Desde la ventana del edificio Issa, donde un tendedero circular
de tubos y alambres daba vueltas con la ropa haciendo de vela, yo, subido a una
silla, con los codos apoyados en el marco de metal gris podía ver, mirando
hacia abajo ocho pisos, la explanada -
también gris- de unos 50 metros de
largo, que separa la entrada del edificio de la calle y el puente que cruza
sobre la quebrada Catuche, curso de agua ruinoso que corre de derecha a
izquierda de la mirada, desde el antiguo puente Páez a la derecha pasando por
un puente moderno de concreto ante a mis ojos, frente al edificio, haciendo
una ese con sus aguas a veces verdes, a veces marrones, a veces negras, a veces
con el reflejo tornasol del aceite, a veces calmas, a veces ruidosas, al
costado del edificio, unos diez metros por debajo del nivel de la calle.
Puede ser 1971 o 72.
Puente Páez |
En la acera de enfrente, al costado derecho del puente por
el que cruzaban carros día y noche, había un edificio gris claro, casi blanco, más largo
que alto, como de 4 o 5 pisos, que llegaba desde la orilla oeste de la quebrada hasta la esquina de Santa Bárbara. Arriba hay
apartamentos, en la azotea hay terrazas donde se ven matas, tendederos de ropa
y objetos acumulados, abajo hay una pescadería, una ferretería, una quincalla, un
bar y una barbería en cuya vitrina ofrecen carritos Matchbox y Majorette, los
primeros a cinco bolívares, los segundos a cuatro.
Esa vitrina, que veo desde la ventana del cuarto al fondo
del primer apartamento propio de mis padres, es la suma de mis aspiraciones, es el centro de mi universo, el brillante sol
a cuyo alrededor giran cual satélites la heladería-pensión de las amigas
españolas de mi Tía Lula, a donde cada
vez que voy me regalan chocolates Savoy; la pastelería de los italianos con aviso de
neón verde sobre el vidrio de la fachada y mostradores de mármol negro con
apliques dorados, donde venden dulces de hojaldre rellenos de crema pastelera; la tienda de maletas, bolsos y maletines de
cuero donde mi mamá ha ofrecido comprarme mi primer bulto escolar, uno de cuero
marrón en forma de acordeón con dos pasadores con hebillas plateadas; mi
colegio de entonces, el kínder del Colegio Santa Teresita del Niño Jesús a
donde comenzaba en esa época a ir al preescolar a los 4 años y donde bailaría a
finales del año disfrazado de ratón vaquero con un traje de fieltro gris y un
cinturón con pistolas plateadas; el estacionamiento de varios pisos donde
guarda su carro mi papá, primero un Pontiac Parisienne, luego un Chevrolet
Caprice Classic vinotinto con techo de vinil negro, modelo 1970.
La heladería estaba cruzando a la derecha en la esquina de
Santa Bárbara, pasando un muro de adobe y tejas que entonces yo creía largo, el
Puente Páez y una pensión, al costado de la panadería de los portugueses, camino
a mi preescolar, rumbo a la esquina de La Fe, vecino a un par de cuadras del
Panteón Nacional. Siguiendo derecho la calle tomaba algo de pendiente, por donde veía bajar los estudiantes de La Salle. La pastelería italiana, la venta de maletas y el
estacionamiento donde mi papá arrendaba un puesto fijo para su carro estaba a
la izquierda de la esquina, en la cuadra que va de Santa Bárbara a la esquina
de Maturín, como quién camina desde el norte rumbo a la esquina de Las Ibarras,
esquina donde una señora arruga la cara con luces de neón y pregunta a los
paseantes de la Avenida Urdaneta en nombre del Dr. Scholl si le duelen los pies.
Esquina de Las Ibarras, Avenida Urdaneta |
La vitrina era mi sol, mi centro, pero en realidad no era
abundante en variedad, la tienda no se especializaba en juguetes, lo de los
carritos era un negocio complementario que aprovechaba el movimiento del
público para ofrecer objetos de bajo valor con los que pudiese encapricharse
alguien al paso por esta calle secundaria del centro de la ciudad. Una ocurrencia del momento, en el caso de los adultos, como en
el caso de mi Tío Memé, quien venía caminando con frecuencia desde su trabajo
en la esquina de Traposos de la Avenida Universidad (salía por el costado del
edificio del Banco Industrial y pasaba frente a la sombrerería Tudela, la casa
de Bolívar, la esquina del bazar El Toro y de allí derecho hasta la esquina de
Las Ibarras) y en más de una ocasión me compró alguno de los modelitos que
venían en una cajita de cartón y que ponían en la parte de abajo, en relieve en
el metal, Lesney Products - Made in England, en el caso de los Matchbox, que
eran mis preferidos por sobre los franceses de Majorette, que venían en un
envase de plástico y cartón.
Leslie Smith y Rodney Smith, a los que se sumó luego John
Odell, fundaron a finales de los años 40s en Inglaterra Lesney Products, los
fabricantes de Matchbox, una empresa que comenzó a funcionar en un precario
sótano de un edificio aún con efectos de la guerra, haciendo diversas piezas de
metal fundido y que a partir de 1953 se especializó en hacer carritos de metal
a escala, reproduciendo modelos de la época. Los modelos más baratos y pequeños,
que cabían en una caja de fósforos (matchbox), fueron los más exitosos y se
convirtieron en la marca de la empresa, que creció rápidamente hasta vender en
su momento de mayor éxito hasta un millón de carritos al día en los años 60s,
en cerca de 100 países por todo el mundo, incluyendo a la Venezuela de
comienzos de los años 70s.
Cuentan mis padres que aprendí a diferenciar los colores
asociándolos a los colores de los carros que veía pasar desde la ventana del Caprice
de mi papá. Aprendí también a diferenciar los modelos y las marcas en la edad cuando
recién me preparaba para comenzar a ir al preescolar lonchera de metal en mano
y vestido con un overol azul y una franela blanca con zapatos US Keds. Con ese
historial es comprensible mi fascinación por los carritos de metal que exhibían
en la vitrina del edificio blanco que veía desde la ventana de mi casa, ventana
desde la cual también se veían, como única expresión verde de la zona, unas palmeras, probablemente del Templo
Masónico de Caracas, cercano a la esquina de Maturín, y, a lo lejos, la
entonces nueva torre del Banco Central
de Venezuela.
Los carritos que me compraba mi papá y los que me regalaba
mi Tio Memé o mi abuela Francisca se acumulaban en una caja de zapatos, de
donde los sacaba para jugar sobre la cama, los muebles o el piso de granito
rojo y verde del primer apartamento propio de mis padres. La caja en algún
momento llegó a estar prácticamente llena, hasta que comenzó a mermar su
contenido producto de los accidentes de tránsito propiciados por mi hermano
menor. Vladimir tuvo siempre predilección por las historias con alto contenido
de acción, que podían terminar en el incendio de los indios y vaqueros de su
fuerte del oeste o, en caso escogiese para jugar – en mi ausencia, yo iba al
preescolar y el aún no- mis carritos, en brutales accidentes a los que imprimía
realismo 3D con el martillo de madera y metal de pisar la carne que La Nena, mi mamá, guardaba en una gaveta de la cocina y
que mi hermano sustraía sin su permiso.
El año que Lesney Products lanzaba al mercado sus series
Skybusters, Seakings y Battlekings y en Venezuela comenzaban a sentirse los
efectos del aumento del precio del petróleo producto del embargo petrolero de
los países árabes, nos mudamos del edificio Issa a la Quinta Paraguachoa, en
Los Chorros. Mis padres tenían un año buscando un apartamento más grande a
donde mudarnos y terminaron comprando la casa vecina a la de mi madrina Dora,
donde habían celebrado su matrimonio menos de una década antes.
En el jardín de la casa comenzaron a aparecer entonces, cada
vez que mi papá intentaba sembrar algún árbol -de ese jardín hemos comido los
últimos 45 años mangos, jobos de la india, guanábanas, cerecitas y más
recientemente cambures y aguacates- los restos martillados, calcinados y
parcialmente derretidos de los carritos de la cada vez más vacía caja de
zapatos, que ahora con más espacio a cielo abierto, eran parte de la
escenografía de los fuertes de indios y vaqueros que se empeñaban en regalarle
a mi hermano y que Vladimir siempre terminaba quemando como escena final de las
historias que se montaba, a tono con las películas de la época producidas por
Dino de Laurentis.
Para entonces ya solo veía desde mi ventana, los techos y
patios de las casas vecinas en Los Chorros y desde el balcón de la Paraguachoa,
al Ávila, en parte verde, en parte marrón en el Estribo de Duarte, el cerro más
cercano. Para entonces ya no recordaba la vitrina de la esquina de Santa
Bárbara y había desplazado mis intereses a otra vitrina, la de la librería El
Gusano de Luz, en Parque Carabobo, cerca de uno de los trabajos de mi papá, a
la que solía acompañarlo en los 70s y en la cual su propietario, Freddy Cornejo,
ofrecía a la venta los Superkings y sobre todo, los BattleKings ,
reproducciones a escala, también hechas en Inglaterra por los mismos
fabricantes de Matchbox, de los tanques y vehículos militares de la segunda
guerra mundial, además de algunos modelos posteriores y uno que otro invento de
los creativos de Lesney – como un lanzacohetes verde montado sobre 6 ruedas- tratando de darle un toque futurista a sus
juguetes.
Los Battlekings fueron durante los 70s probablemente el
juguete que más usé hasta alcanzar los dos dígitos de edad y la última vez que
revisé, hace unos cuantos años, aún estaban guardados en el closet del que fue
mi cuarto en la Paraguachoa, algunos de ellos personalizados con algunas
insignias adicionales que les pintaba con tinta china. Mi predilecto fue
siempre un Panzer alemán plateado, que siempre terminaba perdiendo todas las
batallas, porque el guionista de mis historias infantiles estaba muy
influenciado por las películas que daban en la televisión y en las cuales los
japoneses y alemanes se llevaban siempre la peor parte.
Después de 50 años de mis primeros carritos, aún los
colecciono, todavía los compro con frecuencia. Tengo algunos exhibidos en mi “oficina”
de la casa y tengo un par de cajas llenas, debo tener más de 100, sobre todo de
Hotwheels, la marca norteamericana que
surgió a finales de los 60s para competir con los ingleses de Matchbox. Me
gustaría conseguir algunos BattleKings en su caja original, he visto algunos
por internet. Cuando vuelva a Caracas creo que voy a sacar del closet de la
casa de Los Chorros los que han estado guardados ahí por décadas para ponerlos
a la vista.