lunes, 14 de marzo de 2011

Los modernos: Soto en casa

Soy de una generación que creció bajo el eslogan del país en vías de desarrollo. El  argumento de la historia en cuestión inundaba prensa, radio y televisión, estaba escrito en nuestros libros de texto y, si nos quedaba alguna duda, para aclarar eso estaban nuestros profesores, ganados a la misma causa del optimismo, ese que tuvo su cenit cuando alguien dijo, años despues, que estábamos condenados al éxito. La realidad, con sus idas y venidas, al menos en los tiempos de mi infancia y desde la perspectiva muy particular del niño de clase media estudiante del Santiago que era yo, ayudaba a corroborar la especie, el progreso era una cosa de todos los días, que se expresaba en nuevos edificios, nuevos modelos de autos, nuevos electrodomésticos y muchas otras novedades. 

Habíamos sido de las colonias más pobres del imperio español en América, pero en eso no se hacía mucho énfasis; la historia comenzaba a tomar cuerpo cuando se entraba en el asunto de la indenpendencia y se machacaba hasta el cansancio que una generación de hijos de la periferia de la periferia del mundo se había paseado por las américas libertando a sus vecinos, liderando la guerra, la política e incluso la cultura regional, con personajes como Bolívar, Sucre, Andrés Bello o Simón Rodríguez, por citar solo los que aparecían en los billetes de entonces, junto al catire Páez, venido a menos en el reciente santoral criollo.  El otro gran énfasis de nuestra historia estaba en la modernidad, a la que decían nuestros textos, le habíamos entrado de la mano del petróleo, según algunos, a la muerte de Gómez; según otros, con el gobierno de Medina, pero en cualquier caso, hablamos siempre de los tiempos que engloban la guerra civil española y la segunda guerra mundial. Esa modernidad se expresaba en que éramos el país de América Latina con mayor población urbana, con mayor renta per cápita y se nos decía que nuestras ciudades tenían las mejores infraestructuras de la región; teníamos un gobierno democrático estable, como pocos en nuestro entorno, que nuestros profesionales estaban a la par de los mejores del mundo y que disfrutabamos de una calidad de vida que, solo era cuestión de tiempo, se equiparase a la de los paises desarrollados. Si revisan en un closet y encuentran sus viejos libros de texto de los años 70s, seguramente encontraran argumentos que soportan toda la idea anterior.

La idea de la modernidad se expresaba tambien, como no, en lo artístico, en una generación estelar -esa que tuvo a París como norte desde los años cuarenta - que era reconocida más allá de nuestras fronteras y que, a decir de nuestros maestros, se insertaba e incluso lideraba movimientos planetarios. Habían distintas formas y colores, habían distintas aproximaciones; pero nada ilustraba tan bien la particular idea venezolana de la modernidad como el cinetismo. Los libros de texto con los que nos enseñaba Candido Millán terminaban siempre allí, en algunos movimientos que hacían las veces de vanguardia, y ahí, junto a Vasarely y a Julio Le Parc y a Agam, entre otros, estaban siempre Carlos Cruz Diez y Jesús Soto (y Alejandro Otero, y Debourg, y...). Líderes de lo moderno, de lo que queríamos ser, de lo que estábamos en vías de ser, de acuerdo a la mensajería oficial.

Jesus Soto, fotografía de Ricardo Armas
Pero a pesar de tanto encumpramiento universal, más allá de los libros y las clases, no los sentía uno como personajes distantes: los cinéticos estaban en la vida cotidiana de este país que se movía tan rápido; con obras en lugares y edificios públicos de Caracas y en casas a las que uno visitaba. Quizás por ello, una de las primeras obras que compramos Patricia y yo para el primer apartamento con documentos a nuestro nombre fue una gráfica de Jesús Soto, cuya adquisición es una historia digna de ser contada.

Estando de vacaciones en Nueva York, por allá en los lejanos años 90s, entramos a la tienda que por aquel entonces tenía el museo Guggenheim en el Soho. La tienda en cuestión, vecina de la sucursal del museo en el sur de Manhhatan y hoy desaparecida, constaba de dos espacios: una primera sala, repleta de móbiles, bolsos, imanes, libreticas, postales, libros, tazas para el cafe y toda la cacharrería propia de estas típicas  tiendas de museo; y una segunda sala, más pequeña, ubicada al fondo, en la cual se ofrecian algunas obras gráficas y/o de pequeño formato. 

Mientras Patricia se detenía para juntar unos regalos en la primera sala, yo, por mi parte, luego de una muy rápida pasada por el bazar, me adentré, sin saber a lo que me enfrentaría, por el cuarto del fondo. Era una sala pequeña, cuadrada, sin otra vinculación al exterior que la puerta batiente que le comunicaba con el resto de la tienda; las paredes estaban pintadas de rojo y en ellas estaban colgadas, en total, no más de 10 obras (serigrafías, dibujos, afiches e incluso algún aviso en metal esmaltado), tambien había un mesón en el centro de cuarto, donde se ofrecían 2 o 3 obras más. En la pared de la derecha, de inmediato, llamó mi atención una caja de madera pintada de blanco, que contenía en su interior, como flotando sobre un fondo de tela beige, una serigrafía  -80 x 80 cm. aprox, cuadrado azul oscuro intenso como fondo, otro cuadrado más pequeño girado y superpuesto con muchas rayas negras, y múltiples rayas negras diagonales que sobresalen a los 2 cuadrados anteriores- firmada por Jesús Soto en 1970. Pero lo que definitivamente llamó mi atención fue la pequeña etiqueta pegada en la pared junto a la obra, en la cual se decía que aquella pieza era obra de Jesus Raphael Soto, venezolano y que costaba 650 US$ tal y como estaba montada, o solo150 US$si se quería únicamente la serigrafía. 


Obra de Jesús Soto en el Pompidou ,Paris

La cifra de 650 US$ me sonaba coherente con los cerca de 500 US$, en bolívares equivalentes de la época prebolivariana, que me habían solicitado en Caracas poco tiempo antes por una serigrafía de Soto,  sin montar y fechada en los años 90s; pero, definitivamente, ambas estaban fuera del presupuesto financiado por mi sueldo de investigador universitario recientemente comprometido con la hipoteca de un apartamento. Pero la oferta de  entregar la serigrafía sin montura por solo 150 de los verdes puso mi cabeza a dar vueltas de inmediato: ¿por qué la venden tan barata? ¿será legítima? ¿cómo puede el Guggenheim vender en Nueva York una serigrafía de Soto a un tercio de su valor en Caracas? ¿cómo puede valer solo 150 sin montura y 650 con montura? Esas ideas me estuvieron dando vuelta en la cabeza hasta que en la noche, al llegar a la casa de mi cuñado Ricardo, que entonces vivía en la calle Windsor Place, justo al sur de Prospect Park, en Brooklyn, le comenté lo que había visto y le planteé las ganas que tenía de pasar la American Express a cambio de la susodicha, que ya veía colgada en la sala de mi apartamento caraqueño.

Ricardo me escuchó sin decir nada, mientras sacaba del horno y ponía sobre la cocina una bandeja de metal con un pavo que había preparado para la cena. Solo entonces me preguntó si estaba firmada y cuál era la fecha. También me preguntó cómo era la montura. Ante mi respuesta, se detuvo un momento y me señaló que esa fecha le hacía pensar que esa serigrafía seguramente formaba parte del lote que el Guggenheim había comprado para revenderlas  con motivo de la exposición individual de Soto en ese museo en los primeros años 70s, ganando algo de dinero con la proyección que el museo daba al artista y su obra, pero que realmente los cinéticos nunca había tenido mucha aceptación en norteamérica y luego de 25 años de tenerlas en sus depósitos sin encontrar compradores, el museo estaría interesado en salir de estas obras en papel a un precio de saldo. Tambien me explicó que la montura no parecía ser prefabricada sino hecha ad hoc para la pieza en cuestión y que eso en Nueva York podía costar fácilmente los 500 dólares de diferencia que pedía el museo por la obra montada.

A la mañana siguiente, el día de nuestro viaje de regreso a Caracas, tomé el metro desde Brooklyn hasta Manhhatan con la intención de comprar la serigrafía sin montar; pero al llegar a la tienda el encargado me explicó que si quería la pieza montada me la podía llevar de una vez; pero que si, en cambio, la quería sin montar, debía esperar que la enviaran desde el depósito, proceso que tomaría unos 5 días. Igual la compré, pero pedí que la entregaran, vía correo, en la casa de Ricardo, pensando que en otro viaje la llevaría a Caracas y le mandaría a hacer una montura similar a la que había visto en Nueva York.

Desde Caracas me enteré que había llegado puntualmente el empaque del Guggenheim a casa de Ricardo y que lo habían guardado, sin abrir, a la espera de nuestra próxima visita. 

Pasaron unos dos meses y en el contexto de la visita a Brooklyn, desde Caracas, de Carlos Cesar, el esposo de Edda, la hermana mayor de Patricia, al parecer decidieron echarle un ojo  a lo que yo había comprado. Para sorpresa de Ricardo, su esposa Victoria y Carlos Cesar, solo encontraron cartones al interior del empaque que habían recibido del Guggenheim. De inmediato y sin hacerme del conocimiento de lo que pasaba, Victoría, como buena ciudadana de un país organizado y con mayor noción que la nuestra en relación a los derechos del  consumidor (aquello de "el cliente siempre tiene la razón...") llamó de inmediato al Guggenheim y, factura en mano, explicó lo que pasaba, reclamando la entrega de la obra en cuestión.

En el Guggenheim dijeron que harían una averiguación y dejaron espacio para creer que era posible que por un error involuntario hubiese llegado el empaque sin la serigrafía, solo cartones. Casi de inmediato avisaron que subsanarían su error y enviaron a la dirección en Brooklyn otro ejemplar que formaba parte de la serie numerada del 1 al 100. Esa es la serigrafía que está colgada ahora en una pared de la sala de mi casa en Caracas y que ha acompañado nuestra decoración al menos durante una década; desde aquí, desde el sofá, la estoy viendo, montada en una caja de madera pintada de blanco, flotando sobre un fondo de lienzo beige, una montura hecha en Caracas por Marcos Duplex a imagen y semejanza de la que vi en el Guggenheim.

Obra de Jesus Soto (2000)
Cuando los alumnos de Victoria, en Brooklyn, escudriñaron entre los cartones que les había traido desde su casa su profesora para que cortaran e hicieran sus tareas, unos cartones que habían quedado de un cierto asunto con el museo Guggenheim, vieron como de entre dos cartones pegados y que tenían la apariencia de ser uno solo, hasta que a golpe de cuchilla fueron rebanados en piezas más pequeñas, surgían pequeños pedazos de papel con trozos de azul, con trozos de líneas negras, con trozos blancos. Alguno de esos pequeños papeles que surgían de entre los cartones rebanados tenía, al menos en parte, la firma de Jesús Rafael Soto, artista cinético venezolano que alguna vez expuso su obra en el Museo Guggenheim de Nueva York.

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