Cuando en julio de 1969 seiscientos millones de personas vieron por televisión la llegada del hombre a la luna yo tenía solo dos años y no recuerdo ninguna imagen específica de Neil Amstrong haciendo su pequeño paso personal - su gran paso para la humanidad, aunque tengo algún recuerdo borroso de un alboroto en el apartamento donde vivían mis padres entonces - en el edificio Issa, entre las esquinas de Santa Bárbara a Conónigos, en el centro de Caracas- que incluye la expectativa familiar ante la pantalla en blanco y negro de un gigantesco y pesado aparato con acabados de madera, patas de acero cromado y tope de granito negro marca Siera, en el que años despues veía los capítulos de la Señorita Cometa, Ultraman, El Zorro, Perdidos en el Espacio y Meteoro, aparato fiel que nos acompañó sin daño alguno hasta que a comienzos de los años 80s llegó la televisión a color a Venezuela y desapareció de nuestras vidas ante la superioridad inevitable de un aparato Toshiba que encendía de inmediato y nos mostraba el mundo en todos sus colores.
Pero aunque no recuerde específicamente el mayor hito de la aventura espacial, no pude evitar en los años siguientes caer víctima de la fiebre por los viajes y los cohetes. Tanto como quise ser el piloto de autos de carreras que emulaba a Meteoro, el del Mach 5; tanto como quise ser un pelotero de los Leones del Caracas, a los que veía junto a mi padre desde la tribuna del stadium universitario; tanto como quise ser un científico, que mezclaba a escondidas en el baño los productos de limpieza de la casa de mis padres buscando descubrir una nueva fórmula secreta; tanto así quise ser un astronauta, el hombre en la luna. Recuerdo haberme hecho alguna vez una nave con una caja de cartón, recuerdo algún casco de cartón forrado - para molestia de mi madre- con el preciado papel de aluminio de la cocina de mi casa.
Recuerdo que -sin que tenga una explicación para ello- mis aventuras espaciales eran todas abanderadas por la NASA, la agencia aeroespacial norteamericana, a pesar de que en la biblioteca de mi padre era más facil tropezarse con alguna revista rusa, en la cual se destacaban los vuelos de los vostok y los soyuz, que con alguna información del país del norte de América. Ni siquiera el hecho de que la fecha del vuelo de Yuri Gagarin coincidiera con la de mi cumpleaños me hizo imaginarme a bordo de una nave espacial soviética, para desconsuelo de mi padre, que poco más de dos meses despues que Amstrong pisara la luna bautizó a mi único hermano con el nombre de Vladimir.
Durante años, al pasar en el carro de mi padre por la autopista del este, en las cercanías de El Rosal, observaba con fascinación un par de antenas olvidadas, de las que usó Radio Caracas Televisión para retransmitir en Venezuela el alunizaje de la tripulación del Apolo XI, allá por 1969.
A finales de los 70s leí -cortesía de la biblioteca del Santiago de León de Caracas- los libros de historietas de Tin Tin en los que viajaba a la luna acompañado del capitan y de su perro Milú e incluso se encontaba con Amstrong. Años despues, ya en los 80s, vi la película de Melies un domingo en la mañana, en las funciones infantiles de la Cinemateca Nacional. Tambien por esos años vi, en las funciones nocturnas de la Cinemateca, La Luna de Antonioni. Hace pocos días vi el nuevo y edulcorado corto de Pixar en el que un par de marineros ¿italianos? barre de estrellas la superficie de la luna. Todo ello parte de mi educación sentimental.
Pasados los años y a falta de cohetes, no he dejado de ir a la luna. Hay días en los que es inevitable sentirse fuera de este mundo, ver las cosas a lo lejos, distantes, escuchar solo los ecos de voces lejanas. Hay días en los que, cuando Houston -o Caracas, o Barcelona o Nueva York o México- llama, uno tiene la cabeza en otro sitio, uno está dando un pequeño paso para la humanidad, un gran paso para las historias personales.
En estos días de agosto se ha muerto Neil Amstrong a los 82 años. El hombre que fue a la luna no pudo vencer al corazón. Y yo me he puesto a pensar en una calcomanía suya que tuve pegada durante mucho tiempo -junto a una de Buzz Aldrin- en la carátula de uno de mis cuadernos de primaria. Y yo me he puesto a pensar en unas monedas plateadas que regalaban en las bombas Shell y que atesoré durante mucho tiempo, en las que cada una conmemoraba uno de los viajes espaciales que tanta ilusión nos hicieron a los que fuimos niños entonces.
Y entonces, como si estuviese en un satélite orbitando la tierra, incapaz de ver refinerías que explotan, carreteras que se hunden bajo las aguas, puentes que se desploman, hospitales que no funcionan, no he podido evitar sonreir.
Durante años, al pasar en el carro de mi padre por la autopista del este, en las cercanías de El Rosal, observaba con fascinación un par de antenas olvidadas, de las que usó Radio Caracas Televisión para retransmitir en Venezuela el alunizaje de la tripulación del Apolo XI, allá por 1969.
A finales de los 70s leí -cortesía de la biblioteca del Santiago de León de Caracas- los libros de historietas de Tin Tin en los que viajaba a la luna acompañado del capitan y de su perro Milú e incluso se encontaba con Amstrong. Años despues, ya en los 80s, vi la película de Melies un domingo en la mañana, en las funciones infantiles de la Cinemateca Nacional. Tambien por esos años vi, en las funciones nocturnas de la Cinemateca, La Luna de Antonioni. Hace pocos días vi el nuevo y edulcorado corto de Pixar en el que un par de marineros ¿italianos? barre de estrellas la superficie de la luna. Todo ello parte de mi educación sentimental.
Pasados los años y a falta de cohetes, no he dejado de ir a la luna. Hay días en los que es inevitable sentirse fuera de este mundo, ver las cosas a lo lejos, distantes, escuchar solo los ecos de voces lejanas. Hay días en los que, cuando Houston -o Caracas, o Barcelona o Nueva York o México- llama, uno tiene la cabeza en otro sitio, uno está dando un pequeño paso para la humanidad, un gran paso para las historias personales.
En estos días de agosto se ha muerto Neil Amstrong a los 82 años. El hombre que fue a la luna no pudo vencer al corazón. Y yo me he puesto a pensar en una calcomanía suya que tuve pegada durante mucho tiempo -junto a una de Buzz Aldrin- en la carátula de uno de mis cuadernos de primaria. Y yo me he puesto a pensar en unas monedas plateadas que regalaban en las bombas Shell y que atesoré durante mucho tiempo, en las que cada una conmemoraba uno de los viajes espaciales que tanta ilusión nos hicieron a los que fuimos niños entonces.
Y entonces, como si estuviese en un satélite orbitando la tierra, incapaz de ver refinerías que explotan, carreteras que se hunden bajo las aguas, puentes que se desploman, hospitales que no funcionan, no he podido evitar sonreir.
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