domingo, 17 de octubre de 2010

que pequeño es el mundo... (parte 1)

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Qué iba a pensar uno, sentado justo al anochecer en el borde de la acera que remata al oeste el bulevar de Sabana Grande, en Caracas, justo en el límite con la Avenida Lincoln, en aquellos tiempos de mediados de los años 80s, cuando uno podía sentarse al borde de la acera en ese lugar sin que nuestra salud corriese peligro de muerte inminente, que iba a tener dos décadas despues al mismísimo Tom Hulce pidiéndonos, sartén de teflón en mano, permiso para saltarse el orden de pagar en la caja de la pequeña tienda Williams Sonoma de Sexta Avenida, NY, ya que necesitaba volver a su casa urgentemente, claro está, con el sartén en cuestión. Su casa debía estar muy cerca de la tienda, pensé yo, porque en medio del frío invierno, Tom estaba en sandalias, bluejean y una franelita blanca, así que presumo que la excusa era cierta, el tipo tenía una emergencia en casa y había bajado corriendo a buscar un sarten a la tienda de la esquina. 

Aquella tarde-noche de mediados de los 80s estaba sentado al borde de la acera en Sabana Grande luego de salir del muy cercano -media cuadra, diría yo- Cine Radio City -hoy lamentablemente desaparecido, luego de uno de los tantos proyectos disparatados del exalcalde metropolitano Juan Barreto- tratando de consolar a Patricia, a la que le había dado por llorar desconsoladamente luego de ver Amadeus, la película de Milos Forman, ganadora del Oscar de 1984 y en la cual un Tom Hulce notablemente más flaco que el del sartén en Nueva York hacía el papel de Wolfang Amadeus Mozart, en su constante diatriba con Antonio Salieri, intepretado por F. Murray Abraham, a quién también le dieron el Oscar aquel año.



Patricia, según recuerdo, comenzó a llorar hacia el final de la película, más o menos en la secuencia de Mozart dictando desde su lecho de muerte el requiem que le había encargado un mensajero encapuchado y la secuencia de su posterior entierro, acompañado de muy pocos dolientes, en una fosa común, bajo una intensa nevada, que precedía a los créditos finales y al encendido de las luces de la sala, esa que tenía unas sirenas encima y a los costados de la pantalla, terminó de hacer el trabajo de ablandamiento sentimental. 

Una vez que salimos del cine y nos ubicamos al borde de la acera, tardamos un buen rato en retomar el camino hacia el sur, hacia Colinas de Bello Monte, hacia la Lejarazú, la casa de Patricia, eso sí, sin pensar nunca, en ningún momento del camino que hicimos a pié, en que más adelante en nuestras vidas Wolfang Amadeus nos pediría un favor, así, con el cigarrillo de medio lado en la boca, nos pediría que le dejáramos pasar en la fila de la caja de Williams Sonoma, porque le esperaban en casa con un sartén de teflón.  

Tom Hulce, en el papel de Amadeus (1984)

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