miércoles, 16 de marzo de 2011

Tsunami

En mi época a este asunto se le llamaba maremoto y las escenas de estos últimos días no dejan de recordarme unas cuantas de los programas japoneses de televisión, de ultraman, godzilla, el robot gigante y compañía, que veía un servidor por las tardes, en blanco y negro, cuando llegaba del colegio a la casa de mis padres.



No importa si la cultura milenaria ha convivido con estos eventos durante siglos, no importa si la vinculación de un pueblo con estos fenómenos naturales es tan fuerte que impone un nombre en su lengua al resto del mundo. Parece que nada de eso importa cuando a la naturaleza le da por hablar.

A continuación, un cuento que escribí hace 24 años -ahórrense las cuentas, el escritor tenía 19, unos cuantos kilos menos y mejor cubierta la cabeza-, pero creo que viene bien con los temas de estos días. Está incluido en el libro El Cuarto Oscuro de las Revelaciones (1987),  y espero les guste.


EL CARNAVAL
Gonzalo Tovar Ordaz (1987)

 
Me estoy guardando para cuando llegue el carnaval
(…)
Quién me ve siempre
parado, distante,
creyendo que no sé bailar
me estoy guardando para cuando llegue el carnaval
Sólo estoy
viendo, sabiendo
sintiendo, escuchando
y no puedo hablar
me estoy guardando para cuando llegue el carnaval
(…)
Y el que me ofende
humillando, pisando
pensando que voy a aguantar
me estoy guardando para cuando llegue el carnaval
y el que me vea apenado en la vida
pensando que todo me da igual
me estoy guardando para cuando llegue el carnaval
(…)
Chico Buarque

 
        Los muchachos, que rieron de la broma hecha a mi costa y se burlaron cuando acepté pagar al guía, se retiraron de la mesa y se amontonaron alrededor mío, pegando la cara al vidrio de la cabina de teléfonos. Todos se enteraron de una vez. Finalicé la llamada y me volví hacia ellos, llevándome las manos a la cintura y sonriendo con cara de triunfo. Sé que brillaban mis ojos. Todos esperaban con expectación información más detallada de la que recién habían obtenido, más completa que la vaga referencia que recién había dado la prensa. Abrí de un golpe la puerta de la cabina y crucé el salón bajo una lluvia de peticiones y sobre las barajas que se habían volado de la mesa. “Si quieren saber algo, averígüenlo ustedes mismos”. No me digné, ni tan siquiera, a voltearme al hablarles, todo lo dije con la cara en alto viendo fijamente al frente, subiendo a saltos las escalares que llevan a las habitaciones. Todos subieron a tocar la puerta, a pedir a gritos, hasta que se cansaron, y salieron en busca del guía.
        Me asomé al balcón y gritando a todo pulmón le di las gracias por ser tan puntual. Inmediatamente respondió y su saludo retumbó por todo la casa, quebrando ventanas, partiendo vidrios, haciendo volar papeles. Apoyé los codos en la baranda y dejé caer la cabeza entre las manos. Me quedé un rato así, tocándome los lóbulos de las orejas y mirándole, mirando fijamente al mar. Ya no era blanco, ahora las olas rojas barrían la playa donde antes se jugaba pelota y dejaban marcas rosadas señalando su visita.
        Hace cuatro meses llegué en el autobús de la compañía de turismo. Viajaba solo, sentado con los zapatos puestos sobre el asiento y la maleta tirada al fondo. Siguiendo mi costumbre no abrí la boca en el camino y me limité a sacar la cabeza por la ventana, esperando el aire que nunca llegó. El hotel era una casa grande, blanca, sobre una gran duna de arena blanca, junto a un mar igualmente blanco. El mar muerto. Todo muerto. Desde el primer momento supe cuan cierta era la propuesta de la agencia de turismo: tranquilidad, tranquilidad, tranquilidad.
        Me dediqué, fundamentalmente, a dos cosas: jugaba a las cartas apostando tragos de ron, y salía, guiado por un muchacho que trabajaba en la cocina y como mandadero de los huéspedes, a recorrer los pueblos vecinos en los días de mercado, comprando cosas – casi siempre aparatos viejos y una que otra obra de orfebre – para adornar mi casa. Fue él, el guía, quien me dijo que conocía un lugar en la costa, ni muy lejos ni muy cerca, donde podía hablarse con el mar.
        Al principio me tomó por sorpresa, y me limité a creer que se trataba de alguna tradición. Algún mito o leyenda. Ya anteriormente había leído de la existencia de una historia similar que fue extraída de unos antiguos documentos descubiertos hace algunos años: todo el mundo ha oído hablar de los rollos del mar muerto. Pero la versión del guía sonaba más agradable: por las tardes me tiraba sobre la arena de la playa, con una cesta de comida y una botella de vino, a escucharle relatar cada una de las historias. Jamás quise pedirle que me llevara, temía perder todo lo que había logrado con el muchacho. No quería dejarlo ante la falsedad de su historia. Pero fue él quien me tomó la iniciativa de invitarme. Por una módica suma me llevaría a conversar con el mar.
        No tomé ninguna precaución para el día del viaje. Me levanté temprano, como siempre, y bajé las escaleras en silencio para no despertar a nadie. El guía me estaba esperando en la sala, sentado junto a la puerta de la cocina, por donde desapareció ante mi vista para reaparecer con una bolsa entre los brazos.
        Caminamos más de media hora por entre dunas de arena y cardones hasta que llegamos a una saliente que las mareas habían moldeado entre las rocas. El guía se acercó a la orilla y comenzó a llamar. Yo permanecí parado detrás. Comenzó de repente a moverse la superficie del mar y a sentirse una brisa suave. El guía se volteó hacia mí con una sonrisa enorme y dijo: “Aquí lo tienes”. La fuerza del viento había aumentado y comenzaba a oírse un susurro. El guía, arrodillado miró al mar; comenzó a hablar con voz fuerte y segura, y yo, paralizado por la sorpresa, empecé a oír al mar que le respondía balbuceando como un niño que aprende a hablar. El guía abrió la bolsa que había cargado desde el hotel y extrajo de ella una larga cuerda. “Voy a bajar un momento. No te molestes, quiere decirme algo en privado” me dijo y yo permanecí arriba, sosteniendo un extremo de la cuerda. El guía se dejó caer y se sumergió bajo el agua, mientras yo permanecí sentado sobre una roca, sintiendo la tensión en la cuerda, perfectamente extendida.
        Al entrar en el hotel sentí unas ganas enormes de detenerme en el salón, donde seguramente estarían todos ahogándose de cerveza y ron. Pero atravesé la sala sin hacer caso a las risas contenidas y subí corriendo a mi cuarto. Había oído a el mar. Y, definitivamente, no estaba nada muerto. Escribí cartas a todos mis amigos, relatando mi descubrimiento, pero ninguna llegó a salir de mi habitación: no es conveniente que lo tilden a uno de loco cuando ni siquiera se está presente para defenderse. Mandé a buscar una botella de vino blanco y me acosté a mirar el techo.
        A la mañana siguiente me paré de la cama tan temprano como me lo permitía una noche demasiado larga. Salí tratando de hacer el menor ruido. EL hotel parecía desierto, salvo por el guía, que me sonrió satisfecho desde la ventana de la cocina. Tenía el camino grabado en la mente, paso a paso, piedra a piedra, pero aún así tardé más que en mi viaje anterior: tres cuartos de hora, exactamente. Llegué a la misma saliente y grité: “Aquí estoy”, pero no obtuve respuesta alguna. Lo intenté nuevamente seis o siete veces sin obtener resultados. Comencé a desconfiar del guía. “Seguramente fue una trampa para quitarme dinero. Menos mal que retuve las cartas”. Por no dejar, caminé hasta la orilla y grité de nuevo: “Aquí estoy”. “Y que hay con eso” dijo. Una vergüenza enorme se apoderó entonces de mí, las palabras se me amontonaron en la boca sin poder salir. “¿A eso viniste, a quedarte parado como una estatua?” Levanté la cara un poco molesto por el tono en que me hablaba y dije: “Tú tampoco derrochas mucha agilidad”. Sentí entonces la súbita aparición de una corriente de aire que levantó una nube de arena y ramas. Sólo entonces comenzó a cantar El Carnaval.
Volví al hotel confiado en que el próximo domingo, poco después del desayuno, comenzaría el carnaval del mar muerto.



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