martes, 21 de diciembre de 2010

Velásquez redescubierto

Los diarios de buena parte del mundo reproducen hoy la historia del redescubrimiento de un cuadro del pintor sevillano, nacido en 1599, entre los fondos del Museo Metropolitano de Nueva York. El cuadro en cuestión, una pintura de Felipe IV, fue atribuido durante mucho tiempo, décadas, siglos,  a Velásquez, lo que era corroborado por el recibo original -fechado en 1620- de la venta del cuadro, de puño y letra del pintor,  y también perteneciente al mencionado museo niuyorkino; pero la obra  había sufrido -en el sentido literal de esta palabra- tantas restauraciones e intervenciones de baja calidad, que hace unos 35 años y como parte de una investigación que también cuestionó la autoría de otras obras del museo, los expertos asumieron que no era sino una copia realizada por el taller del artista, ya que Diego no podía haber hecho pinceladas tan burdas como aquellas.



El uso de técnicas como los rayos x y una investigación que incluyó la revisión de algunas obras en el Museo de El Prado, en Madrid , así como un proceso de limpieza, durante más de un año, permitió a los especialistas del MET eliminar las intervenciones hechas a solicitud de sus propietarios previos y redescubrir la obra original, que ha sido restaurada en lo físico y en su atribución, convirtiéndose, nuevamente, luego de casi 40 años de abandono, en una de las atracciones del museo ubicado en Central Park.

Leyendo esta noticia desde la cama donde estoy recuperándome de mi corta pasantía por la clínica - cólico nefrítico mediante- y bajo los efectos del coctel de pastillas que me hacen tomar, lo cual se evidencia claramente en las mamarrachadas que escribo,  recuerdo que viví un largo amorío con el pintor de Las Meninas, cortesía de la Agencia Española de Cooperación Internacional. El día gris de enero de hace casi 20 años en que aterricé en Barajas para comenzar un postgrado en Planificación y Gestión Urbanística, junto con el cheque de mi primera quincena de beca, 37.500 pesetas de entonces, aquellas que se cambiaban a razón 2 por cada bolívar de la República de Venezuela y a razón de 9 por cada dólar estadounidense, recibí dos carnets, ambos con mi fotografía: uno que me aseguraba atención médica mientras durase mi curso y beca y otro, mucho más valioso para mi, porque lo del seguro no sonaba como algo muy necesario cuando uno tiene solo 23 años de andadura, que aseguraba que don Gonzalo Tovar Ordaz era becario de estudios de postgrado y tenía entre las prevendas inherentes a su condición el libre acceso, sin paga ni otra condición que no fuese el horario, a los museos regentados por el Estado español.

La verdad es que aquella condición expresada en un pequeño trozo de cartón plastificado fue de las cosas que más aprecié durante los meses siguientes: Mis puntos de contacto entre Alcalá de Henares, donde dormía y estudiaba, y Madrid, a donde iba cuantas veces podía escaparme de las clases, que no fueron pocas veces, o tenía algo de tiempo libre, eran la parada de autobuses de la Avenida de América y, la más de las veces, la estación de Atocha. En los alrededores de Atocha estaban el entonces nuevo museo Reina Sofía, aún sin el Guernica, que entonces estaba en el Casón del Buen Retiro, y El Prado, a solo 2 calles de mi tren de cercanías.



Con el paso de los días entre Madrid y Alcalá comenzó una rutina que consistía en que antes de irme a la estación de Atocha, entonces una obra nueva del Arquitecto Rafael Moneo, en busca del tren que me llevaba a casa, me pasaba a hacer una corta visita, siempre focalizada, por alguna de las salas de El Prado. Tambien había días en que llegando a Madrid pasaba a hacer mi visita de rigor por El Prado, y no pocos días me senté en alguna sala, a veces con mucho público, a veces casi desierta, y estuve largo rato, a veces horas, viendo aquellos cuadros que despertaban en mi verdadera fascinación, desde los tiempos que los veía en el libro de educación artística de Cándido Millán y ni imaginaba poder tenerlos tan cerca.

Uno siempre tiene sus preferencias, y yo tenía entonces, en 1991, especial predilección por Velasquez y la sala central de la segunda planta de El Prado, aquella reservada en esas fechas para obras del pintor de Sevilla. Habia un banco donde uno podía sentarse horas a ver al perro de Las Meninas, al punto de verle bostezar u oirle ladrar a los japoneses que se hacían fotos entre él y yo.



Aun tengo el carnet que me dieron en enero de 1991, pero, claro está, ya ha perdido sus superpoderes. Y el internet, con todo su poder planetario, aun no se acerca a la experiencia de mirar el reloj y decir ummm... tengo que correr mucho para tomar el tren de las y 15...mejor vamos a visitar a Velásquez y nos vamos luego a Alcalá...  

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