer las tortas en el asistente de cocina Electrolux y el queso crema Filadelfia, el mismo que cuando lo veía en el refrigerador de mi casa, hacía malabares para cortarle finas rebanadas intentando que mi mamá no se diera cuenta que desaparecía día tras día de la puerta de la nevera.

Contra la pared del fondo a la derecha, paralelas a la fachada del local estaban, primero, la nevera de la carnicería, y luego, a un lado, más cerca de las neveras de las bebidas, estaba la nevera de la charcutería, donde estaban los quesos y jamones. Encima de las neveras de vidrio estaban los cartones de huevos, que solían ser las compras más delicadas que me encargaban. Si uno corría mucho o saltaba por el camino de vuelta a la casa podía llegar con parte del mandado roto. Entonces se podía escoger entre huevos rojos y blancos, siendo estos últimos siempre más baratos por alguna razón que nunca llegué a entender.

A la izquierda del pasillo central había otras dos filas de estantes y en la pared al fondo otra, en la que estaban las escobas y productos de limpieza. En la esquina estaban las verduras que no necesitaban refrigeración y en el pasillo previo el papel sanitario y las servilletas. Junto a la caja a la izquierda de la entrada estaba la nevera de los helados Tío Rico, en la que iba a buscar los Batibatis de uva o colita o los Twist de mantecado, chocolate y un sirope de caramelo con reminiscencias de jarabe de fresas.

En el pasillo central, más corto que los otros por la presencia de las cajas, estaban las tortas del CADA, que venían envueltas en un cartón y, por arriba, un papel de celofán que impedía que uno le metiese los dedos a la generosa crema. También allí estaban las latas de los Carlton – mis preferidas- o de Paspalitos o Susis o Cocosetes, los caramelos y especialmente recuerdo unas camionetas combis Volkswagen de plástico que venían rellenas de Torontos y las bolsas con los caramelos de leche Kraft, que a comérnoslos se quedaban empegostados por todos los dientes y uno tenía que permanecer, durante largo rato, tratando de limpiárselos con la lengua.



Contra las fachadas de vidrio había estanterías más angostas que las interiores, en las que, del lado derecho del local, se colocaban los vinos, anises, rones y otras bebidas espirituosas. Del lado izquierdo del local esas vitrinas de la fachada tenían productos de limpieza.

En navidades Manuel nos regalaba siempre un calendario que mi mamá colgaba en la cocina de la casa y algún año incluso nos regaló una botella de vino. Con los años de ir tantas veces, si no me alcanzaba lo que me había dado mi mamá para la compra, Manuel me permitía llevarme los productos con la condición de volver minutos después a cubrir la diferencia.

Siempre imaginé que el Auto mercado El Centro era un negocio próspero, incluso cuando un par de veces presencié como señoras del sector le reclamaban a Manuel por los precios. Una vez una de ellas le dijo, en evidente tono de recriminación, delante de mí, que estaba pagando en la caja, que ella sabía que él “le ganaba a esos productos”, cosa que a mí a mis escasos 10 años de edad y con entrenamiento comercial en unos heladitos que hacía en el congelador de mi casa y que le vendía a mis vecinos, me parecía la cosa más normal del mundo, pero evidentemente no a la señora, que no entendía  la lógica elemental del funcionamiento de un comercio. Años después, a un gobierno que ya dura más de 20 años, se le ocurrió tratar a la economía venezolana con la lógica de esa vecina y por eso estoy escribiendo estas líneas desde la capital de otro país lejano.

El caso es que no imaginé que el auto mercado tuviese problemas y que por ello nos sorprendió cuando de una día para el otro lo cerraron  y tiempo después ocuparon su local con una venta de repuestos que, creo, dura hasta hoy en día. Nunca supe si fueron diferencias entre los socios, un aumento indiscriminado del monto del alquiler del local o la quiebra del negocio en sí lo que llevó a su cierre. Ya para entonces creo que estaba en la Universidad y mi mamá hacía las compras en el Central Madeirense de Los Ruices. Eran aún el siglo pasado.

Años después vi ocasionalmente a Manuel de visita por la zona, tomándose una cerveza en la puerta del Bar Nico, estacionando su Malibú junto a la mata de mangos a la entrada de la sexta transversal o conversando con sus antiguos vecinos enfrente al kiosco que fue del señor Lorenzo. Me gustaría volver a encontrármelo para poder decirle que yo era feliz dando vueltas por los pasillos de su negocio, el primer lugar donde me sentí, eso que llaman ahora “empoderado” – palabra fea que no se usaba entonces, pero de moda en estos tiempos más confusos-  por mi madre.

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