lunes, 27 de octubre de 2014

Mi cielo

El cielo era la lámina izquierda de un tríptico.

Me gustaba ir al Prado a verle, en su vecindad con el infierno. El Bosco los puso a ambos así, ni tan lejos ni tan cerca, con el purgatorio al centro. Uno junto al otro. Pero ya entonces sabía que aquello solo era una representación, una hermosa representación, pero nada más. Una representación del cielo, comparable a la Anunciación que podía ver bajo el mismo techo, pero ambas representaciones al fin, símiles, semicuero del alma, imitaciones de una realidad, o de una ilusión.



El cielo tambien era sentarse en el banco que estába al otro lado del salón de Las Meninas. Ese era un cielo más real, pero efímero. Un cielo de prender y apagar, de esperar que salgan los turistas de la sala, de cruzar los dedos porque hoy por la mañana no vaya la gente al museo, porque me pueda sentar un rato aislado del mundo, olvidando los minutos que faltan para tener que salir corriendo a Atocha a tomar el tren de Alcalá.

El cielo está en muchas partes.

En el pasillo desde donde se ve la escalinata coronada por la Victoria de Samotracia. En las bancas de Santa María del Mar mientras al otro lado de la nave se celebra un matrimonio y el organo suena. Bajo los arcos de un claustro en Salamanca. En la casa de mis padres, en Los Chorros, en los primeros 80s, solitaria por las tardes, sin agenda y sin ruidos cercanos, con sombras de los árboles sobre el muro de la casa de atrás.

Pero no.

Cuando visitaba años atrás El Prado casi cada semana ya yo sabía que el cielo no tenía esa forma ni ese color. Sabía que esa mercancía que vendían allí y que a mi no me costaba nada gracias a un carnet de estudiante becado era una droga de efecto temporal, un shot de licor de prende y apaga, vámonos. Una alegría que viene y va.

Yo lo sabía.

Yo sabía que el cielo medía 4 x 3 metros, tenía una ventana larga, de piso a techo, de romanilla metálica pintada. El cielo tenía paredes blancas y  un piso de mosaicos de terracotas hexagonales color naranja quemado recubierto por una alfombra gris de poco pelo. El cielo tenía un equipo de sonido Sony 3 en 1 con tapa plástica transparente y caja de imitación a la madera. El cielo tenía una puerta blanca recubierta con las cuatro fotos de Los Beatles que traía dentro el disco doble blanco. El cielo tenía un colchón de agua en una esquina y gatos dando vueltas, surfeando sobre las olas de la cama. En ese cielo, el cielo de mi hermana Viena cuando yo tenía 14-15 años, los angeles tocaban So Lonely, o Shine on your Crazy Diamond, o Our House, o The Turn of a Friendly Card, o Simpatía por el diablo, o Escaleras al Cielo, o Aqualung o Honey Pie o Lluvia.

Lluvia, esa canción de La Misma Gente que escuché esta semana.

Debe ser por eso que hoy, este domingo de sorprendente luz limeña de primavera con tonos de otoño o primeros días de invierno, este domingo de ruidos lejanos y televisores prendidos que nadie ve, domingo del cuerpo revuelto contra las almohadas mientras la luz de la tarde se cuela por la ventana, tarde de ruido del viento contra la cortina interrumpido por la campana de la iglesia de Fátima, he estado acordándome del cielo de mis primeros años fuera de casa.

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