lunes, 13 de diciembre de 2010

Anacronismos

Hace unos días, en noviembre pasado,  fui hasta B&H a cumplir un encargo que me habían hecho desde Caracas: buscar unas cajas de placas 4x5, película Kodak de formato grande, que, como tantas otras cosas, no se está consiguiendo en la Venezuela del socialismo del siglo XXI.

B&H es una tienda bastante conocida, que se originó alrededor de la fotografía, pero que se ha ido expandiendo con ayuda de internet hasta convertirse en un hipermercado de la tecnología del alcance internacional, donde convergen quienes buscan asuntos relacionados con la fotografía, el video, el sonido, la computación, entre una largo etcétera. Es una tienda bastante grande, pero no es raro que esté abarrotada de gente y que en los alrededores, en la aceras próximas al negocio de toldos verdes que ocupa un edificio en esquina en la calle 34 de Manhattan, uno se tropiece con personas de distintas nacionalidades que están más pendientes de probar la cámara que acaban de comprar, o el lente, o la batería o el bolso, que de lo que ocurre a su alrededor. Nunca he visto las cuentas de la casa, pero siempre que uno va hasta este negocio sale con la idea cierta de su éxito. 



Ese día, B&H estaba más abarrotada que nunca, con largas filas para hacer pedidos en todos los departamentos, incluso algunos que uno no supone dignos de tanta actividad. Por ejemplo, uno no termina de entender, aunque tenga la fila enfrente, que exista tanta gente interesada en comprar un telescopio o un binocular como para que se forme un tumulto frente a los dos vendedores, creyentes de la fe judía a juzgar por su indumentaria, que tratan de dar respuesta a los interesados en tales temas. Los mismo, con diferentes dimensiones, claro está, ocurría en la sección de equipos usados, o en las de computadoras, o en los stands de las diferentes marcas de cámaras fotográficas. Sólo una sección de la tienda echaba en falta visitantes.

A la sección de película fotográfica le han asignado un espacio importante en la planta baja de la tienda, adyacente a la de los equipos de iluminación y a los de laboratorio de fotografía. En esa zona tambien queda lo que uno esperaría fuese un importante polo de atracción de visitantes: el único baño público de la tienda. En la sección de película hay varios mostradores y unos muebles, con subdivisiones, donde se acumulan cajas de distintos tamaños y colores. Enfrente hay muebles parecidos, donde hay cajas más grandes, contentivas de papel fotográfico. Nada más separarse, a la izquierda, de la senda que conduce al baño, se adentra uno en un espacio solitario, adonde apenas se sienten los ecos del ruido, suma de murmullos, que se acumula en todo el resto de los dos pisos de la tienda. Hay tres vendedores, según mi análisis instantáneo, que de inmediato brincan sobre su presa, a diferencia de las otras zonas, a donde hay que perseguir a los vendedores si uno quiere ser tomado en cuenta. "Podemos servirle en algo" dice uno, casi al unísono de otro que señala "need help?" , como si no terminara de creerse que tengo una razón para estar ahí, como si pensara que estoy perdido entre los recovecos de la tienda.



En B&H tampoco tenían la película que me habían encargado. Pídala por internet -me dijo uno de los vendedores con el brazo recostado del monitor que daba fe de los inventarios- que en cuanto la ubiquemos se la enviamos.  Puso cara de cierta frustración, de pena, de quien le han asignado la tarea del sepulturero, de músico del Titanic. Estaba claro que allí no tenía perspectiva alguna de ganar alguna comisión por ventas, de destacar entre los vendedores del negocio, de ser tomado en cuenta, como no fuese por su vocación de sacrificio. Esos tres vendedores eran una suerte de monumento al pasado del negocio, a los cimientos del éxito actual, solo que este ocurría fuera de allí, en el piso de arriba, adonde la gente se daba codazos para escuchar explicaciones sobre megapixels y tamaño de los sensores.

Caminando de vuelta al metro seguramente pudieron confundirme con los clientes que absortos en sus cámaras se desentienden de todo lo que ocurre a su alrededor. Solo que yo no llevaba ninguna bolsa verde con las letras B&H impresas en gran tamaño. Iba pensando en todos los rollos de película que habían pasado por mis manos. Iba pensando en los rollos Kodak y Agfa de 110 que compraba para la primera cámara Kodak Instamatic que tuve en mi vida, una que compré siendo un niño de pantalones cortos en una tienda de JuanGriego, en Margarita, con mis propios ahorros y que ahora está en alguna gaveta de la casa de mis padres en Los Chorros. Pensé tambien en los rollos de 35 mm que compraba para la Yashica TL Electro de mi padre, que el no usaba pero cuidaba con mucho celo, por lo que solo podía usarla para situaciones muy específicas y siempre con sentido de austeridad, nada de andar botando fotos, que el revelado es muy caro, siempre me decían en casa y lo internalicé de tal modo que ahora, aun usando cámaras digitales, tomo solo las fotos que de alguna manera ya he procesado y digerido. Pensé tambien en todos los rollos de Plus X Pan y Tri X Pan y de Ilford que acompañaron mi adolescencia, aquellos con los que tomaba fotos en el colegio durante el bachillerato.



Llegué al metro de Herald Square sintiéndome un dinosaurio, alguien que había crecido con una tecnología ahora en desuso, incomprendida por la gran mayoría de los mortales, sin importar que llevase colgado al hombro un bolso con una cámara y tres lentes de última tecnología. Porque la verdad es que yo tambien tenía casi una década sin usar rollos de fotografías - carretes, para mis lectores internacionales, que son casi tantos como los locales - hasta que hace unos meses, movido por el regalo de una Olympus Pen EES2, probé gastarme uno de TriXPan, o su equivalente, que sigue saliendo en una cajita beige y verde que recuerda a la de los viejos tiempos.

Esa noche en Brooklyn, mi cuñado Ricardo me mostró los negativos resultado de ese ejercicio, orientado más bien a probar la cámara en diferentes situaciones y a probar mis propias limitaciones. Me los mostraba en el sótano de su casa de Brooklyn porque en Caracas, como no te lo reveles tu mismo no hay forma de verlas; en Caracas hasta donde yo se ya no hay tiendas a donde llevar un carrete de película de blanco y negro para esperar, una vez develado el misterio, los resultados de aquel asunto.  Como los viejos tiempos ya pasaron, en este caso se necesitó de un scaner y algo de masaje informático para poder ver las fotos en la pantalla de la computadora y recordar los días en que me encerraba en el laboratorio de la biblioteca Enrique Bernardo Nuñez, a una cuadra de la casa de mis padres en Los Chorros, o en el laboratorio del Santiago de León, en el segundo piso del edificio donde entonces funcionaba la biblioteca de la Sra. Carreño y el cafetín del Sr. Conrado.

Las fotos que acompañan estas páginas son de ese carrete, el primer rollo que he usado en este siglo. Seguramente vendrán otros, porquer ahora soy dueño de una flamante Olympus Pen FT, la misma con la que saliera retratado W. Eugene Smith en los anuncios publicitarios de finales de los años 60s, aunque solo fuese un asunto de necesidad vital, de pagar las cuentas, porque por más que busco por internet, jamas he visto una foto de Eugene en el formato de medio cuadro que caracteriza a las Pen.







1 comentario:

  1. Bellísimas esas fotos y la entrada! No sé de donde sacas tanto tiempo para hacer tantas cosas, tío pero te felicito por eso! un beso :)

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