Cuando yo era un niño, mi papá tenía un cuarto de la casa al que llamábamos de manera rimbombante la biblioteca, y aunque cambió de ubicación dentro de la casa un par de veces con el paso de los años y ha cambiado de decorado unas cuantas veces más, hoy sigue existiendo una habitación de la casa de mis padres a la que todos nos referimos de esa manera: "sube, tu papá está en la biblioteca" o ¿ya viste el periódico de hoy? ¿no? sube, está en el sofá de la biblioteca..."
La biblioteca era la habitación de la casa de Los Chorros en la cual mi papá había ubicado su escritorio de entonces, un mueble grande y robusto forrado de fórmica imitación madera, en un color indefinible entre gris y marrón oscuro, eso que en Venezuela llamamos "color perro en autopista". También estaba una biblioteca grande, toda una pared de piso a techo, unos 4 metros de largo o tal vez un poco más, hecha en madera amarillenta, de pardillo, y con las repisas dobladas por el peso de los libros amontonados. En aquel cuarto había gavetas llenas de papeles; estaba el closet, repleto revistas y muchas carpetas, y también estaba el tocadiscos, marca Siera, de madera clara y tapa transparente de metacrilato, montado sobre un mueble de madera y metal cromado con ruedas de plástico transparente.
Como mi papá no estaba en casa durante el día y algunos días de la semana no llegaba hasta muy tarde en la noche (daba clases por las noches por lo menos 3 días de la semana) hice buena parte de mi infancia y adolescencia entre aquellas 4 paredes: allí escuchaba los discos y allí me pasaba horas curiosiando entre las revistas y los libros. Allí descubrí que existían otros países, otras formas de vida, otras costumbres, otros climas, otras ideologías, otras arquitecturas. Despues de todo, mi papá era profesor de geografía e historía y de eso eran buena parte de los libros y las revistas que estaban en la biblioteca.
La biblioteca de la casa de Los Chorros se surtía de varios sitios, pero una de sus fuentes quedaba en La Candelaria, casi al frente de uno de los lugares de trabajo de mi papá.
La biblioteca de la casa de Los Chorros se surtía de varios sitios, pero una de sus fuentes quedaba en La Candelaria, casi al frente de uno de los lugares de trabajo de mi papá.
Fuente del Parque Carabobo |
Muy cerca, menos de 50 metros, del sitio donde mi papá trabajaba por las noches, el liceo Andrés Bello, en la Avenida México del centro de Caracas, quedaba una pequeña librería, ubicada frente a la acera norte del Parque Carabobo. Era un cuchitril donde apenas podía uno moverse, entre los cerros de libros, cajas y repisas que ocupaban casi todo el mínimo local y su mezzanina. Lo regentaba un personaje menudo, moreno y con bigotes, un tal Freddy Cornejo, con el cual mi papá acordó abrirme crédito, el primer crédito de cualquier tipo que tuve en mi vida: "este es mi hijo Gonzalo Enrique" me presentó mi papá, tendría yo 13 años más o menos, "así que cuando venga, Freddy, anótame los libros que se lleve". Allí o en la librería Julieta de San Bernardino solían comprarme a comienzos del año escolar los útiles que pedían en el colegío. Siendo más pequeño me gustaba ir, porque bajo el mostrador principal de la librería, ubicado casi junto a la puerta, tenían para la venta carros de juguete machtbox y majorette y otras cosas parecidas que, por supuesto, eran objeto de mis más sentidos deseos. Encima de la puerta, que estaba dos o tres escalones por sobre del nivel de la calle, estaba colgado un letrero de metal en 3 dimensiones con un insecto con lentes y un sombrero de copa que portaba una lámpara encedida junto al nombre del negocio: Librería el Gusano de Luz.
El Gusano de Luz no era famosa como librería, era un cuchitril, ya lo he dicho antes, sino como lugar de encuentro. Al final de la tarde, justo antes del anochecer, algunos días de la semana, algunas veces, y los viernes, ese día sí siempre, sin falta, se reunían a sus puertas -porque adentro no cabían más que 3 o 4 personas- unos personajes que mi papá me describía como "escritores" o "intelectuales", aunque yo nunca les vi escribir nada, sólo los veía tomar whiskey escoces con hielo y comerse las hallacas y bollos de maiz que vendía una señora que pasaba regularmente por el lugar, con una caja de anime y la comida humeante en su interior. Lo otro que hacían era hablar y hablar y hablar. Y saludar gente que pasaba por aquella calle del barrio de La Candelaria, en el centro de Caracas, el mayor núcleo de la inmigración española de la capital.
En la medida que fui creciendo fui conociendo el nombre de aquellas personas: Salvador Garmendia, Manuel Bermudez, Denzil Romero, que a veces iba con su esposa Maritza, el poeta Pedro Francisco Lizardo, Orlando Araujo, Alexis Marquez Rodríguez, Domingo Miliani, Oscar Sambrano Urdaneta. Tambien solía estar un tipo flaco, siempre borracho y de no muy buen aspecto para mi criterio juvenil, de nombre Earle Herrera. Habían otros. A veces discutían allí, en la acera, sus propios libros, o entablaban negociaciones con el Sr. Cornejo para que les diera crédito o les dejara llevarse alguna mercancía del negocio. La tertulia duraba hasta muy entrada la noche, hasta el momento de cerrar la librería, o a la hora de irse a algún otro sitio.
No se si mi papá iba todos los viernes, creo que no, y a mi me llevaba muy pocas veces. A veces tambien le acompañaba algún sábado, cuando la tertulia se formaba desde el mediodía. No se quien ponía las botellas de Old Parr, de Dimple, de Buchanams, de Chivas Regal o de Jhonny Walker Etiqueta Negra; la comida se la pagaba cada quien, aunque a veces se invitaban los unos a los otros o sumaban el pago a la señora de las hallacas a la cuenta de cada quien en la librería. Dicen que París era una fiesta; Caracas tambien lo era en aquellos finales años 70s y comienzos de los años 80s.
Cuando en los finales años 80s el banco La Guaira Internacional construyó su torre de oficinas - hoy sede de la fiscalía general de la nación, y las minúsculas están puesta a propósito- al norte del Parque Carabobo, ocupó una parcela vacía y se llevó por delante algunos pequeños edificios viejos que estaban a los lados, entre ellos el del Gusano de Luz, un edificio de 3 plantas, probablemente de los años 30s o 40s. Volvieron a abrir la librería 2 calles más al norte, pero nunca fue lo mismo y se transformó rápidamente en una papelería sin gracia, bajo una administración diferente de aquella que gerenciaba las tertulias.
Volví a ver alguna vez a aquellos personajes en alguna visita de fin de semana con mis padres al restaurant "Vechio Mulino" de la avenida Solano de Sabana Grande; a alguno lo vi más seguido, como a Denzil Romero, que nos vistaba en Margarita durante las vacaciones de agosto o años más adelante en la calle cerca de su casa de la urbanización El Placer, muy cerca de la Universidad Simón Bolívar. Con él viajé desde la puerta de El Gusano de Luz un día de 1985 en un microbús Mercedes Benz sin aire acondicionado con el que nos mándó a buscar el Ateneo de Calabozo a los miembros del jurado, él, y a los premiados, entre ellos yo, de la Bienal de literatura Daniel Mendoza de aquel año.
Mi padre tiene años retirado y su tiempo transcurre principalmente en su biblioteca, entre libros y periódico, y como su salud motora no ayuda para andar dando muchas vueltas por la ciudad, hace sus tertulias por teléfono. La mayor parte de los participantes de la tertulia de El Gusano de Luz ya no habita estos lares. Caracas, por su parte, ha vivido en años recientes un cierto resurgir de las librerías -y los lectores-, y me cuentan que hay tertulias afines a algunas de ellas. Aunque no participo de ninguna, en medio de tanta crisis y tanto deterioro, me gusta pensar que están ahi esperando por cualquier interesado y que los muchachos de estos días tienen algún lugar donde escuchar a otros echar cuentos, hablar de cosas sin trascendencia, decir pendejadas, reirse un rato, relajarse, salvar al mundo, soñar despierto o cualquier tontería digna de ocupar con pleno derecho el tiempo de uno.
En la medida que fui creciendo fui conociendo el nombre de aquellas personas: Salvador Garmendia, Manuel Bermudez, Denzil Romero, que a veces iba con su esposa Maritza, el poeta Pedro Francisco Lizardo, Orlando Araujo, Alexis Marquez Rodríguez, Domingo Miliani, Oscar Sambrano Urdaneta. Tambien solía estar un tipo flaco, siempre borracho y de no muy buen aspecto para mi criterio juvenil, de nombre Earle Herrera. Habían otros. A veces discutían allí, en la acera, sus propios libros, o entablaban negociaciones con el Sr. Cornejo para que les diera crédito o les dejara llevarse alguna mercancía del negocio. La tertulia duraba hasta muy entrada la noche, hasta el momento de cerrar la librería, o a la hora de irse a algún otro sitio.
Denzil Romero, autor de la Tragedia del Generalísimo, Infundios, Grand Tour, entre otros libros |
No se si mi papá iba todos los viernes, creo que no, y a mi me llevaba muy pocas veces. A veces tambien le acompañaba algún sábado, cuando la tertulia se formaba desde el mediodía. No se quien ponía las botellas de Old Parr, de Dimple, de Buchanams, de Chivas Regal o de Jhonny Walker Etiqueta Negra; la comida se la pagaba cada quien, aunque a veces se invitaban los unos a los otros o sumaban el pago a la señora de las hallacas a la cuenta de cada quien en la librería. Dicen que París era una fiesta; Caracas tambien lo era en aquellos finales años 70s y comienzos de los años 80s.
Cuando en los finales años 80s el banco La Guaira Internacional construyó su torre de oficinas - hoy sede de la fiscalía general de la nación, y las minúsculas están puesta a propósito- al norte del Parque Carabobo, ocupó una parcela vacía y se llevó por delante algunos pequeños edificios viejos que estaban a los lados, entre ellos el del Gusano de Luz, un edificio de 3 plantas, probablemente de los años 30s o 40s. Volvieron a abrir la librería 2 calles más al norte, pero nunca fue lo mismo y se transformó rápidamente en una papelería sin gracia, bajo una administración diferente de aquella que gerenciaba las tertulias.
Las torres de Parque Central desde Parque Carabobo |
Volví a ver alguna vez a aquellos personajes en alguna visita de fin de semana con mis padres al restaurant "Vechio Mulino" de la avenida Solano de Sabana Grande; a alguno lo vi más seguido, como a Denzil Romero, que nos vistaba en Margarita durante las vacaciones de agosto o años más adelante en la calle cerca de su casa de la urbanización El Placer, muy cerca de la Universidad Simón Bolívar. Con él viajé desde la puerta de El Gusano de Luz un día de 1985 en un microbús Mercedes Benz sin aire acondicionado con el que nos mándó a buscar el Ateneo de Calabozo a los miembros del jurado, él, y a los premiados, entre ellos yo, de la Bienal de literatura Daniel Mendoza de aquel año.
Mi padre tiene años retirado y su tiempo transcurre principalmente en su biblioteca, entre libros y periódico, y como su salud motora no ayuda para andar dando muchas vueltas por la ciudad, hace sus tertulias por teléfono. La mayor parte de los participantes de la tertulia de El Gusano de Luz ya no habita estos lares. Caracas, por su parte, ha vivido en años recientes un cierto resurgir de las librerías -y los lectores-, y me cuentan que hay tertulias afines a algunas de ellas. Aunque no participo de ninguna, en medio de tanta crisis y tanto deterioro, me gusta pensar que están ahi esperando por cualquier interesado y que los muchachos de estos días tienen algún lugar donde escuchar a otros echar cuentos, hablar de cosas sin trascendencia, decir pendejadas, reirse un rato, relajarse, salvar al mundo, soñar despierto o cualquier tontería digna de ocupar con pleno derecho el tiempo de uno.