lunes, 13 de octubre de 2014

El oso bipolar y otros animales de la ciudad gótica

Lucía, en medio de una visita familiar a un zoológico del norte de Lima, descubrió este fin de semana que Gus había dejado de ocupar su rincón del zoológico de Manhattan hace ya casi un año. ¿Quién pondrá ahora la pata contra el vidrio? se preguntó mi hija mayor en voz alta, ¿quién nadará dando vueltas en el estanque de agua fría? dijo, desentendiéndose de los búfalos de agua que tenía enfrente y de la jirafa que se rascaba el cuello contra un tubo, a sus espaldas.

Gus

Gus murió en año pasado a los 27 años, una edad muy avanzada para los de su especie, los osos polares nacidos y criados en cautiverio. Nosotros lo vimos casi durante toda la última década, quizá algunos años más, primero con Lucía, luego con Diego y, finalmente, con Teresa, que ya lo conoció viudo, sin su compañera de casi toda la vida, que murío algún tiempo antes que él.


Gus

Gus se hizo famoso por reproducir la conducta de sus vecinos de ciudad, fue excéntrico, nervioso, neurótico, compulsivo. Una suerte Woody Allen gordo y con pelo blanco, encerrado en una sección al fondo a la izquierda del zoologico de Manhattan, en Central Park. Gus, el oso bipolar, como le bautizó la prensa niuyorquina de manera burlona tiempo atrás, cuando se hizo conocido por tratarse con antidepresivos y calmantes y por tener entre el personal a su disposición a un psiquiatra veterinario. Los artículos de prensa le asignaron a lo largo de los años muchas conductas extrañas, siendo la de dedicarse a nadar de manera compulsiva durante más de 12 horas al día la más evidente, pero a nosotros siempre nos llamó la atención que parecía no gustarle el agua fría en el invierno y parecía más animado en los días más calurosos del verano niuyorquino que en los días fríos del mes de enero.

El recordar la muerte de Gus en estos días de polémica internacional por el caso de Excálibur, el perro de la enfermera, y el ébola, nos hizo pensar en los otros animales de Nueva York, en tratar de rescatar algunos de nuestra memoria, en intentar describir la ciudad desde sus animales.

Comencé por hacer una lista:

  • El día que volé en un 747 de Pan Am desde Madrid a Nueva York en el verano de 1991  me llamó la atención la cantidad de gaviotas que había ese día en el aeropuerto Kennedy. Cientos, miles, tal vez. Llovía a cántaros, había mucha niebla, al punto de dificultar e, incluso, suspender de a ratos las actividades aéreas. Y había muchas gaviotas, por eso las he asociado siempre a Nueva York. Más que el águila, más que ninguna otra, estas aves deberían estar en el escudo de la ciudad.
  • Había ratas en el metro cuando Patricia y yo nos metimos en esos túneles grises en enero de 1995, escapando del frío, la nieve y el cansancio en las piernas. El metro ha mejorado su aspecto en estos veinte años, se ve más limpio, dentro de las limitaciones del caso y con las variaciones presupuestarias de estas dos décadas; éro de vez en cuando se ve una rata correr entre los rieles, buscar las oscuridad, evadir los compuestos con veneno que suele haber junto a los rieles.
  • En Union Square hay un mercado de productos naturales y artesanías algunos días a la semana. La primera vez que Patricia y yo nos tropezamos con ese evento, tambien en 1995, había una vaca en uno de los puestos. Vendían leche fresca, desafiando normas sanitarias, aun muchos años antes que el asunto orgánico se pusiera de moda. Cada vez que vuelvo, sin confesarlo, busco con la mirada el puesto de la vaca, que, por supuesto, ya no será la misma (El que la busca con la mirada tampoco lo es). No está siempre, la he vuelto a ver 3 o 4 veces en 20 años, pero la feria en cuestión quedó bautizada en el tiempo como "el mercado de la vaca", esté dicho animal o no justo al norte de la calle 14, entre vegetales, panes, frutas, galletas y mieles.
  • Hay muchos perros en Nueva York. Hay clases sociales perrunas e, incluso, temas raciales entre ellos. Hay paseadores de perros con 20 animalitos tirando de las cuerdas, ansiosos por llegar al parque. Hay perros de compañía más parecidos a sus dueños que a nadie más en el mundo. Hay perros de perros. Y está Max, el perro de mi familia en Brooklyn. Max, un tipo grande, blanco con manchas como un caballo de la pradera, como los caballos de la películas de vaqueros e indios que veía en mi casa de Los Chorros en los 70s y en los 80s, un perro mestizo adicto a las galletas y a la comida hecha en casa, que fue primero de mi sobrino Sebastían, luego fue adoptado, durante varios años, por mi cuñado Ricardo, y ahora, este año, ha vuelto a las manos de su dueño original, que lo recibió junto con la casa de sus padres en Brooklyn. Salir a pasearlo por las noches, llegando hasta el borde del cementerio de Greenwood, es una de las cosas que más extraño de mis viajes a la gran manzana. Es un perro de Nueva York, eso explique que le guste sentarse en el sofá a ver televisión (sentarse, no echarse, insisto) y que caminando sin correa, desafiando las leyes de la ciudad, sepa pararse en los semáforos y respetar las normas de tránsito mucho mejor que la mayoría de los limeños, caraqueños y niuyorquinos. 
  • Antes de Max, hace muchos, muchos años, en una lejana galaxia ubicada a una cuadra de Prospect Park y a unas 20 cuadras de la casa de la calle 18, mis sobrinos tuvieron un acure (un cuy, dicho en peruano, un guinea pig, en niuyorquino) marrón que, como no podía ser de otra forma, se llamaba Brownie. A Brownie lo dejaron al cuidado de unos amigos en unas vacaciones en las que fueron a Venezuela, un verano ardiente en el que hubo un mega apagón en Nueva York y Brownie cayó víctima de tal infortunio, de tal combinación de desastres. En Perú, cada vez que me ofrecen sin éxito ese lujo de la gastronomía local, el cuy chantado, no puedo evitar pensar en el verano de Brownie, y entonces se me quita cualquier gana de probar uno de los platos típicos del Perú. 
  • Hay pericos y otras aves tropicales en el oeste de Brooklyn, en Prospect Park y en Greenwood. Cuenta la leyenda urbana que los habitantes a partir de los años 60s de Sunset Park y otros barrios vecinos al sur del cementerio trajeron de sus países de origen, México, Honduras, El Salvador, Guatemala, entre otros, aves tropicales que, fugitivas de su cautiverio lograron adaptarse al clima de Brooklyn, sobreviviendo al frío extremo y reproduciénndose. No es raro verles, con sus ruidos y sus ademanes de tierra caliente entre las tumbas de marmol de los heroes de la guerra civil norteamericana. Se adpataron sus dueños y se adaptaron ellos, que son ahora más norteamericanos que muchos de sus dueños originales, que nunca aprendieron a hablar inglés, que vivieron y trabajaron en una suerte de gueto en el cual el Bank of América es el Banco de América, se compra pan en "la panadería" y carne en "la carnicería" y donde ahora se entremezclan el chino y el ruso con los acentos propios de centroamérica. 
 
Max y yo hace casi 12 años, 1 grado bajo cero, en la casa de Brooklyn




No hay comentarios:

Publicar un comentario